Respuesta de la poetisa a la muy
ilustre Sor Filotea de la Cruz
MUY
ILUSTRE Señora, mi Señora: No mi voluntad, mi poca salud
y mi justo temor han suspendido tantos días mi
respuesta. ¿Qué mucho si, al primer paso, encontraba
para tropezar mi torpe pluma dos imposibles? El primero
(y para mí el más riguroso) es saber responder a vuestra
doctísima, discretísima, santísima y amorosísima
carta. Y si
veo que preguntado el Ángel de las Escuelas, Santo
Tomás, de su silencio con Alberto Magno, su maestro,
respondió que callaba porque nada sabía decir digno de
Alberto, con cuánta mayor razón callaría, no como el
Santo, de humildad, sino que en la realidad es no saber
algo digno de vos. El segundo imposible es saber
agradeceros tan excesivo como no esperado favor, de dar
a las prensas mis borrones: merced tan sin medida que
aun se le pasara por alto a la esperanza más ambiciosa y
al deseo más fantástico; y que ni aun como ente de razón
pudiera caber en mis pensamientos; y en fin, de tal
magnitud que no sólo no se puede estrechar a lo limitado
de las voces, pero excede a la capacidad del
agradecimiento, tanto por grande como por no esperado,
que es lo que dijo Quintiliano: Minorem spei, maiorem
benefacti gloriam pereunt. Y tal que enmudecen al
beneficiado.
Cuando la felizmente estéril para ser
milagrosamente fecunda, madre del Bautista vio en su
casa tan desproporcionada visita como la Madre del
Verbo, se le entorpeció el entendimiento y se le
suspendió el discurso; y así, en vez de agradecimientos,
prorrumpió en dudas y preguntas: Et unde hoc mihi?
¿De dónde a mí viene tal cosa? Lo mismo sucedió a Saúl
cuando se vio electo y ungido rey de Israel: Numquid
non filius Iemini ego sum de minima tribu Israel, et
cognatio mea novissima inter omnes de tribu Beniamin?
Quare igitur locutus es mihi sermonem istum? Así yo
diré: ¿de dónde, venerable Señora, de dónde a mí tanto
favor? ¿Por ventura soy más que una pobre monja, la más
mínima criatura del mundo y la más indigna de ocupar
vuestra atención? ¿Pues quare locutus es mihi
sermonem istum? ¿Et unde hoc mihi?
Ni al primer imposible tengo más que
responder que no ser nada digno de vuestros ojos; ni al
segundo más que admiraciones, en vez de gracias,
diciendo que no soy capaz de agradeceros la más mínima
parte de lo que os debo. No es afectada modestia,
Señora, sino ingenua verdad de toda mi alma, que al
llegar a mis manos, impresa, la carta que vuestra
propiedad llamó Atenagórica, prorrumpí (con no ser esto
en mí muy fácil) en lágrimas de confusión, porque me
pareció que vuestro favor no era más que una
reconvención que Dios hace a lo mal que le correspondo;
y que como a otros corrige con castigos, a mí me quiere
reducir a fuerza de beneficios. Especial favor de que
conozco ser su deudora, como de otros infinitos de su
inmensa bondad; pero también especial modo de
avergonzarme y confundirme: que es más primoroso medio
de castigar hacer que yo misma, con mi conocimiento, sea
el juez que me sentencie y condene mi ingratitud. Y así,
cuando esto considero acá a mis solas, suelo decir:
Bendito seáis vos, Señor, que no sólo no quisisteis en
manos de otra criatura el juzgarme, y que ni aun en la
mía lo pusisteis, sino que lo reservasteis a la vuestra,
y me librasteis a mí de mí y de la sentencia que yo
misma me daría --que, forzada de mi propio conocimiento,
no pudiera ser menos que de condenación--, y vos la
reservasteis a vuestra misericordia, porque me amáis más
de lo que yo me puedo amar.
Perdonad, Señora mía, la digresión
que me arrebató la fuerza de la verdad; y si la he de
confesar toda, también es buscar efugios para huir la
dificultad de responder, y casi me he determinado a
dejarlo al silencio; pero como éste es cosa negativa,
aunque explica mucho con el énfasis de no explicar, es
necesario ponerle algún breve rótulo para que se
entienda lo que se pretende que el silencio diga; y si
no, dirá nada el silencio, porque ése es su propio
oficio: decir nada. Fue arrebatado el Sagrado Vaso de
Elección al tercer Cielo, y habiendo visto los arcanos
secretos de Dios dice: Audivit arcana Dei, quae no
licet homini loqui. No dice lo que vio, pero dice
que no lo puede decir; de manera que aquellas cosas que
no se pueden decir, es menester decir siquiera que no se
pueden decir, para que se entienda que el callar no es
no haber qué decir, sino no caber en las voces lo mucho
que hay que decir. Dice San Juan que si hubiera de
escribir todas las maravillas que obró nuestro Redentor,
no cupieran en todo el mundo los libros; y dice Vieyra,
sobre este lugar, que en sola esta cláusula dijo más el
Evangelista que en todo cuanto escribió; y dice muy bien
el Fénix Lusitano (pero ¿cuándo no dice bien, aun cuando
no dice bien?), porque aquí dice San Juan todo lo que
dejó de decir y expresó lo que dejó de expresar. Así,
yo, Señora mía, sólo responderé que no sé qué responder;
sólo agradeceré diciendo que no soy capaz de
agradeceros; y diré, por breve rótulo de lo que dejo al
silencio, que sólo con la confianza de favorecida y con
los valimientos de honrada, me puedo atrever a hablar
con vuestra grandeza. Si fuere necedad, perdonadla, pues
es alhaja de la dicha, y en ella ministraré yo más
materia a vuestra benignidad y vos daréis mayor forma a
mi reconocimiento.
No se hallaba digno Moisés, por
balbuciente, para hablar con Faraón, y, después, el
verse tan favorecido de Dios, le infunde tales alientos,
que no sólo habla con el mismo Dios, sino que se atreve
a pedirle imposibles: Ostende mihi faciem tuam.
Pues así yo, Señora mía, ya no me parecen imposibles los
que puse al principio, a vista de lo que me favorecéis;
porque quien hizo imprimir la Carta tan sin noticia mía,
quien la intituló, quien la costeó, quien la honró tanto
(siendo de todo indigna por sí y por su autora), ¿qué no
hará?, ¿qué no perdonará?, ¿qué dejará de hacer y qué
dejará de perdonar? Y así, debajo del supuesto de que
hablo con el salvoconducto de vuestros favores y debajo
del seguro de vuestra benignidad, y de que me habéis,
como otro Asuero, dado a besar la punta del cetro de oro
de vuestro cariño en señal de concederme benévola
licencia para hablar y proponer en vuestra venerable
presencia, digo que recibo en mi alma vuestra santísima
amonestación de aplicar el estudio a Libros Sagrados,
que aunque viene en traje de consejo, tendrá para mí
sustancia de precepto; con no pequeño consuelo de que
aun antes parece que prevenía mi obediencia vuestra
pastoral insinuación, como a vuestra dirección, inferido
del asunto y pruebas de la misma Carta. Bien conozco que
no cae sobre ella vuestra cuerdísima advertencia, sino
sobre lo mucho que habréis visto de asuntos humanos que
he escrito; y así, lo que he dicho no es más que
satisfaceros con ella a la falta de aplicación que
habréis inferido (con mucha razón) de otros escritos
míos. Y hablando con más especialidad os confieso, con
la ingenuidad que ante vos es debida y con la verdad y
claridad que en mí siempre es natural y costumbre, que
el no haber escrito mucho de asuntos sagrados no ha sido
desafición, ni de aplicación la falta, sino sobra de
temor y reverencia debida a aquellas Sagradas Letras,
para cuya inteligencia yo me conozco tan incapaz y para
cuyo manejo soy tan indigna; resonándome siempre en los
oídos, con no pequeño horror, aquella amenaza y
prohibición del Señor a los pecadores como yo: Quare
tu enarras iustitias meas, et assumis testamentum meum
per os tuum? Esta pregunta y el ver que aun a los
varones doctos se prohibía el leer los Cantares hasta
que pasaban de treinta años, y aun el Génesis: éste por
su oscuridad, y aquéllos porque de la dulzura de
aquellos epitalamios no tomase ocasión la imprudente
juventud de mudar el sentido en carnales afectos.
Compruébalo mi gran Padre San Jerónimo, mandando que sea
esto lo último que se estudie, por la misma razón: Ad
ultimum sine periculo discat Canticum Canticorum, ne si
in exordio legerit, sub carnalibus verbis spiritualium
nuptiarum Epithalamium non intelligens, vulneretur;
y Séneca dice: Teneris in annis haut clara est fides.
Pues ¿cómo me atreviera yo a tomarlo en mis indignas
manos, repugnándolo el sexo, la edad y sobre todo las
costumbres? Y así confieso que muchas veces este temor
me ha quitado la pluma de la mano y ha hecho retroceder
los asuntos hacia el mismo entendimiento de quien
querían brotar; el cual inconveniente no topaba en los
asuntos profanos, pues una herejía contra el arte no la
castiga el Santo Oficio, sino los discretos con risa y
los críticos con censura; y ésta, iusta vel iniusta,
timenda non est, pues deja comulgar y oír misa, por
lo cual me da poco o ningún cuidado; porque, según la
misma decisión de los que lo calumnian, ni tengo
obligación para saber ni aptitud para acertar; luego, si
lo yerro, ni es culpa ni es descrédito. No es culpa,
porque no tengo obligación; no es descrédito, pues no
tengo posibilidad de acertar, y ad impossibilia nemo
tenetur. Y, a la verdad, yo nunca he escrito sino
violentada y forzada y sólo por dar gusto a otros; no
sólo sin complacencia, sino con positiva repugnancia,
porque nunca he juzgado de mí que tenga el caudal de
letras e ingenio que pide la obligación de quien
escribe; y así, es la ordinaria respuesta a los que me
instan, y más si es asunto sagrado: ¿Qué entendimiento
tengo yo, qué estudio, qué materiales, ni qué noticias
para eso, sino cuatro bachillerías superficiales? Dejen
eso para quien lo entienda, que yo no quiero ruido con
el Santo Oficio, que soy ignorante y tiemblo de decir
alguna proposición malsonante o torcer la genuina
inteligencia de algún lugar. Yo no estudio para
escribir, ni menos para enseñar (que fuera en mí
desmedida soberbia), sino sólo por ver si con estudiar
ignoro menos. Así lo respondo y así lo siento.
