Historia de la Compañía de Jesús
en Nueva-España
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tomos, pero por el momento, solo está disponible el
primer tomo completo:
Libro
primero
Breve noticia del descubrimiento y
conquista de la Florida. Pide el rey católico misioneros
de la Compañía. Señálase, e impídese el viaje.
Embárcanse en 1566, y arriban a una costa incógnita.
Muere, el padre Pedro Martínez a manos de los bárbaros.
Su elogio. Vuelven los demás a la Habana. Breve
descripción de este puerto. Enferman, y determinan
volver a la Florida. Llegan en 1567. Descripción del
país. Ejercicio de los misioneros. Nuevo socorro de
padres. Llegan a la Florida en 1568. Parte el padre
Segura con sus compañeros a la Habana. Sus ministerios
en esta ciudad. Determina volver a la Florida. Vuelve en
ocasión de una peste, y muere el hermano Domingo
Agustín, año de 1569. Poco fruto de la misión, y arribo
de nuestros compañeros. Historia del cacique don Luis.
Parte el padre vice-provincial para Ajacan con otros
siete padres. Generosa acción de don Luis. Su mudanza y
obstinación. Ocupación de los misioneros, y razonamiento
del padre Segura. Engaños de don Luis, y muerte de los
ocho misioneros. Elogio del padre Segura. Del padre
Quiroz y los restantes. Dejan con vida al niño Alonso.
Caso espantoso. Excursión a Cuba, y su motivo. Noticia y
venganza de las muertes. —2→ Éxito de don Luis.
Descripción de la Nueva-España, y particular de México.
Breve relación de la Colegiata de Guadalupe. Primeras
noticias de la Compañía en la América. Don Vasco de
Quiroga pretende traer a los jesuitas. Escribe la ciudad
al rey, y este a San Borja. Señálanse los primeros
fundadores, y vela en su conservación la Providencia.
Consecuencias de la detención en Sevilla. Embárcanse día
de San Antonio en 1572. Arribo a Canarias y a Ocoa.
Acogida que se les hizo en Veracruz la antigua. Su viaje
a la Puebla. Pretende esta ciudad detenerlos y pasan a
México al hospital. Triste situación de la juventud
mexicana. Preséntanse al virrey. Resístense a salir del
hospital, y enferman todos. Elogio del padre Bazán y sus
honrosas exequias. Primeros ministerios en México, y
donación de un sitio. Sentimiento del virrey y
composición de un pequeño pleito. Sobre Cannas.
Religiosa caridad de los padres predicadores.
Generosidad de los indios de Tacuba. Resolución de
desamparar la Habana. Representación al rey. Limosnas y
ocupaciones en México. Dedicación del primer templo.
Ofrece la ciudad mejor sitio. Carácter del señor
Villaseca. Pretende entrar en la Compañía don Francisco
Rodríguez Santos, y ofrece caudal y sitio. Primeros
novicios, y primeros fondos del colegio máximo.
Fundación del Seminario de San Pedro y San Pablo. Muerte
de San Francisco de Borja. Va a ordenarse a Páztcuaro el
hermano Juan Curiel. Su ejercicio en aquella ciudad.
Orden del rey para que no salgan de la Habana los
jesuitas. Pretende misioneros el señor obispo de
Guadalajara. Sus ministerios. Pasan a Zacatecas que
pretende colegio. Parte a Zacatecas el padre provincial,
y vuelve a México. Nueva recluta de misioneros. Estudios
menores, y fundación de nuevo seminario. Fundación del
colegio de Páztcuaro. Descripción de aquella provincia.
Pretensión de colegio en Oaxaca. Contradicción y su
feliz éxito. Breve noticia de la ciudad y el obispado.
Historia de la Santa Cruz de Aguatulco. Fábrica del
colegio máximo. Misión a Zacatecas. Peste en México. En
Michoacán. Muerte del padre Juan Curiel. Muerte del
padre Diego López. Donación del señor Villaseca, y
principio de los estudios mayores.
[Breve noticia del descubrimiento
y conquista de la Florida] Por los años de 1512,
Juan Ponce de León, saliendo de San Germán de Portorrico,
se dice haber sido el primero de los españoles que
descubrió la península de la Florida. Dije de los
españoles, porque ya antes desde el año de 1496,
reinando en Inglaterra Enrique VII se había tenido —3→
alguna, aunque imperfecta, noticia de estos países.
Juan Ponce echó ancla en la bahía que hasta hoy conserva
su nombre a 25 de abril, justamente uno de los días de
pascua de resurrección, que llamamos vulgarmente pascua
florida. O fuese atención piadosa a la circunstancia de
un día tan grande, o alusión a la estación misma de la
primavera, la porción más bella, y más frondosa del año
a la fertilidad de los campos, que nada debían a la
industria de sus moradores, o lo que parece más natural
al estado mismo de sus esperanzas, él le impuso el
nombre de Florida. Esto tenemos por más verosímil
que la opinión de los que juzgan haberle sido este
nombre irónicamente impuesto por la suma esterilidad.
Todas las historias y relaciones modernas publican lo
contrario, y si no es la esterilidad de minas, que aun
el día de hoy no está suficientemente probada, no
hallamos otra que en el espíritu de los primeros
descubridores pueda haber dado lugar a la pretendida
antífrasis.
Como el amor de las conquistas y el
deseo de los descubrimientos era, digámoslo así, el
carácter de aquel siglo, muchos tentaron sucesivamente
la conquista de unas tierras que pudieran hacer su
nombre tan recomendable a la posteridad, como el de
Colon o Magallanes. En efecto, Lucas Vázquez de Ayllón,
oidor de Santo Domingo por los años de 1520, y Pánfilo
de Narváez, émulo desgraciado de la fortuna de Cortés
por los de 1528, emprendieron sujetar a los dominios de
España aquellas gentes bárbaras. Los primeros, contentos
con haberse llevado algunos indios a trabajar en las
minas de la isla española, desampararon luego en terreno
que verosímilmente no prometía encerrar mucho oro y
mucha plata. De los segundos no fue más feliz el éxito;
pues o consumidos de enfermedades en un terreno cenagoso
y un clima no experimentado, o perseguidos día y noche
de los transitadores del país, acabaron tristemente,
fuera de cuatro, cuya aventura tendrá más oportuno lugar
en otra parte de esta historia. Más venturoso que los
pasados, Hernando de Soto, después de haber dado
muestras nada equívocas de su valor y conducta en la
conquista del Perú, pretendió y consiguió se le
encomendase una nueva expedición tan importante. Equipó
una armada con novecientos hombres de tropa, y
trescientos y cincuenta caballos, con los cuales dio
fondo en la bahía del Espíritu Santo el día 31 de mayo
de 1539. Carlos V, más deseoso de dar nuevos adoradores
a Jesucristo, que nuevos vasallos a su corona, envió
luego varios religiosos a la Florida a promulgar el
evangelio; —4→ pero todos ellos fueron muy en breve
otras tantas víctimas de su celo, y del furor de los
bárbaros. Subió algunos años después al trono de España
Felipe II, heredero no menos de la corona que de la
piedad, y el celo de su augusto padre. Entre tanto los
franceses, conducidos por Juan Ribaud, por los años de
1562 entraron a la Florida, fueron bien recibidos de los
bárbaros, y edificaron un fuerte a quien del nombre de
Carlos IX, entonces reinante, llamaron Charlefort. Para
desalojarlos fue enviado del rey católico el adelantada
don Pedro Meléndez de Avilés, que desembarcando a
la costa oriental de la península el día 28 de agosto
dio nombre al puerto de San Agustín, capital de la
Florida española. Reconquistó a Charlefort, y dejó
alguna guarnición en Santa Helena y Tecuesta, dos
poblaciones considerables de que algunos lo hacen
fundador.
[Pide el rey católico a San
Francisco de Borja algunos misioneros] Dio cuenta a
la corte de tan bellos principios, y Felipe II, como
para mostrar al cielo su agradecimiento, determinó
enviar nuevos misioneros que trabajasen en la conversión
de aquellas gentes. Habíase algunos años antes
confirmado la Compañía de Jesús, y actualmente la
gobernaba San Francisco de Borja, aquel gran valido de
Carlos V y espejo clarísimo de la nobleza española. Esta
relación fuera de otras muchas razones, movió al piadoso
rey para escribir al general de la Compañía, una
expresiva carta con fecha de 3 de mayo de 1566, en que
entre otras cosas, le decía estas palabras: «Por la
buena relación que tenemos da las personas de la
Compañía, y del mucho fruto que han hecho y hacen en
estos reinos, he deseado que se dé orden, como algunos
de ella se envíen a las nuestra Indias del mar Océano. Y
porque cada día en ellas crece más la necesidad de
personas semejantes, y nuestro Señor sería muy servido
de que los dichos padres vayan a aquellas partes por la
cristiandad y bondad que tienen, y por ser gente a
propósito para la conversión de aquellos naturales, y
por la devoción que tengo a la dicha Compañía; deseo que
vayan a aquellas tierras algunos de ella. Por tanto, yo
vos ruego y encargo que nombréis y mandéis ir a las
nuestras Indias, veinticuatro personas de la Compañía
adonde les fuere señalado por los del nuestro consejo,
que sean personas doctas, de buena vida y ejemplo, y
cuales juzgáredes convenir para semejante empresa. Que
demás del servicio que en ello a nuestro Señor haréis,
yo recibiré gran contentamiento, y les mandaré proveer
de todo lo necesario para el viaje, y demás de eso
aquella tierra donde fueren, recibirá gran
contentamiento y beneficio con su llegada».
—5→
[Señálase e impídese el viaje]
Recibida esta carta que tanto lisonjeaba el gusto del
santo general, aunque entre los domésticos no faltaron
hombres de autoridad, que juzgaron debía dejarse esta
expedición para tiempo en que estuviera más abastecida
de sujetos la Compañía; sin embargo, se condescendió con
la súplica del piadosísimo rey, señalándose, ya que no
los veinticuatro, algunos a lo menos, en quienes la
virtud y el fervor supliese el número. Era la causa muy
piadosa y muy de la gloria del Señor, para que le
faltasen contradicciones. En efecto, algunos
miembros del real consejo de las Indias se opusieron
fuertemente a la misión de los jesuitas por razones que
no son propias de este lugar. El rey pareció rendirse a
las representaciones de su concejo, pero como prevalecía
en su ánimo el celo de la fe, a todas las razones de
estado, o por mejor decir, como era del agrado del
Señor, que tiene en su mano los corazones de los reyes,
poca causa bastó para inclinarlo a poner resueltamente
en ejecución sus primeros designios. [Insta a don
Pedro Meléndez y lo consigue] Llegó a la corte al
mismo tiempo el adelantado don Pedro Meléndez, hombre de
sólida piedad, muy afecto a la Compañía y a la persona
del santo Borja, con quien, siendo en España vicario
general, había hablado ronchas veces en esto asunto. Su
presencia, sus informes y sus instancias disiparon muy
en breve aquella negra nube de especiosos pretextos, y
se dio orden para que en primera ocasión pasasen a la
Florida los padres. De los señalados por San Francisco
de Borja, escogió el consejo tres, y no sin piadosa
envidia de los lemas: cayó la elección sobre los padres
Pedro Martínez y Juan Rogel, y el hermano Francisco
de Villareal.
[Embárcanse tres misioneros]
Causó esto un inmenso júbilo en el corazón del
adelantado; pero tuvo la mortificación de no poderlos
llevar consigo a causa de no sé qué detención. El 28 de
junio de 1566 salió del puerto de San Lúcar para
Nueva-España una flota, y en ella a bordo de una urca
flamenca nuestros tres misioneros. Navegaron todos en
convoy hasta la entrada del Seno mexicano, donde
siguiendo los demás su viaje, la urca mudó de rumbo en
busca del puerto de la Habana. Aquí se detuvieron
algunos días mientras se hallaba algún práctico que
dirigiese la navegación a San Agustín de la Florida. No
hallándose, tomaron los flamencos por escrito la
derrota, y se hicieron animosamente a la vela. [Arriban
a una cosa incógnita] O fuese mala inteligencia, o
que estuviese errada en efecto en la carta náutica que
seguían la situación de los lugares, cerca de un mes
anduvieron vagando, hasta que a los 24 de setiembre,
como a 10 leguas de la costa, dieron vista a la tierra
entre los 25 y 26 grados al
West
—6→ de la Florida. Ignorantes de la costa, pareció al
capitán enviar algunos en la lancha, que reconociesen la
tierra y se informasen de la distancia en que se
hallaban del puerto de San Agustín, o del fuerte de
Carlos. Era demasiadamente arriesgada la comisión, y los
señalados, que eran nueve flamencos, y uno o dos
españoles, no se atrevieron a aceptarla sin llevar en su
compañía al padre Pedro Martínez; oyó éste la propuesta,
y llevado de su caridad, la aceptó con tanto ardor, que
saltó el primero en la lancha, animando a los demás con
su ejemplo y con la extraordinaria alegría de su
semblante. Apenas llegó el esquife a la playa, cuando
una violenta tempestad turbó el mar. Disparáronse de la
barca algunas piezas para llamarlo a bordo; pero la
distancia, los continuos truenos y relámpagos, y el
bramido de las olas, no dejaron percibir los tiros, ni
aunque se oyesen seria posible fiarse al mar airado en
un barco tan pequeño sin cierto peligro de zozobrar.
Doce días anduvo el padre errante con sus compañeros por
aquellas desiertas playas con no pocos trabajos, que
ofrecía al Señor como primicias de su apostolado. Las
pocas gentes del país, que habían descubierto hasta
entonces, no parecían ni tan incapaces de instrucción,
ni tan ajenas de oda humanidad, como las pintaban en
Europa. Ya con algunas luces del puerto de San Agustín
navegaban, trayendo la costa oriental de la Península
hacia el Norte, cuando vieron en una isla pequeña
pescando cuatro jóvenes. Eran estos Tacatucuranos,
nación que estaba entonces con los españoles en guerra.
No juzgaba el padre, aunque ignorante de esto, deberse
gastar el tiempo en nuevas averiguaciones; pero al fin
hubo de condescender con los compañeros, que quisieron
aun informarse mejor. Saltaron algunos de los flamencos
en tierra ofreciéronles los indios una gran parte de su
pesca, y entre tanto uno de ellos, corrió a dar aviso a
las cabañas más cercanas. Muy en breve vieron venir
hacia la playa más de cuarenta de los bárbaros. La
multitud, la fiereza de su talle, y el aire mismo de sus
semblantes, causó vehemente sospecha en un mancebo
español que acompañaba al padre, y vuelto a él y a sus
otros compañeros, huyamos, les dijo, cuanto antes de la
costa: no vienen en amistad estas gentes. Juzgó el padre
movido de piedad, que se avisase del peligro, y se
esperase a los flamencos que quedaban en la playa
expuestos a una cierta y desastrada muerte. Mientras
estos tomaban la lancha, ya doce de los más robustos
indios habían entrado en ella de tropel, el resto
acordonaba la ribera. Parecían estar entretenidos
mirando con una pueril y grosera —7→ curiosidad el
barco y cuanto en él había, cuando repentinamente
algunos de ellos abrazando por la espalda al padre Pedro
Martínez y a dos de los flamencos, se arrojaron con
ellos al mar. [Muerte del padre Pedro Martínez]
Siguiéronlos al instante los demás con grandes alaridos,
y a vista de los europeos, que no podían socorrerlos
desde la lancha, lo sacaron a la orilla. Hincó como pudo
las rodillas entre las garras de aquellos sañudos leones
el humilde padre, y levantadas al cielo las manos, con
sereno y apacible rostro, expiró como sus dos compañeros
a los golpes de las macanas.
[Su elogio] Este fin tuvo el
fervoroso padre Pedro Martínez. Había nacido en Celda,
pequeño lugar de Aragón, en 15 de octubre de 1523.
Acabados los estudios de latinidad y filosofía, se
entregó con otros jóvenes al manejo de la espada, en que
llegó a ser como el árbitro de los duelos o desafíos,
vicio muy común entonces en España. Con este género de
vida no podía ser muy afecto a los jesuitas, a quien era
tan desemejante en las costumbres. Miraba con horror a
la Compañía, y le desagradaban aun sus más indiferentes
usos. Con tales disposiciones como estas, acompañó un
día a ciertos jóvenes pretendientes de nuestra religión.
