Autodefensa Espiritual
Carta de la Madre Juana Inés de la Cruz escrita a su
confesor, el Reverendo Padre Maestro Antonio Núñez de
Miranda de la Compañía de Jesús. Fue descubierta por el
el padre Aureliano Tapia Méndez.
[...] La materia, pues, de este enojo de Vuestra
Reverencia (muy amado Padre, y señor mío) no ha sido
otra que la de estos negros versos de que el Cielo, tan
contra la voluntad de Vuestra Reverencia, me dotó. Éstos
he rehusado sumamente el hacerlos, y me he excusado todo
lo posible, no porque en ellos hallase yo razón de bien
ni de mal, que siempre los he tenido (como lo son) por
cosa indiferente; y aunque pudiera decir cuántos los han
usado, santos y doctos, no quiero entrometerme a su
defensa, que no son mi padre, ni mi madre: sólo digo que
no los hacía por dar gusto a Vuestra Reverencia, sin
buscar, ni averiguar la razón de su aborrecimiento, que
es muy propio del amor obedecer a ciegas; demás que con
esto también me conformaba con la natural repugnancia
que siempre he tenido a hacerlos, como consta a cuantas
personas me conocen; pero esto no fue posible observarlo
con tanto rigor que no tuviese algunas excepciones,
tales como dos Villancicos a la Santísima Virgen, que
después de repetidas instancias, y pausa de ocho años,
hice con venia y licencia de Vuestra Reverencia, la cual
tuve entonces por más necesaria que la del Señor
Arzobispo Virrey mi Prelado, y en ellos procedí con tal
modestia, que no consentí en los primeros poner mi
nombre, y en los segundos se puso sin consentimiento ni
noticia mía, y unos y otros corrigió antes Vuestra
Reverencia. A esto se siguió el Arco de la Iglesia.
[...]
Esta es la irremisible culpa mía, a la cual precedió
habérmelo pedido tres o cuatro veces, y tantas despídome
yo, hasta que vinieron los dos señores Jueces Hacedores
que antes de llamarme a mí, llamaron a la Madre Priora y
después a mí, y mandaron en nombre del Excmo. Señor
Arzobispo lo hiciese, porque así lo había votado el
Cabildo pleno, y aprobado Su Excelencia.
Ahora quisiera yo que Vuestra Reverencia con su
clarísimo juicio, se pusiera en mi lugar, y consultara,
¿qué respondiera en este lance? ¿Respondería, que no
podía? Era mentira. ¿Que no quería? Era inobediencia.
¿Que no sabía? Ellos no pedían más que hasta donde
supiese. ¿Que estaba mal votado? Era sobre descarado
atrevimiento, villano y grosero desagradecimiento a
quien me honraba con el concepto de pensar que sabía
hacer una mujer ignorante, lo que tan lucidos ingenios
solicitaban. Luego no pude hacer otra cosa que obedecer.
Estas son las obras públicas que tan escandalizado
tienen al mundo, y tan desedificados a los buenos. Y así
vamos a las no públicas: apenas se hallará tal o cual
coplilla hecha a los años, o a el obsequio de tal, o tal
persona de mi estimación, y a quienes he debido socorro
en mis necesidades (que no han sido pocas, por ser tan
pobre y no tener renta alguna); una loa a los años del
Rey nuestro Señor, hecha por mandato del mismo Excmo.
Señor Don Fray Payo, otra por orden de la Excma. Sra.
Condesa de Paredes. Pues ahora Padre mío y mi señor, le
suplico a Vuestra Reverencia deponga por un rato el
cariño del propio dictamen (que aun a los muy santos
arrastra), y dígame Vuestra Reverencia (ya que en su
opinión es pecado hacer versos), ¿en cuál de estas
ocasiones ha sido tan grave el delito de hacerlos? Pues
cuando fuera culpa (que yo no sé por qué razón se le
pueda llamar así), la disculparan las mismas
circunstancias y ocasiones que para ello he tenido tan
contra mi voluntad, y esto bien claro se prueba, pues en
la facilidad que todos saben que tengo, si a esa se
juntara motivo de vanidad (quizá lo es de
mortificación), ¿qué más castigo me quiere Vuestra
Reverencia que el que entre los mismos aplausos que
tanto se duelen, tengo? ¿De qué envidia no soy blanco?
¿De qué mala intención no soy objeto? ¿Qué acción hago
sin temor? ¿Qué palabra digo sin recelo?