El escribir nunca ha sido dictamen
propio, sino fuerza ajena; que les pudiera decir con
verdad: Vos me coegistis. Lo que sí es verdad que
no negaré (lo uno porque es notorio a todos, y lo otro
porque, aunque sea contra mí, me ha hecho Dios la merced
de darme grandísimo amor a la verdad) que desde que me
rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y
poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas
reprensiones --que he tenido muchas--, ni propias
reflejas --que he hecho no pocas--, han bastado a que
deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí:
Su Majestad sabe por qué y para qué; y sabe que le he
pedido que apague la luz de mi entendimiento dejando
sólo lo que baste para guardar su Ley, pues lo demás
sobra, según algunos, en una mujer; y aun hay quien diga
que daña. Sabe también Su Majestad que no consiguiendo
esto, he intentado sepultar con mi nombre mi
entendimiento, y sacrificársele sólo a quien me le dio;
y que no otro motivo me entró en religión, no obstante
que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa
intención eran repugnantes los ejercicios y compañía de
una comunidad; y después, en ella, sabe el Señor, y lo
sabe en el mundo quien sólo lo debió saber, lo que
intenté en orden a esconder mi nombre, y que no me lo
permitió, diciendo que era tentación; y sí sería. Si yo
pudiera pagaros algo de lo que os debo, Señora mía, creo
que sólo os pagara en contaros esto, pues no ha salido
de mi boca jamás, excepto para quien debió salir. Pero
quiero que con haberos franqueado de par en par las
puertas de mi corazón, haciéndoos patentes sus más
sellados secretos, conozcáis que no desdice de mi
confianza lo que debo a vuestra venerable persona y
excesivos favores.
Prosiguiendo en la narración de mi
inclinación, de que os quiero dar entera noticia, digo
que no había cumplido los tres años de mi edad cuando
enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que
se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me
llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo
que la daban lección, me encendí yo de manera en el
deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la
maestra, la dije que mi madre ordenaba me diese lección.
Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero, por
complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y
ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la
desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve
tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la
maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y
recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo
que me azotarían por haberlo hecho sin orden. Aún vive
la que me enseñó (Dios la guarde), y puede testificarlo.
Acuérdome que en estos tiempos,
siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad,
me abstenía de comer queso, porque oí decir que hacía
rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de
comer, siendo éste tan poderoso en los niños. Teniendo
yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y
escribir, con todas las otras habilidades de labores y
costuras que deprenden las mujeres, oí decir que había
Universidad y Escuelas en que se estudiaban las
ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a
matar a mi madre con instantes e importunos ruegos sobre
que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de
unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la
Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy bien,
pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios
que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni
reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a
Méjico, se admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la
memoria y noticias que tenía en edad que parecía que
apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.
Empecé a deprender gramática, en que
creo no llegaron a veinte las lecciones que tomé; y era
tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las
mujeres --y más en tan florida juventud-- es tan
apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba
de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba
antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a
crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que me había
propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de
volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él
crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía
aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba
en pena de la rudeza: que no me parecía razón que
estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan
desnuda de noticias, que era más apetecible adorno.
Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el
estado cosas (de las accesorias hablo, no de las
formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para
la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos
desproporcionado y lo más decente que podía elegir en
materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a
cuyo primer respeto (como al fin más importante)
cedieron y sujetaron la cerviz todas las
impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir
sola; de no querer tener ocupación obligatoria que
embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de
comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis
libros. Esto me hizo vacilar algo en la determinación,
hasta que alumbrándome personas doctas de que era
tentación, la vencí con el favor divino, y tomé el
estado que tan indignamente tengo. Pensé yo que huía de
mí misma, pero ¡miserable de mí! trájeme a mí conmigo y
traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé
determinar si por prenda o castigo me dio el Cielo, pues
de apagarse o embarazarse con tanto ejercicio que la
religión tiene, reventaba como pólvora, y se verificaba
en mí el privatio est causa appetitus.
Volví (mal dije, pues nunca cesé);
proseguí, digo, a la estudiosa tarea (que para mí era
descanso en todos los ratos que sobraban a mi
obligación) de leer y más leer, de estudiar y más
estudiar, sin más maestro que los mismos libros. Ya se
ve cuán duro es estudiar en aquellos caracteres sin
alma, careciendo de la voz viva y explicación del
maestro; pues todo este trabajo sufría yo muy gustosa
por amor de las letras. ¡Oh, si hubiese sido por amor de
Dios, que era lo acertado, cuánto hubiera merecido! Bien
que yo procuraba elevarlo cuanto podía y dirigirlo a su
servicio, porque el fin a que aspiraba era a estudiar
Teología, pareciéndome menguada inhabilidad, siendo
católica, no saber todo lo que en esta vida se puede
alcanzar, por medios naturales, de los divinos
misterios; y que siendo monja y no seglar, debía, por el
estado eclesiástico, profesar letras; y más siendo hija
de un San Jerónimo y de una Santa Paula, que era
degenerar de tan doctos padres ser idiota la hija. Esto
me proponía yo de mí misma y me parecía razón; si no es
que era (y eso es lo más cierto) lisonjear y aplaudir a
mi propia inclinación, proponiéndola como obligatorio su
propio gusto.
Con esto proseguí, dirigiendo
siempre, como he dicho, los pasos de mi estudio a la
cumbre de la Sagrada Teología; pareciéndome preciso,
para llegar a ella, subir por los escalones de las
ciencias y artes humanas; porque ¿cómo entenderá el
estilo de la Reina de las Ciencias quien aun no sabe el
de las ancilas? ¿Cómo sin Lógica sabría yo los métodos
generales y particulares con que está escrita la Sagrada
Escritura? ¿Cómo sin Retórica entendería sus figuras,
tropos y locuciones? ¿Cómo sin Física, tantas cuestiones
naturales de las naturalezas de los animales de los
sacrificios, donde se simbolizan tantas cosas ya
declaradas, y otras muchas que hay? ¿Cómo si el sanar
Saúl al sonido del arpa de David fue virtud y fuerza
natural de la música, o sobrenatural que Dios quiso
poner en David? ¿Cómo sin Aritmética se podrán entender
tantos cómputos de años, de días, de meses, de horas, de
hebdómadas tan misteriosas como las de Daniel, y otras
para cuya inteligencia es necesario saber las
naturalezas, concordancias y propiedades de los números?
¿Cómo sin Geometría se podrán medir el Arca Santa del
Testamento y la Ciudad Santa de Jerusalén, cuyas
misteriosas mensuras hacen un cubo con todas sus
dimensiones, y aquel repartimiento proporcional de todas
sus partes tan maravilloso? ¿Cómo sin Arquitectura, el
gran Templo de Salomón, donde fue el mismo Dios el
artífice que dio la disposición y la traza, y el Sabio
Rey sólo fue sobrestante que la ejecutó; donde no había
basa sin misterio, columna sin símbolo, cornisa sin
alusión, arquitrabe sin significado; y así de otras sus
partes, sin que el más mínimo filete estuviese sólo por
el servicio y complemento del Arte, sino simbolizando
cosas mayores? ¿Cómo sin grande conocimiento de reglas y
partes de que consta la Historia se entenderán los
libros historiales? Aquellas recapitulaciones en que
muchas veces se pospone en la narración lo que en el
hecho sucedió primero. ¿Cómo sin grande noticia de ambos
Derechos podrán entenderse los libros legales? ¿Cómo sin
grande erudición tantas cosas de historias profanas, de
que hace mención la Sagrada Escritura; tantas costumbres
de gentiles, tantos ritos, tantas maneras de hablar?
¿Cómo sin muchas reglas y lección de Santos Padres se
podrá entender la oscura locución de los Profetas? Pues
sin ser muy perito en la Música, ¿cómo se entenderán
aquellas proporciones musicales y sus primores que hay
en tantos lugares, especialmente en aquellas peticiones
que hizo a Dios Abraham, por las Ciudades, de que si
perdonaría habiendo cincuenta justos, y de este número
bajó a cuarenta y cinco, que es sesquinona y es como de
mi a re; de aquí a cuarenta, que es sesquioctava y es
como de re a mi; de aquí a treinta, que es sesquitercia,
que es la del diatesarón; de aquí a veinte, que es la
proporción sesquiáltera, que es la del diapente; de aquí
a diez, que es la dupla, que es el diapasón; y como no
hay más proporciones armónicas no pasó de ahí? Pues
¿cómo se podrá entender esto sin Música? Allá en el
Libro de Job le dice Dios: Numquid coniungere valebis
micantes stellas Pleiadas, aut gyrum Arcturi poteris
dissipare? Numquid producis Luciferum in tempore suo, et
Vesperum super filios terrae consurgere facis?,
cuyos términos, sin noticia de Astrología, será
imposible entender. Y no sólo estas nobles ciencias;
pero no hay arte mecánica que no se mencione. Y en fin,
cómo el Libro que comprende todos los libros, y la
Ciencia en que se incluyen todas las ciencias, para cuya
inteligencia todas sirven; y después de saberlas todas
(que ya se ve que no es fácil, ni aun posible) pide otra
circunstancia más que todo lo dicho, que es una continua
oración y pureza de vida, para impetrar de Dios aquella
purgación de ánimo e iluminación de mente que es
menester para la inteligencia de cosas tan altas; y si
esto falta, nada sirve de lo demás.