La urbanidad le obligó a entrar con ellos en el colegio
de Valencia y esperarlos allí. Notó desde luego en los
padres un trato cuan amable y dulce, tan modesto y
religiosamente grave. La viveza de su genio no le
permitió examinar más despacio aquella repentina mudanza
de su corazón. Siguió el primer ímpetu, y se presentó
luego al padre Gerónimo Nadal, que actualmente visitaba
aquella provincia en cualidad de pretendiente. Pareció
necesario al superior darle tiempo en que conociera lo
que pretendía, mandándole volver a los ocho días. Esta
prudente dilación era muy contraria a su carácter, y en
vez de fomentar la llama, la apagó enteramente.
Avergonzado de haberse dejado arrastrar tan ciegamente
del engañoso exterior como juzgaba de los jesuitas,
salió de allí determinado a no volver jamás, ni a la
pretensión, ni al colegio.
Justamente para el octavo día
hubieron de convidarlo por padrino de un desafío. Acudió
prontamente a la hora y al lugar citado; pero a los
combatientes se les había pasado ya la cólera, y ninguno
de los dos se dio por obligado al duelo. Quedó sumamente
mortificado y corrido de ver el poco aprecio que hacían
de su palabra y de su honor aquellos sus amigos. ¿Y qué,
se decía luego interiormente, tanto me duele que estos
hayan faltado a su palabra?, ¿y habré yo de faltar a la
—8→ mía? ¿Y qué se diría de mí entre los jesuitas,
si como prometí, no vuelvo al día citado? Con estos
pensamientos partió derechamente al colegio, y a lo que
parece no sin especial dirección del cielo, fue admitido
por el padre visitador, excluidos todos aquellos
pretendientes, en cuya compañía había venido ocho días
antes. Una mudanza tan no esperada abrió los ojos a
algunos de sus compañeros. El entretanto se entregó a
los ejercicios de la religiosa perfección con todo aquel
ardor y empeño con que se había dejado deslumbrar del
falso honor. Acabados sus estudios fue ministro del
colegio de Valencia, después de Gandía; ocupaciones
entre las cuales supo hallar tiempo para predicar en
Valencia y en Valladolid, y aun hacer fervorosas
misiones en los pueblos vecinos. A fuerza de su
cristiana elocuencia, se vio convertido en teatro de
penitencia y de compunción, el que estaba destinado para
juegos de toros, y otros profanos espectáculos en la
villa de Oliva. Pasaba al África el año de 1558 un
ejército bajo la conducta de don Martín de Córdoba,
conde de Alcaudete. Este general, aunque
interiormente muy desafecto a la Compañía de Jesús,
pretendió de San Francisco de Borja, vicario general
entonces en España, llevar consigo algunos de los
padres, queriendo con esto complacer a aquel santo
hombre, a quien por el afecto y veneración que le
profesaba el rey católico, le convenía tener propicio.
Señaláronse los padres Pedro Martínez y Pedro Domenek,
con el hermano Juan Gutiérrez. Partieron luego a
Cartagena de Levante, lugar citado para el embarque.
Pasaron prontamente a ofrecer al conde sus respetos y
sus servicios. Este sin verlos les mandó por un pago,
que estuviesen a las órdenes del coronel. Una conducta
tan irregular les hizo conocer claramente cuanto
tendrían que ofrecer al Señor en aquella expedición.
Ínterin rejuntaban las tropas, hicieron los padres
misión con mucho fruto de las almas en el reino de
Murcia. Llegado el tiempo de la navegación, los
destinaron a un barco, a cuyo bordo iban fuera de la
tripulación ocho cientos hombres de tropa. La
incomodidad del buque estrecho para tanto número de
gentes, la escasez de los alimentos, la corrupción del
agua, la misma cualidad de los compañeros, gente por lo
común insolente y soez, fueron para nuestros misioneros
una cosecha abundante de heroicos sufrimientos, y de
apostólicos trabajos. Desembarcaron en Orán, y luego
recibieron orden del general de quedarse en el hospital
de aquel presidio con el cuidado de los soldados
enfermos, que pasaban de quinientos. Pasó el ejército a
poner el sitio a Moztagán, —9→ ciudad del reino de
Argel. La plaza era fuerte, y que podía ser muy
fácilmente socorrida por tierra y mar, los sitiadores
pocos y fatigados de la navegación. Los argelinos
despreciando el número los dejaron cansarse algunos días
en las operaciones del sitio. Sobrevinieron después en
tanto número, que fue imposible resistirles. Una gran
parte quedó prisionera y cautiva. Los más vendieron
caras sus vidas y quedaron como el general y los mejores
oficiales sobre el campo. Los padres alabando la
Providencia, cuasi fueron los únicos que volvieron a
España de doce mil hombres de que se componía el
ejército.
Vuelto de África el padre Pedro
Martínez, fue señalado a la casa profesa de Toledo,
de donde salió a predicar la cuaresma en Escalona y
luego en Cuenca, dejando en todas partes en la reforma
de las costumbres ilustres señas de su infatigable celo.
Para descanso de estas apostólicas fatigas, pidió ser
enviado a servir en el colegio de Alcalá, donde por tres
meses, con ejemplo de humildad profundísima, lo disponía
el Señor para la preciosa muerte que arriba referimos.
La caridad parece haber sido su principal carácter. Ella
le hizo dejar tan gustosamente las comodidades de la
Europa, por los desiertos de la Florida. Ella le obligó
a acompañar en la lancha con tan evidente riesgo a los
exploradores de una costa bárbara. Ella, finalmente, no
le permitió alejarse, como le aconsejaban, de la ribera,
dejando a los compañeros en el peligro. Fue su muerte,
según nuestra cuenta, (que es la de los padres Sachino y
Tanner) a los 6 de octubre de 1566. Algunas relaciones
manuscritas ponen su muerte el mismo día 24 de
setiembre, que saltó en tierra. El padre Florencia el
día 28 del mismo en la historia y menologio de la
provincia. El punto no es de los substanciales de la
historia. A los lectores queda el juicio franco, y en
cuanto no se opone razón convincente, hemos creído
prudencia ajustarnos a la crónica general de la
Compañía.
[Vuelven los jesuitas a la Habana]
Mientras que los bárbaros Tacatucuranos daban
cruel muerte al padre Pedro Martínez, el navío,
obedeciendo a los vientos, se había alejado de la costa.
Pretendía el capitán volver a recoger la lancha y
pasajeros; pero los flamencos con instancias, y aun con
amenazas, le hicieron volver al sur la proa y seguir el
rumbo de la Habana. Hallamos en un antiguo manuscrito
que antes de arribar a este puerto, fue llevado de la
tempestad el barco a las costas de la isla española: se
dice a punto fijo el lugar de la isla a que arribaron:
conviene a saber el puerto y fortaleza de
Monte Christi
en la costa septentrional de —10→ la misma isla, que
usando de la facultad de un breve apostólico, publicaron
allí un jubileo plenísimo; y finalmente, se nota
justamente la salida a los 25 de noviembre, día de Santa
Catarina Mártir, en compañía de don Pedro Meléndez
Márquez, sobrino del adelantado. Está muy
circunstanciada esta noticia para que quiera negársele
todo crédito. Por otra parte, es muy notable suceso para
que ni la relación del padre Juan Rogel que iba en el
barco, ni algún otro haya hecho mención de él, fuera del
que llevo dicho, de donde parece lo tomó el padre
Florencia. Sea de esto lo que fuere, es constante que
después de tres meses, o cerca de ellos, volvieron los
padres al puerto de la Habana el día 15 de diciembre del
mismo año de 66, no el de 67 como a lo que parece por
yerro de imprenta se nota en la citada historia de
Florencia.
[Descripción de este puerto (la
Habana)] La ciudad de San Cristóbal de la Habana,
capital en lo militar y político de la isla de Cuba,
está situada a los 296 grados de longitud, y 23 y 10
minutos de latitud septentrional, y por consiguiente
cuasi perpendicularmente bajo del trópico del Carnero.
Tiene por el Norte la península de la Florida; al Sur,
el mar que la divide de las costas de Tierra Firme; al
Este la isla española, de quien la parte un pequeño
estrecho; al Oeste el golfo mexicano y puerto de
Veracruz.
Su puerto es el más cómodo, es el más
seguro y el más bien defendido de la América, capaz de
muchas embarcaciones, y de ponerlas todas a cubierto de
la furia de los vientos. Dos castillos defienden la
angosta entrada del puerto, cuya boca mira cuasi
derechamente al Noroeste; otra fortaleza en el seno
mismo de la ciudad guarda lo interior de la bahía y el
abordaje del muelle, donde reside el gobernador y
capitán general de toda la isla. Está toda guarnecida de
una muralla suficientemente espesa y alta, flanqueada de
varios reductos y bastiones, coronados en los lugares
importantes de buena artillería de varios calibres. El
clima, aunque cálido, es sano, el terreno entrecortado
de pequeñas lomas, cuya perenne amenidad y verdor, hace
un país bello a la vista. La ciudad es grande, y
comparativamente a su terreno la más populosa de la
América. La frecuencia de los barcos de Europa, la
seguridad del puerto, que cuanto se permite atrae muchos
extranjeros, la escala que hacen los navíos de
Nueva-España que vuelven a la Europa, la comodidad de su
astillero, preferible a todos los del mundo por la
nobleza y la solidez de sus maderas, y la abundancia y
generosidad del tabaco y caña; la hacen una de las más
ricas, —11→ más pulidas poblaciones del nuevo mundo.
Estas bellas cualidades han dado celos a las naciones
extranjeras. Por los años de 1538, mal fortificada aun,
la saquearon los franceses. En la guerra pasada de 1740
el almirante
Wernon,
que tuvo valor de acercársele, aunque sin batirla
formalmente, tuvo muy mal despacho del Morro, y fue a
desfogar su cólera sobre Cartagena, cuyo éxito no hace
mucho honor a la corona de Inglaterra. Finalmente, en
estos días la conquista, de esta importante plaza, ha
llenado de gloria a la nación británica, o inmortalizado
la memoria del conde de Albermarle, que después de dos
meses y pocos días más de sitio, y de una vigorosa
resistencia que el Morro comandado por don Luis Vicente
de Velasco le hizo por cincuenta y seis días; tomó
capitulando la ciudad bajo de honrosas condiciones,
posesión de ella en nombre del rey de la Gran Bretaña a
los 14 de agosto de 1762. Pocos meses después, hechas
las paces, volvió a la corona de España, en que
actualmente repara sus fuerzas, y espera con nuevas
fortificaciones hacerse cada día más respetable a los
enemigos de la corona.
[Ejercicio en la Habana] No
hemos creído ajena de nuestro asunto esta pequeña
digresión en memoria de una ciudad donde tuvo nuestra
provincia su primera residencia, que tanto hizo por no
dejar salir de su país a los primeros misioneros, y que
habiendo dado después un insigne colegio, a ninguna cede
en el aprecio y estimación de la Compañía, como lo dará
a conocer la serie de esta historia. En la Habana
dividido entre dos sujetos un inmenso trabajo, el padre
Juan Rogel predicaba algunos días, y todos sin
interrupción los daba al confesonario. El hermano
Francisco Villareal, que aunque coadjutor tenía
suficientes luces de filosofía y teología, que había
cursado antes de entrar en la religión, hacía cada día
fervorosas exhortaciones, y explicaba al pueblo la
doctrina cristiana. Después de algunos días de este
ejercicio publicaron el jubileo. Fue extraordinaria la
conmoción de toda la ciudad, dándose prisa todos por ser
los primeros en lograr el riquísimo tesoro de la iglesia
santa, que francamente se les abría. Quien viere lo que
en una de estas ocasiones suelen trabajar nuestros
operarios, aun cuando son muchos, y por más ordinaria no
tan general la conmoción, se podrá hacer cargo del
trabajo de dos hombres solos, en medio de un gentío
numeroso, y en aquellos piadosos movimientos que suele
causar la voz de la verdad anunciada con fervor, y
sostenida de un modo de vivir austero, y verdaderamente
apostólico.
—12→
[Vuelven a la Habana] Tal era
la vida de los dos jesuitas en la Habana, cuando llegó a
ella el adelantado don Pedro Meléndez de Ávila,
que era también gobernador de aquella plaza. Informado
de la venida de los misioneros y de la muerte del padre
Pedro Martínez por los marineros, que de entre las manos
de los bárbaros habían huido en la lancha; partió luego
de San Agustín para conducirlos con seguridad a la
Florida. Los dos compañeros, como no puede la robustez
del cuerpo corresponder al fuego y actividad del
espíritu, se habían pocos días antes rendido al peso de
sus gloriosas fatigas. Enfermaron los dos de algún
cuidado. La continua asistencia y cuidado de lo más
florido de la ciudad, y especialmente de don Pedro
Meléndez Márquez, mostró bien cuanto se interesaban en
la vida y salud de uno y otro. Habíanse un poco
restablecido, y luego trataron de pasar a su primer
destino. Ellos habían hallado en los pechos de aquellos
ciudadanos unos corazones muy dóciles a sus piadosos
consejos. La semilla evangélica poco antes sembrada,
comenzaba a aparecer, y se lisojeaban, no sin razón, con
la dulce esperanza de ver florecer y fructificar cada
día más aquella viña en cristianas y heroicas virtudes.
Los habitadores del país pretendieron por mil caminos
impedirla partida. Ofreciéronles casa, obligándose a
mantenerlos con sus limosnas, mientras se les
proporcionaba un establecimiento cómodo. Un espíritu
débil habría encontrado motivos de evidente utilidad
para preferir prudentemente un provecho cierto, a una
suerte tan dudosa. Nuestros padres no creyeron
suficientes estas solidísimas razones para dispensarse,
o para interpretar la voz del superior. Por otra parte,
en los aplausos, en la estimación, en la abundancia de
aquel país, no hallaban aquella porción prometida a los
partidarios del Redentor, que en alguna parte de su
cruz, en abstinencia, en tribulación y abatimiento.
Ya que no habían podido conseguir los
ciudadanos de la Habana que se quedasen en su ciudad los
padres, mostraron su agradecimiento proveyéndoles
abundantemente de todo lo necesario, y con la promesa de
que creciendo en sujetos la vice-provincia que se
intentaba fundar, serían atendidos los primeros: los
dejaron salir, acompañándolos no sin dolor hasta las
playas. [Situación antigua del país] La
navegación fue muy feliz en compañía del adelantado. En
la Florida, donde llegaron a principios del año de 1567,
con parecer del gobernador don Pedro Meléndez, se
repartieron en diversos lugares. Me parece necesario
antes de pasar más adelante, dar aquí alguna noticia
breve de la situación de estas regiones, para —13→
la clara inteligencia de lo que después habremos de
decir. Bajo el nombre de Florida se comprendía
antiguamente mucho más terreno que en estos últimos
tiempos. Esto dio motivo a
Monsieur Moreri para
calumniar a los españoles de que daban a la Florida
mucha mayor extensión de la que tenía en realidad. Pero
a la verdad, por decir esto de paso, ni Janson, ni With,
ni Arnaldo, Colón, Bleate, ni
Gerard,
ni Ortelio, ni
Franjois,
ni Echard, son españoles; y sin embargo, todos estos
comprenden bajo el nombre de Florida a la Louisiana, y
una gran parte de la Carolina, y aun los dos últimos la
entienden desde el río Pánuco hasta el de San Mateo, que
quiere decir toda la longitud del golfo mexicano, y
desde el cabo de la Florida, que está en 25 grados de
latitud boreal, hasta los 38. Generalmente hoy en día
por este nombre no entendemos, sino la Florida española,
o una Península desde la embocadura del río de San Mateo
en la costa oriental, hasta el presidio de Panzacola o
río de la Moville, por otro nombre de los Alibamovs en
la costa septentrional del Seno mexicano. En esta
extensión de país, o poco más, tenían los españoles
cuatro principales presidios. Dos en la costa oriental:
conviene a saber, Santa Elena y San Agustín. En la costa
occidental el de Carlos, y veinte leguas más adelante al
Noroeste, la ciudad de Teguexta, llamada vulgarmente
Tegesta, con el nombre de la provincia en nuestras
cartas geográficas. La de Santa Elena, era antigua
población de que desposeyó a los franceses don Pedro
Meléndez de Avilés. La de San Agustín la había fundado
él mismo, y se aumentó considerablemente después que por
fuerza de un tratado hecho con la Francia, pareció
necesario despoblar a Santa Elena. Sobre la provincia y
fuerte de Carlos, debemos advertir que ha habido en la
Florida cuatro presidios o poblaciones del mismo nombre.
