Carta Atenagórica
Carta de la Madre Juana Inés de la
Cruz, religiosa del convento de San Jerónimo de la
ciudad de Méjico, en que hace juicio de un sermón del
Mandato que predicó el Reverendísimo P. Antonio de
Vieyra, de la Compañía de Jesús, en el Colegio de
Lisboa.
Muy
Señor Mío: De las bachillerías de una conversación, que
en la merced que V. md. me hace pasaron plaza de
vivezas, nació en V. md. el deseo de ver por escrito
algunos discursos que allí hice de repente sobre los
sermones de un excelente orador, alabando algunas veces
sus fundamentos, otras disintiendo, y siempre
admirándome de su sinigual ingenio, que aun sobresale
más en lo segundo que en lo primero, porque sobre
sólidas basas no es tanto de admirar la hermosura de una
fábrica, como la de la que sobre flacos fundamentos se
ostenta lucida, cuales son algunas de las proposiciones
de este sutilísimo talento, que es tal su suavidad, su
viveza y energía, que al mismo que disiente, enamora con
la belleza de la oración, suspende con la dulzura y
hechiza con la gracia, y eleva, admira y encanta con el
todo.
De esto hablamos, y V. md. gustó
(como ya dije) ver esto escrito; y porque conozca que le
obedezco en lo más difícil, no sólo de parte del
entendimiento en asunto tan arduo como notar
proposiciones de tan gran sujeto, sino de parte de mi
genio, repugnante a todo lo que parece impugnar a nadie,
lo hago; aunque modificado este inconveniente, en que
así de lo uno como de lo otro, será V. md. solo el
testigo, en quien la propia autoridad de su precepto
honestará los errores de mi obediencia, que a otros ojos
pareciera desproporcionada soberbia, y más cayendo en
sexo tan desacreditado en materia de letras con la común
acepción de todo el mundo.
Y para que V. md. vea cuán purificado
va de toda pasión mi sentir, propongo tres razones que
en este insigne varón concurren de especial amor y
reverencia mía. La primera es el cordialísimo y filial
cariño a su Sagrada Religión, de quien, en el afecto, no
soy menos hija que dicho sujeto. La segunda, la grande
afición que este admirable pasmo de los ingenios me ha
siempre debido, en tanto grado que suelo decir (y lo
siento así), que si Dios me diera a escoger talentos, no
eligiera otro que el suyo. La tercera, el que a su
generosa nación tengo oculta simpatía. Que juntas a la
general de no tener espíritu de contradicción sobraban
para callar (como lo hiciera a no tener contrario
precepto); pero no bastarán a que el entendimiento
humano, potencia libre y que asiente o disiente
necesario a lo que juzga ser o no ser verdad, se rinda
por lisonjear el comedimiento de la voluntad.
En cuya suposición, digo que esto no
es replicar, sino referir simplemente mi sentir; y éste,
tan ajeno de creer de sí lo que del suyo pensó dicho
orador diciendo que nadie le adelantaría (proposición en
que habló más su nación, que su profesión y
entendimiento), que desde luego llevo pensado y creído
que cualquiera adelantará mis discursos con infinitos
grados.
Y no puedo dejar de decir que a éste,
que parece atrevimiento, abrió él mismo camino, y holló
él primero las intactas sendas, dejando no sólo
ejemplificadas, pero fáciles las menores osadías, a
vista de su mayor arrojo. Pues si sintió vigor en su
pluma para adelantar en uno de sus sermones (que será
solo el asunto de este papel) tres plumas, sobre doctas,
canonizadas, ¿qué mucho que haya quien intente adelantar
la suya, no ya canonizada, aunque tan docta? Si hay un
Tulio moderno que se atreva a adelantar a un Augustino,
a un Tomás y a un Crisóstomo, ¿qué mucho que haya quien
ose responder a este Tulio? Si hay quien ose combatir en
el ingenio con tres más que hombres, ¿qué mucho es que
haya quien haga cara a uno, aunque tan grande hombre? Y
más si se acompaña y ampara de aquellos tres gigantes,
pues mi asunto es defender las razones de los tres
Santos Padres. Mal dije. Mi asunto es defenderme con las
razones de los tres Santos Padres. (Ahora creo que
acerté.)
Y entrando en él, digo que seguiré en
la respuesta el método mismo que siguió el orador en el
sermón citado, que es del Mandato; y es en esta forma:
Habla de las finezas de Cristo en el
fin de su vida: in finem dilexit eos (Ioan. 13
cap.); y propone el sentir de tres Santos Padres, que
son Augustino, Tomás y Crisóstomo, con tan generosa
osadía, que dice: "El estilo que he de guardar en este
discurso será éste: referiré primero las opiniones de
los Santos, y después diré también la mía; mas con esta
diferencia: que ninguna fineza de amor de Cristo dirán
los Santos, a que yo no dé otra mayor que ella; y a la
fineza de amor de Cristo que yo dijere, ninguno me ha de
dar otra que la iguale". Éstas son sus formales
palabras, ésta su proposición, y ésta la que motiva la
respuesta.
La opinión primera es de Augustino,
que siente que la mayor fineza de Cristo fue morir,
probándolo con el texto: Maiorem hac dilectionem nemo
habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis.
(Ioan. 15 cap. I.)
Dice este orador que mayor fineza fue
en Cristo ausentarse que morir. Pruébalo por discurso:
porque Cristo amaba más a los hombres que a su vida,
pues da la vida por ellos; luego más fineza es
ausentarse que morir. Pruébalo con el texto de la
Magdalena, que llora en el Sepulcro y no al pie de la
Cruz; porque aquí ve a Cristo muerto y allí ausente, y
es mayor dolor la ausencia que la muerte. Pruébalo más,
con que Cristo no hace demostraciones de sentimiento en
la Cruz cuando muere: Inclinato capite emisit
spiritum y las hace en el Huerto, porque se aparta:
factus in agonia, porque le es más sensible la
ausencia que la muerte. Pruébalo con que, pudiendo
Cristo resucitar al segundo instante que murió y
sacramentarse después de la Resurrección --que lo
primero era el remedio de la muerte y lo segundo de la
ausencia--, dilata el remedio de la muerte hasta el
tercero día, y el de la ausencia no sólo no lo dilata,
sino que le anticipa, sacramentándose el día antes de
morir; luego siente más Cristo la ausencia que la
muerte.
Prueba más. Dice que Cristo murió una
vez y se ausentó una vez; pero que a la muerte no le dio
más que un remedio, resucitando una vez, mas que a la
ausencia le buscó infinitos, sacramentándose. Y así, a
la muerte dio una resurrección por remedio; pero por una
ausencia multiplica infinitas presencias. Luego siente
más la ausencia que la muerte. Dice más: que siente
Cristo tanto más la ausencia que la muerte, que --siendo
así que el Sacramento de la Eucaristía, en cuanto
sacramento, es presencia, y en cuanto sacrificio es
muerte, en que muere Cristo tantas veces cuantas se hace
presente-- no repara en que cada presencia le cuesta una
muerte. De manera que siente tanto más Cristo el
ausentarse que el morir, que se sujetó a una perpetuidad
de muerte por no sufrir un instante de ausencia. Luego
fue mayor fineza ausentarse que morir.
Éstas son, en substancia, sus razones
y pruebas, aunque por no dilatarme las estrecho a la
tosquedad de mi estilo, en que no poco pierden de su
energía y viveza; y será preciso hacerlo así en todos
los discursos, pues V. md. los podrá leer despacio en el
mismo autor a que me refiero, y esto no es más que unos
apuntamientos o reclamos para dar claridad a la
respuesta, que es ésta:
Siento con San Agustín que la mayor
fineza de Cristo fue morir. Pruébase por discurso:
porque lo más apreciable en el hombre es la vida y la
honra, y ambas cosas da Cristo en su afrentosa muerte.