Del Angélico Doctor Santo Tomás dice
la Iglesia estas palabras: In difficultatibus locorum
Sacrae Scripturae ad orationem ieiunium adhibebat.
Quin etiam sodali suo Fratri
Reginaldo dicere solebat, quidquid sciret, non tam
studio, aut labore suo peperisse, quam divinitus
traditum accepisse.
Pues yo, tan distante de la virtud y las letras, ¿cómo
había de tener ánimo para escribir? Y así por tener
algunos principios granjeados, estudiaba continuamente
diversas cosas, sin tener para alguna particular
inclinación, sino para todas en general; por lo cual, el
haber estudiado en unas más que en otras, no ha sido en
mí elección, sino que el acaso de haber topado más a
mano libros de aquellas facultades les ha dado, sin
arbitrio mío, la preferencia. Y como no tenía interés
que me moviese, ni límite de tiempo que me estrechase el
continuado estudio de una cosa por la necesidad de los
grados, casi a un tiempo estudiaba diversas cosas o
dejaba unas por otras; bien que en eso observaba orden,
porque a unas llamaba estudio y a otras diversión; y en
éstas descansaba de las otras: de donde se sigue que he
estudiado muchas cosas y nada sé, porque las unas han
embarazado a las otras. Es verdad que esto digo de la
parte práctica en las que la tienen, porque claro está
que mientras se mueve la pluma descansa el compás y
mientras se toca el arpa sosiega el órgano, et sic de
caeteris; porque como es menester mucho uso corporal
para adquirir hábito, nunca le puede tener perfecto
quien se reparte en varios ejercicios; pero en lo formal
y especulativo sucede al contrario, y quisiera yo
persuadir a todos con mi experiencia a que no sólo no
estorban, pero se ayudan dando luz y abriendo camino las
unas para las otras, por variaciones y ocultos engarces
—que para esta cadena universal les puso la sabiduría de
su Autor—, de manera que parece se corresponden y están
unidas con admirable trabazón y concierto. Es la cadena
que fingieron los antiguos que salía de la boca de
Júpiter, de donde pendían todas las cosas eslabonadas
unas con otras. Así lo demuestra el R. P. Atanasio
Quirqueiro en su curioso libro De Magnete. Todas
las cosas salen de Dios, que es el centro a un tiempo y
la circunferencia de donde salen y donde paran todas las
líneas criadas.
Yo de mí puedo asegurar que lo que no
entiendo en un autor de una facultad, lo suelo entender
en otro de otra que parece muy distante; y esos propios,
al explicarse, abren ejemplos metafóricos de otras
artes: como cuando dicen los lógicos que el medio se ha
con los términos como se ha una medida con dos cuerpos
distantes, para conferir si son iguales o no; y que la
oración del lógico anda como la línea recta, por el
camino más breve, y la del retórico se mueve, como la
corva, por el más largo, pero van a un mismo punto los
dos; y cuando dicen que los expositores son como la mano
abierta y los escolásticos como el puño cerrado. Y así
no es disculpa, ni por tal la doy, el haber estudiado
diversas cosas, pues éstas antes se ayudan, sino que el
no haber aprovechado ha sido ineptitud mía y debilidad
de mi entendimiento, no culpa de la variedad. Lo que sí
pudiera ser descargo mío es el sumo trabajo no sólo en
carecer de maestro, sino de condiscípulos con quienes
conferir y ejercitar lo estudiado, teniendo sólo por
maestro un libro mudo, por condiscípulo un tintero
insensible; y en vez de explicación y ejercicio muchos
estorbos, no sólo los de mis religiosas obligaciones
(que éstas ya se sabe cuán útil y provechosamente gastan
el tiempo) sino de aquellas cosas accesorias de una
comunidad: como estar yo leyendo y antojárseles en la
celda vecina tocar y cantar; estar yo estudiando y
pelear dos criadas y venirme a constituir juez de su
pendencia; estar yo escribiendo y venir una amiga a
visitarme, haciéndome muy mala obra con muy buena
voluntad, donde es preciso no sólo admitir el embarazo,
pero quedar agradecida del perjuicio. Y esto es
continuamente, porque como los ratos que destino a mi
estudio son los que sobran de lo regular de la
comunidad, esos mismos les sobran a las otras para
venirme a estorbar; y sólo saben cuánta verdad es ésta
los que tienen experiencia de vida común, donde sólo la
fuerza de la vocación puede hacer que mi natural esté
gustoso, y el mucho amor que hay entre mí y mis amadas
hermanas, que como el amor es unión, no hay para él
extremos distantes.
En esto sí confieso que ha sido
inexplicable mi trabajo; y así no puedo decir lo que con
envidia oigo a otros: que no les ha costado afán el
saber. ¡Dichosos ellos! A mí, no el saber (que aún no
sé), sólo el desear saber me le ha costado tan grande
que pudiera decir con mi Padre San Jerónimo (aunque no
con su aprovechamiento): Quid ibi laboris
insumpserim, quid sustinuerim difficultatis, quoties
desperaverim, quotiesque cessaverim et contentione
discendi rursus inceperim; testis est conscientia, tam
mea, qui passus sum, quam eorum qui mecum duxerunt vitam.
Menos los compañeros y testigos (que aun de ese alivio
he carecido), lo demás bien puedo asegurar con verdad.
¡Y que haya sido tal esta mi negra inclinación, que todo
lo haya vencido!
Solía sucederme que, como entre otros
beneficios, debo a Dios un natural tan blando y tan
afable y las religiosas me aman mucho por él (sin
reparar, como buenas, en mis faltas) y con esto gustan
mucho de mi compañía, conociendo esto y movida del
grande amor que las tengo, con mayor motivo que ellas a
mí, gusto más de la suya: así, me solía ir los ratos que
a unas y a otras nos sobraban, a consolarlas y recrearme
con su conversación. Reparé que en este tiempo hacía
falta a mi estudio, y hacía voto de no entrar en celda
alguna si no me obligase a ello la obediencia o la
caridad: porque, sin este freno tan duro, al de sólo
propósito le rompiera el amor; y este voto (conociendo
mi fragilidad) le hacía por un mes o por quince días; y
dando cuando se cumplía, un día o dos de treguas, lo
volvía a renovar, sirviendo este día, no tanto a mi
descanso (pues nunca lo ha sido para mí el no estudiar)
cuanto a que no me tuviesen por áspera, retirada e
ingrata al no merecido cariño de mis carísimas hermanas.
Bien se deja en esto conocer cuál es
la fuerza de mi inclinación. Bendito sea Dios que quiso
fuese hacia las letras y no hacia otro vicio, que fuera
en mí casi insuperable; y bien se infiere también cuán
contra la corriente han navegado (o por mejor decir, han
naufragado) mis pobres estudios. Pues aún falta por
referir lo más arduo de las dificultades; que las de
hasta aquí sólo han sido estorbos obligatorios y
casuales, que indirectamente lo son; y faltan los
positivos que directamente han tirado a estorbar y
prohibir el ejercicio. ¿Quién no creerá, viendo tan
generales aplausos, que he navegado viento en popa y mar
en leche, sobre las palmas de las aclamaciones comunes?
Pues Dios sabe que no ha sido muy así, porque entre las
flores de esas mismas aclamaciones se han levantado y
despertado tales áspides de emulaciones y persecuciones,
cuantas no podré contar, y los que más nocivos y
sensibles para mí han sido, no son aquéllos que con
declarado odio y malevolencia me han perseguido, sino
los que amándome y deseando mi bien (y por ventura,
mereciendo mucho con Dios por la buena intención), me
han mortificado y atormentado más que los otros, con
aquel: "No conviene a la santa ignorancia que deben,
este estudio; se ha de perder, se ha de desvanecer en
tanta altura con su misma perspicacia y agudeza". ¿Qué
me habrá costado resistir esto? ¡Rara especie de
martirio donde yo era el mártir y me era el verdugo!
Pues por la --en mí dos veces
infeliz-- habilidad de hacer versos, aunque fuesen
sagrados, ¿qué pesadumbres no me han dado o cuáles no me
han dejado de dar? Cierto, señora mía, que algunas veces
me pongo a considerar que el que se señala --o le señala
Dios, que es quien sólo lo puede hacer-- es recibido
como enemigo común, porque parece a algunos que usurpa
los aplausos que ellos merecen o que hace estanque de
las admiraciones a que aspiraban, y así le persiguen.
Aquella ley políticamente bárbara de
Atenas, por la cual salía desterrado de su república el
que se señalaba en prendas y virtudes porque no
tiranizase con ellas la libertad pública, todavía dura,
todavía se observa en nuestros tiempos, aunque no hay ya
aquel motivo de los atenienses; pero hay otro, no menos
eficaz aunque no tan bien fundado, pues parece máxima
del impío Maquiavelo: que es aborrecer al que se señala
porque desluce a otros. Así sucede y así sucedió
siempre.
Y si no, ¿cuál fue la causa de aquel
rabioso odio de los fariseos contra Cristo, habiendo
tantas razones para lo contrario? Porque si miramos su
presencia, ¿cuál prenda más amable que aquella divina
hermosura? ¿Cuál más poderosa para arrebatar los
corazones? Si cualquiera belleza humana tiene
jurisdicción sobre los albedríos y con blanda y
apetecida violencia los sabe sujetar, ¿qué haría aquélla
con tantas prerrogativas y dotes soberanos? ¿Qué haría,
qué movería y qué no haría y qué no movería aquella
incomprensible beldad, por cuyo hermoso rostro, como por
un terso cristal, se estaban transparentando los rayos
de la Divinidad? ¿Qué no movería aquel semblante, que
sobre incomparables perfecciones en lo humano, señalaba
iluminaciones de divino? Si el de Moisés, de sólo la
conversación con Dios, era intolerable a la flaqueza de
la vista humana, ¿qué sería el del mismo Dios humanado?