El primero que arriba hemos citado, se llamó Charlefort,
y lo fundó Juan Ribaut con este nombre, en honor de su
rey Carlos IX. Dos años después Renato Laudonier, fundó
otro presidio con nombre de Carolino. El primero estuvo
situado junto a la embocadura del río Maio, que suele
notarse en los antiguos mapas como el límite de la
división, entre franceses y españoles. El segundo estuvo
adelante del presidio de Santa Elena, junto al río que
hoy se llama Coletoni, y un poco más al Sur, de donde
hoy está
Charles-town.
Estos dos fuertes estuvieron en la costa oriental. La
provincia de Carlos que dio su nombre al fuerte de los
españoles, se llamó así en honra del cacique que la
gobernaba y que había muerto pocos años antes del arribo
de —14→ nuestros misioneros. Algunos piensan que
este reyezuelo se llamaba Caulus, de donde con poca
alteración los españoles lo llamaron Carlos. Otros creen
haberse este cacique bautizado en fuerza de la
predicación de algunos misioneros que allí envió, Carlos
V, como dejamos escrito, y que en memoria de este
príncipe se le puso el nombre de Carlos, como a su
sucesor se le impuso después el de Felipe. Sea como
fuere, es constante que la apelación con que se conocía
el cacique, la provincia, el fuerte y la bahía, que
hasta ahora lo conserva, es muy anterior a la venida de
don Pedro Meléndez; y que aunque haya sido
fundador del presidio, no pudo, como piensa el padre
Florencia, haberle dado este nombre en honor de Carlos
V; pues cuando vino este gobernador a la Florida, ya
había 7 años que había muerto, y 9, que con un inaudito
ejemplo de generosidad se había en vida enterrado en los
claustros del monasterio de Yuste aquel incomparable
príncipe.
Finalmente, tiene también de Carlos
II, rey de la gran Bretaña, el nombre de Carolina, una
vasta región de nuestra América, que contiene parte de
la antigua Florida, de la cual se apoderaron los
ingleses por los años de 1662, y a cuya capital situada
junto a la embocadura del río
Cooper, dieron en memoria del príncipe el nombre
de
Charles-town.
Esto baste haber notado, para que cese confundan estos
nombres, mucho más en el presente sistema, en que, no
habiendo ya quedado a los españoles ni a los franceses
por el tratado de las últimas paces, parte alguna en la
Florida, ni en su vecindad, sería muy fácil con los
nuevos nombres, que acaso irán tomando estas provincias
bajo la dominación británica, olvidarse los antiguos
límites, o la antigua geografía política de estas
regiones.
[Ministerios en Florida] El
padre Juan Rogel, quedó en el presidio de Carlos, y el
hermano Villa Real, pasó a la ciudad de Teguexta,
población grande de indios aliados, y en que había
también alguna guarnición de españoles para aprender
allí la lengua del país, y servir de catequista al padre
en la conversión de los gentiles. Entretanto, por medio
de algunos intérpretes, no dejaban de predicarles y
explicarles los principales artículos de nuestra
religión, convenciendo al mismo tiempo de la vanidad de
sus ídolos y las groseras imposturas de sus Javvas
o falsos sacerdotes. Estos eran después de los
Paraoustis o caciques, las personas de mayor dignidad.
Los hacía respetables al pueblo, no solo el ministerio
de los altares, sino también el ejercicio de la medicina
de que solos hacían profesión. No se tomaba resolución
alguna de consecuencia —15→ entre ellos, sin que los
Javvas tuviesen una parte muy principal en el
público consejo. Es fácil concebir cuán aborrecibles se
harían desde luego los predicadores de la verdad a estos
ministros del infierno. Muy presto comenzaron los
siervos de Dios a experimentar entre muchas otras
penalidades, los efectos del furor de los bárbaros,
instigados de sus inicuos sacerdotes.
Frente de una pequeña altura donde
estaba situado el fuerte de Carlos, había otra en que
tenían un templo consagrado a sus ídolos. Consistían
estos en unas espantosas máscaras de que vestidos los
sacerdotes, bajaban al pueblo situado en un valle que
dividía los dos collados. Aquí, como en forma de
nuestras procesiones, cantando por delante las mujeres
ciertos cánticos, daban por la llanura varias vueltas, y
entre tanto salían los indios de sus casas, ofreciéndole
sus cultos, y danzando, hasta que volvían los ídolos al
templo. Entre muchas otras ocasiones, en que habían
hecho, no sin dolor, testigos a los españoles y al padre
de aquella ceremonia sacrílega, determinaron un día
subir al fuerte de los españoles, y pasear por allí sus
ídolos, como para obligarlos a su adoración, o para
tener en caso de ultraje algún motivo justo de
rompimiento, y ocasión para deshacerse principalmente,
como después confesaron algunos, del ministro de
Jesucristo. El padre lleno de celo los reprendió de su
atentado, mandándolos bajar al valle; pero ellos que no
pretendían sino provocarlo y hacerlo salir fuera del
recinto de la fortaleza, porfiaron en subir, hasta que
advertido el capitán Francisco Reinoso, bajó sobre
ellos, y al primer encuentro de un golpe con el revés de
la lanza, hirió en la cabeza uno de los ídolos o
enmascarados sacerdotes. Corren los bárbaros en furia a
sus chozas, ármanse de sus macanas y botadores, y
vuelven en número de cincuenta o poco menos al fuerte;
pero hallando ya la tropa de los españoles puesta sobre
las armas, hubieron de volverse sin intentar subir a la
altura.
Entretanto el hermano Villa Real en
Teguexta, hacia grandes progresos en el idioma de
aquella nación, y en medio de unos indios más dóciles,
no dejaba de lograr para el cielo algunas almas. Bautizo
algunos párvulos, confirmó en la fe muchos adultos, y
aun dio también algunos de estos el bautismo. Entre
otros, le fue de singular consuelo, de una mujer anciana
cacique principal, en quien con un modo particular quiso
el Señor mostrar la adorable Providencia de sus juicios
en la elección de sus predestinados. O fuese efecto de
la enfermedad, —16→ o singular favor del cielo, le
pareció que veía o vio en realidad un jardín
deliciosísimo, y a su puerta el mismo hermano, que
bautizándola, se la abría y le daba franca entrada. Lo
llamó: refiriole llena de júbilo lo que acababa de ver.
Pareció de una suma docilidad a las instrucciones del
buen catequista, que comprendía con prontitud, y
bautizada con un inmenso gozo, partió luego de esta vida
a las delicias de la eterna. En esta continua
alternativa de sustos y fatigas temporales, y de
espirituales consuelos, habían pasado ya un año los
soldados de Cristo; sin embargo, al cabo de este tiempo
no se veía crecer sino muy poco el rebaño del buen
pastor. Habíanse plantado algunas cruces grandes en
ciertos lugares para juntar cerca de aquella victoriosa
señal los niños y los adultos, e instruirlos en los
dogmas católicos. Adultos se bautizaban muy pocos, y los
más volvían muy breve, con descrédito de la religión al
gentilismo. Los niños pocos que se juntaban a cantar la
doctrina, no repetían otras voces, que las que les
sugería la necesidad y la hambre. El padre Juan Rogel
para acariciarlos, les repartió por algún tiempo alguna
porción de maíz, con que informado de los trabajos de
aquella misión, le había socorrido el ilustrísimo señor
obispo de Yucatán, don fray Francisco del Toral, del
orden seráfico. En este intervalo, concurrían los
indizuelos en gran número. Acabado el maíz, acabó
también aquella interesada devoción. En medio de tantos
desconsuelos, un tenue rayo de esperanza animaba a los
misioneros al trabajo. Habíase descubierto no sé qué
conjuración, que tramaba contra los españoles el cacique
don Carlos, por lo cual pareció necesario hacerlo morir
prontamente. Sucediole otro cacique más fiel para con
nuestra nación, y tomando el nombre de don Felipe, dio
grandes esperanzas, de que en volviendo de España el
adelantado, se bautizaría con toda su familia, y haría
cuanto pudiera para traer toda la nación al redil de la
Iglesia. Oía entretanto las exhortaciones e
instrucciones del padre; pero muy en breve mostró cuanto
se podía contar sobre sus repetidas promesas. Intentó
casarse con una hermana suya. El padre mirándolo en
cualidad de catecúmeno, le representó con energía cuán
contrario era esto a la santidad de nuestra religión,
que debería, según había dicho, profesar muy en breve.
Respondió fríamente, que en bautizándose repudiaría a su
hermana, que entretanto no podía dejar de acomodarse a
la costumbre del país, en cuyas leyes aquel género de
matrimonio, no solo era permitido, pero aun se juzgaba
necesario. Pareció conducente al padre Rogel, hacer
—17→ viaje a la Habana, para recoger algunas limosnas,
y procurarles también el necesario socorro a los
soldados, que con la ausencia de don Pedro Meléndez,
padecían cuasi las mismas necesidades que los indios.
Partió en efecto bien seguro de la
generosidad de aquellas gentes que había experimentado
bastantemente.
[Envíase nuevo socorro de
misioneros] Con los informes de don Pedro Meléndez
en España, donde había llegado a fines del año de 67, y
con la noticia de la muerte del padre Pedro Martínez, en
vez de enfriarse los ánimos, creció en los predicadores
del Evangelio el deseo de convertir almas y derramar por
tan bella causa la sangre. Señaló San Francisco de Borja
seis, tres padres y tres coadjutores, que fueron los
padres Juan Bautista de Segura, Gonzalo del Álamo y
Antonio Sedeño; y los hermanos Juan de la Carrera, Pedro
Linares y Domingo Augustín, por otro nombre Domingo
Báez, y algunos jóvenes de esperanzas que pretendían
entrar en la Compañía, y quisieron sujetarse a la prueba
de una misión tan trabajosa. Mandoles el santo general,
que estuviesen a las órdenes del padre Gerónimo
Portillo, destinado provincial del Perú, que entonces
residía en Sevilla. Por su orden constituido
vice-provincial el padre Juan Bautista de Segura, se
hizo con sus compañeros a la vela del puerto de San
Lúcar el día 13 de marzo de 1568. A los ocho días de una
feliz navegación llegaron a las islas Canarias. Había
allí llegado el año antes su ilustrísimo obispo don
Bartolomé de Torres, hombre igualmente grande en la
santidad y erudición: había traído consigo al padre
Diego López, varón apostólico, que con su vida ejemplar,
con su cristiana elocuencia, a que en presencia del
santo prelado y de todo el pueblo, había cooperado el
Señor con uno u otro prodigio, se había merecido la
estimación y los respetos de aquellas piadosas gentes.
El día 10 de febrero de este mismo año de 68, acababa de
morir en su ejercicio pastoral, visitando su diócesis el
celosísimo obispo, dejando a su grey como en testamento
un tiernísimo afecto a la Compañía, a quien para la
fundación de varios colegios en las islas, había
destinado lo mejor y más bien parado de sus bienes. Los
isleños, que como en prendas de la fundación habían
hecho piadosa violencia al padre López para no dejarle
salir de su país, viendo llegar con su nueva misión al
padre Segura, dos recibieron con las más sinceras
demostraciones de veneración y de ternura. Pasaron aquí
ayudando al padre Diego López el resto de la cuaresma; y
celebrados devotísimamente con grande fruto de
conversiones los misterios de nuestra redención, se
—18→ hicieron a la vela, y después de una breve
detención en Puerto Rico, llegaron con felicidad al
puerto de San Agustín a los 19 de junio de 68. Vino
luego de la Habana el padre Rogel, quien como el
adelantado tuvo la mortificación de ver arruinados todos
sus proyectos. El presidio de Tacobaga, al Oeste de
Santa Elena y 50 leguas del Carlos, estaba todo por
tierra, muertos los presidiarios. En el Teguexta,
irritados los indios de la violenta muerte que habían
dado los españoles a un tío del principal cacique,
habían desahogado su furia contra las cruces, habían
quemado sus chozas, y apartándose monte a dentro, donde
impedidos los conductos por donde venía la agua al
presidio, reducidas a los últimos extremos la
guarnición, fue necesario pasarla a mejor sitio en el de
Santa Lucía, donde habían quedado trescientos hombres,
fueron todos consumidos de la hambre, viéndose, como
sabemos por algunas relaciones, (aunque no las más
propicias a la corona de España) reducidos a la durísima
necesidad de alimentarse de las carnes de sus
compañeros, manjar infame y mucho más aborrecible que la
hambre y que la muerte misma. Lo mismo había acontecido
en San Mateo. Solo habían quedado en pie los presidios
de San Agustín y de Carlos. Presentáronse al general los
soldados todavía en algún número; pero pálidos, flacos,
desnudos, al rigor de la hambre y del frío, y que muy en
breve hubieran tenido el triste fin de sus compañeros.
Aplicáronse los padres a procurarles todo el consuelo
que pedía su necesidad, se les proveyó de vestido y de
alimento, y atraídos con estos temporales beneficios,
fue fácil hacerles conocer la mano del Señor que los
afligía, y volverse a su Majestad por medio de la
confesión con que se dispusieron todos para ganar el
Jubileo que se promulgó inmediatamente.
[Parte el padre Segura con sus
compañeros a la Habana] Dados con tanta gloria del
Señor y provecho de las almas, estos primeros pasos,
reconoció el vice-provincial, así por su propia
experiencia, como por los informes del padre Juan Rogel
que no podía perseverar allí tanto número de misioneros,
sin ser sumamente gravosos a los españoles o a los
indios amigos que apenas tenían lo necesario para su
sustento. Determinó, pues, partir a la Habana a disponer
allí mejor las cosas, dejando en Sutariva, pueblo de
indios amigos, cercano a Santa Elena, al hermano Domingo
Agustín para aprender la lengua, y en su compañía al
joven pretendiente Pedro Ruiz de Salvatierra. Nada
parecía más conveniente al padre Juan Bautista de Segura
que procurar algún establecimiento a la Compañía en la
Habana. La —19→ vecindad a la Florida, la frecuencia
con que llegan a aquel puerto armadas de la
Nueva-España, de las costas de Tierra Firme, y de todas
las islas de Barlovento; la multitud de los españoles e
isleños cristianos y cultos que poblaron aquel país, y
el grande número de esclavos que allí llegan
frecuentemente de la Etiopia, y lo principal, la
comodidad de tener allí un seminario o colegio para
educar en letras y costumbres cristianas a los hijos de
los caciques floridanos, abrían un campo dilatado en que
emplearse muchos sujetos con mucha gloria del Señor. El
pensamiento era muy del gusto del adelantado, que
prometió concurrir de su parte para que Su Majestad
aprobase y aun concurriese de su real erario a la
fundación del colegio. Ínterin la piedad de aquellos
ciudadanos había proveído a los padres de casa en que
vivir, aunque con estrechura, vecina a la iglesia de San
Juan, que se les concedió también para sus saludables
ministerios.
[Su ocupación en esta ciudad]
Aquí entregados en lo interior de su pobre casa a todos
los ejercicios de la perfección religiosa, llenaron muy
en breve toda la ciudad del suave olor de sus virtudes.
No se veían en público sino trabajando en la
santificación de sus próximos. A unos encargó el padre
vice-provincial la escuela e instrucción de los niños,
principalmente indios hijos de los caciques de todas las
islas vecinas, en cuya compañía no se desdeñaban los
españoles de fiar los suyos a la dirección de nuestros
hermanos. Otros se dedicaron a explicar el catolicismo,
e instruir en la doctrina cristiana a los negros
esclavos, trabajo obscuro a los ojos del mundo, pero de
un sumo provecho y de un sumo mérito. Unos predicaban en
las plazas públicas, después de haber corrido las calles
cantando con los niños la doctrina. Otros se encargaron
de predicar algunos días seguidos en los cuarteles de
los soldados, y después en las cárceles, ni dejaban por
eso de asistir en los hospitales. El padre Segura, como
en la dignidad, así en la humildad y en el trabajo
excedía a todos, y hubiera muy luego perdido la salud a
los excesos de su actividad y de su celo, si el
ilustrísimo señor don Juan del Castillo, dignísimo
obispo de aquella diócesis, no hubiera moderado su
fervor, mandándole solo se encargase de los sermones de
la parroquial. El fruto de estos piadosos sudores, no
podemos explicarlo mejor que con las palabras mismas de
la carta anual de 69, en que se dice así a San Francisco
de Borja, entonces general. «Si todo lo que resultó del
empleo de los nuestros en la Habana, se hubiera de
referir por menudo, pedirla, propia historia y larga
relación, y aunque —20→ fuera contándolo con límite,
parecería superior a todo crédito. Solo diré a vuestro
padre maestro reverendo que había ya personas tan
aficionadas al trato con Dios y a la oración mental,
examen de conciencia y ejercicios, de mortificación, que
en cuasi todas las cosas se guiaban por las campanas de
la Compañía, ajustando en cuanto podían su modo de vivir
con el nuestro».