En cuanto Dios, ya había hecho con el hombre finezas
dignas de su Omnipotencia, como fue el criarle,
conservarle, etc.; pero en cuanto hombre, no tiene más
que poder dar, que la vida. Pruébase no sólo con el
texto: Maiorem hac dilectionem, etc., el cual se
puede entender de otros amores; sino con otros
infinitos. Sea uno el en que Cristo dice que es buen
Pastor: Ego sum pastor bonus. Bonus pastor animam
suam dat pro ovibus suis, donde Cristo habla de sí
mismo y califica su fineza con su muerte. Y siendo
Cristo quien solo sabe cuál es la mayor de sus finezas,
claro es que cuando se pone a ejecutoriarlas Él mismo, a
haber otra mayor, la dijera; y no ostenta para prueba de
su amor más que la prontitud a la muerte. Luego es la
mayor de las finezas de Cristo.
Más. Dos términos tiene una fineza
que la pueden constituir en el ser de grande: el término
a quo, de quien la ejecuta, y el término ad
quem, de quien la logra. El primero hace grande una
fineza, por el mucho costo que tiene al amante; el
segundo, por la mucha utilidad que trae al amado.
Hay muchas finezas que tienen el un
término, pero carecen del otro. Sea ejemplo de las
primeras Jacob sirviendo catorce años. ¡Oh qué trabajos!
¡Oh qué hielos! ¡Oh qué soles! Gran fineza de parte de
Jacob. Pero veamos qué utilidad trae eso a Raquel (que
es el otro término). Ninguna: pues el tener esposo, sin
esas diligencias lo lograría su belleza. Esta fineza
tiene sólo el término a quo. Sea ejemplo de las
segundas, Ester, elevada al trono real en lugar de la
reina Vasti. ¡Gran dicha, por cierto! ¡Gran ventura!
¡Grande utilidad para Ester! Pero veamos el otro
término. ¿Qué costo le tiene a Asuero esa fineza?
Ninguno: sólo querer. Esta fineza tiene sólo el término
ad quem. Luego para ser del todo grande una
fineza ha de tener costos al amante y utilidades al
amado. Pues pregunto, ¿cuál fineza para Cristo más
costosa que morir? ¿Cuál más útil para el hombre que la
Redención que resultó de su muerte? Luego es, por ambos
términos, la mayor fineza morir.
Encarna el Verbo, y mide por nuestro
amor la inmensa distancia de Dios a hombre; muere, y
mide la limitada que hay de hombre a muerte. Y siendo
así que aquélla es mayor distancia, cuando nos
representa sus finezas y nos recomienda su memoria, no
nos acuerda que encarnó y nos representa que murió:
Hoc est Corpus meum, quod pro vobis tradetur; hoc facite
in meam commemorationem. Pues ¿no nos podía decir
Cristo: éste es mi Cuerpo, que por vuestro amor le tomé
y me hice hombre? No, que la Encarnación no le fue
penosa, ni obró luego nuestra redención; y quiere Cristo
acordarnos su costo y nuestra utilidad, que son los dos
términos que hacen perfecta una fineza, y que sólo
comprende su Muerte, que es la mayor de sus finezas.
Porque la Encarnación fue mayor
maravilla, pero no fue tan grande fineza: pues en cuanto
a maravilla, mayor maravilla fue hacerse Dios hombre,
que morir siendo hombre; pero en cuanto a fineza, mayor
costo le tuvo morir que encarnar, porque en encarnar no
perdió nada del ser de Dios cuando se hizo Cristo, y en
morir dejó de ser Cristo, desuniéndose el cuerpo del
alma, de que se hacía Cristo. Luego fue mayor fineza el
morir.
Y parece que el mismo Señor lo reguló
así. Pruébase por discurso. Todos aquellos que se eligen
por medios para algún fin, se tienen por de menor
aprecio que el fin a que se dirigen. La Encarnación fue
medio para la muerte, pues Cristo se hizo hombre para
morir por el hombre; conque fue mayor fineza morir que
encarnar, aunque sea mayor maravilla encarnar que morir.
Luego morir fue la mayor fineza en la graduación del
mismo Cristo, siendo su Majestad quien únicamente las
sabe graduar. Por eso al expirar Cristo dice:
Consummatum est, porque el expirar fue la
consumación de sus finezas.
Compra Cristo (dice el autor) cada
presencia con una muerte en el Sacramento; yo entiendo
que compra la muerte con la presencia, pues tiene la
presencia por acordarnos su muerte: Quotiescumque
feceritis, in mei memoriam facietis. Aquella fineza
que el amante desea que se imprima en la memoria del
amado, es la que tiene por mayor. Cristo dice: Acordaos
de que morí; y no dice: Acordaos de que os crié, de que
encarné, de que me sacramenté, etc. Luego la mayor es
morir.
Confírmase esta verdad. Aquella
fineza que el amante ostenta y reitera más, tiene por la
mayor. Cristo reitera su muerte, y no otra. Luego ésta
fue la mayor. Y teniendo infinitos beneficios que
podernos acordar, sólo nos acuerda que murió. Luego ésta
es la mayor.
Más. Las demás finezas de Cristo se
refieren, pero no se representan. La muerte se refiere,
se recomienda y se representa. Luego no sólo es la mayor
fineza, pero es compendio de todas las finezas.
Pruébolo. Cristo en su muerte nos repite el beneficio de
la Creación, pues nos restituye con ella al primitivo
ser de la gracia. Cristo con su muerte nos reitera el de
la Conservación, pues no sólo nos conserva vida
temporal, muriendo porque vivamos, sino que nos da su
Carne y Sangre por sustento. Cristo en su muerte nos
reitera el beneficio de la Encarnación, pues uniéndose
en la Encarnación a la carne purísima de su madre, en la
muerte se une a todos, derramando en todos su sangre.
Sólo el Sacramento parece que no se representa en la
muerte: y es porque el Sacramento es la representación
de su muerte. Y esto mismo prueba ser la mayor fineza la
muerte: pues siendo tan grande fineza el Sacramento, es
sólo representación de la muerte.
Pues en verdad que hasta ahora no
hemos respondido al autor, sino sólo defendido el sentir
de Augustino, de que la mayor fineza de Cristo fue
morir. Vamos a las razones del autor, pues ya dejamos
dichos sus fundamentos. A que, desde luego, le
concedemos que Cristo amó más a los hombres que a su
vida, pues la dio por ellos. Pero le negamos el supuesto
de que Cristo se ausentó; y dado que se ausentase,
negamos también el que la ausencia sea mayor dolor que
la muerte.
Vamos a lo primero que es probar que
Cristo no se ausentó. Sirva de prueba, al mío, su propio
argumento. Si dice que Cristo siente tanto el ausentarse
y tan poco el morir, que dilata el remedio de la muerte
en la Resurrección hasta el tercero día y anticipa el de
la ausencia en el Sacramento, ¿por qué suda en el
Huerto: factus est sudor eius? ¿Por qué agoniza
de congoja: factus in agonia? ¿Porque se ausenta,
si queda ya presente Sacramentado en el Cenáculo? Y si
remedia la ausencia antes que llegue, ¿cuál ausencia es
la que siente, ya remediada? Luego la agonía no es de
que se aparta quien deja ya asegurado el que se queda.
Luego, de todo esto, se infiere que el ausentarse no
sólo no se debe contar por la mayor fineza de Cristo,
pero ni por fineza, pues nunca llegó el caso de
ejecutarla. Dice el autor que Cristo se va porque nos
importa: Expedit vobis ut ego vadam. Es verdad
que se va, pero es falso que se ausenta. No gastemos
tiempo: ya sabemos la infinidad de sus presencias.
Probado el que Cristo no se ausentó,
no sirve la prueba de la Magdalena para esta conclusión,
pues sólo sirviera suponiendo el autor la ausencia que
yo niego. Y mi argumento es que la muerte de Cristo fue
la mayor fineza de las finezas que obró: no de la
supuesta ausencia, que en ésa niego todo el supuesto y
no hay relativo de comparación entre lo que tiene ser y
lo que no le tiene. Pero porque propuse probar que no es
la ausencia mayor dolor que la muerte, y por
consiguiente, ni mayor fineza, sino al contrario, será
preciso responder a la prueba de la Magdalena. Y así
digo: que de llorar la Magdalena en el sepulcro y no
llorar al pie de la Cruz, no se infiere que sea mayor
dolor el de la ausencia que el de la muerte; antes lo
contrario.