Pues si vamos a las demás prendas, ¿cuál más amable que
aquella celestial modestia, que aquella suavidad y
blandura derramando misericordias en todos sus
movimientos, aquella profunda humildad y mansedumbre,
aquellas palabras de vida eterna y eterna sabiduría?
Pues ¿cómo es posible que esto no les arrebatara las
almas, que no fuesen enamorados y elevados tras él?
Dice la Santa Madre y madre mía
Teresa, que después que vio la hermosura de Cristo quedó
libre de poderse inclinar a criatura alguna, porque
ninguna cosa veía que no fuese fealdad, comparada con
aquella hermosura. Pues ¿cómo en los hombres hizo tan
contrarios efectos? Y ya que como toscos y viles no
tuvieran conocimiento ni estimación de sus perfecciones,
siquiera como interesables ¿no les moviera sus propias
conveniencias y utilidades en tantos beneficios como les
hacía, sanando los enfermos, resucitando los muertos,
curando los endemoniados? Pues ¿cómo no le amaban? ¡Ay
Dios, que por eso mismo no le amaban, por eso mismo le
aborrecían! Así lo testificaron ellos mismos.
Júntanse en su concilio y dicen:
Quid facimus, quia hic homo multa signa facit? ¿Hay
tal causa? Si dijeran: éste es un malhechor, un
transgresor de la ley, un alborotador que con engaños
alborota el pueblo, mintieran, como mintieron cuando lo
decían; pero eran causales más congruentes a lo que
solicitaban, que era quitarle la vida; mas dar por
causal que hace cosas señaladas, no parece de hombres
doctos, cuales eran los fariseos. Pues así es, que
cuando se apasionan los hombres doctos prorrumpen en
semejantes inconsecuencias. En verdad que sólo por eso
salió determinado que Cristo muriese. Hombres, si es que
así se os puede llamar, siendo tan brutos, ¿por qué es
esa tan cruel determinación? No responden más sino que
multa signa facit. ¡Válgame Dios, que el hacer
cosas señaladas es causa para que uno muera! Haciendo
reclamo este multa signa facit a aquel: radix
Iesse, qui stat in signum populorum, y al otro: in
signum cui contradicetur. ¿Por signo? ¡Pues muera!
¿Señalado? ¡Pues padezca, que eso es el premio de quien
se señala!
Suelen en la eminencia de los templos
colocarse por adorno unas figuras de los Vientos y de la
Fama, y por defenderlas de las aves, las llenan todas de
púas; defensa parece y no es sino propiedad forzosa: no
puede estar sin púas que la puncen quien está en alto.
Allí está la ojeriza del aire; allí es el rigor de los
elementos; allí despican la cólera los rayos; allí es el
blanco de piedras y flechas. ¡Oh infeliz altura,
expuesta a tantos riesgos! ¡Oh signo que te ponen por
blanco de la envidia y por objeto de la contradicción!
Cualquiera eminencia, ya sea de dignidad, ya de nobleza,
ya de riqueza, ya de hermosura, ya de ciencia, padece
esta pensión; pero la que con más rigor la experimenta
es la del entendimiento. Lo primero, porque es el más
indefenso, pues la riqueza y el poder castigan a quien
se les atreve, y el entendimiento no, pues mientras es
mayor es más modesto y sufrido y se defiende menos. Lo
segundo es porque, como dijo doctamente Gracián, las
ventajas en el entendimiento lo son en el ser. No por
otra razón es el ángel más que el hombre que porque
entiende más; no es otro el exceso que el hombre hace al
bruto, sino solo entender; y así como ninguno quiere ser
menos que otro, así ninguno confiesa que otro entiende
más, porque es consecuencia del ser más. Sufrirá uno y
confesará que otro es más noble que él, que es más rico,
que es más hermoso y aun que es más docto; pero que es
más entendido apenas habrá quien lo confiese: Rarus
est, qui velit cedere ingenio. Por eso es tan eficaz
la batería contra esta prenda.
Cuando los soldados hicieron burla,
entretenimiento y diversión de Nuestro Señor Jesucristo,
trajeron una púrpura vieja y una caña hueca y una corona
de espinas para coronarle por rey de burlas. Pues ahora,
la caña y la púrpura eran afrentosas, pero no dolorosas;
pues ¿por qué sólo la corona es dolorosa? ¿No basta que,
como las demás insignias, fuese de escarnio e ignominia,
pues ése era el fin? No, porque la sagrada cabeza de
Cristo y aquel divino cerebro eran depósito de la
sabiduría; y cerebro sabio en el mundo no basta que esté
escarnecido, ha de estar también lastimado y maltratado;
cabeza que es erario de sabiduría no espere otra corona
que de espinas. ¿Cuál guirnalda espera la sabiduría
humana si ve la que obtuvo la divina? Coronaba la
soberbia romana las diversas hazañas de sus capitanes
también con diversas coronas: ya con la cívica al que
defendía al ciudadano; ya con la castrense al que
entraba en los reales enemigos; ya con la mural al que
escalaba el muro; ya con la obsidional al que libraba la
ciudad cercada o el ejército sitiado o el campo o en los
reales; ya con la naval, ya con la oval, ya con la
triunfal otras hazañas, según refieren Plinio y Aulo
Gelio; mas viendo yo tantas diferencias de coronas,
dudaba de cuál especie sería la de Cristo, y me parece
que fue obsidional, que (como sabéis, señora) era la más
honrosa y se llamaba obsidional de obsidio, que quiere
decir cerco; la cual no se hacía de oro ni de plata,
sino de la misma grama o yerba que cría el campo en que
se hacía la empresa. Y como la hazaña de Cristo fue
hacer levantar el cerco al Príncipe de las Tinieblas, el
cual tenía sitiada toda la tierra, como lo dice en el
libro de Job: Circuivi terram et ambulavi per eam
y de él dice San Pedro: Circuit, quaerens quem
devoret; y vino nuestro caudillo y le hizo levantar
el cerco: nunc princeps huius mundi eiicietur foras,
así los soldados le coronaron no con oro ni plata, sino
con el fruto natural que producía el mundo que fue el
campo de la lid, el cual, después de la maldición,
spinas et tribulos germinabit tibi, no producía otra
cosa que espinas; y así fue propísima corona de ellas en
el valeroso y sabio vencedor con que le coronó su madre
la Sinagoga; saliendo a ver el doloroso triunfo, como al
del otro Salomón festivas, a éste llorosas las hijas de
Sión, porque es el triunfo de sabio obtenido con dolor y
celebrado con llanto, que es el modo de triunfar la
sabiduría; siendo Cristo, como rey de ella, quien
estrenó la corona, porque santificada en sus sienes, se
quite el horror a los otros sabios y entiendan que no
han de aspirar a otro honor.
Quiso la misma Vida ir a dar la vida
a Lázaro difunto; ignoraban los discípulos el intento y
le replicaron: Rabbi, nunc quaerebant te Iudaei
lapidare, et iterum vadis illuc? Satisfizo el
Redentor el temor: Nonne duodecim sunt horae diei?
Hasta aquí, parece que temían porque tenían el
antecedente de quererle apedrear porque les había
reprendido llamándoles ladrones y no pastores de las
ovejas. Y así, temían que si iba a lo mismo (como las
reprensiones, aunque sean tan justas, suelen ser mal
reconocidas), corriese peligro su vida; pero ya
desengañados y enterados de que va a dar vida a Lázaro,
¿cuál es la razón que pudo mover a Tomás para que
tomando aquí los alientos que en el huerto Pedro:
Eamus et nos, ut moriamur cum eo. ¿Qué dices,
apóstol santo? A morir no va el Señor, ¿de qué es el
recelo? Porque a lo que Cristo va no es a reprender,
sino a hacer una obra de piedad, y por esto no le pueden
hacer mal. Los mismos judíos os podían haber asegurado,
pues cuando los reconvino, queriéndole apedrear:
Multa bona opera ostendi vobis ex Patre meo, propter
quod eorum opus me lapidatis?, le respondieron: De bono
opere non lapidamus te, sed de blasphemia. Pues si
ellos dicen que no le quieren apedrear por las buenas
obras y ahora va a hacer una tan buena como dar la vida
a Lázaro, ¿de qué es el recelo o por qué? ¿No fuera
mejor decir: Vamos a gozar el fruto del agradecimiento
de la buena obra que va a hacer nuestro Maestro; a verle
aplaudir y rendir gracias al beneficio; a ver las
admiraciones que hacen del milagro? Y no decir, al
parecer una cosa tan fuera del caso como es: Eamus et
nos, ut moriamur cum eo. Mas ¡ay! que el Santo temió
como discreto y habló como apóstol. ¿No va Cristo a
hacer un milagro? Pues ¿qué mayor peligro? Menos
intolerable es para la soberbia oír las reprensiones,
que para la envidia ver los milagros. En todo lo dicho,
venerable señora, no quiero (ni tal desatino cupiera en
mí) decir que me han perseguido por saber, sino sólo
porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras, no
porque haya conseguido ni uno ni otro.
Hallábase el Príncipe de los
Apóstoles, en un tiempo, tan distante de la sabiduría
como pondera aquel enfático: Petrus vero sequebatur
eum a longe; tan lejos de los aplausos de docto
quien tenía el título de indiscreto: Nesciens quid
diceret; y aun examinado del conocimiento de la
sabiduría dijo él mismo que no había alcanzado la menor
noticia: Mulier, nescio quid dicis. Mulier, non novi
illum. Y ¿qué le sucede? Que teniendo estos créditos
de ignorante, no tuvo la fortuna, sí las aflicciones, de
sabio. ¿Por qué? No se dio otra causal sino: Et hic
cum illo erat. Era afecto a la sabiduría, llevábale
el corazón, andábase tras ella, preciábase de seguidor y
amoroso de la sabiduría; y aunque era tan a longe
que no le comprendía ni alcanzaba, bastó para incurrir
sus tormentos. Ni faltó soldado de fuera que no le
afligiese, ni mujer doméstica que no le aquejase. Yo
confieso que me hallo muy distante de los términos de la
sabiduría y que la he deseado seguir, aunque a longe.