Por mucho que signifique esta
sencilla expresión el provecho espiritual que se hacía
en los españoles, era incomparablemente mayor el de los
indios. Era un espectáculo de mucho consuelo, y que
arrancaba a los circunstantes dulcísimas lágrimas ver en
las principales solemnidades del año de ciento en ciento
los catecúmenos, que instruidos cumplidamente de los
misterios de nuestra santa fe, y apadrinados de los
sujetos más distinguidos de la ciudad, lavaban por medio
del bautismo las manchas de la gentilidad en la sangre
del Cordero. Habíase encomendado al hermano Juan Carrera
la instrucción de tres jóvenes hijos de principales
caciques de las islas vecinas: eran los tres de vivo
ingenio, y dotados de una amable sinceridad acompañada
de una suavidad y señorío, que hacía sentir muy bien,
aun en medio de su bárbara educación, la nobleza de su
origen. A poco tiempo suficientemente doctrinados,
instaron a los padres, empeñándolos con el señor obispo,
para ser admitidos al bautismo. Quiso examinarlos por sí
mismo el ilustrísimo, y hallándolos muy capaces, señaló
la festividad más cercana en que su señoría pretendía
autorizar la función echándoles el agua. El plazo
pareció muy largo a los fervorosos catecúmenos.
Instaron, lloraron, no dejaron persona alguna de respeto
que no empeñasen para que se les abreviase el término.
Causó esto alguna sospecha al prudente prelado, y de
acuerdo con el gobernador y los padres, determinó probar
la sinceridad de su fervor mandando que en un barco que
estaba pronto a salir a dichas islas, embarcasen
repentinamente a los tres jóvenes. Ejecutose
puntualmente la orden; pero fueron tan tiernas las
quejas, tan sinceras las lágrimas, tal la divina
elocuencia y energía de espíritu de Dios con que
hablaron y suplicaron a los enviados del señor obispo,
que enternecido este, conoció la gracia poderosa que
obraba en aquellos devotos mancebos, que dentro de muy
pocos días, siendo padrinos el gobernador, y dos de las
personas más distinguidas de la ciudad, los bautizó por
su propia mano con grande pompa, edificación y
espiritual consuelo de todos los que asistieron a este
devotísimo espectáculo.
Libro
segundo
Progresos de los estudios en el
colegio de México. Lee el padre Pedro Sánchez casos
morales en el arzobispado. Cristiana humildad del señor
arzobispo. Pretende el virrey que lea en la universidad
el padre Hortigosa, y gradúase en ella con el padre
Antonio Rubio. Ministerios, en Pátzcuaro y sus gloriosos
frutos. Ministerios en Oaxaca. Celébrase en México la
primera congregación provincial. Curso de filosofía por
el padre Antonio Rubio. Envía el Sumo Pontífice un gran
tesoro de reliquias al colegio de México. Incendio en
Pátzcuaro, y amor de aquellos naturales a la Compañía.
Inténtase la traslación de la Catedral de Pátzcuaro a
Valladolid. Descripción de esta ciudad, y principios de
aquel colegio. Inquietud de los naturales con esta
ocasión, que sosiegan los jesuitas. Misión del padre
Concha a la Puebla de los Ángeles, y principios del
colegio del Espíritu Santo. Solemnes fiestas en la
colocación de las santas reliquias. Aumentos del colegio
de Valladolid. Principios de fundación en la antigua
Veracruz, y descripción de aquel puerto. Dase razón de
no haberse encargado hasta aquí la Compañía de
ministerios de indios. Principios de ellos en
Huixquiluca. Nuevo socorro de misioneros, o historia
singular del padre Alonso Sánchez, —117→ y novedades
que introduce en lo doméstico. Cédula de concordia en
los estudios de la real universidad y del colegio
máximo. Llega el padre doctor Juan de la Plaza, primer
visitador de la provincia, con el hermano Marcos.
Carácter del padre Plaza. Tentación del padre Lanuqui y
algunos otros. Pide el ilustrísimo señor arzobispo de
Manila jesuitas para Filipinas, y compendiosa
descripción de aquellas islas. Principios de la
fundación de Tepotzotlán y sus efectos. Mudanza en el
Seminario de San Pedro y San Pablo. Ministerios en los
demás colegios. Fundación del Seminario de San Gerónimo.
Muerte de don Alonso de Villaseca, y su elogio. Muerte
del hermano Diego Trujillo, y estado del colegio de la
Puebla. Intenta el señor arzobispo dará la Compañía el
Seminario de San Juan de Letrán. Auto de la real
audiencia para que se encargue la Compañía del Seminario
de San Pedro y San Pablo. Misión en Guatemala y en las
villas de Zamora y Guanajuato. Pretende la Compañía
ausentarse de Tepotzotlán, preséntanse los indios al
señor arzobispo, y auto honorífico de su ilustrísima en
el asunto. Ocupación de los misioneros de Filipinas, y
embajada del padre Alonso Sánchez a Macao, sus trabajos
y feliz éxito. Reunión de los seminarios de San
Bernardo, San Gregorio y San Miguel en el famoso colegio
de San Ildefonso. Seminario de San Martín en Tepotzotlán.
Pretende el visitador don Pedro Moya de Contreras se
gradúen los jesuitas en la universidad sin propinas.
Aumentos de los colegios de Pátzcuaro, Puebla y
Valladolid. Sucesos de Filipinas y nuevos misioneros.
Concilio quinto mexicano. Segunda congregación
provincial, y misión a Teotlalco. Principios del colegio
de Guadalajara, y descripción del país. Noviciado en
Tepotzotlán. Partida del arzobispo y virrey don Pedro
Moya de Contreras. Sucesos de Filipinas. Viaje a Europa
del padre Alonso Sánchez. Ventajoso establecimiento del
colegio del Espíritu Santo por don Melchor de
Covarrubias, y breve descripción de aquella ciudad.
[Progresos de los estudios en el
colegio máximo] La recluta de los nueve sujetos en
que se había aumentado la nueva provincia, era la más a
propósito del mundo para llevarla a su perfección, y
darle todo aquel lucimiento, y todo aquel crédito de que
se necesita por lo común en los principios de las
grandes empresas. Se determinó como dijimos, que el
padre Pedro de Hortigosa prosiguiese o comenzase de
nuevo con la misma juventud el curso de artes que había
comenzado el año antes el padre Pedro López. La profunda
—118→ erudición de este insigne maestro, su
prudencia y destreza en manejar los tirados de la
América, y la emulación de los distintos seminarios,
parecieron desde luego en las públicas funciones con
aplauso de la real universidad y cabezas de la
República, que se distinguieron en grandes
demostraciones de sólido aprecio. El señor arzobispo, no
pudiéndose resolver a que la luz de tanta doctrina se
limitase a sola la juventud en los privados estudios del
colegio, en que a muchos por sus ocupaciones o su
carácter les sería imposible, o pudiera parecer
indecorosa la asistencia; determinó que alguno de los
padres leyese la teología moral en su mismo palacio.
Escogió para esta importante ocupación al padre Pedro
Sánchez, que en medio de los grandes afanes del gobierno
de la Provincia, se encargó con gusto de un cuidado tan
provechoso. Juntaba su ilustrísima todo su clero en días
determinados, y asistía personalmente a oír de boca del
padre los principios de la moral cristiana, las
resoluciones de casos prácticos, que se proponían con la
más humilde atención. Así debemos entender las palabras
del maestro Gil González Dávila, en su Teatro
eclesiástico de la América, cuando dice: «que este
señor, deseoso del aprovechamiento de su clero, pidió
del padre Pedro Sánchez leyese el catecismo en su
palacio, y que el mismo arzobispo era de los oyentes».
Sin duda por la palabra catecismo debió de entender, no
precisamente la exposición de las doctrinas y artículos
de nuestra fe, sino todo el fondo de la doctrina
evangélica, aun en la parte que mira a los preceptos y
obligaciones en que nos empeña la profesión del
cristianismo. No contento aun este ejemplar prelado con
una distinción tan ruidosa, reconociendo en las mismas
conferencias morales la falta que le hacia el método, la
precisión y el orden de la filosofía y la teología
escolástica, quiso que el padre Hortigosa le leyese
privadamente una y otra. Sin embargo del grande peso de
la mitra, daba lugar bastante a este penosísimo género
de literatura. Hacía muchas veces el honor de convidar a
su mesa a algunos maestros de la universidad y de las
religiones para gustar de su erudita conversación, y de
las disputas escolásticas que hacía nacer con arte entre
los manjares. Esta especie de actos literarios era tal
vez con más formalidades, retirándose a la granja de
Jesús del Monte en tiempo de vacaciones, donde como uno
de nuestros hermanos estudiantes se dedicaba enteramente
a la tarea de lecciones, repeticiones, conferencias y
demás ejercicios de la escuela. Raro ejemplo de
sinceridad, que prueba bien cuánto la cristiana humildad
—119→ es propia de las grandes almas. No fue tan
fácil a la Compañía condescender a la honra que quiso
hacerlo el señor virrey, como lo había sido dar gusto al
ilustrísimo arzobispo. Intentó su excelencia que el
curso de filosofía lo leyese el padre Hortigosa en la
real universidad, y que allí mismo continuase después la
teología. Muchas otras personas graves, y aun no pocos
miembros del claustro, convenían en lo mismo; parte por
hacer este honor a la religión; y parte por evitar los
disturbios que pudieran nacer en la serie de los tiempos
sobre el mutuo embarazo de unas y otras lecciones. Esta
razón es por sí misma de tanto peso, que en fuerza de
ella se ha visto después obligada la Compañía en tiempo
de los reyes católicos don Felipe IV y don Carlos II;
admitir las dos cátedras de prima y vísperas de que sus
majestades se dignaron hacerle merced en las famosas
universidades de Salamanca y Alcalá. Sin embargo, la
modestia de nuestros primeros fundadores no se determinó
a aceptar este honor, y para precaver las funestas
consecuencias de una discordia entre los estudios, se
resolvió ocurrir a su Majestad para que diese a nuestras
escuelas un establecimiento sólido, y con que ponerse
siempre a cubierto de cualquiera contraria pretensión;
no porque hubiese entonces ni haya, habido después razón
alguna de temerlo de parte de la real universidad, con
quien se ha corrido siempre en una perfecta armonía, y
que ha reconocido en nuestros estudiantes una entera
sujeción a sus prudentísimos estatutos, y una materia
fecundísima de sus mayores lucimientos. Uno y otro
artículo, quiero decir, tanto el empeño de no admitir en
la universidad cátedra alguna, como la subsistencia de
los estudios públicos en el colegio máximo, ha sufrido
en parte alguna variación que tendrá oportuno lugar en
otro pasaje de nuestra historia. Pero ya que no se pudo
omitir aquella honra, tampoco se pudo resistir a las
grandes instancias con los señores arzobispo y virrey
pretendieron que a lo menos los dos insignes maestros
Pedro de Hortigosa y Antonio Rubio recibiesen el grado
de doctores, como se ejecutó con grande aplauso y
aceptación de todos los miembros de la real universidad,
y singular honor de la Compañía.
[Ministerios en Pátzcuaro] No
eran menores los progresos en los espirituales
ministerios, tanto en México como en Pátzcuaro y en
Oaxaca. En la capital de Michoacán correspondía
maravillosamente el fruto a la expectación con que
habían sido recibidos en ella los jesuitas. La escuela
de niños, que cultivaba con el mayor esmero el hermano
Pedro Ruiz de Salvatierra, para un taller donde se
formaban desde los primeros años muy ajustados —120→
cristianos, aun entre los indios, cuya amable
simplicidad favoreció no pocas veces el Señor, aun a
costa de algunos prodigios. Se estableció desde luego el
uso de las misiones circulares por los pueblos vecinos,
ocupación en que florecieron en este colegio hombres
insignes, heredando, digámoslo así, unos de otros el
fervor y el espíritu apostólico, de quienes esperamos
hablar más largamente en otra parte. Un solemne jubileo
que se publicó este año, ofreció buena ocasión para
comenzar con esplendor este ejercicio. El confesonario y
el púlpito partían todo el tiempo de nuestros operarios.
El primer cuidado fue traducirles en lengua tarasca las
oraciones y la explicación de nuestros dogmas y
preceptos, de que había mucha ignorancia en los pueblos
algo distantes. Se les procuró introducir el uso santo
de cantar la doctrina cristiana, en que entraron con
tanto ardor, que en las calles y plazas, y aun
trabajando en sus oficios o labranzas del campo, se oían
incesantemente los misterios de la fe, haciendo unos
pueblos a competencia de otros, grandes progresos en
esta sabiduría del cielo. La veneración en que tenían a
su sacerdote y hechiceros, era uno de los mayores
obstáculos a su salud. Estos fanáticos, fingiéndose en
hombres inspirados, les amenazaban con la muerte y con
la desolación de sus tierras, y publicaban tener en su
mano la salud, la riqueza y la fertilidad, cuyas vanas
esperanzas vendían muy caras a aquella gente infeliz,
haciéndola servir a su ambición, a su sensualidad y a su
codicia. Esto fue lo primero que procuraron extirpar los
misioneros, exponiéndose a todos los resentimientos de
aquellos ministros del infierno, que llegaban a
experimentar no pocas veces; pero el Señor por otra
parte autorizaba sus empleos apostólicos, y disponía en
su favor los corazones de los pueblos. En uno de ellos,
estando el padre bendiciendo agua en la sacristía,
entraron muchos indios extremamente afligidos del
estrago que los ratones causaban en sus cementeras, sin
que hubiese bastado a exterminarlos diligencia alguna.
Suplicábanle que pasase a visitar personalmente sus
heredades, creyendo que a la presencia de un ministro de
Dios cesaría aquella calamidad. La viva fe de aquellos
nuevos cristianos animó la del padre, y saliendo a la
iglesia les hizo una breve exhortación sobre los
desórdenes de su vida, fuente ordinaria de los
temporales trabajos. Hízoles luego traer muchas vasijas
y cántaros, y bendiciéndoles, les mandó que echasen de
aquella agua santa en sus milpas, nombre que dan a las
cementeras del maíz. El Señor, según su palabra,
concurrió al fervor y devoción —121→ de aquella
gente humilde y afligida, y pasando poco después por
aquel pueblo el misionero, le dieron las gracias del
alivio de sus miserias y felicidad de la cosecha.
Los indios, que según costumbre,
guiaban a los padres en los caminos, no pocas veces con
un piadoso engaño, los extraviaban y hacían pasar por
otros pueblos de donde ellos eran, o donde habían
tratado conducirlos, a instancias de sus habitadores.
Los hombres de Dios se dejaban gustosamente engañar con
este inocente artificio, de que tal vez se valía el
Señor para la salud de sus escogidos. En un pueblo, como
legua y media de Pátzcuaro, les salió arrastrándose al
camino una india anciana, que estando ya desahuciada, y
en los últimos términos de la vida, supo que pasaba por
el lugar un padre, y anteponiendo al cuidado de la vida
temporal el de la eterna, había salido a confesarse.
Extraño espectáculo, sobre que no podemos dejar de
admirar las fuerzas de la gracia, y de hacer un triste
paralelo con la delicadeza y el orgullo de los poderosos
del mundo. El padre, dando a Dios muchas gracias de
tanta fe y de tanta piedad, la confesó, la consoló y la
animó con la esperanza bien fundada de su predestinación
y de su dicha, que pasó a gozar (según podemos creer)
dentro de pocos instantes. Llegando a otro pueblo
concurrieron en gran número los paisanos con grandes
demostraciones de veneración y de júbilo, pidiendo a los
padres les hablasen algo de Dios y de lo perteneciente a
sus almas, de que en más de quince años no habían oído
una sola palabra. La hambre piadosa de los oyentes hizo
esperar el gran provecho con que recibirían el pan de la
celestial doctrina, como se vio desde luego en las
confesiones y ejercicios de piedad a que se entregaron.
En otro, no bastando los ruegos para detener al
misionero que pretextaba la necesidad de anunciar el
reino de Dios a otros lugares, determinaron escribir al
padre rector de Pátzcuaro para obligarlo a detenerse
otros dos días. Santa importunidad que el padre no pudo
dejar de agradecer, y a que correspondió el cielo con
abundantes bendiciones de inmenso fruto. El pueblo
principal a que se destinaba la misión estaba sumergido
en un profundo abismo de superstición y de desorden.