Pruébolo. Cuando se recibe algún
grande pesar, acuden los espíritus vitales a socorrer la
agonía del corazón que desfallece; y esta retracción de
espíritus ocasiona general embargo y suspensión de todas
las acciones y movimientos, hasta que, moderándose el
dolor, cobra el corazón alientos para su desahogo y
exhala por el llanto aquellos mismos espíritus que le
congojan por confortarle, en señal de que ya no necesita
de tanto fomento como al principio. De donde se prueba,
por razón natural, que es menor el dolor cuando da lugar
al llanto, que cuando no permite que se exhalen los
espíritus porque los necesita para su aliento y
confortación.
Pruébase con que este mismo efecto
suele ocasionar un gozo; luego no son indicio de muy
grave dolor las lágrimas, pues es un signo tan común,
que indiferentemente sirven al pesar y al gusto.
A dos hombres gradúa Cristo con el
dulce título de amigos. El uno es Lázaro: Lazarus
amicus noster dormit. El otro es Judas: Amice, ad
quid venisti? Suceden, a los dos, dos infortunios:
muere Lázaro muerte temporal; muere Judas muerte
temporal y eterna. Bien claro se ve que ésta sería más
sensible para Cristo; y vemos que llora por Lázaro:
lacrymatus est Iesus, y no llora por Judas: porque
aquí el mayor dolor embargó al llanto, y allí el menor
le permitía.
La Reina de los Dolores para serlo
también de los méritos, se halla al doloroso espectáculo
de la muerte de su Unigénito; y cuando lloran con tan
distante conocimiento las hijas de Sión, no llora la
traspasada Madre: Stantem video, flentem non video.
Porque el inferior dolor, llora; el supremo, suspende y
no deja llorar.
Dentro del mismo caso de la Magdalena
hallaremos otra prueba. No hay duda que la Magdalena amó
mucho a Cristo; el mismo Señor lo testifica:
Remittuntur ei peccata multa, quia dilexit multum.
Pues siendo este amor tan meritorio, claro está que
sería perfecto; y el perfecto, claro está que es amar a
Dios sobre todas las cosas. Luego amaba la Magdalena más
a Cristo que a Lázaro su hermano. Pues ¿cómo llora en la
muerte de su hermano: ut vidit eam Iesus flentem,
etc., y no llora en la muerte de Cristo? Es porque tuvo
menor dolor en la muerte de Lázaro que en la muerte de
su Maestro. Luego se prueba ser mayor dolor el que no
deja llorar, que el que llora.
Pruébolo más. ¿Qué dolor hay en la
ausencia, sino una carencia de la vista de lo que se
ama? Pues éste, claro está que le tiene la muerte más
circunstanciado: porque la ausencia trae una carencia
limitada; la muerte, una carencia perpetua. Luego es
mayor dolor el de la muerte que el de la ausencia, pues
es una mayor ausencia.
Aprieto más. El ausente siente sólo
no ver lo que ama, pero ni siente otro daño en sí, ni en
lo que ama; el que muere, o ve morir, siente la carencia
y siente la muerte de su amado, o siente la carencia de
su amado y la muerte propia. Luego es mayor dolor la
muerte que la ausencia: porque la ausencia es sólo
ausencia; la muerte, es muerte y es ausencia. Luego, si
la comprende con aditamento, mayor dolor será.
Vamos al segundo sentir, que es de
Santo Tomás. Dice este Angélico Doctor que la mayor
fineza de Cristo fue el quedarse con nosotros
Sacramentado, cuando se partía a su Padre glorioso.
(Ajustadme esto con aquella tan ponderada ausencia del
discurso pasado.) Vamos al caso.
Dice este sutilísimo ingenio, que no
fue la mayor fineza de Cristo sacramentarse, sino quedar
en el Sacramento sin uso de sentidos. Pruébalo con el
lugar de Absalón, cuando vuelto de Gesur a la Corte y no
enteramente reducido a la gracia de David, quería más la
muerte que tan penosa ausencia. Allá verá V. md. en el
sermón lo elegante de esta prueba; que a mí me importa,
primero, averiguar la forma de este silogismo, y ver
cómo arguye el Santo y cómo replica el autor.
El Santo dice: Sacramentarse fue la
mayor fineza de Cristo. Replica el autor: No fue, sino
quedar sin uso de sentidos en ese Sacramento. ¿Qué forma
de argüir es ésta? El Santo propone en género; el autor
responde en especie. Luego no vale el argumento. Si el
Santo hablara de una de las especies infinitas de
finezas que se encierran en aquel erario riquísimo del
Divino Amor debajo de los accidentes de pan, fuera buena
la oposición; pero si las comprende todas en la palabra
Sacramentarse, ¿cómo le responde oponiéndole una de las
mismas finezas que el Santo comprende?
Si uno dijese que la más noble
categoría era la de substancia, y otro le replicase que
no, sino el hombre, aunque para esto trajese muy
elegantes pruebas (cuales son las que trae el autor),
¿no diríamos que no servían, porque era sofístico el
argumento y pecaba en la forma, pues el hombre es
especie del género substancia y está comprendido debajo
de ella? Claro está. Pues así juzgo yo éste, si no es
que me engaño: que bien podrá ser, pero lo que aseguro
es que no será por pasión. Véalo V. md.; que yo me
sujeto en esto (como en todo) a su corrección.
Paréceme que quitadas las primeras
basas sobre que estribaba la proposición, cae en tierra
el edificio de las pruebas: que cuanto eran más fuertes,
tanto son más prontas al precipicio, saliendo flaco el
fundamento.
Ya pienso que he satisfecho, en lo
que toca a la defensa de Santo Tomás, cuya proposición
abraza y comprende todas las finezas Sacramentales. Pero
si yo hubiera de argüir de especie a especie con el
autor dijera: que de las especies de fineza que Cristo
obró en el Sacramento, no es la mayor el estar sin uso
de sentidos, sino estar presente al desaire de las
ofensas.
Porque privarse del uso de los
sentidos, es sólo abstenerse de las delicias del amor,
que es tormento negativo; pero ponerse presente a las
ofensas, es no sólo buscar el positivo de los celos,
pero (lo que más es) sufrir ultrajes en el respeto. Y es
ésta tanto mayor fineza que aquélla, cuanto va de un
amor agraviado a un amor reprimido; y lo que dista el
dolor de un deleite que no se goza, a una ofensa que se
tolera, dista el de privarse de los sentidos al de hacer
cara a los agravios. No ver lo que da gusto, es dolor;
pero mayor dolor es ver lo que da disgusto.
Venden a José sus hermanos en Egipto
y privan a Jacob del deleite de su vista. Atrévese Rubén
a violar el lecho de su padre. ¡Grandes delitos ambos!
Pero veamos los castigos que Jacob les previene. A Rubén
priva de la primogenitura, expresando por causal el
agravio; maldícele y quiere que no crezca: Effusus es
sicut aqua, non crescas; quia ascendisti cubile patris
tui, et maculasti stratum eius. ¡Bien merecida pena
a su culpa! Pero, veamos, ¿qué castigo asigna a los
demás por haber vendido a José? Ninguno; ni vuelve a
hacer mención de tal cosa.
Pues ¿cómo? ¿Un delito tan enorme se
queda así? ¿Vender a su hermano, y a un hermano tal como
José, delicias y consuelo de Jacob y después amparo de
todos? ¿Y esto se olvida y a Rubén castigan? Sí, que en
la venta de José privaron a Jacob sólo del deleite de su
amor; pero Rubén ofendió su amor y su respeto. Y es
menos dolor privarse del logro del amor, que sufrir
agravios del amor y del respeto. Luego es en Cristo
mayor fineza ésta que aquélla. Esto he dicho de paso,
que ya digo que es argumento de especie a especie, que
puede hacerse al autor, no al Santo.
Vamos a la tercera, que es de San
Juan Crisóstomo. Dice el Santo: que la mayor fineza de
Cristo fue lavar los pies a los discípulos. Dice el
autor: que no fue la mayor fineza lavar los pies, sino
la causa que le movió a lavarlos.