Pero todo ha sido acercarme más al fuego de la
persecución, al crisol del tormento; y ha sido con tal
extremo que han llegado a solicitar que se me prohiba el
estudio.
Una vez lo consiguieron una prelada
muy santa y muy cándida que creyó que el estudio era
cosa de Inquisición y me mandó que no estudiase. Yo la
obedecí (unos tres meses que duró el poder ella mandar)
en cuanto a no tomar libro, que en cuanto a no estudiar
absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo
pude hacer, porque aunque no estudiaba en los libros,
estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome
ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal.
Nada veía sin refleja; nada oía sin consideración, aun
en las cosas más menudas y materiales; porque como no
hay criatura, por baja que sea, en que no se conozca el
me fecit Deus, no hay alguna que no pasme el
entendimiento, si se considera como se debe. Así yo,
vuelvo a decir, las miraba y admiraba todas; de tal
manera que de las mismas personas con quienes hablaba, y
de lo que me decían, me estaban resaltando mil
consideraciones: ¿De dónde emanaría aquella variedad de
genios e ingenios, siendo todos de una especie? ¿Cuáles
serían los temperamentos y ocultas cualidades que lo
ocasionaban? Si veía una figura, estaba combinando la
proporción de sus líneas y mediándola con el
entendimiento y reduciéndola a otras diferentes.
Paseábame algunas veces en el testero de un dormitorio
nuestro (que es una pieza muy capaz) y estaba observando
que siendo las líneas de sus dos lados paralelas y su
techo a nivel, la vista fingía que sus líneas se
inclinaban una a otra y que su techo estaba más bajo en
lo distante que en lo próximo: de donde infería que las
líneas visuales corren rectas, pero no paralelas, sino
que van a formar una figura piramidal. Y discurría si
sería ésta la razón que obligó a los antiguos a dudar si
el mundo era esférico o no. Porque, aunque lo parece,
podía ser engaño de la vista, demostrando concavidades
donde pudiera no haberlas.
Este modo de reparos en todo me
sucedía y sucede siempre, sin tener yo arbitrio en ello,
que antes me suelo enfadar porque me cansa la cabeza; y
yo creía que a todos sucedía esto mismo y el hacer
versos, hasta que la experiencia me ha mostrado lo
contrario; y es de tal manera esta naturaleza o
costumbre, que nada veo sin segunda consideración.
Estaban en mi presencia dos niñas jugando con un trompo,
y apenas yo vi el movimiento y la figura, cuando empecé,
con esta mi locura, a considerar el fácil moto de la
forma esférica, y cómo duraba el impulso ya impreso e
independiente de su causa, pues distante la mano de la
niña, que era la causa motiva, bailaba el trompillo; y
no contenta con esto, hice traer harina y cernerla para
que, en bailando el trompo encima, se conociese si eran
círculos perfectos o no los que describía con su
movimiento; y hallé que no eran sino unas líneas
espirales que iban perdiendo lo circular cuanto se iba
remitiendo el impulso. Jugaban otras a los alfileres
(que es el más frívolo juego que usa la puerilidad); yo
me llegaba a contemplar las figuras que formaban; y
viendo que acaso se pusieron tres en triángulo, me ponía
a enlazar uno en otro, acordándome de que aquélla era la
figura que dicen tenía el misterioso anillo de Salomón,
en que había unas lejanas luces y representaciones de la
Santísima Trinidad, en virtud de lo cual obraba tantos
prodigios y maravillas; y la misma que dicen tuvo el
arpa de David, y que por eso sanaba Saúl a su sonido; y
casi la misma conservan las arpas en nuestros tiempos.
Pues ¿qué os pudiera contar, Señora,
de los secretos naturales que he descubierto estando
guisando? Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o
aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar; ver
que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle
una muy mínima parte de agua en que haya estado
membrillo u otra fruta agria; ver que la yema y clara de
un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos, que
sirven para el azúcar, sirve cada una de por sí y juntos
no. Por no cansaros con tales frialdades, que sólo
refiero por daros entera noticia de mi natural y creo
que os causará risa; pero, señora, ¿qué podemos saber
las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo
Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y
aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas
cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más
hubiera escrito. Y prosiguiendo en mi modo de
cogitaciones, digo que esto es tan continuo en mí, que
no necesito de libros; y en una ocasión que, por un
grave accidente de estómago, me prohibieron los médicos
el estudio, pasé así algunos días, y luego les propuse
que era menos dañoso el concedérmelos, porque eran tan
fuertes y vehementes mis cogitaciones, que consumían más
espíritus en un cuarto de hora que el estudio de los
libros en cuatro días; y así se redujeron a concederme
que leyese; y más, Señora mía, que ni aun el sueño se
libró de este continuo movimiento de mi imaginativa;
antes suele obrar en él más libre y desembarazada,
confiriendo con mayor claridad y sosiego las especies
que ha conservado del día, arguyendo, haciendo versos,
de que os pudiera hacer un catálogo muy grande, y de
algunas razones y delgadezas que he alcanzado dormida
mejor que despierta, y las dejo por no cansaros, pues
basta lo dicho para que vuestra discreción y
trascendencia penetre y se entere perfectamente en todo
mi natural y del principio, medios y estado de mis
estudios.
Si éstos, Señora, fueran méritos
(como los veo por tales celebrar en los hombres), no lo
hubieran sido en mí, porque obro necesariamente. Si son
culpa, por la misma razón creo que no la he tenido; mas,
con todo, vivo siempre tan desconfiada de mí, que ni en
esto ni en otra cosa me fío de mi juicio; y así remito
la decisión a ese soberano talento, sometiéndome luego a
lo que sentenciare, sin contradición ni repugnancia,
pues esto no ha sido más de una simple narración de mi
inclinación a las letras.
Confieso también que con ser esto
verdad tal que, como he dicho, no necesitaba de
ejemplares, con todo no me han dejado de ayudar los
muchos que he leído, así en divinas como en humanas
letras. Porque veo a una Débora dando leyes, así en lo
militar como en lo político, y gobernando el pueblo
donde había tantos varones doctos. Veo una sapientísima
reina de Sabá, tan docta que se atreve a tentar con
enigmas la sabiduría del mayor de los sabios, sin ser
por ello reprendida, antes por ello será juez de los
incrédulos. Veo tantas y tan insignes mujeres: unas
adornadas del don de profecía, como una Abigaíl; otras
de persuasión, como Ester; otras, de piedad, como Rahab;
otras de perseverancia, como Ana, madre de Samuel; y
otras infinitas, en otras especies de prendas y
virtudes.
Si revuelvo a los gentiles, lo
primero que encuentro es con las Sibilas, elegidas de
Dios para profetizar los principales misterios de
nuestra Fe; y en tan doctos y elegantes versos que
suspenden la admiración. Veo adorar por diosa de las
ciencias a una mujer como Minerva, hija del primer
Júpiter y maestra de toda la sabiduría de Atenas. Veo
una Pola Argentaria, que ayudó a Lucano, su marido, a
escribir la gran Batalla Farsálica. Veo a la hija del
divino Tiresias, más docta que su padre. Veo a una
Cenobia, reina de los Palmirenos, tan sabia como
valerosa. A una Arete, hija de Aristipo, doctísima. A
una Nicostrata, inventora de las letras latinas y
eruditísima en las griegas. A una Aspasia Milesia que
enseñó filosofía y retórica y fue maestra del filósofo
Pericles. A una Hipasia que enseñó astrología y leyó
mucho tiempo en Alejandría. A una Leoncia, griega, que
escribió contra el filósofo Teofrasto y le convenció. A
una Jucia, a una Corina, a una Cornelia; y en fin a toda
la gran turba de las que merecieron nombres, ya de
griegas, ya de musas, ya de pitonisas; pues todas no
fueron más que mujeres doctas, tenidas y celebradas y
también veneradas de la antigüedad por tales. Sin otras
infinitas, de que están los libros llenos, pues veo
aquella egipcíaca Catarina, leyendo y convenciendo todas
las sabidurías de los sabios de Egipto. Veo una
Gertrudis leer, escribir y enseñar. Y para no buscar
ejemplos fuera de casa, veo una santísima madre mía,
Paula, docta en las lenguas hebrea, griega y latina y
aptísima para interpretar las Escrituras. ¿Y qué más que
siendo su cronista un Máximo Jerónimo, apenas se hallaba
el Santo digno de serlo, pues con aquella viva
ponderación y enérgica eficacia con que sabe explicarse
dice: Si todos los miembros de mi cuerpo fuesen lenguas,
no bastarían a publicar la sabiduría y virtud de Paula.
Las mismas alabanzas le mereció Blesila, viuda; y las
mismas la esclarecida virgen Eustoquio, hijas ambas de
la misma Santa; y la segunda, tal, que por su ciencia
era llamada Prodigio del Mundo. Fabiola, romana, fue
también doctísima en la Sagrada Escritura. Proba
Falconia, mujer romana, escribió un elegante libro con
centones de Virgilio, de los misterios de Nuestra Santa
Fe. Nuestra reina Doña Isabel, mujer del décimo Alfonso,
es corriente que escribió de astrología. Sin otras que
omito por no trasladar lo que otros han dicho (que es
vicio que siempre he abominado), pues en nuestros
tiempos está floreciendo la gran Cristina Alejandra,
Reina de Suecia, tan docta como valerosa y magnánima, y
las Excelentísimas señoras Duquesa de Aveyro y Condesa
de Villaumbrosa.