Las mujeres sienten que las exceda; los hombres, que
parezca que los igualo; unos no quisieran que supiera
tanto; otros dicen que había de saber más, para tanto
aplauso. Las viejas no quisieran que otras supieran más;
las mozas que otras parezcan bien, y unos y otros que
viese conforme a las reglas de su dictamen, y de todos
juntos resulta un tan extraño género de martirio, cual
no sé yo que otra persona haya experimentado. ¿Qué más
podré decir ni ponderar?, que hasta el hacer esta forma
de letra algo razonable me costó una prolija y pesada
persecución, no por más de porque dicen que parecía
letra de hombre, y que no era decente, conque me
obligaron a malearla adrede, y de esto toda esta
comunidad es testigo. En fin, ésta no era materia para
una carta, sino para muchos volúmenes muy copiosos.
Pues ¿qué dichos son éstos tan culpables? Los aplausos y
celebraciones vulgares, ¿los solicité? Y los
particulares favores y honras de los Excelentísimos
Señores Marqueses que por sola su dignación y sin igual
humanidad me hacen, ¿los procuré yo? Tan a la contra
sucedió, que la Madre Juana de San Antonio, Priora de
este convento y persona que por ningún caso podrá
mentir, es testigo de que la primera vez que Sus
Excelencias honraron esta casa, le pedí licencia para
retirarme a la celda, y no verlos, ni ser vista (¡como
si Sus Excelencias me hubiesen hecho algún daño!) sin
más motivo que huir el aplauso, que así se convierte en
tan pungentes espinas de persecución, y lo hubiera
conseguido a no mandarme la Madre Priora lo contrario.
Pues ¿qué culpa mía fue el que Sus Excelencias se
agradasen de mí? Aunque no había por qué. ¿Podré yo
negarme a tan soberanas personas? ¿Podré sentir el que
me honren con sus visitas? Vuestra Reverencia sabe muy
bien que no: como lo experimentó en tiempo de los
Excelentísimos Señores Marqueses de Mancera, pues oí yo
a Vuestra Reverencia en muchas ocasiones, quejarse de
las ocupaciones a que le hacía faltar la asistencia de
Sus Excelencias, sin poderla no obstante dejar; y si el
Excelentísimo Señor Marqués de Mancera entraba cuantas
veces quería en unos conventos tan santos como
Capuchinas y Teresas, y sin que nadie lo tuviese por
malo, ¿cómo podré yo resistir que el Excelentísimo Señor
Marqués de la Laguna entre en éste? Demás que yo no soy
Prelada, ni corre por mi cuenta su gobierno. Sus
Excelencias me honran porque son servidos, no porque yo
lo merezca, ni tampoco porque al principio lo solicité.
Yo no puedo, ni quisiera aunque pudiera, ser tan
bárbaramente ingrata a los favores y cariños (tan no
merecidos, ni servidos) de Sus Excelencias.
Mis estudios no han sido en daño ni perjuicio de nadie,
mayormente habiendo sido tan sumamente privados, que no
me he valido ni aun de la dirección de un maestro, sino
que a secas me lo he habido conmigo y mi trabajo, que no
ignoro que el cursar públicamente las escuelas no fuera
decente a la honestidad de una mujer, por la ocasionada
familiaridad con los hombres, y que ésta sería la razón
de prohibir los estudios públicos; y el no disputarles
lugar señalado para ellos, será porque como no las ha
menester la República para el gobierno de los
magistrados (de que por la misma razón de honestidad
están excluidas) no cuida de lo que no les ha de servir;
pero los privados y particulares estudios, ¿quién los ha
prohibido a las mujeres? ¿No tienen alma racional como
los hombres? Pues, ¿por qué no gozará el privilegio de
la ilustración de las letras con ellos? ¿No es capaz de
tanta gracia y gloria de Dios como las suya? Pues, ¿por
qué no será capaz de tantas noticias y ciencias, que es
menos? ¿Qué revelación divina, qué determinación de la
Iglesia, qué dictamen de la razón hizo para nosotras tan
severa ley? ¿Las letras estorban, sino que antes ayudan
a la salvación? ¿No se salvó San Agustín, San Ambrosio y
todos los demás Santos Doctores? Y Vuestra Reverencia,
cargado de tantas letras, ¿no piensa salvarse? Y si me
responde que en los hombres milita otra razón, digo: ¿No
estudió Santa Catarina, Santa Gertrudis, mi Madre Santa
Paula, sin estorbarle a su alta contemplación, ni a la
fatiga de sus fundaciones, el saber hasta griego? ¿El
aprender hebreo? ¿Enseñada de mi Padre San Jerónimo, el
resolver y el enteder las Santas Escrituras, como el
mismo Santo lo dice? ¿Ponderando también en una epístola
suya, en todo género de estudios doctísima a Blesila,
hija de la misma Santa, y en tan tiernos años que murió
de veinte? Pues, ¿por qué en mí es malo lo que en todas
fue bueno? ¿Sólo a mí me estorban los libros para
salvarme?