Otra tenemos, no muy diferente de la
pasada: aquélla, de especie a género; ésta, de efecto a
causa. ¡Válgame Dios! ¿Pudo pasarle por el pensamiento
al divino Crisóstomo, que Cristo obró tal cosa sin
causa, y muy grande? Claro está que no pudo pensar tal
cosa. Antes no sólo una causa sino muchas causas
manifiesta en tan portentoso efecto como humillarse
aquella Inmensa Majestad a los pies de los hombres. Éste
es el efecto; y con su energía, el Crisóstomo quiere que
infiramos de él lo grande de las causas, sin
expresarlas, porque no pudo hallar más viva expresión
que referir tan humilde ministerio en tanta soberanía,
como diciendo: Mirad cómo nos amó Cristo, pues se
humilló a lavarnos los pies; mirad lo que deseó
enseñarnos con su ejemplo, pues se abatió hasta lavarnos
los pies; mirad cuánto solicitó la conversión de Judas,
pues llegó a lavarle los pies. Y otras muchas más causas
que el Evangelio expresa y muchas más que calla, y que
el Crisóstomo incluye en aquel: Lavó los pies a sus
discípulos.
Pues si el motivo de lavar los pies y
la ejecución de lavarlos se han como causa y efecto, y
la causa y efecto son relativos, que aquí no pueden
separarse, ¿dónde está esta mayoría que el autor halla
entre lavar y la causa de lavar, si sólo su diferencia
es ser generante la causa y el efecto engendrado? ¿Ni
cuál es la mayor fineza que da a lo que el Santo dice?
Pues al fin se refunde en que Cristo se abatió a los
pies de Judas, cuyo corazón era trono de Satanás, y éste
es el efecto que el Santo pondera y expresa; y que la
causa fue reducirle, y ésta es la causa, o una de las
causas, que el Santo incluyó, refiriendo el efecto, con
más misteriosa ponderación que si las expresara.
Quiere el Evangelista San Juan dar
pruebas del amor del Eterno Padre y lo prueba con el
efecto: Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum
Unigenitum daret. Amó Dios de manera al Mundo que le
dio a su hijo. Luego el efecto es el que prueba la
causa. Para encender nuestros deseos en los bienes
eternos, se nos dice que ni ojos vieron, ni oídos
oyeron, ni corazón humano puede comprender cómo es
aquella felicidad eterna. Pues ¿no fuera mejor, para
excitarnos el deseo, pintarnos la Gloria? No, que lo que
no cabe en las voces queda más decente en el silencio; y
expresa y da a entender más un: no se puede explicar
cómo es la Gloria, que un: así es la Gloria.
Así el Crisóstomo: la obra, que es exterior, expresa; la
causa, la supone, y como inexplicable la deja de decir.
Para dar mayor claridad a lo dicho y
apoyar más la propiedad con que habló el Santo, apuremos
qué cosa es fineza. ¿Es fineza, acaso, tener amor? No,
por cierto, sino las demostraciones del amor: ésas se
llaman finezas. Aquellos signos exteriores
demostrativos, y acciones que ejercita el amante, siendo
su causa motiva el amor, eso se llama fineza. Luego si
el Santo está hablando de finezas y actos externos, con
grandísima propiedad trae el Lavatorio, y no la causa:
pues la causa es el amor, y el Santo no está hablando
del amor, sino de la fineza, que es el signo exterior.
Luego no hay para qué ni por qué argüirle, pues lleva el
Santo supuesto lo que después le sacan como nuevo.
Ya hemos respondido por los tres
Santos. Ahora vamos a lo más arduo, que es a la opinión
que últimamente forma el autor: al Aquiles de su sermón;
a la que, en su sentir, tiene por la mayor fineza de
Cristo, y a la que dice que "ninguno le dará otra que le
iguale", que es decir que "Cristo no quiso la
correspondencia de su amor para sí, sino para los
hombres, y que ésta fue la mayor fineza: amar sin
correspondencia".
Pruébalo con aquellas palabras: Et
vos debetis alter alterius lavare pedes. De donde
infiere que Cristo no quiere que le correspondamos ni
que le amemos, sino que nos amemos unos a otros; y dice
que es la mayor fineza de Cristo ésta, porque es fineza
sin interés de correspondencia. Para esto no trae
pruebas de Sagrada Escritura, porque dice que la mayor
prueba de esta fineza es el carecer de pruebas, porque
es fineza sin ejemplar.
Conque bien mirada la proposición,
tiene dos miembros a que responder. El uno es que Cristo
no quiso nuestra correspondencia. El otro, que no tiene
prueba esta fineza de Cristo. Conque serán dos las
respuestas. Una, probar que no sólo no fue fineza la que
el autor dice; pero que fue fineza lo contrario, que es
que Cristo quiere nuestra correspondencia, y que ésta es
la fineza. La otra, probar que cuando supusiéramos que
era fineza la que dice el autor, no le faltaran pruebas
en la Sagrada Escritura, ni ejemplares donde nada falta.
Vamos a lo primero, que es probar que
no fue fineza la que dice el autor, ni Cristo la hizo.
El probar que Cristo quiso nuestra correspondencia y no
la renunció, sino que la solicitó, es tan fácil, que no
se halla otra cosa en todas las Sagradas Letras que
instancias y preceptos que nos mandan amar a Dios. Ya se
ve que el primer precepto es: Diliges dominum Deum
tuum ex toto corde tuo, et ex tota anima tua, et ex tota
mente tua. Pues ¿cómo se puede entender que Cristo
no quiere nuestra correspondencia cuando con tanto
aprieto la encarga y manda? Claro está que el autor
sabrá esto mejor que yo, sino que quiso hacer
ostentación de su ingenio, no porque sintiese que lo
podría probar; pues aunque en la cláusula: et vos
debetis alter alterius lavare pedes, no se expresa
el amor que nos pide Cristo para sí y se expresa el que
nos manda tener al prójimo, se incluye y envuelve en
ella misma el amor de Dios, aunque no se expresa con
mayor eficacia que el del prójimo, que se manda.
Pruébolo por razón. Manda Dios amar
al prójimo y quiere que lo hagamos porque él lo manda.
Luego deja supuesto que debemos amar más a Dios, pues
por su obediencia hemos de amar al prójimo. Cuando se
hace, por respeto de alguno, alguna acción a favor de
otro, más se aprecia aquél por cuya atención se hace,
que al con quien se hace.
Quiere Dios destruir al pueblo por el
pecado de la idolatría. Interpónese Moisés diciendo: "O
perdónales o bórrame del Libro de la Vida". Perdona Dios
a aquel pueblo ingrato por esta interposición. ¿Quién
quedó aquí --pregunto-- más obligado a Dios, Moisés o el
pueblo? Claro está que Moisés, pues aunque el beneficio
resultó en bien del pueblo y quedó muy obligado a Dios,
más lo quedó Moisés, pues lo hizo Dios por su respeto.
Quiere Cristo que nos amemos, pero que nos amemos en él
y por él. Luego su amor es primero. Y si no, veamos cómo
lleva el que nos amemos sin su respeto. Manda Cristo
amar a los padres: Honora patrem tuum; manda amar
al prójimo: Diliges proximum tuum, sicut te ipsum.