Parecioles a los padres, para explicarme con sus propias
voces, que como en otro tiempo a San Pedro, se les
tendía a la vista un lienzo lleno de bestias fieras, y
de las más ponzoñosas sabandijas. La hechicería, la
embriaguez y supersticiosa consecuencia, la más torpe
sensualidad, estaban cuasi santificadas de la costumbre.
Trabajose por algunos sin que hubiese —122→ aun
alguna esperanza de remedio. El principal cacique el más
interesado en la venta de los pulques (así llaman a una
especie de vino o licor fuerte que extraen de la planta
del maguey) y su pernicioso ejemplo arrastraba todo el
lugar. Esto mismo dispuso Dios que fuese, el instrumento
de la reforma. Uno de aquellos días, saliendo del
sermón, en que el orador había declamado contra este
vicio con extraordinaria energía, tocado de la gracia,
mandó luego derramar todo el pulque, quebró las cubas
donde se guardaba y los instrumentos necesarios a su
extracción. Mandó asimismo pregonar en el pueblo que
todos hiciesen lo mismo, so pena de ser públicamente
azotados los transgresores, como lo ejecutó con la mayor
severidad en lo de adelante. Omitimos otros muchos casos
que hallamos en los antiguos manuscritos, que con lo
edificante juntan mucho de maravilloso, no por que
hagamos alarde de la incredulidad conforme al
espíritu del siglo, sino porque juzgamos deberse
acomodar mejor en las vidas de los varones ilustres por
cuyo medio se obraron, de que esperamos formar el último
tomo de esta historia.
[Ministerios en Oaxaca] En
Oaxaca, muy desde sus principios, se había encargado la
Compañía de la administración espiritual de un pueblo
vecino a la ciudad que da su nombre el valle de
Xalatlaco. Con esta ocasión eran muchos los indios que
venían aun de otros pueblos a oír la palabra de Dios, y
no menos abundante el fruto. En dicho lugar una india
joven había sido por algún tiempo escandalosa red de
muchas almas. Oyendo una de aquellas piadosas
exhortaciones se confesó con extraordinarios afectos de
compunción, y con tan eficaz deseo de enmendarse, como
manifestó después con mucho mérito. En efecto, a pocos
días la memoria de los pasados placeres comenzó a darle
una guerra tan viva, que sin alguna tregua día y noche
la ponía en un riesgo evidente de desesperar. Entregose
por dirección del confesor a los ejercicios de la más
áspera penitencia. Eran frecuentes y rigorosos sus
ayunos, diarias y sangrientas sus disciplinas, continuo
el silicio, fervoroso y humilde su recurso al Señor; sin
embargo, aun no se apagaba la llama con que quería el
cielo probar su fidelidad o inspirarle una saludable
desconfianza. Se tomó el trabajo de subir descalza con
una pesada cruz sobre los hombros el repecho de un monte
bastantemente declive y fragoso. Se consagró al servicio
del hospital, donde entre los ascos y los espectáculos
más tocantes a la miseria humana, se le olvidase y
borrase enteramente aquella molesta impresión del
deleite. No hallando remedio —123→ en tantos
piadosos ejercicios, determinó hacer, digámoslo así, el
último esfuerzo del valor. Había entre los enfermos uno
asquerosísimo, cuya cabeza encancerada era un manantial
de podre y de granos. El hedor no era soportable aun a
alguna distancia. La india afligida sentía en sí todo el
horror de la naturaleza en solo acercarse a su lecho;
pero animada de su mismo peligro, y llevada de un
extraordinario impulso de la gracia, se arrojó a lamer
la llaga hedionda, y lo que apenas se puede creer,
perseveró en este ejercicio una semana entera, hasta que
sacudió aquella peligrosa tentación. Acción admirable
que aun en el grande apóstol de la India se hace mucho
lugar a la atención, y que alcanzó de Dios, justo
reconocedor del mérito, el singular privilegio de no
sentir en lo de adelante las rebeldías de la carne. A
otra india principal le había atraído su hermosura la
persecución de un noble y poderoso, a que había
resistido con heroico valor algunos años. En tanto
intervalo de tiempo, y en la cualidad del pretendiente,
es fácil imaginar los artificios, las amenazas, las
mediaciones y promesas que haría jugar para sus
vergonzosos designios. Finalmente, a pesar del recreo y
cuidado que ella ponía en robarse a sus ojos, hubo de
lograr con no sé qué ocasión la de hablarle y
preguntarle el motivo de tanta resistencia. La virtuosa
doncella, que asistía con frecuencia a la explicación de
la doctrina y a recibirlos sacramentos en nuestra
iglesia; y qué, señor, le respondió, ¿no habéis oído
decir a los padres que de que se llega a la santa
comunión se hace un cuerpo con Jesucristo?, y
¿permitiréis que yo haga esta injuria al Señor que
frecuentemente recibo, haciendo servir el mío a la
deshonestidad? Estas graves palabras bastaron para
contener a aquel libertino, y librarla para siempre de
su importuno amor. Ni eran los indios solos los que se
aprovechaban tan bellamente de aquellas fervorosas
exhortaciones. Una señora de lo más noble del país,
aunque lo manifestaba poco en su vida licenciosa, vino
por este mismo tiempo a confesarse. Su amargo llanto
daba bien a conocer las disposiciones de su espíritu.
Había oído pocos días antes un sermón en que el
predicador había ponderado con grande energía aquel
texto de San Pablo, que el pecador vuelve a sacrificar
al hijo de Dios. La imagen de Jesucristo, a quien le
parecía había crucificado tantas veces, hizo por
entonces mucha impresión en su alma; pero concurriendo
poco después con aquel la misma persona que había sido
hasta entonces el motivo de sus disoluciones, cedió
fácilmente a su inclinación. Divertíase con él a
deshoras de la —124→ noche en sus amatorias
conversaciones, cuando repentinamente sin viento o
alguna otra causa que pudiera ocasionarlo, se apagó la
luz que los alumbraba. ¡Saludable obscuridad que fue
todo el principio de su dicha! Determinó pasar a
encender la luz a otra cuadra, y había de pasar
forzosamente por una pieza grande obscura y sola. El
suceso mismo de haber faltado la luz, que tenía no sé
qué de maravilloso y extraordinario, el silencio de la
noche, la oscuridad, el pavor tan natural a su seso, y
más que todo, el mal estado de su conciencia, junto con
la memoria de aquel pensamiento que poco antes había
agitado su espíritu, todo esto, digo, le perturbó la
imaginación de tal manera, que le pareció que veis, o
vio en realidad, a Jesucristo clavado en la cruz y
bañado en la sangre que corría de sus llagas aun
recientes. Este espectáculo la deshizo en dulcísimas
lágrimas, y vuelta al cómplice le suplicó por último
favor que la dejase llorar las culpas que él había
ocasionado; y hecha un sincera confesión, vivió después
ejemplarmente el resto de sus días.
[Primera congregación provincial]
Con tales sucesos como estos, bendecía Dios los trabajos
de nuestros operarios. De todas partes venían al padre
provincial noticias que lo llenaban del más sólido
consuelo, y creyendo que causarían este mismo efecto en
el ánimo del padre general Everardo Mercuriano, y de
todos los jesuitas de Europa, determinó no tenerlos más
tiempo privados de tan agradables maestros. Juntó
congregación provincial para elegir procuradores a las
dos cortes de Roma y Madrid. Esta providencia, fuera de
estar muy recomendada en nuestro instituto, pareció
necesaria en las circunstancias de una nueva provincia
para la confirmación de los colegios, asignación de sus
respectivos rectores, y una individual relación de sus
progresos. Debían pedirse varios reglamentos para lo
venidero a nuestro padre general, y darse cuenta muy
exacta al rey católico de una obra que su Majestad había
querido mirar como suya y promover con tanta dignación.
Los únicos vocales de semejantes
asambleas, según nuestras constituciones, deben ser los
profesos de cuarto voto. Pero en treinta sujetos, o poco
más, de que entonces se componía la pequeña provincia,
no se hallaba de este carácter sino uno solo, fuera del
padre provincial, que era el padre Pedro Díaz. Tanto se
ha juzgado siempre digna de aprecio esta cualidad en la
Compañía. El padre doctor Pedro Sánchez, para suplir
este defecto, nombró consultores de provincia y
admonitor suyo. A estos, dice el padre Juan Sánchez en
un retazo de historia —125→ que nos ha quedado de su
mano, se dio voto en congregación que con tanta
simplicidad y lisura se procedía en aquel tiempo, y
juntos todos, que fueron cinco, eligieron por procurador
al padre Pedro Díaz, actual rector del colegio de
Oaxaca, sujeto capaz de dar en aquellos grandes teatros
mucho crédito a la provincia, y de manejar con aire les
importantes asuntos de que se había encargado. Se le dio
por substituto al padre Alonso Ruiz, que un año antes
había venido de la Europa. Esta fue la primera
congregación de la provincia de Nueva-España, celebrada
el 5 de octubre de 1577. Por estar ya tan avanzada hacia
el invierno la estación, no pudieron los navíos salir de
Veracruz hasta la siguiente primavera. Fuera de los
domésticos negocios llevaban a su cuidado algunos otros
del señor arzobispo, y muchos curiosos presentes de este
prelado para el Sumo Pontífice Gregorio XIII, en que no
tanto hacía alarde de sus rentas y riquezas como de la
veneración y respeto con que reconocía y protestaba la
dependencia y unión a la soberana cabeza de la iglesia.
Imágenes muy exquisitas de pluma de diversas especies,
de bálsamos, piedras besoares, singulares raíces, y
otras cosas medicinales; grande acción de piedad, en que
conforme a la antigua disciplina se hizo servir a la
religión y a la fe lo que sacrifica el mundo a su
profanidad y ambición. A fines de este mismo mes comenzó
a leer su curso de filosofía el padre doctor Antonio
Rubio. Los grandes aplausos que tuvo este docto escritor
en la América, merecen que se haga de él esta particular
memoria. Después de algunos años de cátedra, que gastó
en pulir aquellas mismas doctrinas, partiendo a Roma de
procurador de la provincia, imprimió en España el
celebrado curso filosófico que ha eternizado su nombre.
La Universidad de Alcalá por auto muy honorífico a la
Compañía y al padre Rubio, mandó que todo los cursantes
de aquella famosa academia, siguiesen aquel mismo plan
de filosofía con grande gloria de la Universidad de
México, de cuyo gremio salió tan celebrado maestro.
El padre procurador Pedro Díaz con el
hermano Martín González, después de una larga detención,
salieron de San Juan de Ulúa y con próspera navegación
llegaron a Cádiz. En México a principios del año de
1578, o a fines del año antecedente, se había remitido
de Roma un riquísimo tesoro de reliquias. La Santidad de
Gregorio XIII llevado de aquel paternal amor que mostró
siempre a la Compañía, sabiendo como trabajaban por la
gloria de Dios en estas partes de la América, quiso
excitar su fervor, y animar la de recién plantada en
—126→ estos reinos con los preciosos despojos de
muchos santos, que desde sus primeras cunas ha
conservado con veneración la Iglesia santa, como pruebas
de la verdad de nuestra religión, como memorias de su
virtuosa vida, y como prendas de su resurrección
gloriosa. Para este efecto, dio facultad a nuestro
maestro reverendo padre general Gerardo Mercuriano, para
que de los inmemorables sepulcros y memorias antiguas
que conserva y venera aquella patria común de los
mártires, extrajese reliquias y las remitiese en su
nombre a las provincias de Indias. A la de México, se
remitió desde el año de 1575 una crecida cuantidad en un
aviso de España, que naufragó a la costa de Veracruz. La
gente de mar se apoderó de aquel rico tesoro, que apenas
apreciaba sino por los exteriores adornos. A pocos días
de verse libre del naufragio por la pasada fatiga y el
poco favorable temperamento de aquel puerto, se apoderó
de ellos una epidemia de que morían cada día muchos. Los
que habían repartido entre sí las reliquias, dieron
parte al comisario del santo oficio, que allí residía,
añadiendo que los cajones en que venían, según el
rótulo, parecían pertenecer a los padres de la Compañía.
Restituyó cada uno lo que había tomado, y el comisario
las remitió luego a México, donde se recibieron con
grande veneración; pero con el pesar de no poderlas
exponer al público culto por la falta de auténticas o
certificaciones necesarias, de cuya conservación no
habían cuidado los marineros. Diose a Roma noticia del
naufragio, pidiéndose nuevas auténticas; pero Su
Santidad quiso añadir otro nuevo favor, mandando extraer
mayor porción de ellas, que llegaron con felicidad.
Muchas vinieron insignes por su magnitud, y muchas por
los santos de cuyos cuerpos se tomaron. Entre estas, las
más especiales fueron una espina de la corona de nuestro
Salvador, un
Lignum Crucis, otras del vestido de la
Santísima Virgen, de su castísimo Esposo y de Señora
Santa Ana. Dos de los príncipes de los Apóstoles San
Pedro y San Pablo, y once de los restantes: veinticuatro
de santos confesores, catorce de santos doctores,
veintisiete de algunos santos particulares, cincuenta y
siete de santos mártires de nombre conocido, con otras
muchas, que por todas eran doscientas y catorce de
algunos bienaventurados, cuyos nombres ignora la Iglesia
Militante, y espera leer en el libro de la vida. Luego
que se recibieron en casa, conformándose a la
disposición del Sacro Concilio Tridentino, se dio parte
al ilustrísimo señor don Pedro Moya de Contreras, que
pasó luego a reconocerlas y las adoró el primero.
Estuvieron por algún tiempo en una decente pieza
interior del colegio, —127→ ínterin se disponía lo
necesario para la colocación, en que se interesó la
ciudad para hacerlo con el aparato más magnífico que
hasta entonces ha visto en la América. En presencia de
aquel sagrado depósito, (dice un antiguo manuscrito de
aquellos tiempos) pasaban los nuestros muy largos ratos
de oración, y se experimentó en todos un nuevo y
sensible fervor, que se atribula justamente a la
intercesión de aquellos amigos de Dios, a quienes ha
querido honrar su Majestad excesivamente.
[Incendio en Pátzcuaro]
Mientras que en México se disponía todo para una función
ruidosísima en la colocación de las santas reliquias,
cuyos preparativos ocuparon cuasi todo el año, en
Pátzcuaro un voraz incendio consumió una gran parte de
nuestra iglesia, y habría acabado con toda ella si no lo
hubiera impedido la gran diligencia de los indios. Ellos
dieron en esta ocasión una prueba bien sensible del
grande amor que profesaban a la Compañía. Cayó un rayo
en la techumbre de nuestro templo, que había sido, como
dijimos, la antigua Catedral. Su maderaje antiguo y
seco, y un viento fuerte que reinaba del Sur, animaban
la llama. Los truenos y centellas eran frecuentes y
espantosas. Iglesia y colegio se tenía muy en breve
reducido a cenizas. Los padres en aquella repentina
consternación, no habían podido poner en salvo cosa
alguna. La intrepidez de los tarascos suplió a todo.
Divididos en tres tropas que conducían los tres
principales caciques de la ciudad, unos tomaron a su
cargo transportar los muebles de la casa: otros con
mayor peligro desalojar los altares y asegurar las
alhajas de la iglesia; otros finalmente, más valerosos,
montaron las paredes armados de los instrumentos
necesarios para destrozar el artesonado, y de mantas,
capotes y otros géneros mojados, y muchos cubos de agua
para sofocar la llama, como en efecto lo consiguieron,
sin muerte o fatalidad notable. El valor, la actividad,
y sobre todo, el orden con que se ejecutó, hubiera sido
admirable en la gente más disciplinada y más culta de la
Europa. Los padres volviendo al colegio, no hallaron
sino las paredes enteramente desnudas. Del techo de la
iglesia se había consumido una gran parte; la mayor y
principal se había preservado. Gustosamente daban por
perdidos los padres los muebles de la casa. Sentían los
vasos sagrado y demás alhajas de sacristía; pero no era
posible averiguar donde estaban, ni por otra parte
querían ofender a aquellos mismos a quienes se
confesaban agradecidos. Poco les duró esto embarazo.
Serenado todo aquel alboroto, y reconocido a su
satisfacción todo lo que necesitaba de reparo, con el
mismo orden fueron restituyendo cuanto —128→ habían
llevado. Una estampa, una pluma no falló, con grande
admiración y reconocimiento de los padres.