Si he leído los poetas y oradores profanos (descuido en
que incurrió el mismo Santo) también leo los Doctores
Sagrados y Santas Escrituras; demás que a los primeros
no puedo negar que les debo innumerables bienes y reglas
de bien vivir. Porque, ¿qué cristiano no se corre de ser
iracundo a vista de la paciencia de un Sócrates gentil?
¿Quién podrá ser ambicioso a vista de la modestia de
Diógenes Cínico? ¿Quién no alaba a Dios en la
inteligencia de Aristóteles? Y en fin, ¿qué católico no
se confunde si contempla la suma de virtudes morales en
todos los filósofos gentiles? ¿Por qué ha de ser malo
que el rato que yo había de estar en una reja hablando
disparates, o en una celda murmurando cuanto pasa fuera
y dentro de casa, o peleando con otra, o riñendo a la
triste sirviente, o vagando por todo el mundo con el
pensamiento, lo gastara en estudiar? Y más cuando Dios
me inclinó a eso, y no me pareció que era contra su Ley
Santísima, ni contra la obligación de mi estado. Yo
tengo este genio. Si es malo, yo [no] me hice racional,
nací con él y con él he de morir.
Vuestra Reverencia quiere que por fuerza me salve
ignorando: pues amado Padre mío, ¿no puede esto hacerse
sabiendo? Que al fin es camino para mí más suave. Pues,
¿por qué para salvarse ha de ir por el camino de la
ignorancia, si es repugnante a su natural? ¿No es Dios
como Suma Bondad, Suma Sabiduría? Pues, ¿por qué le ha
de ser más acepta la ignorancia que la ciencia? Sálvese
San Antonio, son su ignorancia santa, norabuena; que San
Agustín va por otro camino, y ninguno va errado. Pues
¿por qué es esta pesadumbre de Vuestra Reverencia, y el
decir que a saber que yo había de hacer versos, no me
hubiera entrado Religiosa, sino casádome? Pues, Padre
amantísimo (a quien forzada y con vergüenza insto, lo
que no quisiera tomar en boca), ¿cuál era el dominio
directo que tenía Vuestra Reverencia para disponer de mi
persona, y del albedrío (sacando el que mi amor le daba,
y le dará siempre) que Dios me dio? Pues cuando ello
sucedió había muy poco que yo tenía la dicha de conocer
a Vuestra Reverencia; y aunque le debí sumos deseos, y
solicitudes de mi estado, que estimaré siempre como
debo, lo tocante a la dote, mucho antes de conocer yo a
Vuestra Reverencia, lo tenía ajustado mi Padrino el
Capitán D. Pedro Velázquez de la Cadena, y agenciádomelo
estas mismas prendas, en la cuales, y no en otra cosa,
me libró Dios el remedio.
Luego no hay sobre qué caiga tal proposición; aunque no
niego deberle a Vuestra Reverencia otros cariños y
agasajos muchos que reconoceré eternamente, tal como el
de pagarme maestro, y otros. Pero no es razón que éstos
no se continúen, sino que se hayan convertido en
vituperios, y en que no haya conversación en que no
salgan mis culpas, y sea el tema espiritual del celo de
Vuestra Reverencia mi conversión. ¿Soy por ventura
hereje? Y si lo fuera, ¿había de ser santa a pura
fuerza? Ojalá y la santidad fuera cosa que se pudiera
mandar, que con eso la tuviera yo segura: pero yo juzgo
que se persuade, no se manda, y si se manda, Prelados he
tenido que lo hicieran; pero los preceptos y fuerzas
exteriores, si son moderados y prudentes, hacen
recatados y modestos, si son demasiados, hacen
desesperados; pero santos, sólo la gracia, y auxilios de
Dios saben hacerlos. ¿En qué se funda, pues, este enojo?
¿En qué este desacreditarme? ¿En qué este ponerme en
concepto de escandalosa con todos? ¿Canso yo a Vuestra
Reverencia con algo? ¿Hele pedido alguna cosa para el
socorro de mis necesidades? ¿O le he molestado con otra
espiritual ni temporal? ¿Tócale a Vuestra Reverencia mi
corrección por alguna razón de obligación, de
parentesco, crianza, prelacía, o tal qué cosa? Si es
mera caridad, parezca mera caridad, y proceda como tal,
suavemente, que el exasperarme, no es buen modo de
reducirme, ni yo tengo tan servil natural que haga por
amenazas lo que no me persuade la razón, ni por respetos
humanos, lo que no hago por Dios, que el privarme yo de
todo aquello que me puede dar gusto, aunque sea muy
lícito, es bueno que yo lo haga por mortificarme, cuando
yo quiera hacer penitencia; pero no para que Vuestra
Reverencia lo quiera conseguir a fuerza de reprensiones,
y éstas no a mí en secreto, como ordena la paternal
corrección (ya que Vuestra Reverencia ha dado en ser mi
Padre, cosa en que me tengo ser muy dichosa) sino
públicamente con todos, donde cada uno siente como
entiende y habla como siente. Pues esto, Padre mío, ¿no
es preciso yo lo sienta de una persona que con tanta
veneración amo, y con tanto amor reverencio y estimo?