El venerable Doctor Arce (digno
profesor de Escritura por su virtud y letras), en su
Studioso Bibliorum excita esta cuestión: An liceat
foeminis sacrorum Bibliorum studio incumbere? eaque
interpretari? Y trae por la parte contraria muchas
sentencias de santos, en especial aquello del Apóstol:
Mulieres in Ecclesiis taceant, non enim permittitur
eis loqui, etc. Trae después otras sentencias, y del
mismo Apóstol aquel lugar ad Titum: Anus similiter in
habitu sancto, bene docentes, con interpretaciones
de los Santos Padres; y al fin resuelve, con su
prudencia, que el leer públicamente en las cátedras y
predicar en los púlpitos, no es lícito a las mujeres;
pero que el estudiar, escribir y enseñar privadamente,
no sólo les es lícito, pero muy provechoso y útil; claro
está que esto no se debe entender con todas, sino con
aquellas a quienes hubiere Dios dotado de especial
virtud y prudencia y que fueren muy provectas y eruditas
y tuvieren el talento y requisitos necesarios para tan
sagrado empleo. Y esto es tan justo que no sólo a las
mujeres, que por tan ineptas están tenidas, sino a los
hombres, que con sólo serlo piensan que son sabios, se
había de prohibir la interpretación de las Sagradas
Letras, en no siendo muy doctos y virtuosos y de
ingenios dóciles y bien inclinados; porque de lo
contrario creo yo que han salido tantos sectarios y que
ha sido la raíz de tantas herejías; porque hay muchos
que estudian para ignorar, especialmente los que son de
ánimos arrogantes, inquietos y soberbios, amigos de
novedades en la Ley (que es quien las rehusa); y así
hasta que por decir lo que nadie ha dicho dicen una
herejía, no están contentos. De éstos dice el Espíritu
Santo: In malevolam animam non introibit sapientia.
A éstos, más daño les hace el saber que les hiciera el
ignorar. Dijo un discreto que no es necio entero el que
no sabe latín, pero el que lo sabe está calificado. Y
añado yo que le perfecciona (si es perfección la
necedad) el haber estudiado su poco de filosofía y
teología y el tener alguna noticia de lenguas, que con
eso es necio en muchas ciencias y lenguas: porque un
necio grande no cabe en sólo la lengua materna.
A éstos, vuelvo a decir, hace daño el
estudiar, porque es poner espada en manos del furioso;
que siendo instrumento nobilísimo para la defensa, en
sus manos es muerte suya y de muchos. Tales fueron las
Divinas Letras en poder del malvado Pelagio y del
protervo Arrio, del malvado Lutero y de los demás
heresiarcas, como lo fue nuestro Doctor (nunca fue
nuestro ni doctor) Cazalla; a los cuales hizo daño la
sabiduría porque, aunque es el mejor alimento y vida del
alma, a la manera que en el estómago mal acomplexionado
y de viciado calor, mientras mejores los alimentos que
recibe, más áridos, fermentados y perversos son los
humores que cría, así estos malévolos, mientras más
estudian, peores opiniones engendran; obstrúyeseles el
entendimiento con lo mismo que había de alimentarse, y
es que estudian mucho y digieren poco, sin
proporcionarse al vaso limitado de sus entendimientos. A
esto dice el Apóstol: Dico enim per gratiam quae data
est mihi, omnibus qui sunt inter vos: Non plus sapere
quam oportet sapere, sed sapere ad sobrietatem: et
unicuique sicut Deus divisit mensuram fidei. Y en
verdad no lo dijo el Apóstol a las mujeres, sino a los
hombres; y que no es sólo para ellas el taceant,
sino para todos los que no fueren muy aptos. Querer yo
saber tanto o más que Aristóteles o que San Agustín, si
no tengo la aptitud de San Agustín o de Aristóteles,
aunque estudie más que los dos, no sólo no lo conseguiré
sino que debilitaré y entorpeceré la operación de mi
flaco entendimiento con la desproporción del objeto.
¡Oh si todos --y yo la primera, que
soy una ignorante-- nos tomásemos la medida al talento
antes de estudiar, y lo peor es, de escribir con
ambiciosa codicia de igualar y aun de exceder a otros,
qué poco ánimo nos quedara y de cuántos errores nos
excusáramos y cuántas torcidas inteligencias que andan
por ahí no anduvieran! Y pongo las mías en primer lugar,
pues si conociera, como debo, esto mismo no escribiera.
Y protesto que sólo lo hago por obedeceros; con tanto
recelo, que me debéis más en tomar la pluma con este
temor, que me debiérades si os remitiera más perfectas
obras. Pero, bien que va a vuestra corrección; borradlo,
rompedlo y reprendedme, que eso apreciaré yo más que
todo cuanto vano aplauso me pueden otros dar:
Corripiet me iustus in misericordia, et increpabit:
oleum autem peccatoris non impinguet caput meum.
Y volviendo a nuestro Arce, digo que
trae en confirmación de su sentir aquellas palabras de
mi Padre San Jerónimo (ad Laetam, de institutione
filiae), donde dice: Adhuc tenera lingua psalmis
dulcibus imbuatur. Ipsa nomina per quae consuescit
paulatim verba contexere; non sint fortuita, sed certa,
et coacervata de industria. Prophetarum videlicet, atque
Apostolorum, et omnis ab Adam Patriarcharum series, de
Matthaeo, Lucaque descendat, ut dum aliud agit, futurae
memoriae praeparetur. Reddat tibi pensum quotidie, de
Scripturarum floribus carptum. Pues si así quería el
Santo que se educase una niña que apenas empezaba a
hablar, ¿qué querrá en sus monjas y en sus hijas
espirituales? Bien se conoce en las referidas Eustoquio
y Fabiola y en Marcela, su hermana Pacátula y otras a
quienes el Santo honra en sus epístolas, exhortándolas a
este sagrado ejercicio, como se conoce en la citada
epístola donde noté yo aquel reddat tibi pensum,
que es reclamo y concordante del bene docentes de
San Pablo; pues el reddat tibi de mi gran Padre
da a entender que la maestra de la niña ha de ser la
misma Leta su madre.
¡Oh cuántos daños se excusaran en
nuestra república si las ancianas fueran doctas como
Leta, y que supieran enseñar como manda San Pablo y mi
Padre San Jerónimo! Y no que por defecto de esto y la
suma flojedad en que han dado en dejar a las pobres
mujeres, si algunos padres desean doctrinar más de lo
ordinario a sus hijas, les fuerza la necesidad y falta
de ancianas sabias, a llevar maestros hombres a enseñar
a leer, escribir y contar, a tocar y otras habilidades,
de que no pocos daños resultan, como se experimentan
cada día en lastimosos ejemplos de desiguales
consorcios, porque con la inmediación del trato y la
comunicación del tiempo, suele hacerse fácil lo que no
se pensó ser posible. Por lo cual, muchos quieren más
dejar bárbaras e incultas a sus hijas que no exponerlas
a tan notorio peligro como la familiaridad con los
hombres, lo cual se excusara si hubiera ancianas doctas,
como quiere San Pablo, y de unas en otras fuese
sucediendo el magisterio como sucede en el de hacer
labores y lo demás que es costumbre.
Porque ¿qué inconveniente tiene que
una mujer anciana, docta en letras y de santa
conversación y costumbres, tuviese a su cargo la
educación de las doncellas? Y no que éstas o se pierden
por falta de doctrina o por querérsela aplicar por tan
peligrosos medios cuales son los maestros hombres, que
cuando no hubiera más riesgo que la indecencia de
sentarse al lado de una mujer verecunda (que aun se
sonrosea de que la mire a la cara su propio padre) un
hombre tan extraño, a tratarla con casera familiaridad y
a tratarla con magistral llaneza, el pudor del trato con
los hombres y de su conversación basta para que no se
permitiese. Y no hallo yo que este modo de enseñar de
hombres a mujeres pueda ser sin peligro, si no es en el
severo tribunal de un confesonario o en la distante
docencia de los púlpitos o en el remoto conocimiento de
los libros, pero no en el manoseo de la inmediación. Y
todos conocen que esto es verdad; y con todo, se permite
sólo por el defecto de no haber ancianas sabias; luego
es grande daño el no haberlas. Esto debían considerar
los que atados al Mulieres in Ecclesia taceant,
blasfeman de que las mujeres sepan y enseñen; como que
no fuera el mismo Apóstol el que dijo: bene docentes.
Demás de que aquella prohibición cayó sobre lo historial
que refiere Eusebio, y es que en la Iglesia primitiva se
ponían las mujeres a enseñar las doctrinas unas a otras
en los templos; y este rumor confundía cuando predicaban
los apóstoles y por eso se les mandó callar; como ahora
sucede, que mientras predica el predicador no se reza en
alta voz.
No hay duda de que para inteligencia
de muchos lugares es menester mucha historia,
costumbres, ceremonias, proverbios y aun maneras de
hablar de aquellos tiempos en que se escribieron, para
saber sobre qué caen y a qué aluden algunas locuciones
de las divinas letras. Scindite corda vestra, et non
vestimenta vestra, ¿no es alusión a la ceremonia que
tenían los hebreos de rasgar los vestidos, en señal de
dolor, como lo hizo el mal pontífice cuando dijo que
Cristo había blasfemado? Muchos lugares del Apóstol
sobre el socorro de las viudas ¿no miraban también a las
costumbres de aquellos tiempos? Aquel lugar de la mujer
fuerte: Nobilis in portis vir eius ¿no alude a la
costumbre de estar los tribunales de los jueces en las
puertas de las ciudades? El dare terram Deo ¿no
significaba hacer algún voto? Hiemantes ¿no se
llamaban los pecadores públicos, porque hacían
penitencia a cielo abierto, a diferencia de los otros
que la hacían en un portal? Aquella queja de Cristo al
fariseo de la falta del ósculo y lavatorio de pies ¿no
se fundó en la costumbre que de hacer estas cosas tenían
los judíos? Y otros infinitos lugares no sólo de las
letras divinas sino también de las humanas, que se topan
a cada paso, como el adorate purpuram, que
significaba obedecer al rey; el manumittere eum,
que significa dar libertad, aludiendo a la costumbre y
ceremonia de dar una bofetada al esclavo para darle
libertad. Aquel intonuit coelum, de Virgilio, que
alude al agüero de tronar hacia occidente, que se tenía
por bueno. Aquel tu nunquam leporem edisti, de
Marcial, que no sólo tiene el donaire de equívoco en el
leporem, sino la alusión a la propiedad que
decían tener la liebre. Aquel proverbio: Maleam
legens, quae sunt domi obliviscere, que alude al
gran peligro del promontorio de Laconia. Aquella
respuesta de la casta matrona al pretensor molesto, de:
"por mí no se untarán los quicios, ni arderán las teas",
para decir que no quería casarse, aludiendo a la
ceremonia de untar las puertas con manteca y encender
las teas nupciales en los matrimonios; como si ahora
dijéramos: por mí no se gastarán arras ni echará
bendiciones el cura. Y así hay tanto comento de Virgilio
y de Homero y de todos los poetas y oradores. Pues fuera
de esto, ¿qué dificultades no se hallan en los lugares
sagrados, aun en lo gramatical, de ponerse el plural por
singular, de pasar de segunda a tercera persona, como
aquello de los Cantares: osculetur me osculo oris
sui: quia meliora sunt ubera tua vino? Aquel poner
los adjetivos en genitivo, en vez de acusativo, como
Calicem salutaris accipiam? Aquel poner el femenino
por masculino; y, al contrario, llamar adulterio a
cualquier pecado?