Fue mayor aun su sorpresa cuando los
tres caciques después de haber tomado sus medidas y
conferenciado con los de su nación, volvieron a
presentarse al padre rector. Este les dio muy afectuosas
gracias por el importante servicio que acababan de hacer
al Señor y a la Compañía; pero ellos que no tanto
querían mostrarse acreedores al agradecimiento, cuanto
empeñarse en nuevos servicios: «Por mucho, dijeron, que
a tu buen corazón parezca, padre, que hemos hecho
nosotros en preservar de su total ruina la casa de Dios
y la vuestra, a nosotros no nos parece haber cumplido
con nuestra obligación, mientras vemos destechada y
expuesta a las injurias del tiempo vuestra iglesia. Este
edificio lo levantaron nuestras manos. A ellas pertenece
también repararlo. Tiene también para nosotros la grande
recomendación de haber trabajado en ella el primer
pastor y padre de nuestras almas, y estar ahí sepultado
su cuerpo venerable, cuya atención, prescindiendo de
cualquiera otro motivo, sería bastante para empeñarnos a
procurarle toda la decencia que alcanzan nuestras
fuerzas. Solo te pedimos, pues, nos hagas el honor de
reedificarlo a nuestra costa. Sabemos las cortedades que
padecéis, y podéis estar seguros, que en esto no os
hacemos favor alguno, ni miramos sino a nosotros mismos,
y a todo este gran pueblo, a cuyo bien os habéis
enteramente dedicado, y en cuya utilidad ceden todos
vuestros saludables ministerios». El padre rector
agradeció, como debía, tan singular atención a los
caciques. Y en efecto, aunque algunas otras piadosas
personas concurrieron de su parte con algunas limosnas,
todas, ellas no habrían bastado sin la liberalidad de
los indios. Se emplearon en esta obra más de quinientos.
Venían por las mañanas a trabajar, y sacian al campo
coronados de guirnaldas de flores, y de la misma suerte
conducían a la iglesia las maderas, con música de sus
clarines y flautas, como consagradas al culto de Dios,
en que mostraban al mismo tiempo la piedad y la alegría,
que tanto aprecia el Señor en las dádivas que se ofrecen
a su culto. Con semejantes trabajadores, dentro de muy
poco se renovó y aun mejoró la fábrica de nuestro
templo, de que algunos días después tuvieron mucho que
sentir y en que manifestar de mil modos la aflicción y
singular aprecio que hacían de los jesuitas.
[Inténtase la traslación de la
Catedral de Pátzcuaro a Valladolid] Había
determinado por este mismo tiempo el ilustrísimo señor
don fray Juan de Medina Rincón, que actualmente presidía
aquella iglesia pasar de —129→ Pátzcuaro a
Valladolid la Catedral de Michoacán. Habíase intentado
esta traslación desde el tiempo del señor don Antonio
Morales, segundo pastor de aquella iglesia. Obtúvose la
bula de su santidad y la licencia del rey católico; pero
las dificultades con que se tropezaba en la ejecución,
fueron tantas, que dicho señor pasó, como cirros, al
obispado de Tlaxcala sin haberse podido resolver a poner
en práctica sus designios. El señor don Juan de Medina,
que le sucedió en el obispado y fomentaba el mismo
deseo, tuvo que luchar algún tiempo con muelles de los
republicanos, y los más ancianos de su cabildo, que no
podían resolverse a dejar sus casas y las antiguas
comodidades de Pátzcuaro, a quien miraban como a hechura
suya, y como una tierna memoria de su primer obispo y
padre don Vasco de Quiroga. Alegaban que el santo
prelado había escogido aquel lugar por divina
revelación. En efecto, era fama común que solicitó el
señor don Vasco de un lugar a propósito para establecer
su silla episcopal, y recorriendo para este efecto su
diócesis, llegó a Pátzcuaro, donde no halló más que un
carrizal a la falda de una pequeña altura. Pasó allí en
oración gran parte de la noche, y sobrecogido del sueño,
se le apareció el doctor de la iglesia San Ambrosio,
diciéndole, que dejase allí su residencia: se cree, que
al golpe de su báculo brotó a la falda de aquel
montecillo un ojo de agua, saludable y cristalina, de
que se provee todo el lugar, y a cuya educación
milagrosa, fuera de la común tradición, favorecen no
pocas de las antiguas pinturas. El suceso pareció
mostrar que había sido del cielo la elección. Los
indios, en número de más de treinta mil, dejaron con
gusto sus pueblos por venir a establecerse en la nueva
ciudad. Los más de los españoles, que desde el tiempo de
Cortés, bajo la conducta de Cristóbal de Olid, se habían
establecido en Tzinzunza, se pasaron a Pátzcuaro, que se
hizo desde entonces el centro de todo el comercio, y
como la corto de Michoacán. A pesar de la contradicción
de los antiguos capitulares, que ya eran pocos en el
cabildo que se juntó para explorar, según el tenor de
las bulas, su consentimiento, quedó resuelta la
traslación por la mayor parte de los vocales. Leyéronse
luego las reales cédulas, en que su Majestad mandaba se
trasladase a Valladolid el alcalde mayor, justicia y
regimiento de Pátzcuaro. La nueva metrópoli no distaba
de allí sino siete leguas al Este Surueste. Hasta
entonces no había sido sino un ruin cortijo con ocho u
diez casas de españoles, y dos conventos de San
Francisco y San Agustín. Esta ciudad, pretenden algunos,
haberla fundado el maestre de campo, Cristóbal de
—130→ Olid, y que de su apellido y la última sílaba de
su nombre, se le dio el que tiene. De esta opinión ha
sido Gil González de Ávila, de donde sin duda le tomaron
el padre Murillo y algunos otros modernos a quienes
favorece Bernal Díaz del Castillo, autor poco exacto en
este género de noticias. No sabemos que tenga más
fundamento esta opinión, que la analogía del nombre, y
saberse por otra parte que Hernando Cortés, mandó a
Cristóbal de Olid a Michoacán con cien infantes y
cuarenta caballos; pero estos, no se establecieron sino
en Sinsonza, y de allí pasaron algunos a Colima a
descubrir y pacificar la Costa. Parece lo más cierto,
que la ciudad de Valladolid la fundó don Antonio de
Mendoza, primer virrey de Nueva-España. Con ocasión de
ir a pacificar los rebeldes de Suchipila, jurisdicción
de la Nueva Galicia, se dice haber pasado por aquel
país, cuya hermosa vista le encantó. Determinado a
fundar en aquella rasa y fértil campiña una ciudad, que
fuese algún día la capital de la provincia, hizo en
nombre del rey merced de tierras a los que quisiesen
poblar en aquel sitio. Otros piensan haber sido con el
motivo de una caza. En efecto, sabemos cuanta era la
afición de este señor a este noble ejercicio, y que de
la que hizo uso de los antiguos mexicanos en las
vecindades de San Juan del Río, dura aun fresca la fama
en el llano hermoso que conserva hasta hoy el nombre del
Cazadero. Sea de esto lo que fuere, la ciudad
está como a sesenta leguas al Oeste de México. La
abundancia del país, genio y religión de sus antiguos
habitadores, es muy semejante a la de Pátzcuaro, de
quien ya hemos hablado. Le dan sus naturales el nombre
de Guayangaréo. Herrera la pone en 19 grados 10
minutos de latitud boreal; los más modernos en 20. El
primer convento que tuvo fue el de San Francisco,
fundado por fray Antonio de Lisboa. Sobrevino la
religión de San Agustín, que allí tiene un magnífico
convento, cabecera de una religiosísima provincia. Los
Carmelitas se establecieron por los años de 1593, en
tiempo del ilustrísimo señor don fray Alonso Guerra, que
fundó también el monasterio de Santa Catarina, sujeto al
ordinario. Algunos años después, los de Nuestra Señora
de la Merced y la hospitalidad de San Juan de Dios.
Villaseñor le da en el día a Valladolid como veinticinco
mil almas entre españoles, mestizos y mulatos. Indios
hay pocos, y hubo aun menos en sus principios. El
maestro Gil González, dice que don Antonio de Morales,
primero de este nombre, trasladó la iglesia catedral de
Pátzcuaro a Valladolid. No podemos dejar de sentir la
flaqueza de su memoria, cuando en el párrafo —131→
siguiente, hablando de don fray Juan de Medina, sucesor
del señor Morales, dice: este prelado trasladó la
iglesia catedral de donde estaba a donde está.
Fácilmente podríamos excusar y querríamos este
paracronismo, entendiendo lo primero de la intención
eficaz de aquel señor obispo, y de las bulas y cédulas
que se obtuvieren en su tiempo; puro son tantos los
descuidos que se notan, semejantes en este autor, que no
podemos entrar en el empeño de defenderlo. Del señor don
Vasco de Quiroga, dice que fundó en Valladolid el
colegio de la Compañía de Jesús. Aun citando en tiempo
de aquel ilustrísimo hubiera tenido Valladolid alguna
forma de ciudad, es cierto que según el mismo autor, la
Compañía no vino a las Indias sino después de algunos
años de muerto el venerable don Vasco, que en el
verdadero cómputo son siete, aunque en el suyo son
cinco, porque falsamente hizo venir a los jesuitas el
año de 1570 en 23 de junio. Esto hemos notado de paso
para que nadie quiera juzgar de nuestra cronología por
la del maestro Gil González. Laet en su descripción de
la América, dice haberse ejecutado esta traslación el
año de 1544. Este diligente flamenco confundió
vergonzosamente la primera traslación de Tzinzunza a
Pátzcuaro, que fue efectivamente ese año, con la de
Pátzcuaro a Valladolid. Bernal Díaz del Castillo y el
padre Basalenque, en la historia de su provincia, la
afijan el año de 80, contando desde aquel tiempo en que
acabó de trasladarse toda la ciudad, aunque se había
resuelto en cabildo y comenzado a poner en ejecución
desde fines del de 1578.
[Inquietud de los naturales con
esta ocasión, que sosiegan los jesuitas] Trasladada
la Catedral, era indispensable trasladarse el colegio
Seminario de San Nicolás, de que era patrono el cabildo,
y de cuya dirección, tanto por condescender con los
antiguos deseos del señor don Vasco, como en fuerza de
cláusula de fundación de nuestro colegio, se había
encargado la Compañía, en cuya consecuencia deban pasar
también a Valladolid los maestros de escuela y de
gramática. El padre provincial Pedro Sánchez, persuadido
a que todos los españoles de Pátzcuaro, y aun la mayor
parte de los indios, se procurarían establecimientos en
la nueva ciudad, había determinado que se trasladase
allá también el colegio. El amor de los paisanos a aquel
su antiguo sitio, y el que igualmente profesaban a los
padres, no dejó poner en ejecución estas prudentes
medidas. Cuando vieron comenzar a despojar las iglesias
de todos sus adornos, que las alhajas a que ellos habían
contribuido con su trabajo y sus limosnas, que las
estatuas y pinturas a que se tenía mayor devoción, eran
puestas en carros para conducirlas a la nueva ciudad, al
—132→ que corrían por cuasi todos los semblantes,
manifestaron bien las disposiciones del pueblo, que se
hacía aun violencia para contenerse en los límites de un
modesto dolor. Pero viendo deshacer los altares y
transportar las reliquias que con tanto costo y
solicitud había alcanzado de Roma el señor don Vasco, y
de que había procurado hacerles concebir la mayor
estimación y confianza, no guardaron medidas.
Prorrumpieron en sollozos, que degeneraron breve en un
tristísimo alarido. De la iglesia pasó a las calles
vecinas, y muy luego a toda la ciudad. De todas partes
acudían a millares; unos cercaban la iglesia, otros los
carros ya cargados. Cada uno suspiraba por el santo de
su mayor devoción, cuyo nombre repetían con voces
lastimosas, y entre la multitud se oía sonar con un
tiernísimo afecto que aumentaba la aflicción el nombre
de don Vasco, del obispo santo, del padre de los
tarascos, del fundador de Pátzcuaro. Seguramente
entregada la ciudad al pillaje de una nación enemiga, no
se habría visto en mayor consternación. Procuraban
algunos consolar al pueblo con muy bellas razones; pero
eran inútiles todos los esfuerzos, mientras veían crecer
a cada instante los motivos de su congoja. Intentaron
descolgar una hermosa campana que había mandado fundir y
consagrado con grande solemnidad y aplauso de toda la
multitud el señor don Vasco de Quiroga. Era esta el
único consuelo y recurso en las tempestades de truenos y
rayos, de que había sido antiguamente muy molestado el
país. A este espectáculo, mudaron de semblante las
cosas. De un pesar agravado, se pasa muy fácilmente al
furor y a la cólera. Los indios corrieron prontamente a
sus casas, se arenaron de sus arcos y flechas, y
volvieron en tropas a la defensa de la torre. Los
españoles interpretando aquel movimiento, no tanto, como
era en realidad, por una piedad imprudente, cuanto por
un principio de rebelión que había hallado ocasión de
prorrumpir con este bello pretexto, se armaban ya, se
nombraban oficiales, y se procuraban poner en estado de
defensa. Pareció bien en esta ocasión todo el
ascendiente que tenían los jesuitas sobre aquel gran
pueblo. Persuadieron fácilmente a los españoles que
aquella no era sedición contra el soberano, ni era justo
alumbrarles con la misma precaución y desconfianza un
delito de que ellos no habían dado hasta entonces el
menor indicio a los indios: que la intención de su
Ilustrísima no era privarlos de aquel consuelo; que se
habían tomado aquellas providencias en la persuasión de
que ellos vendrían a mudarse a Valladolid, donde se les
prometían —133→ tierras más fértiles, y temperamento
más sano; que si después de todo querían permanecer en
Pátzcuaro, no se les molestaría más en el asunto, ni se
les daría más motivo de inquietud. Con estas palabras
cesó por entonces aquel tumulto, que sin duda hubiera
tenido funestas consecuencias, y revivido después con
mayor fuerza si no se hubiera tomado la providencia de
dejar allí la campana.
Con el ruido de las armas no cesó
enteramente la causa que traía tan afligido al pueblo.
Supieron la determinación del padre provincial, y como
se pretendía pasar nuestro colegio. Luego corrió allá
toda la muchedumbre. Cercaban la casa desde afuera con
grandes alaridos. Los que entraban dentro se arrojaban a
los pies de los padres, preguntándoles con lágrimas si
querían también desampararlos. Tuvieron por respuesta,
que esa determinación se había tomado en suposición de
que todo el vecindario, o la mayor parto de él se
mudase; pero que si ellos no estaban en ese ánimo, no
les faltaría el colegio, aunque hubiesen de sacrificarse
los padres a mendigar entre ellos el sustento. Quedaron
llenos de consuelo, y colmando de bendiciones a todos
los sujetos de aquella casa. Solo restaba una grave
dificultad. Se había dado, como dijimos, para iglesia
nuestra la antigua Catedral, en que yace el venerable
cadáver del señor don Vasco. Habíase éste entregado a
los nuestros como en precioso depósito, que deberían
restituir sin embarazo siempre que se verificase la
traslación de la silla episcopal. Cumplida ya la
condición, reconvinieron a los padres para la entrega, a
que no sin grave pesar, se mostraron prontos, aunque
previendo bien que sería difícil ejecutarlo sin una
extraña conmoción de todo el pueblo. Efectivamente, este
era el golpe más doloroso para los indios. Luego que lo
supieron se renovó el llanto, y aun la indignación.
Volvieron a las armas y tuvieron algunos días acordonada
la iglesia y el colegio, mudándose toda la noche las
centinelas. Cuando ya pareció estar más descuidados,
vino una de las dignidades del cabildo para que
ocultamente se extrajese el cuerpo. No se ocultó este
ardid a la vigilancia y celo de los tarascos. Volvieron
a cercar toda la cuadra y para que jamás pudiese moverse
el sepulcro sin noticia suya, cortaron una loza de
enorme peso y magnitud, y lo sellaron con ella a su
satisfacción. El cabildo se vio obligado con dolor a
sobreseer en el asunto. Los indios triunfaron,
quedándose con el cadáver de su amado padre, a que les
parecía estar vinculada toda la felicidad de su país, y
los jesuitas tuvieron, y tienen aun hoy el consuelo de
que esté sepultado —134→ entre ellos un prelado tan
santo y que profesó siempre un tan sincero amor a la
Compañía. Por lo que mira al colegio, no se movió alguno
de los sujetos. Esta atención pareció necesaria a la
confianza y amor que habían mostrado aquellas buenas
gentes. El padre provincial vio muy bien la
incertidumbre y la incomodidad a que iba a exponer a los
suyos, que se enviaban a Valladolid. Esta ciudad
comenzaba cuasi a fundarse entonces. El señor obispo y
su cabildo, aunque tan favorecedores de la Compañía, se
veían empeñados en el edificio de la nueva Catedral y de
sus respectivas habitaciones, como los demás
republicanos.