Bien, ¿pero cómo ha de ser este amor? Anteponiendo
siempre el suyo no sólo a los amores prohibidos, no sólo
a los viciosos, sino a los lícitos, a los obligatorios,
a los que él mismo nos manda tener, como entre el padre
y el hijo, entre la mujer y el marido. Y todos los demás
que Su Majestad quiere, no los quiere en no siendo por
su respeto; antes los aborrece y los separa. Y si no,
véase el admirable orden con que en el Evangelio nos va
enseñando el modo de cumplir y de practicar aquel primer
precepto: Diliges Dominum Deum tuum, etc. Ha
mandado Su Majestad amar a los padres: Honora patrem
tuum. Y para que no pensemos que los podemos amar
más que a Dios, dice: qui amat patrem, aut matrem
plus quam me, non est me dignus. Y aquí parece que
se contenta Dios sólo con que no amemos más a los padres
que a su Majestad. Pues no; más adelante pasa la
obligación, pues hasta ahora sólo manda no amarlos más,
pero después manda aborrecerlos si son estorbo de su
servicio: Si quis venit ad me, et non odit patrem
suum, et matrem, et uxorem, et filios, et fratres, et
sorores, etc. He aquí que ya nos manda aborrecer a
todos los propincuos. Pues todavía falta, que aún
quedamos enteros, y ni aun a nuestros miembros hemos de
perdonar si importa a su servicio: Si autem manus
tua, vel pes tuus scandalizat te, abscide eum, et
proiice abs te. En verdad que ya ni la mano, ni el
pie, ni el ojo están exentos. Pero aún hay vida; pues
no, ni ésta tampoco: Qui non odit patrem suum, et
matrem suam, et uxorem, et filios, et fratres, et
sorores, adhuc autem et animam suam, non potest meus
esse discipulus. ¡Válgame Dios, qué apretado
precepto que no reserva ni aun la vida! Pero aún nos
queda el ser. ¿Cómo? ¡Ni el ser se reserva! Oigamos:
Si quis vult post me venire, abneget semetipsum. Si
alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo. Veis ahí
como nada hay reservado en importando a su servicio.
Pues ¿cómo hemos de pensar que no quiere nuestro amor
para sí, si vemos que los más lícitos amores nos prohibe
cuando se oponen al suyo? Y no como quiera, sino que les
hace guerra a sangre y fuego: ego veni ignem mittere
in terram; y en otra parte: non veni mittere
pacem in terram, sed gladium. Veni
enim separare hominem adversus patrem suum, et filiam
adversus matrem suam, et nurum adversus socrum suam; et
inimici hominis, domestici eius.
En que es para mí muy notable la circunstancia de
decir Cristo que viene a apartar la nuera de la suegra y
a hacer a los criados enemigos de su dueño. Pues, Señor,
¿qué necesidad hay de que vos los apartéis y enemistéis?
¿Ellos no se están separados y enemistados? Apartar al
padre del hijo y a la hija de la madre, al marido de la
mujer, al hermano del hermano, bien está, porque todos
éstos se aman; pero ¿a la nuera de la suegra, a los
criados del amo? No lo entiendo; porque ¿qué nuera no
aborrece a su suegra, qué criado no es necesario enemigo
de su dueño? Pues ¿qué necesidad hay de separarlos si
ellos lo están? Ése es el mayor aprieto del precepto:
que habiendo tan pocas excepciones de buenos criados y
nueras amantes de suegras, no obstante los comprende,
porque los pocos que suele haber de esta línea no se
tengan por exentos del precepto (que ya vimos un Eliezer
fiel criado de Abraham y una Rut amante de su suegra
Noemí), porque es Dios muy celoso de lo que toca a este
punto de la primacía de su amor y así apenas se halla
plana sagrada en que no le repita: Ego sum Dominus
Deus tuus fortis, zelotes. Yo soy tu Señor y Dios
fuerte y celoso. Y hace de manera ostentación de su amor
en sus celos que, después de haber hecho varias amenazas
a la Sinagoga por sus maldades, la última y más terrible
es: Auferam a te zelum meum. Como si le dijera:
pues con tantos beneficios no te quieres reducir, ni con
tantos castigos te quieres enmendar, yo ejecutaré en ti
el mayor de todos. ¿Y cuál es, Señor? ¿Cuál? Auferam
a te zelum meum: quitaré de ti mis celos, que es
señal de que quito de ti mi amor.
Quiere Dios examinar la fe del
patriarca Abraham y mándale sacrificar a Isaac, su hijo.
Ahora reparo yo: ¿por qué es Isaac el señalado; no era
hijo también Ismael?
Y si el sacrificio había de ser de un
hijo, ¿no bastaba que fuese Ismael, o al menos que Dios
le dijera: Sacrifícame uno de tus hijos, sin señalar
cuál, y dejar libre la elección a su padre? Pues ¿por
qué nombra a Isaac? Atiéndase a las palabras: Tolle
filium tuum, quem diligis, Isaac, et sacrifica mihi
illum, etc. ¿Así que el querido es Isaac? Pues sea
Isaac el sacrificado; que parece que está Dios celoso de
que sea Isaac tan amado de su padre, y quiere probar
cuál amor puede más con Abraham, si el suyo o el del
hijo.
Más. Bien sabemos que Dios sabía lo
que Abraham había de hacer y que le amaba más a él que a
Isaac; pues ¿para qué es este examen? Ya lo sabe, pero
quiere que lo sepamos nosotros, porque es Dios tan
celoso, que no sólo quiere ser amado y preferido a todas
las cosas, pero quiere que esto conste y lo sepa todo el
mundo; y para esto examina a Abraham. De todo esto juzgo
que se puede conocer el grande aprieto con que Cristo
pide nuestro amor y que cuando manda que nos amemos, es
siendo su Majestad el medio de este amor. De manera que
para amarnos unos a otros ha de ser Su Majestad el medio
y la unión. Y nadie ignora que el medio que une dos
términos, se une él más estrecha e inmediatamente con
ellos, que a ellos entre sí. Cristo se pone por medio y
unión: luego quiere que le amemos, cuando manda que
amemos al prójimo.
Dice más Cristo: que su precepto es
que amemos al prójimo como su Majestad nos ama: Hoc
est praeceptum meum, ut diligatis invicem, sicut dilexi
vos. Aquí sólo manda que nos amemos unos a otros.
Pero para poder cumplir nosotros este precepto, ¿qué
disposición hemos menester? El mismo Cristo la enseña:
Qui diligit me, mandatum meum servabit; y el
evangelista San Juan, en la Epístola I, capítulo 5,
dice: Haec est enim charitas Dei, ut mandata eius
custodiamus. Luego para cumplir el precepto de amar
al prójimo hemos de amar primero a Dios. Si Cristo (como
dice en otro sermón el mismo autor) se llama Vid y a
nosotros Sarmientos: Ego sum vitis, vos palmites,
y los sarmientos primero se unen a la vid que ellos
entre sí; luego quiere Cristo, luego solicita Cristo,
luego manda Cristo que le amemos.
Creo que me he alargado
superfluamente en lo que por sí está tan claro; pero eso
mismo causa el que ocurra tanto que decir en la materia,
que se trabaja más en dejarlo que en ponerlo. De lo
dicho juzgo que sale por legítima consecuencia que
Cristo no hizo por nosotros la fineza que el autor
supone de no querer correspondencia.
Podránme replicar que si hay fineza
que sea digna de tal nombre que Cristo dejase de hacer
por nosotros con su inmenso amor. Y diré yo que sí hay,
porque hay finezas que les ocasiona a serlo nuestra
limitada naturaleza; y ésas no hizo Cristo, porque no
eran conformes a su perfección infinita, ni decentes a
su inmensa Majestad, ni a la dignidad y soberanía suya.
Verbi gratia: Los justos hacen por Cristo algunas
finezas que Cristo no hizo por ellos, como es resistir
tentaciones luchando con nuestra naturaleza, que
coinquinada con el pecado, está propensa al mal, y a más
de esto, el temor y peligro de ser de ellas vencido y
pelear con incertidumbre de la victoria o la pérdida.
Ninguna de estas dos especies de finezas pudo hacer
Cristo, pues ni pudo ser tentado ni menos temer peligros
de pecar. Pues aunque su Majestad fue llevado al
desierto, ut tentaretur a diabolo, bien saben los
doctos cómo se entiende este lugar, y lo explica el
glorioso doctor San Gregorio sobre el mismo, diciendo
que la tentación es en tres maneras: por sugestión,
delectación o consentimiento.