Todo esto pide más lección de lo que
piensan algunos que, de meros gramáticos, o cuando mucho
con cuatro términos de Súmulas, quieren interpretar las
Escrituras y se aferran del Mulieres in Ecclesiis
taceant, sin saber cómo se ha de entender. Y de otro
lugar: Mulier in silentio discat; siendo este
lugar más en favor que en contra de las mujeres, pues
manda que aprendan, y mientras aprenden claro está que
es necesario que callen. Y también está escrito: Audi
Israel, et tace; donde se habla con toda la
colección de los hombres y mujeres, y a todos se manda
callar, porque quien oye y aprende es mucha razón que
atienda y calle. Y si no, yo quisiera que estos
intérpretes y expositores de San Pablo me explicaran
cómo entienden aquel lugar: Mulieres in Ecclesia
taceant. Porque o lo han de entender de lo material
de los púlpitos y cátedras, o de lo formal de la
universalidad de los fieles, que es la Iglesia. Si lo
entienden de lo primero (que es, en mi sentir, su
verdadero sentido, pues vemos que, con efecto, no se
permite en la Iglesia que las mujeres lean públicamente
ni prediquen), ¿por qué reprenden a las que privadamente
estudian? Y si lo entienden de lo segundo y quieren que
la prohibición del Apóstol sea trascendentalmente, que
ni en lo secreto se permita escribir ni estudiar a las
mujeres, ¿cómo vemos que la Iglesia ha permitido que
escriba una Gertrudis, una Teresa, una Brígida, la monja
de Ágreda y otras muchas? Y si me dicen que éstas eran
santas, es verdad, pero no obsta a mi argumento; lo
primero, porque la proposición de San Pablo es absoluta
y comprende a todas las mujeres sin excepción de santas,
pues también en su tiempo lo eran Marta y María,
Marcela, María madre de Jacob, y Salomé, y otras muchas
que había en el fervor de la primitiva Iglesia, y no las
exceptúa; y ahora vemos que la Iglesia permite escribir
a las mujeres santas y no santas, pues la de Ágreda y
María de la Antigua no están canonizadas y corren sus
escritos; y ni cuando Santa Teresa y las demás
escribieron, lo estaban: luego la prohibición de San
Pablo sólo miró a la publicidad de los púlpitos, pues si
el Apóstol prohibiera el escribir, no lo permitiera la
Iglesia. Pues ahora, yo no me atrevo a enseñar --que
fuera en mí muy desmedida presunción--; y el escribir,
mayor talento que el mío requiere y muy grande
consideración. Así lo dice San Cipriano: Gravi
consideratione indigent, quae scribimus. Lo que sólo
he deseado es estudiar para ignorar menos: que, según
San Agustín, unas cosas se aprenden para hacer y otras
para sólo saber: Discimus quaedam, ut sciamus;
quaedam, ut faciamus. Pues ¿en qué ha estado el
delito, si aun lo que es lícito a las mujeres, que es
enseñar escribiendo, no hago yo porque conozco que no
tengo caudal para ello, siguiendo el consejo de
Quintiliano: Noscat quisque, et non tantum ex alienis
praeceptis, sed ex natura sua capiat consilium?
Si el crimen está en la Carta
Atenagórica, ¿fue aquélla más que referir sencillamente
mi sentir con todas las venias que debo a nuestra Santa
Madre Iglesia? Pues si ella, con su santísima autoridad,
no me lo prohibe, ¿por qué me lo han de prohibir otros?
¿Llevar una opinión contraria de Vieyra fue en mí
atrevimiento, y no lo fue en su Paternidad llevarla
contra los tres Santos Padres de la Iglesia? Mi
entendimiento tal cual ¿no es tan libre como el suyo,
pues viene de un solar? ¿Es alguno de los principios de
la Santa Fe, revelados, su opinión, para que la hayamos
de creer a ojos cerrados? Demás que yo ni falté al
decoro que a tanto varón se debe, como acá ha faltado su
defensor, olvidado de la sentencia de Tito Lucio:
Artes committatur decor; ni toqué a la Sagrada
Compañía en el pelo de la ropa; ni escribí más que para
el juicio de quien me lo insinuó; y según Plinio, non
similis est conditio publicantis, et nominatim dicentis.
Que si creyera se había de publicar, no fuera con tanto
desaliño como fue. Si es, como dice el censor, herética,
¿por qué no la delata? y con eso él quedará vengado y yo
contenta, que aprecio, como debo, más el nombre de
católica y de obediente hija de mi Santa Madre Iglesia,
que todos los aplausos de docta. Si está bárbara --que
en eso dice bien--, ríase, aunque sea con la risa que
dicen del conejo, que yo no le digo que me aplauda, pues
como yo fui libre para disentir de Vieyra, lo será
cualquiera para disentir de mi dictamen.
Pero ¿dónde voy, Señora mía? Que esto
no es de aquí, ni es para vuestros oídos, sino que como
voy tratando de mis impugnadores, me acordé de las
cláusulas de uno que ha salido ahora, e insensiblemente
se deslizó la pluma a quererle responder en particular,
siendo mi intento hablar en general. Y así, volviendo a
nuestro Arce, dice que conoció en esta ciudad dos
monjas: la una en el convento de Regina, que tenía el
Breviario de tal manera en la memoria, que aplicaba con
grandísima prontitud y propiedad sus versos, salmos y
sentencias de homilías de los santos, en las
conversaciones. La otra, en el convento de la
Concepción, tan acostumbrada a leer las Epístolas de mi
Padre San Jerónimo, y locuciones del Santo, de tal
manera que dice Arce: Hieronymum ipsum hispane
loquentem audire me existimarem. Y de ésta dice que
supo, después de su muerte, había traducido dichas
Epístolas en romance; y se duele de que tales talentos
no se hubieran empleado en mayores estudios con
principios científicos, sin decir los nombres de la una
ni de la otra, aunque las trae para confirmación de su
sentencia, que es que no sólo es lícito, pero utilísimo
y necesario a las mujeres el estudio de las sagradas
letras, y mucho más a las monjas, que es lo mismo a que
vuestra discreción me exhorta y a que concurren tantas
razones.
Pues si vuelvo los ojos a la tan
perseguida habilidad de hacer versos —que en mí es tan
natural, que aun me violento para que esta carta no lo
sean, y pudiera decir aquello de Quidquid conabar
dicere, versus erat—, viéndola condenar a tantos
tanto y acriminar, he buscado muy de propósito cuál sea
el daño que puedan tener, y no le he hallado; antes sí
los veo aplaudidos en las bocas de las Sibilas;
santificados en las plumas de los Profetas,
especialmente del Rey David, de quien dice el gran
expositor y amado Padre mío, dando razón de las mensuras
de sus metros: In morem Flacci et Pindari nunc iambo
currit, nunc alcaico personat, nunc sapphico tumet, nunc
semipede ingreditur. Los más de los libros sagrados
están en metro, como el Cántico de Moisés; y los de Job,
dice San Isidoro, en sus Etimologías, que están en verso
heroico. En los Epitalamios los escribió Salomón; en los
Trenos, Jeremías. Y así dice Casiodoro: Omnis poetica
locutio a Divinis scripturis sumpsit exordium. Pues
nuestra Iglesia Católica no sólo no los desdeña, mas los
usa en sus Himnos y recita los de San Ambrosio, Santo
Tomás, de San Isidoro y otros. San Buenaventura les tuvo
tal afecto que apenas hay plana suya sin versos. San
Pablo bien se ve que los había estudiado, pues los cita,
y traduce el de Arato: In ipso enim vivimus, et
movemur, et sumus, y alega el otro de Parménides:
Cretenses semper mendaces, malae bestiae, pigri. San
Gregorio Nacianceno disputa en elegantes versos las
cuestiones de Matrimonio y la de la Virginidad. Y ¿qué
me canso? La Reina de la Sabiduría y Señora nuestra, con
sus sagrados labios, entonó el Cántico de la
Magnificat; y habiéndola traído por ejemplar,
agravio fuera traer ejemplos profanos, aunque sean de
varones gravísimos y doctísimos, pues esto sobra para
prueba; y el ver que, aunque como la elegancia hebrea no
se pudo estrechar a la mensura latina, a cuya causa el
traductor sagrado, más atento a lo importante del
sentido, omitió el verso, con todo, retienen los Salmos
el nombre y divisiones de versos; pues ¿cuál es el daño
que pueden tener ellos en sí? Porque el mal uso no es
culpa del arte, sino del mal profesor que los vicia,
haciendo de ellos lazos del demonio; y esto en todas las
facultades y ciencias sucede.