Si estas reprensiones cayeran sobre alguna comunicación
escandalosa mía, soy tan dócil que (no obstante que ni
en lo espiritual ni temporal he corrido nunca por cuenta
de Vuestra Reverencia) me apartara de ella y procurara
enmendarme y satisfacerle, aunque fuera contra mi gusto.
Pero, si no es sino por la contradicción de un dictamen
que en substancia tanto monta hacer versos, como no
hacerlos, y que éstos los aborrezco de forma que no
habrá para mí penitencia, como tenerme siempre
haciéndolos, ¿por qué es tanta pesadumbre? Porque si por
contradicción de dictamen hubiera yo de hablar
apasionada contra Vuestra Reverencia, como lo hace
Vuestra Reverencia contra mí, infinitas ocasiones suyas
me repugnan sumamente (porque al fin, el sentir en las
materias indiferentes es aquel alius sic, et alius sic)
pero no por eso las condeno, sino que antes las venero
como suyas y las defiendo como mías; y aun quizá las
mismas que son contra mí, llamándolas buen celo, sumo
cariño, y otros títulos que sabe inventar mi amor y
reverencia cuando hablo con los otros.
Pero a Vuestra Reverencia no puedo dejar de decirle que
rebosan ya en el pecho las quejas que en espacio de dos
años pudiera haber dado, y que pues tomo la pluma para
darlas, redarguyendo a quien tanto venero, es porque ya
no puedo más, que como no soy tan mortificada como otras
hijas, en quien se empleara mejor su doctrina, lo siento
demasiado. Y así le suplico a Vuestra Reverencia que si
no gusta, ni es ya servido favorecerme (que eso es
voluntario) no se acuerde de mí, que aunque sentiré
tanta pérdida mucho, nunca podré quejarme, que Dios que
me crió y redimió, y que usa conmigo tantas
misericordias, proveerá con remedio para mi alma que
espera en su bondad no se perderá, aunque le falte la
dirección de Vuestra Reverencia; que del Cielo hacen
muchas llaves, y no se estrechó a un solo dictamen, sino
que hay en él infinidad de mansiones para diversos
genios, y en el mundo hay muchos teólogos, y cuando
faltaran, en querer, más que en saber, consiste el
salvarse, y esto más estará en mí, que en el confesor.
¿Qué precisión hay en que esta salvación mía sea por
medio de Vuestra Reverencia? ¿No podrá ser por otro? ¿Restringióse
y limitóse la misericordia de Dios a un hombre, aunque
sea tan discreto, tan docto y tan santo como Vuestra
Reverencia? No por cierto, ni hasta ahora he tenido yo
luz particular, ni inspiración del Señor, que así me lo
ordene. Conque podré gobernarme con las reglas generales
de la Santa Madre Iglesia, mientras el Señor no me da
luz de que haga otra cosa, y elegir libremente Padre
Espiritual, el que yo quisiere: que si como Nuestro
Señor inclinó a Vuestra Reverencia, con tanto amor y
fuerza, mi voluntad conformara también mi dictamen, no
fuera otro que Vuestra Reverencia, a quien suplico no
tenga esta ingenuidad a atrevimiento, ni a menos
respeto, sino a sencillez de mi corazón, con que no sé
decir las cosas sino como las siento, y antes he
procurado hablar de manera que no pueda dejar a Vuestra
Reverencia rastro de sentimiento o quejas. Y no
obstante, si en este manifiesto de mis culpas, hubiere
alguna palabra que haya escrito mala, (inadvertencia de
la voluntad no sólo digo de ofensa, pero de menos decoro
a la persona de Vuestra Reverencia), desde luego la
retracto, y doy por mal dicha y peor escrita, y borrara
desde luego, si advirtiera cuál era. Vuelvo a repetir
que mi intención es sólo suplicar a Vuestra Reverencia,
que si no gusta de favorecerme, no se acuerde de mí, si
no fuere para encomendarme al Señor, que bien creo de su
mucha caridad lo hará con todas veras. Yo pido a Su
Majestad me guarde a Vuestra Reverencia como deseo.
De este Convento de mi Padre San Jerónimo de México.
Vuestra,
Juana Inés de la Cruz |