Del primer modo --dice-- solamente
pudo Cristo ser tentado del Demonio. Porque nosotros,
cuando somos tentados, las más veces caemos o en el
consentimiento o en la delectación, o podemos, al menos,
caer en una de las dos cosas o en ambas; porque como
hijos de pecado y concebidos en él, tenemos en nosotros
mismos la semilla de la culpa, que es el fomes
peccati que nos inclina a pecar. Pero Cristo, nacido
de madre virgen y por concepción milagrosa, era
impecable; por lo cual no pudo sentir en sí ninguna
repugnancia ni contradicción al obrar bien, y así sólo
pudo ser tentado por sugestión, que es una tentación
extrínseca y que estaba muy lejos de su mente y no le
podía inclinar, ni hacer guerra ninguna. Y no teniendo
ni la lucha ni el riesgo, no pudo hacer la fineza de
resistir ni temer el riesgo de pecar. Por lo cual dice
el Apóstol: adimpleo ea quae desunt passionum
Christi, in carne mea pro corpore eius, quod est
Ecclesia. ¿Pues cómo, si fue copiosa la Redención:
copiosa apud eum redemptio, dice San Pablo que
añade o que llena la pasión de Cristo? ¿A la Pasión pudo
faltarle algo? ¿Qué hizo San Pablo que no hizo Cristo?
El mismo Apóstol lo dice: Datus est mihi stimulus
carnis meae angelus Satanae, qui me colaphizet. Esto
es lo que faltó a la pasión de Cristo: luchar con
tentaciones y temer peligros de pecar; y esto es lo con
que dice San Pablo que llena la pasión de Cristo; y
éstas son las finezas que no pudo hacer Cristo y podemos
hacer nosotros.
Pues así, el no querer
correspondencia fuera fineza en un amor humano, porque
fuera desinterés; pero en el de Cristo no lo fuera,
porque no tiene interés ninguno en nuestra
correspondencia. Pruébolo. El amor humano halla en ser
correspondido, algo que le faltara si no lo fuera, como
el deleite, la utilidad, el aplauso, etc. Pero al de
Cristo nada le falta aunque no le correspondamos. En sí
y consigo se tiene todos sus deleites, todas sus
riquezas y todos sus bienes. Luego nada renunciara si
renunciara nuestra correspondencia, pues nada le añade;
y el renunciar lo que era nada no era ninguna fineza; y
como no era fineza en Cristo, por eso no la hace Cristo
por nosotros. En el libro de Job, al capítulo XXXV, se
lee, hablando de la soberanía con que Dios no nos ha
menester: Porro si iuste egeris, quid donabis ei, aut
quid de manu tua accipiet? Homini, qui similis tui est,
nocebit impietas tua; et filium hominis adiuvabit
iustitia tua. De donde sale claro que nosotros
necesitamos de correspondencias porque nos traen
utilidades, y por tanto fuera fineza y muy grande el
renunciarlas. Pero en Cristo que no le resulta ninguna
de nuestra correspondencia, no fuera fineza el no
quererla. Y por eso, como ya dije, no la hace Cristo por
nosotros; y antes hace lo contrario, que es solicitar
nuestra correspondencia sin haberla menester, y ésa es
la fineza de Cristo.
Es el amor de Cristo muy al revés del
de los hombres. Los hombres quieren la correspondencia
porque es bien propio suyo; Cristo quiere esa misma
correspondencia para bien ajeno, que es el de los
propios hombres. A mi parecer el autor anduvo muy cerca
de este punto, pero equivocólo y dijo lo contrario;
porque, viendo a Cristo desinteresado, se persuadió a
que no quería ser correspondido. Y es que no dio el
autor distinción entre correspondencia y utilidad de la
correspondencia. Y esto último es lo que Cristo
renunció, no la correspondencia. Y así, la proposición
del autor es que Cristo no quiso la correspondencia para
sí sino para los hombres. La mía es que Cristo quiso la
correspondencia para sí, pero la utilidad que resulta de
esa correspondencia la quiso para los hombres.
Acá el amante hace la correspondencia
medio para su bien; Cristo hace la correspondencia medio
para bien de los hombres. De manera que divide la
correspondencia y el fin de la correspondencia. La
correspondencia reserva para sí. El fin de ella, que es
la utilidad que de ella resulta, se lo deja a los
hombres. Acá los amantes recíprocos quieren el bien de
su amor para su amado, pero el bien del amor del amado
para sí; Cristo, el bien del amor que tiene al hombre y
el bien del amor que el hombre le tiene, todo quiere que
sea para el hombre. Examina Cristo a Pedro de su amor y
dícele: Petre, amas me? Responde Pedro con
aquellas ardientes ponderaciones que brotaba su
encendido corazón, que sí y que pondrá la vida por su
amor. Veamos para qué es este examen tan apretado de
Cristo. Sin duda que quiere que Pedro le haga algún gran
servicio. Sí quiere. ¿Y cuál es? Pasce oves meas.
Esto es lo que quiere Cristo: que el amor de Pedro sea
suyo, pero que la utilidad resulte en las ovejas. Bien
pudiera Cristo decirle a Pedro, y parece que era más
congruente: Pedro, ¿amas a las ovejas? Pues
apaciéntalas; y no dice sino: Pedro, ¿me amas a
mí? Pues guarda mis ovejas. Luego quiere el amor
para sí, y la utilidad para los hombres.
Pudiéranme, ahora, replicar diciendo:
Si Cristo no ha menester el amor del hombre para bien
suyo, sino para el bien del mismo hombre, y para este
bien basta el amor de Cristo, que es quien nos ha de
hacer el bien, ¿para qué solicita el amor del hombre,
pues sin que el hombre le ame, puede Cristo hacerle
bien?
Para responder a esta réplica es
menester acordarnos que Dios dio al hombre libre
albedrío con que puede querer y no querer obrar bien o
mal, sin que para esto pueda padecer violencia, porque
es homenaje que Dios le hizo y carta de libertad
auténtica que le otorgó. Pues ahora, de la raíz de esta
libertad nace que no basta que Dios quiera ser del
hombre, si el hombre no quiere que Dios sea suyo. Y como
el ser Dios del hombre es el sumo bien del hombre y esto
no puede ser sin que el hombre quiera, por eso quiere
Dios, solicita y manda al hombre que le ame, porque el
amar a Dios es el bien del hombre. Dice el Real Profeta
David que Dios es Dios y Señor porque no necesita de
nuestros bienes: Dixi Domino: Deus meus es tu,
quoniam bonorum meorum non eges. Aquí se conoce
claro que Dios no necesita de nuestros bienes. Después,
hablando en persona del mismo Señor dice, haciendo
ostentación de su poder: "Yo no he menester vuestros
sacrificios, ni vuestros holocaustos. Yo no recibo
vuestros becerros ni vuestros hircos. Mías son todas las
aves que vuelan y las fieras que pacen; mía toda la
abundancia que produce en sus frutos la tierra; mía, en
fin, toda la máquina del orbe. ¿Por ventura pensáis que
me sustentan las carnes de los toros o que bebo la
sangre vertida de los cabritos?" Pues, Señor Altísimo
--le pudiéramos responder--, si de nada necesitáis
porque todo es vuestro; si desdeñáis todas las víctimas
y no aceptáis los sacrificios; si sois todopoderoso e
infinitamente rico, ¿qué podremos hacer en vuestro
servicio, vuestras pobres criaturas? Ved que es
desconsuelo nuestro el no poderos ofrecer nada, porque
lo tenéis todo, cuando nos tenéis tan obligados con
vuestros infinitos beneficios. Sí podéis --parece que
nos responde al verso 14 del mismo salmo--: Immola
Deo sacrificium laudis; et redde Altissimo vota tua. Et
invoca me in die tribulationis; eruam te, et
honorificabis me. Como si dijera: Hombre, ¿quieres
corresponder a lo mucho que te he dado? Pues pídeme más,
y eso recibo yo por paga. Llámame en tus trabajos para
que te libre de ellos; que esa confianza tuya tengo yo
por honra mía. ¡Oh primor del Divino Amor: decir que es
honor suyo lo que es provecho nuestro! ¡Oh sabiduría de
Dios! ¡Oh liberalidad de Dios! Y ¡oh finezas sólo de
Dios y sólo dignas de Dios! Para esto quiere Dios
nuestro amor: para nuestro bien, no para el suyo. Y esto
fue el primor de su fineza: no el no querer nuestra
correspondencia-- como quiere el autor--, sino el
quererla para bien nuestro.