[Principios del colegio de
Valladolid] Sin embargo, por no faltar lo que se
había convenido con un cuerpo tan respetable, se
enviaron allá dos sujetos de grande religiosidad, que
fueron los padres Juan Sánchez y Pedro Gutiérrez. El
primero por superior de aquella residencia, y el segundo
de maestro de gramática, a que se añadió poco después un
hermano coadjutor para la escuela. El regimiento de la
ciudad había prometido al padre provincial que poco
antes había venido de la visita del colegio de
Pátzcuaro, ayudar con lo que predican al acomodo de los
nuestros. Hospedáronse estos en una casa muy antigua y
ruinosa que los demás habían despreciado. El padre Juan
Sánchez, hombre industrioso y perito en la arquitectura
y matemáticas, la aseguró lo mejor que pudo. De un
establo y otra pieza que se le añadió reformó una
pequeña iglesia, tanto más devota cuanto más semejante a
la primera habitación que tuvo el hijo de Dios sobre la
tierra. Dos de los regidores se encargaron de juntar
entre los vecinos alguna limosna para el colegio. Estos
eran tan pocos, que apenas llegaban a cuarenta, y todos
pobres; sin embargo, se dieron a esta piadosa fábrica
algunas deudas, aunque pocas de ellas se cobraron. A los
ocho días trajeron los diputados a casa las escrituras y
entregaron al padre superior diez pesos y tres reales
en plata. Por la cortedad de este donativo será fácil
conocer las necesidades que pasarían los fundadores de
Valladolid en los primeros meses. El señor obispo entre
las muchas y gruesas limosnas que hacía a toda la
ciudad, no se olvidó de los jesuitas, pero más que todos
se esmeraron en procurarles todo alivio las dos
religiones de San Francisco y San Agustín. Los dos
esclarecidos conventos, de concierto entre sí quisieron
tomarse la obligación muy propia de su caridad, de
enviar cada semana al colegio lo necesario de pan y
carne, y tal vez algunas cosas pertenecientes al
servicio de la iglesia. Piadosísimo ejercicio en que
constantemente —135→ perseveraron todo el tiempo que
aquella casa destituida de fondos no podía sostenerse
por sí misma, que dura aún y durará siempre en la
memoria y agradecimiento de aquel colegio y de toda la
provincia. Tales fueron los principios de esta
fundación, fecundos en abatimientos y en pobreza, que
llevaban aquellos primeros jesuitas con una alegría y
prontitud de ánimo muy propia de su instituto apostólico
y poderosa para conciliarse el afecto y veneración de
toda la ciudad. Hombres, que abandonándose enteramente
al cuidado de la Providencia, solo procuraban el alivio
y la salud de sus hermanos. Como si no tuvieran cuerpos
que sustentar y que vestir, se les veía del todo ajenos
de aquellas congojas que tercian embargada la ciudad,
recogidos dentro de casa entregados a la educación de la
juventud y a sus religiosas distribuciones. No parecían
en las calles sino predicando los días de fiesta, o con
la campanilla en la mano juntando a los niños y gente
ruda para la explicación de la doctrina.
[Misión del padre Concha a la
Puebla, y principios de aquel colegio] Cuasi al
mismo tiempo que sobre estos cimientos se fundaba el
colegio de Valladolid, el padre Hernando Suárez de la
Concha corría en fervorosas misiones el territorio de la
Puebla. En todas partes hallaba mucho en que emplearse
su celo infatigable. En los pocos años que llevaba de
América había caminado ya en este apostólico ejercicio
todo el arzobispado de México y obispado de la Puebla;
dos o más veces había corrido el de Michoacán, otras
tantas la Nueva Galicia, y una gran parte do la
Nueva-Vizcaya. De los cuatro colegios que hasta entonces
contaba la provincia, dos puede decirse con verdad, se
debían al buen olor de edificación que este grande
hombre había dejado de la Compañía en sus excursiones
apostólicas. Presto lo veremos echar los fundamentos de
otro más ilustre en la ciudad de los Ángeles. Ocupábase
el padre en hacer misión en la villa de Carrión o de
Atlixco, a pocas leguas de Puebla, cuando recibió orden
de pasar allí a predicar la cuaresma. No era esta la
primera ocasión que había hecho cruda guerra a los
vicios en aquel mismo campo. En la ocasión presente
pareció haberse excedido mucho a sí mismo en la fuerza y
energía de su elocuencia, y haberse multiplicado el
trabajo. No parecía posible que un hombre solo pudiese
predicar con tanta frecuencia y tanto ardor, entregarse
tan de espacio y con tanta tranquilidad al consuelo de
los penitentes, responder tantas consultas, y componer
tantos litigantes, que con una entera eficacia se
comprometían en su persona. Una caridad tan oficiosa y
tan enteramente consagrada sin algún —136→ interés
personal a la utilidad pública, convirtió así los ojos
de toda la ciudad. Comenzose a tratar con ardor de la
fundación de un colegio; no eran nuevos estos deseos en
aquella ilustre república. Desde que pasaron por allí
los primeros jesuitas en su viaje a México había
pretendido detenerlos. Dijimos como el doctor don Alonso
Gutiérrez Pacheco, primer comisario del Santo Oficio y
segundo arcediano de aquella Santa Iglesia, los había
sacado del mesón y obsequiádolos en su casa. Este
ilustre prebendado no olvidó jamás la palabra que le dio
entonces el padre Pedro Sánchez, y había procurado
fomentar en su cabildo los mismos deseos. El ilustrísimo
señor don Antonio Ruiz Morales, quinto obispo de aquella
ciudad, que había quedado muy edificado de las
religiosas virtudes del padre Juan Curiel en Michoacán,
y de los otros padres que había tratado en México,
contribuyó no poco a hacerles formar un alto concepto de
nuestro instituto, como que de cuya observancia acababan
de ver una prueba bien sensible en el deseo de aquella
misión y de otra antecedente. Este señor había muerto un
año antes, y gobernaba el cabildo Sede vacante, en el
cual don Alonso Pacheco tenía una grande autoridad y
estimación, aun más que por su dignidad, por su gran
virtud y literatura, que lo merecieron algunos anos
después el honor de ser diputado a Roma, para impetrar
del Sumo Pontífice Paulo V la confirmación del concilio
mexicano. No le fue difícil persuadir a los demás
miembros del cabildo y a la ciudad, un asunto a que por
sí mismos estaban ya bastantemente inclinados. Trataron
de acuerdo con el padre Concha, y este pasó la noticia
al padre provincial, que admitió gustosamente la
propuesta. El arcediano, ya que algunas justas
obligaciones no le daban lugar a hacernos, como había
deseado, donación de la casa en que había hospedado a
los misioneros, hizo por lo menos toda la caridad que
pudo rebajando mucho de su valor, y vendiéndola a la
Compañía en solos nueve mil pesos, a pagar en diversos
plazos. Estaban las casas en el sitio mejor de la
ciudad, a una cuadra de la Catedral, plaza mayor y casas
de cabildo, justamente en aquel mismo lugar en que hoy
está el colegio. Para dar asiento fijo a la fundación,
pasó a la Puebla el padre Pedro Sánchez con el padre
Diego López de Mesa, a quien dejó por superior de
aquella casa, de que se tomó jurídica posesión el día 9
de mayo de 1578.
[Colocación de las santas
reliquias] Dejamos disponiéndose en el colegio
máximo la solemne colocación de santas reliquias. El
excelentísimo señor virrey, los cabildos eclesiásticos
—137→ y secular, los colegios, los republicanos, y las
señoras mismas, quisieron tomar mucha parte en la
dedicación y hacer alarde no tanto de su riqueza, como
de su piedad, y lo que acaso pudiera hacerse increíble,
de la grande aceptación y general aplauso que en tan
pocos años se ha granjeado la Compañía. De la relación
de estay fiestas, sacó a luz un tomo el padre Pedro
Morales; pero por ser hoy muy exquisito este libro y
tener aquí su propio lugar, daremos una idea general,
dejando aquellas particularidades que están bien en una
circunstanciada relación, y no tienen lugar decente en
una historia. Mandáronse imprimir unos breves sumarios
de todas las reliquias, de las muchas indulgencias que
la Santidad de Gregorio XIII concedía para el día de su
colocación, que se señalaba el 1.º del próximo
noviembre, y de otra, que había añadido de su parte el
señor arzobispo. Con esto se convidaron las cabezas
eclesiásticas y seculares, y las personas más
distinguidas de esta ciudad. Y pareciéndoles a los
diputados poco concurso el de todo México, despacharon
fuera de él muchas copias a todas las ciudades y lugares
del reino, con una relación del grande aparato que se
prevenía. La devoción o la curiosidad fue tanta, que de
muy lejos se vieron correr en tropas a la capital, y su
notó, no sin admiración que fuese en fuerza del convite,
o lo que parece más verosímil, por una rara y misteriosa
contingencia, que de todas las catedrales del reino se
hallaron para el día 1.º de noviembre algunos
capitulares que la iglesia metropolitana, como si fuera
de su mismo gremio, abrazó y honró cuanto fue posible
con los más distinguidos puestos. La ciudad y
ayuntamiento publicó un cartel literario con siete
certámenes, señalando ricos premios y jueces que
reconociesen el mérito de las piezas y los adjudicasen a
las que debían ser coronadas. Este cartel, con el noble
acompañamiento de los diputados y algunos otros
caballeros, de muchos colegiales de los seminarios, y
otros de los más principales de nuestros, estudios, con
ricos vestidos y jaeces, al son de trompetas y clarines,
se paseó por las calles. Llegando la vistosa caravana a
las casas de cabildo, un heraldo lo leyó en alta voz
desde el balcón, y al mismo, en un dosel de damasco
carmesí con franjas de oro, estuvo puesto algunos días.
Se dispusieron diez y nueve relicarios, cuyo adorno fue
de cuenta de las más nobles señoras, que con una piadosa
porfía procuraron excederse unas a otras, no menos en la
disposición y simetría, que en el número y preciosidad
de las joyas. El señor virrey mandó venir los caciques
de los pueblos comarcanos con sus respectivas —138→
insignias y música. Trajeron consigo los santos patronos
de sus pueblos, y tuvieron a su cargo asear las calles y
alfombrarlas de yerbas y llores que aun por noviembre no
faltan en la América. Hizo, fuera de esto, Su Excelencia
visita de las dos cárceles públicas de la ciudad, y en
atención a la solemnidad del día, dio libertad a muchos
presos, cuyas causas lo permitían, ofreciéndose Su
Excelencia y los reales ministros que lo acompañaban,
con grande ejemplo de liberalidad y caridad cristiana, a
pagar las deudas que muchos de aquellos infelices eran
el único delito que los había conducido a aquel lugar.
Acción que enseñó a toda la república, que aquel
exterior magnífico no podía ser agradable a los santos,
si no le añadían los interiores afectos de piedad, y la
práctica de las virtudes cristianas de que ellos nos
dejaron tan heroicos ejemplos. Las santas reliquias se
condujeron ocultamente de nuestra iglesia a la catedral,
de donde debía salir la procesión. Desde aquí hasta
nuestro colegio se levantaron cinco arcos triunfales, el
que menos de cincuenta pies de alto, todos de muy bella
arquitectura de diversos órdenes, con varias pinturas o
propias o simbólicas, y sus compartimientos para las
tarjas y letras dedicatorias y alusivas, de muy bello
gusto. Fuera de estos pusieron los indios a su modo más
de otros cincuenta, revestidos de yerba y flores
olorosas y adornados de flamillas y gallardetes con
varios colores, y de trecho en trecho algunos árboles
con sus respectivas frutas, unas naturales, otras
fingidas o de cera o de arcilla, y muchos pajarillos,
que atados con hilos largos, volaban con alegre
inquietud entre las ramas. Las puertas, balcones y
ventanas se adornaron con ricas tapicerías y varios
doseles de oro y seda. La riqueza de los adornos, y el
artificio y disposición fue tal, que el excelentísimo
señor don Martín Enríquez, después de verlo todo muy
espacio, dijo a los padres y señores que lo acompañaban,
que todo el poder del rey en las Indias no era capaz
de aventajar lo que en la presente ocasión había hecho
la Compañía.
A la mañana concurrieron a la
catedral todo el clero y beneficiados comarcanos con
sobrepellices, las religiones, los colegios y cofradías
con sus diferentes insignias. Los dos cabildos,
eclesiástico y secular, y el señor virrey con el
gravísimo senado de oidores, alcaldes de corte y demás
ministros de real audiencia, toda la nobleza de la
ciudad e innumerable pueblo. Ya todo se disponía a la
marcha cuando repentinamente llegó a Su Excelencia un
correo de Veracruz con la noticia del feliz arribo de la
flota a aquel puerto, y vuelto a los circunstantes,
ya comenzamos, —139→ dijo, a experimentar el
patrocinio de los santos. Y efectivamente, fuera de
ser tan plausible esta nueva en México, lo era mucho más
en las circunstancias de estar tan entrado el invierno,
y de ser el tiempo de nortes, a cuya violencia se temía
que peligrasen los navíos sobre la costa. En acción de
gracias se mandó luego entonar el
Te Deum con universal
regocijo que contribuyó no poco para hacer este día de
los más bellos y festivos que ha tenido la América.
Comenzó luego a ponerse en orden de concurso. Los diez y
ocho relicarios llevaban otros tantos señores
prebendados revestidos de riquísimos ornamentes, seguía
con la sagrada espina don Francisco Santos,
tesorero de la Santa Iglesia e inquisidor, electo
después obispo de la nueva Galicia. El ilustrísimo señor
don Pedro Moya de Contreras, ocupado en la visita de su
diócesis, no pudo hallarse a la función que había sin
duda autorizado gustosamente. Con este orden llegó la
procesión al primer arco situado en aquel ángulo de la
plaza que da fin a las casas del marqués del Valle, y
donde desemboca la calle de Tacuba, alto de cincuenta
pies y ancho de treinta y ocho. Era de orden toscano,
con dos fachadas, una al Sur que miraba a la gran plaza,
y otra al Norte hacia la calle de Santo Domingo. Tres
hermosas portadas daban paso, dos colaterales y una en
medio más alta en un tercio: en el friso que miraba al
Sur se veía la dedicatoria a San Hipólito mártir, patrón
principal de esta ciudad, por haberse conquistado en su
día esta corte de la América. La reliquia de este
insigne mártir, junto con otra que se venera en la
iglesia catedral, marchaba la primera en un brazo de
plata de dos tercias de alto. Al llegar la sagrada
reliquia salió del arco una danza de jóvenes vestidos a
la antigua mexicana, con mucha seda y hermoso plumaje.
Cantaron en alabanza del santo mártir en la lengua del
país, con metro castellano, algunos motes al compás de
varias escaramuzas que hicieron con mucho aire. Al fin
de esta cuadra, en medio de las cuatro esquinas, estaba
un majestuoso edificio que se elevaba sobre todas las
azoteas en forma de trono, sobre treinta y dos pies de
ancho, con cuatro frentes a otras tantas calles. En
cuatro gradas se levantaban otras tantas columnas,
histreadas de dieciséis pies, y orden jónico, que
recibían cuatro airosos arcos. Sobre estos corría al
rededor un zoclo en que se leía la dedicatoria a los
santos Crispín y Crispiniano, y sustentaba
una hermosa cúpula que terminaba en un globo dorado y
bellamente bruñido. En las cuatro esquinas se habían
dispuesto unos doseles con vistosas tarjas y poesías en
alabanza de aquellos ilustres mártires. —140→ Cuatro
pinturas de su martirio adornaban las cuadro frentes del
zoclo inferior, y dentro, en un altar riquísimamente
adornado, se veían sus estatuas, y se colocaron también
sus reliquias mientras se cantaba un villancico, se
admiraba su hermosura y se tomaba aliento.
De este edificio volvió la procesión
al Oriente por la calle que hoy llaman de los
Cordovanes, adornada de ricos tapices y paños de
Flandes. Poco después del principio de la cuadra, que
tiene de largo setecientos cincuenta pies, se entraba
por tres portadas en una bóveda que corría por más de
ciento y sesenta, toda curiosamente entretejida de
flores y yerbas olorosas, y entre las ramas pendientes
muchas frutas. Sobre los arcos de las portadas se veía
graciosamente imitado un edificio rústico, y dentro los
caciques y gobernadores indios con muchas banderas y
gallardetes, y gran golpe de flautas, trompetas y
clarines. Al pasar la procesión con varios artificios se
desprendían de arriba innumerables flores, se abrían
pomos con aguas olorosas, se soltaban pájaros, y
brotaban entre la yerba mil juegos de agua diferentes. A
los lados de la bóveda se veían muchas tarjas con
pinturas y poesías alusivas al martirio de San Juan
Bautista, a quien estaba el arco dedicado. En medio de
la cuadra estaba un altar magnífico, y se entraba luego
en otro arco o bóveda semejante a la primera que los
caciques de Chalco y otras provincias habían
adornado a competencia. Entrose siguiendo el mismo rumbo
en otra cuadra que llaman hoy de Montealegre.