Pues si está el mal en que los use
una mujer, ya se ve cuántas los han usado loablemente;
pues ¿en qué está el serlo yo? Confieso desde luego mi
ruindad y vileza; pero no juzgo que se habrá visto una
copla mía indecente. Demás, que yo nunca he escrito cosa
alguna por mi voluntad, sino por ruegos y preceptos
ajenos; de tal manera, que no me acuerdo haber escrito
por mi gusto sino es un papelillo que llaman El Sueño.
Esa carta que vos, Señora mía, honrasteis tanto, la
escribí con más repugnancia que otra cosa; y así porque
era de cosas sagradas a quienes (como he dicho) tengo
reverente temor, como porque parecía querer impugnar,
cosa a que tengo aversión natural. Y creo que si pudiera
haber prevenido el dichoso destino a que nacía --pues,
como a otro Moisés, la arrojé expósita a las aguas del
Nilo del silencio, donde la halló y acarició una
princesa como vos--; creo, vuelvo a decir, que si yo tal
pensara, la ahogara antes entre las mismas manos en que
nacía, de miedo de que pareciesen a la luz de vuestro
saber los torpes borrones de mi ignorancia. De donde se
conoce la grandeza de vuestra bondad, pues está
aplaudiendo vuestra voluntad lo que precisamente ha de
estar repugnando vuestro clarísimo entendimiento. Pero
ya que su ventura la arrojó a vuestras puertas, tan
expósita y huérfana que hasta el nombre le pusisteis
vos, pésame que, entre más deformidades, llevase también
los defectos de la prisa; porque así por la poca salud
que continuamente tengo, como por la sobra de
ocupaciones en que me pone la obediencia, y carecer de
quien me ayude a escribir, y estar necesitada a que todo
sea de mi mano y porque, como iba contra mi genio y no
quería más que cumplir con la palabra a quien no podía
desobedecer, no veía la hora de acabar; y así dejé de
poner discursos enteros y muchas pruebas que se me
ofrecían, y las dejé por no escribir más; que, a saber
que se había de imprimir, no las hubiera dejado,
siquiera por dejar satisfechas algunas objeciones que se
han excitado, y pudiera remitir, pero no seré tan
desatenta que ponga tan indecentes objetos a la pureza
de vuestros ojos, pues basta que los ofenda con mis
ignorancias, sin que los remita a ajenos atrevimientos.
Si ellos por sí volaren por allá (que son tan livianos
que sí harán), me ordenaréis lo que debo hacer; que, si
no es interviniendo vuestros preceptos, lo que es por mi
defensa nunca tomaré la pluma, porque me parece que no
necesita de que otro le responda, quien en lo mismo que
se oculta conoce su error, pues, como dice mi Padre San
Jerónimo, bonus sermo secreta non quaerit, y San
Ambrosio: latere criminosae est conscientiae. Ni
yo me tengo por impugnada, pues dice una regla del
Derecho: Accusatio non tenetur si non curat de
persona, quae produxerit illam. Lo que sí es de
ponderar es el trabajo que le ha costado el andar
haciendo traslados. ¡Rara demencia: cansarse más en
quitarse el crédito que pudiera en granjearlo! Yo,
Señora mía, no he querido responder; aunque otros lo han
hecho, sin saberlo yo: basta que he visto algunos
papeles, y entre ellos uno que por docto os remito y
porque el leerle os desquite parte del tiempo que os he
malgastado en lo que yo escribo. Si vos, Señora,
gustáredes de que yo haga lo contrario de lo que tenía
propuesto a vuestro juicio y sentir, al menor movimiento
de vuestro gusto cederá, como es razón, mi dictamen que,
como os he dicho, era de callar, porque aunque dice San
Juan Crisóstomo: calumniatores convincere oportet,
interrogatores docere, veo que también dice San
Gregorio: Victoria non minor est, hostes tolerare,
quam hostes vincere; y que la paciencia vence
tolerando y triunfa sufriendo. Y si entre los gentiles
romanos era costumbre, en la más alta cumbre de la
gloria de sus capitanes --cuando entraban triunfando de
las naciones, vestidos de púrpura y coronados de laurel,
tirando el carro, en vez de brutos, coronadas frentes de
vencidos reyes, acompañados de los despojos de las
riquezas de todo el mundo y adornada la milicia
vencedora de las insignias de sus hazañas, oyendo los
aplausos populares en tan honrosos títulos y renombres
como llamarlos Padres de la Patria, Columnas del
Imperio, Muros de Roma, Amparos de la República y otros
nombres gloriosos--, que en este supremo auge de la
gloria y felicidad humana fuese un soldado, en voz alta
diciendo al vencedor, como con sentimiento suyo y orden
del Senado: Mira que eres mortal; mira que tienes tal y
tal defecto; sin perdonar los más vergonzosos, como
sucedió en el triunfo de César, que voceaban los más
viles soldados a sus oídos: Cavete romani, adducimus
vobis adulterum calvum. Lo cual se hacía porque en
medio de tanta honra no se desvaneciese el vencedor, y
porque el lastre de estas afrentas hiciese contrapeso a
las velas de tantos aplausos, para que no peligrase la
nave del juicio entre los vientos de las aclamaciones.
Si esto, digo, hacían unos gentiles, con sola la luz de
la Ley Natural, nosotros, católicos, con un precepto de
amar a los enemigos, ¿qué mucho haremos en tolerarlos?
Yo de mí puedo asegurar que las calumnias algunas veces
me han mortificado, pero nunca me han hecho daño, porque
yo tengo por muy necio al que teniendo ocasión de
merecer, pasa el trabajo y pierde el mérito, que es como
los que no quieren conformarse al morir y al fin mueren
sin servir su resistencia de excusar la muerte, sino de
quitarles el mérito de la conformidad, y de hacer mala
muerte la muerte que podía ser bien. Y así, Señora mía,
estas cosas creo que aprovechan más que dañan, y tengo
por mayor el riesgo de los aplausos en la flaqueza
humana, que suelen apropiarse lo que no es suyo, y es
menester estar con mucho cuidado y tener escritas en el
corazón aquellas palabras del Apóstol: Quid autem
habes quod non accepisti? Si autem accepisti, quid
gloriaris quasi non acceperis?, para que sirvan de
escudo que resista las puntas de las alabanzas, que son
lanzas que, en no atribuyéndose a Dios, cuyas son, nos
quitan la vida y nos hacen ser ladrones de la honra de
Dios y usurpadores de los talentos que nos entregó y de
los dones que nos prestó y de que hemos de dar
estrechísima cuenta. Y así, Señora, yo temo más esto que
aquello; porque aquello, con sólo un acto sencillo de
paciencia, está convertido en provecho; y esto, son
menester muchos actos reflexos de humildad y propio
conocimiento para que no sea daño. Y así, de mí lo
conozco y reconozco que es especial favor de Dios el
conocerlo, para saberme portar en uno y en otro con
aquella sentencia de San Agustín: Amico laudanti
credendum non est, sicut nec inimico detrahenti.
Aunque yo soy tal que las más veces lo debo de echar a
perder o mezclarlo con tales defectos e imperfecciones,
que vicio lo que de suyo fuera bueno. Y así, en lo poco
que se ha impreso mío, no sólo mi nombre, pero ni el
consentimiento para la impresión ha sido dictamen
propio, sino libertad ajena que no cae debajo de mi
dominio, como lo fue la impresión de la Carta
Atenagórica; de suerte que solamente unos Ejercicios de
la Encarnación y unos Ofrecimientos de los Dolores, se
imprimieron con gusto mío por la pública devoción, pero
sin mi nombre; de los cuales remito algunas copias,
porque (si os parece) los repartáis entre nuestras
hermanas las religiosas de esa santa comunidad y demás
de esa ciudad. De los Dolores va sólo uno porque se han
consumido ya y no pude hallar más. Hícelos sólo por la
devoción de mis hermanas, años ha, y después se
divulgaron; cuyos asuntos son tan improporcionados a mi
tibieza como a mi ignorancia, y sólo me ayudó en ellos
ser cosas de nuestra gran Reina: que no sé qué se tiene
el que en tratando de María Santísima se enciende el
corazón más helado. Yo quisiera, venerable Señora mía,
remitiros obras dignas de vuestra virtud y sabiduría;
pero como dijo el Poeta:
Ut
desint vires, tamen est laudanda voluntas:
hac ego contentos, auguror esse Deos.
Si algunas otras cosillas escribiere,
siempre irán a buscar el sagrado de vuestras plantas y
el seguro de vuestra corrección, pues no tengo otra
alhaja con que pagaros, y en sentir de Séneca, el que
empezó a hacer beneficios se obligó a continuarlos; y
así os pagará a vos vuestra propia liberalidad, que sólo
así puedo yo quedar dignamente desempeñada, sin que
caiga en mí aquello del mismo Séneca: Turpe est
beneficiis vinci. Que es bizarría del acreedor
generoso dar al deudor pobre, con que pueda satisfacer
la deuda. Así lo hizo Dios con el mundo imposibilitado
de pagar: diole a su Hijo propio para que se le
ofreciese por digna satisfacción.
Si el estilo, venerable Señora mía,
de esta carta, no hubiere sido como a vos es debido, os
pido perdón de la casera familiaridad o menos autoridad
de que tratándoos como a una religiosa de velo, hermana
mía, se me ha olvidado la distancia de vuestra
ilustrísima persona, que a veros yo sin velo, no
sucediera así; pero vos, con vuestra cordura y
benignidad, supliréis o enmendaréis los términos, y si
os pareciere incongruo el Vos de que yo he usado por
parecerme que para la reverencia que os debo es muy poca
reverencia la Reverencia, mudadlo en el que os pareciere
decente a lo que vos merecéis, que yo no me he atrevido
a exceder de los límites de vuestro estilo ni a romper
el margen de vuestra modestia.
Y mantenedme en vuestra gracia, para
impetrarme la divina, de que os conceda el Señor muchos
aumentos y os guarde, como le suplico y he menester. De
este convento de N. Padre San Jerónimo de Méjico, a
primero día del mes de marzo de mil seiscientos y
noventa y un años. B. V. M. vuestra más favorecida
Juana Inés de la Cruz |