Ya queda probado que Cristo quiso
nuestra correspondencia y que su fineza mayor fue el
quererla. Falta ahora el probar lo que prometí, que es
que, cuando supongamos que fuera fineza el no quererla,
no le faltaran --como quiere el autor-- pruebas, ni
ejemplares, a esa fineza en la Sagrada Escritura; aunque
el autor la hace tan grande y tan sin ejemplar, que dice
que no ha habido quien del amor que tiene quiera para
otro la correspondencia. Veamos si yo hallo alguno que
lo haya hecho. Mata Absalón a su hermano Amnón por el
estupro de Tamar. ¿Y qué hace su padre, el rey David? Se
indigna tanto que obliga a Absalón a salir, huyendo de
la muerte, a Gesur; y permanece tan airado el rey, que
aun Joab, su primer ministro, no se atreve a hablar en
su perdón si no es por medio de la Tecuites; y aun
después de todo no quiere David que Absalón le vea la
cara. ¡Grande enojo! ¡Grande ira! Vuelve en fin Absalón
a la gracia de su padre, y apenas se ve en ella, cuando,
traidor y rebelde a su amor y a su corona, se hace
aclamar rey en Hebrón; procura no sólo quitar a su padre
el reino, pero la vida y la honra profanando
públicamente sus lechos. ¡Oh qué ofensas! ¡Oh qué
ingratitudes! ¡Oh qué ultrajes! ¡Qué tal podemos esperar
que esté David de indignado, de ofendido, de airado
contra tan mal hijo, contra tan traidor vasallo!
¿Desabrocha las Euménides irritadas de su pecho? Poco
falta para que lo veamos, que ya la fortuna de las armas
está en favor de David y se podrá vengar a su
satisfacción. Oigamos el orden que para esto da al
general Joab: Servate mihi puerum Absalom.
¡Jesús! ¿Qué orden es ésta tan al revés de lo que se
esperaba? Pues no para ahí. Quebranta Joab, inobediente,
el orden; mata a Absalón. ¿Y qué hace David? ¿Qué?
Llora, y se vuelve toda la victoria en llanto; y no como
quiera, sino que desea ser él el muerto, porque sea
Absalón el vivo: Fili mi Absalom, quis mihi det, ut
ego moriar pro te? ¿Qué es esto, David; así lloráis
por un hijo tan enemigo; por un vasallo tan traidor?
¿Por quien os quería quitar la vida queréis vos dar la
vuestra? Y ya que es tan grande vuestro amor que le
queráis perdonar tan execrables maldades contra vos,
¿cómo cuando mató a su hermano Amnón, no mostrasteis esa
ternura, sino que le queríais matar a él? Éste es el
mismo Absalón: pues ¿cómo ahí estáis airado por la menor
ofensa que fue matar a su hermano, y aquí, por la mayor
que es quereros matar a vos, no sólo no estáis enojado,
mas estáis tierno? ¿Más sentimiento hicisteis de que
Absalón fuese cruel con Amnón, que no de que lo fuese
con vos? ¿Más sentís que faltase Absalón al amor de
Amnón que al vuestro? Sí, así pasó. Pues ahora, ¿para
quién pedía David la correspondencia de su amor? Bien
claro se ve que para Amnón y no para sí. Luego hay
prueba y ejemplares de quien busca para otro la
correspondencia que se le debe. Luego cuando fuera
fineza en Cristo no buscar correspondencia, no carecería
de prueba, como dijo el autor; que es la segunda parte a
que prometí responder.
Con lo cual me parece que, aunque con
mi rudeza, cortedad y poco estudio, he obedecido a V.
md. en lo que me mandó. La demasiada prisa con que lo he
escrito no ha dado lugar a pulir algo más el discurso,
porque festinans canis caecos parit catulos.
Remítole en embrión, como suele la osa parir sus
informes cachorrillos; y así lleva este defecto más,
entre los muchos que V. md. le reconocerá. Pero todos
van a sus manos de V. md. Unos corregirá con discreción
y otros suplirá con su amistad. El asunto también, con
su dificultad, deja disculpado el no conseguirse; pues
en blanco inaccesible no queda tan desairado el yerro
del tiro como en los comunes, y basta para bizarría en
los pigmeos atreverse a Hércules. A vista del elevado
ingenio del autor aun los muy gigantes parecen enanos.
¿Pues qué hará una pobre mujer? Aunque ya se vio que una
quitó la clava de las manos a Alcides, siendo uno de los
tres imposibles que veneró la antigüedad. Y hablando más
a lo cristiano, quae stulta sunt mundi elegit Deus,
ut confundat sapientes; et infirma mundi elegit Deus, ut
confundat fortia; et ignobilia mundi et contemptibilia
elegit Deus, et ea quae non sunt, ut ea quae sunt
destrueret: ut non glorietur omnis caro in conspectu
eius. Creo cierto que si algo llevare de acierto
este papel, no es obra de mi entendimiento, sino sólo
que Dios quiere castigar con tan flaco instrumento la,
al parecer, elación de aquella proposición: que no
habría quien le diese otra fineza igual, con que cree el
orador que puede aventajar su ingenio a los de los tres
Santos Padres y no cree que puede haber quien le iguale.
Y pensando que no se estrechó la mano de Dios a
Augustino, Crisóstomo y Tomás, piensa que se abrevió a
él para no poder criar quien le responda. Que cuando yo
no haya conseguido más que el atreverme a hacerlo, fuera
bastante mortificación para un varón tan de todas
maneras insigne; que no es ligero castigo a quien creyó
que no habría hombre que se atreviese a responderle, ver
que se atreve una mujer ignorante, en quien es tan ajeno
este género de estudio, y tan distante de su sexo; pero
también lo era de Judit el manejo de las armas y de
Débora la judicatura. Y si con todo, pareciere en esto
poco cuerda, con romper V. md. este papel quedará
multado el error de haberlo escrito.
Finalmente, aunque este papel sea tan
privado que sólo lo escribo porque V. md. lo manda y
para que V. md. lo vea, lo sujeto en todo a la
corrección de nuestra Santa Madre Iglesia Católica, y
detesto y doy por nulo y por no dicho todo aquello que
se apartare del común sentir suyo y de los Santos
Padres. Vale.
Bien habrá V. md. creído, viéndome
clausurar este discurso, que me he olvidado de esotro
punto que V. md. me mandó que escribiese: Que cuál es,
en mi sentir, la mayor fineza del Amor Divino. Lo cual
me oyó V. md. discurrir en la misma conversación citada.
Pues no ha sido olvido sino advertencia, porque allí,
como era una conversación sucesiva, fueron llamando unos
discursos a otros, aunque no fuesen muy del caso, y aquí
es necesario hacer separación de los que no lo son, para
no confundir uno con otro. Explícome. Como hablamos de
finezas, dije yo que la mayor fineza de Dios, en mi
sentir, eran los beneficios negativos; esto es, los
beneficios que nos deja de hacer porque sabe lo mal que
los hemos de corresponder. Ahora, este modo de opinar
tiene mucha disparidad con el del autor, porque él habla
de finezas de Cristo, y hechas en el fin de su vida, y
esta fineza que yo digo es fineza que hace Dios en
cuanto Dios, y fineza continuada siempre; y así no fuera
razón oponer ésta a las que el autor dice, antes bien
fuera una muy viciosa argumentación y muy censurable;
por lo cual me pareció separarla, y como discurso suelto
e independiente de lo demás, ponerlo aquí para que V.
md. logre del todo el deseo, pues el mío es sólo
obedecerle.
La mayor fineza del Divino Amor, en
mi sentir, son los beneficios que nos deja de hacer por
nuestra ingratitud. Pruébolo. Dios es infinita bondad y
bien sumo, y como tal es de su propia naturaleza
comunicable y deseoso de hacer bien a sus criaturas.
Más, Dios tiene infinito amor a los hombres, luego
siempre está pronto a hacerles infinitos bienes. Más,
Dios es todopoderoso y puede hacerles a los hombres
todos los bienes que quisiere, sin costarle trabajo, y
su deseo es hacerlos. Luego Dios, cuando les hace bienes
a los hombres, va con el corriente natural de su propia
bondad, de su propio amor y de su propio poder, sin
costarle nada. Claro está. Luego cuando Dios no le hace
beneficios al hombre, porque los ha de convertir el
hombre en su daño, reprime Dios los raudales de su
inmensa liberalidad, detiene el mar de su infinito amor
y estanca el curso de su absoluto poder. Luego, según
nuestro modo de concebir, más le cuesta a Dios el no
hacernos beneficios que no el hacérnoslos y, por
consiguiente, mayor fineza es el suspenderlos que el
ejecutarlos, pues deja Dios de ser liberal --que es
propia condición suya--, porque nosotros no seamos
ingratos-- que es propio retorno nuestro--; y quiere más
parecer escaso, porque los hombres no sean peores, que
ostentar su largueza con daño de los mismo beneficiados.
Y siendo así que ésta es una como nota en la opinión de
liberal, antepone el aprovechamiento de los hombres a su
propia opinión y a su propio natural.
Predica el Redentor su milagrosa
doctrina, y habiendo hecho en tantos lugare tantos
milagros y maravillas, llega a su patria, que parece que
debía ser preferida en el cariño, y apenas llega, cuando
en vez de aplaudirle sus vecinos y compatriotas,
empiezan a censurarle y a sacarle las que, a su parecer
de ellos, eran faltas, diciendo: Nonne hic est fabri
filius? Nonne mater eius dicitur Maria, et fratres eius,
Iacobus, et Ioseph, et Simon, et Iudas: et sorores eius,
nonne omnes apud nos sunt? Unde ergo huic omnia ista?
Y prosigue el Evangelista: Non fecit ibi virtutes
multas propter incredulitatem illorum. De manera que
Cristo bien quería hacer milagros en su patria, bien
quería hacerles beneficios, pero mostraron ellos luego
su dañado ánimo en la murmuración y el modo con que
recibirían los favores de Cristo, y por eso se contuvo
Cristo en hacerlos: por no darles ocasión de ser más
malos, como lo expresa el Evangelista: que no hizo
muchas maravillas por su incredulidad. Y bien sabía
Cristo que también le habían ellos de murmurar el no
hacerlas, y tener por escaso y avaro, y así les adelantó
él mismo lo que ellos habían de decir y les dijo:
Utique dicetis mihi hanc similitudinem: Medice, cura te
ipsum: quanta audivimus facta in Capharnaum, fac et hic
in patria tua. Y para satisfacer a la calumnia
antevista les dice que en tiempo de Elías había muchas
viudas y sola una fue remediada, y que muchos leprosos
había en tiempo de Eliseo y sólo curó a Naamán sirio, y
que ningún profeta es acepto en su patria. Ellos, no
entendiendo la satisfacción y prosiguiendo en la
calumnia, le quisieron precipitar, confirmando con esta
maldad el motivo por que Cristo no les hacía beneficios
positivos, sino el negativo de no darles ocasión de
cometer mayor pecado. Y éste fue el mayor beneficio que
pudo Cristo hacer por entonces a su ingrata patria, en
que la prefirió a aquellas dos ciudades que el mismo
Señor amenaza por haber sido ingratas a las maravillas
que en ellas obró, diciendo: Vae tibi Corozain, vae
tibi Bethsaida: quia, si in Tyro et Sidone factae essent
virtutes, quae factae sunt in vobis, olim in cilicio, et
cinere poenitentiam egissent. Verumtamen dico vobis:
Tyro et Sidoni remissius erit in die iudicii, quam vobis.
¡Ay de vosotras, que si en Tiro y Sidón se hubieran
hecho las maravillas que se han hecho en vosotras, se
hubieran ya convertido! Pero yo os aseguro que en el
juicio tremendo serán ellas menos castigadas que
vosotras.
Luego de este mayor cargo excusa el
Señor a Nazaret con no hacerle beneficios, y entonces es
el mayor beneficio el no hacerlos, porque excusa el
mayor cargo que de él le resultara. Gravius --dice el
glorioso San Gregorio-- inde iudicemur, cum enim
augentur dona, rationes etiam crescunt donorum.
Mientras más es lo recibido más grave es el cargo de la
cuenta. Luego es beneficio el no hacernos beneficios
cuando hemos de usar mal de ellos.
Hizo Dios a Judas, fuera de los
beneficios generales, muchos particulares, y llegando el
caso de su sacrílega traición, lamentando Cristo, no su
muerte, sino el daño del ingrato discípulo, dice: Vae
homini illi, per quem tradar ego, bonum erat ei, si
natus non fuisset. Con que parece que se arrepiente
de haberle hecho el beneficio de la creación, porque le
estuviera mejor el no haber nacido que nacer para ser
tan malo. Más claro se da a entender esto cuando
ofendido Dios de las maldades de los hombres determinó
acabar el mundo por agua; pues, usando de las humanas
locuciones, dice el texto que dijo: Delebo, inquit,
hominem, quem creavi a facie terrae, ab homine usque ad
animantia, a reptili usque ad volucres coeli: poenitet
enim me fecisse eos.
De manera que se arrepiente Dios de
haber hecho beneficios al hombre que han de ser para
mayor daño del hombre. Luego es mayor beneficio el no
hacerle beneficios. ¡Ah, Señor y Dios mío, qué torpes y
ciegos andamos cuando no os reconocemos esta especie de
beneficio negativo que nos hacéis!
Tiene el otro corta fortuna y, cuando
mucho, dice que es castigo de Dios. Cuando sea castigo,
el castigo también es beneficio, pues mira a nuestra
enmienda, y Dios castiga a quien ama. Pero no es sólo el
beneficio de castigarnos el que nos hace, sino el
beneficio de exonerarnos de mayor cuenta. Tiene el otro
poca salud y le parece que está Dios sordo, porque no
oye sus lamentos. No está tal, sino haciéndoos el
beneficio de no daros salud, porque la habéis de emplear
mal. Envidiamos en nuestros prójimos los bienes de
fortuna, los dotes naturales. ¡Oh, qué errado va el
objeto de la envidia, pues sólo debía serlo de la
lástima el gran cargo que tiene, de que ha de dar cuenta
estrecha! Y ya que, queramos envidiar, no envidiemos las
mercedes que Dios le hizo, sino lo bien que corresponde
a ellas, que esto es lo que se debe envidiar, que es lo
que le da mérito; no el haberlas recibido, que eso es
cargo. Estimemos el beneficio que Dios nos hace en no
hacernos todos los beneficios que queremos, y los que
también Su Majestad quiere hacernos y suspende por no
darnos mayor cargo. Agradezcamos y ponderemos este
primor del Divino Amor en quien el premiar es beneficio,
el castigar es beneficio y el suspender los beneficios
es el mayor beneficio, y el no hacer finezas la mayor
fineza . Y si no, díganme: Dios, que dio al Mundo su
Unigénito que encarnó y murió por el hombre, ¿qué podrá
negar al hombre? Nada. Él mismo dice: Quis est ex
vobis homo, quem si petierit filius suus panem, numquid
lapidem porriget ei? Aut si piscem petierit, numquid
serpentem porriget ei? Si ergo vos, cum sitis mali,
nostis bona data dare filiis vestris: quanto magis Pater
vester, qui in coelis est, dabit bona petentibus se?
Pues, Señor, ¿cómo la madre de los hijos del Zebedeo os
pide las sillas y no se las dais? Porque no saben lo que
se piden, y en Dios mayor beneficio es no dar, siendo su
condición natural, porque no nos conviene, que dar
siendo tan liberal y poderoso.
Y así juzgo ser ésta la mayor fineza
que Dios hace por los hombres. Su Majestad nos dé gracia
para conocerlas, correspondiéndolas, que es mejor
conocimiento; y que el ponderar sus beneficios no se
quede en discursos especulativos, sino que pase a
servicios prácticos, para que sus beneficios negativos
se pasen a positivos hallando en nosotros digna
disposición que rompa la presa a los estancados raudales
de la liberalidad divina, que detiene y represa nuestra
ingratitud.
Y a V. md. me guarde muchos años.
Vuelvo a poner todo lo dicho debajo de la censura de
nuestra Santa Madre Iglesia Católica, como su más
obediente hija. Iterum vale. |