Toda ella se veía llena de hermosos cuadros de muy bello
pincel, y mucha tapicería de seda y oro. Al fin de ella
habían erigido los vecinos otro arco de más de cincuenta
pies de alto, sobre treinta y dos de ancho. Era de obra
toscana fingido de ladrillo, excepto el cornijamento de
piedra parda que hermoseaban algunas fajas plateadas.
Era de tres órdenes de muy bella arquitectura: En el
tercero, que era de tres arcos sobre el frontispicio del
medio, se leía la dedicatoria a la Virgen nuestra Señora
y a su Santísima Madre y esposo. A uno y otro lado, dos
corredores en forma de tribunas con balaustras doradas
cerraban el paso y obligaban a volver hacia el Norte. En
estas tribunas se hallan dos coros de música, y llegando
allí las sagradas reliquias que venían a los dos lados
del preste, ocho de nuestros estudiantes, ricamente
vestidos, las recibieron y les dedicaron el arco con
bellas poesías y danzas muy curiosas. Entre tanto en la
cuadra que mira hacia donde ahora está el convento de
religiosos carmelitas, a mano derecha el primer
edificio, era el colegio Seminario de San Pedro y San
Pablo. —141→ Esta calle aventajaba a todas las
precedentes en la riqueza y gusto de sus adornos. Los
seminaristas habían elegido en medio de ella el tercer
arco dedicado a sus titulares los príncipes de los
apóstoles. Era suntuosísimo, y tal, que cuantos lo
vieron aquel día dijeron a una voz no haber visto en
la Europa cosa más perfecta en este género.
No ofrecía sino una sola entrada. El
alto de todo el edificio era de setenta pies sobre
cuarenta y ocho de ancho. Su color remedaba el del
mármol, su fábrica de orden dórico, fuera de los
balcones y pilastras que eran del rústico o toscano,
trabajadas de muchas fases a manera de brillantes. Sobre
la cornisa del primer compartimiento estaban las
estatuas de los doce apóstoles. El cornijamento de
piedra parda con algunas fajas de oro, el claro del arco
de en medio, era de quince pies y en proporción duple la
altura. La frente del medio era compuesta de cuatro
columnas y trascolumnas de jaspe turquesado. En lo bajo
de los pedestales algunos de los jeroglíficos dorados de
medio relieve.
En los intercolumnios dos
encasamentos cuadrados con el frontispicio agudo, y en
ellos las estatuas de los dos hermanos San Pedro y San
Andrés. Sobre cada estatua una tarja hermosa, y dentro
de su óvalo alguna sentencia a propósito que
interpretaba un dístico latino en la repisa. A los
lados, en unos medallones de cartón plateado, se habían
entretejido algunas sentencias en idioma y caracteres
griegos y hebreos. Debajo de la cornisa corría un
friso de cartón dorado y bien bruñido en que se leía la
dedicatoria. Sobre la cornisa de este primer orden
subían el segundo y tercero en buena proporción, con
varias letras, símbolos y pinturas. La fachada que
miraba al Norte era en todo semejante a la primera,
fuera de las sentencias, jeroglíficos e imágenes. Todo
terminaba en un vaso o copa de oro muy grande,
lleno de frutas y flores, y a sus lados dos ángeles. Al
llegar las sagradas reliquias, unos niños bien aseados
entonaron con voces suavísimas algunos motes alusivos a
la solemnidad y al colegio. Detrás de un altar, a que
hacía fondo un dosel de terciopelo verde bordado de oro,
y de dos ventanas que se abrieron improvisamente a los
dos lados del arco, salieron tres jóvenes con traje y
hermosura de ángeles, que en verso heroico,
representaron un coloquio muy acomodado a las
circunstancias del día. Apenas acabaron estos doce
seminaristas, vestidos todos de acero al uso de los
antiguos romanos, y entretejidas muchas joyas,
escaramucearon un rato, haciendo al son de los
instrumentos músicos —142→ las evoluciones militares
con una prontitud y gallardía, que fue muy aplaudida de
todo el concurso. Jugaron después un torneo quebrando
lanzas y regando el aire y el suelo con pomos de aguas
olorosas que lo llenaron todo de una suavísima
fragancia. Acabó toda la estación en una multitud de
pajarillos de varios colores a que repentinamente se dio
libertad de lo superior del arco.
Al fin de esta cuadra, donde hoy está
la iglesia del colegio, estaba cerrado el paso con un
boscaje hermoso. En una gruta que formaba en medio,
inicia con bello artificio de una lámpara encendida, una
fuente que arrojaba la agua muy alta. Los árboles del
contorno estaban llenos de todas las especies de frutas
propias del tiempo, y muchas otras remedadas, con
algunos otros géneros comestibles que pendían de sus
ramas. Volviendo a la derecha hacia el Oriente, se
presentaba a la vista el cuarto arco, que a los santos
doctores de la iglesia, había consagrado la juventud de
nuestros estudios. Ocupaba su fábrica toda la anchura de
la calle de más de doce varas. El claro del medio era de
doce pies, y diez y ocho de alto: cuatro pilastras, dos
a cada lado sostenían un cornijamento jónico, sobre el
cual se levantaban siete columnas dóricas con capiteles
y cornisas corintias; en el friso se leía con letras de
oro: Domus
sapientiae. Las columnas sostenían una
especie de cúpula. En medio se veía un sol de oro muy
bruñido con el santo nombre de Jesús, y en los
intercolumnios sobre repisas voladas, estatuas de los
cuatro doctores mayores de San Buenaventura y Santo
Tomás, cuya reliquia venía en la procesión, y del
místico y melifluo San Bernardo, cuyo nombre tenía uno
de nuestros seminarios. Sobre la cúpula terminaba una
estatua del Arcángel San Miguel, a cuya sombra estaba
otro de los colegios. Pasado este cuarto arco, y
caminando hacia el Oriente, se llegó a la portería de
nuestro colegio, que venía a corresponder, poco más acá
de donde está ahora la puerta reglar de San Gregorio,
donde está el general. Habíase fingido una portada muy
alta, sustentada de dos pilastras, sobre la cornisa se
veía un cuadro grande de bellísimo pincel, que
representaba al Sumo Pontífice Gregorio XIII, dando a
nuestro maestro reverendo padre general el cofre de las
santas reliquias, con esta letra:
In novan Hispanian. Como
sesenta pasos más adelante se levantaba el quinto y
último arco. Todo este espacio estaba de uno y otro lado
enriquecido de muchas colgaduras, cuadros, emblemas o
ingeniosas poesías. De las azoteas pendían los
estandartes, banderas y pendones de innumerables
pueblos, con sus respectivas armas. —143→ Se
consagró este arco a la sagrada espina y Cruz de
nuestro Redentor15.
Los jeroglíficos, letras y pinturas, eran todas de la
sagrada pasión. La fábrica era de orden jónico, fundada
sobre cuatro pedestales de una vara en cuadro, y vara y
media de alto. Sobre ellos se levantaban cuatro columnas
istriadas, sin basas ni capiteles, que recibían tres
arcos escarzanos. Por encima de sus claves corría un
friso muy gallardo en que se leía la dedicación, con la
arquitrabe y cornisa, que como todo el arco, remedaban
el jaspe turquesado con algunos perfiles de oro. Aquí se
levantaba un frontispicio plano de doce pies en alto con
hermosos símbolos y pinturas. Terminaban el edificio
tres ángeles de ocho pies de alto cada uno con una
insignia de la pasión. Al fin de la cuadra otro boscaje
muy natural impedía la salida, y en medio una fuente con
pilar y taja de mármol, cuyas aguas después de haberse
levantado mucho al aire, formaban por ocultos conductos
varios juegos de mucha diversión.
La iglesia en la riqueza y
disposición de los adornos, excedía en mucho todo lo que
hasta allí se había visto. Celebró la misa el señor don
Francisco Santos, y predicó otro de los señores
prebendados. Los tres días siguientes fueron de altar y
púlpito por su orden, las tres esclarecidas religiones,
de Santo Domingo, San Francisco y San Agustín. Los
cuatro últimos hizo la casa. Los más de ellos honró con
su asistencia el excelentísimo señor virrey, real
audiencia y tribunal de la fe. La capilla de la Catedral
y toda la plata de esta iglesia, sirvió en nuestro
templo todos los días de la octava.
Para las funciones de la tarde, se
dispuso una especie de tablados, y en medio un teatro
levantado para las representaciones y coloquios. Los
cuatro primeros días hicieron por su orden los colegios
seminarios de San Pedro y San Pablo, San Bernardo, San
Gregorio y San Miguel. El quinto, los estudiantes
seglares. El sexto, con innumerable concurso y aplauso,
se leyeron las piezas de retórica y poesía sobre los
asuntos que se habían señalado en los certámenes. Los
jueces en un tribunal majestuosísimo, que se había
erigido a este fin, reconocieron las piezas y
repartieron los premios. El séptimo día, se representó
la tragedia de la Iglesia perseguida por Diocleciano;
y el octavo, su triunfo, bajo el glorioso reinado de
Constantino el Grande, con tanta propiedad y viveza, que
encantado el pueblo, exclamó muchas veces al concluirse,
—144→ que se repitiera el domingo siguiente, como se
hubo de hacer con mucha mayor asistencia, y
extraordinaria conmoción de afectos piadosos. Estas dos
piezas, eran composiciones de los maestros de latinidad
y retórica. Los arcos duraron puestos por toda la
octava, y el del colegio de San Pedro por todo el mes de
noviembre. Pasada esta solemnidad, se ofrecieron muchos
particulares a hacer óvalos de plata y de cristal para
algunas reliquias de su mayor devoción, y todas se
colocaron con bella simetría en un altar, que para este
efecto se dispuso. En el centro de él se colocó una
imagen de nuestra Señora del Populo, copia de la que se
cree pintada por San Lucas, y se conserva en Roma en el
templo llamado de Santa María la Mayor, Santa María
ad Nives
o Santa Maria ad
Presepe. A ruegos de San Francisco de
Borja, tercero general de la Compañía, concedió la
Santidad de Pío V se sacasen algunos trasuntos, de los
cuales se añade haber mandado cuatro a esta provincia el
santo general, y ser los que se veneran en el colegio
máximo en Pátzcuaro, en Oaxaca y en Puebla.
El padre Francisco de Florencia es el
autor de esta distribución, y dice haber venido dichas
copias al cuidado del hermano Gregorio Montes. Un
antigo manuscrito, dice haber sido encargadas al hermano
Alonso Pérez. En todo hay dificultad, lo primero
porque ninguno de los dos hermanos venía derechamente de
Roma. Lo segundo, porque viniendo en la misma misión
siete sacerdotes, no es verosímil que se encomendase de
Roma a España el cuidado de ellas algún hermano
coadjutor. Fuera de esto, todos convienen que San
Francisco de Borja mandó sacar las copias, que las
repartió por varias provincias, y que algunas cupieron a
la nuestra, que era, digámoslo así, su Benjamín, o la
última hija en Jesucristo. Siendo esto así ¿cómo puede
decirse que vinieron al cuidado de aquellos padres o
hermanos que no vinieron a la América hasta cuatro o
cinco años después de muerto el santo Borja? Que dichas
imágenes sean, pues trasuntos fielmente sacados del
original de San Lucas, no lo dudamos; que esto lo
concediese el Soberano Pontífice con privilegio nunca
antes visto a los piadosos ruegos de San Francisco de
Borja, lo afirman constantemente todos los escritores de
su vida. Solo creemos que haya intervenido yerro en el
tiempo de su remisión, sobre el cual no podemos
aventurar alguna racional conjetura, faltándonos la luz
de los antiguos documentos.
A nuestro insigne fundador don
Alonso de Villaseca, no le habían dado lugar sus
enfermedades de asistir, como deseaba, a la colocación
de —145→ las reliquias. Suplicó que le llevasen las
de los apóstoles San Pedro y San Pablo, el Santo
Lignum Crucis
y la sagrada espina, que veneró con singular piedad.
Mandó luego que se hiciesen a su costa tres curiosos
relicarios de plata; de los cuales no sabemos por qué
causa solo se hizo uno, aunque su muerte no aconteció
hasta año y medio después. Se le llevó asimismo carta
del padre general, Everardo Mercuriano, en que le
daba las gracias de su benevolencia y liberalidad para
con la Compañía, y le incluía la patente de fundador,
concebida en estos términos:
Everardo Mercuriano,
propósito general de la Compañía de Jesús, a
todos los que las presentes vieren, salud
sempiterna en el Señor. Teniendo entera
relación de cierta fundación de un colegio
de la misma Compañía, que el ilustrísimo
señor Alonso de Villaseca ha hecho en
la ciudad de México, en la mejor forma y
manera que en derecho haya lugar, por nos y
en nombre nuestro y de nuestros antiguos
sucesores los propósitos generales de esta
dicha Compañía que por tiempo fueron, y de
toda ella, por la presente damos amplia
facultad al padre doctor Pedro Sánchez,
provincial de la dicha Compañía en la
provincia de México, para poder contratar
con el dicho señor, celebrar el contrato de
la dicha dotación y fundación, según y como
en el Señor le pareciere; lo cual desde
ahora, para cuando fuere otorgado,
otorgamos, confirmamos y aprobamos, y
aprobaremos, y confirmaremos de nuevo. Y
para mayor satisfacción y consolación
espiritual en el Señor de dicho señor
Alonso de Villaseca, desde luego le
admitimos por tal fundador, y concedemos
todos los sufragios, privilegios y
participación de méritos de la misma
Compañía en el mismo Señor, que según las
constituciones y privilegios de ella, se
conceden a los tales bienhechores y
fundadores de los colegios. Rogamos a la
infinita bondad de Dios nuestro Señor, que
así como ha sido servido darle gracia para
llamar a la Compañía y ser el primer
fundador de ella en aquellos reinos, así en
el cielo le conceda copiosamente la dicha
participación con cien doblada retribución.
Amén. En fe y testimonio de lo cual, dimos
esta nuestra carta patente, firmada de
nuestra mano, y sellada con el sello de
nuestra Compañía, que en semejantes casos
usamos. Fecha en Roma a siete días del mes
de marzo del afeo de mil quinientos setenta
y ocho.-Everardo. |
Esta carta le llenó de un sólido
consuelo, y desde entonces se aplicó con nuevo fervor a
la conclusión de la fábrica, y aun prometió adornar la
iglesia, si llegaba a verla dedicada: trataba a los
jesuitas con una familiaridad y cariño paternal, muy
ajeno de su genio naturalmente —146→ rígido y
austero. Su muerte, que sucedió dos años después, no le
dio lugar a cumplir lo mucho que había prometido.
[Aumentos de Pátzcuaro y
Valladolid] No había gozado solo México del tesoro
de las reliquias, algunas se enviaron también a Oaxaca y
Pátzcuaro. Esta ciudad, a quien se había despojado poco
antes de las que había mandado traer de Roma, y colocado
en su iglesia el señor don Vasco de Quiroga, se llenó de
sumo júbilo, cuando las vio reemplazadas por las que se
colocaron en nuestra casa, disponiendo así la
Providencia, que para merecer la afición de aquella
provincia, entrase la Compañía en todos los derechos y
acciones de aquel venerable prelado. Sobre todo, les
había encantado la benevolencia con que habían querido
permanecer entre ellos, aun con pérdida de los bienes
temporales. En efecto, el padre provincial Pedro
Sánchez, de concierto con los señores capitulares,
partió la renta que estos se habían obligado a dar para
alimentos del colegio de Pátzcuaro. Viviendo los
fundadores, y habiendo sido aquella primera fundación,
como provisional, mientras se verificaba la traslación
intentada ya desde en tiempo del señor Morales, no se
necesitaba más que el consentimiento del padre
provincial, quien hubo de condescender, y cuya
condescendencia aprobó después el padre general, a quien
privativamente pertenecía, según nuestro instituto. Este
socorro pareció necesario al colegio de Valladolid que
se miraba ya como el principal de aquellas provincias;
pero hacía notable falta al de Pátzcuaro. La Providencia
del Señor remedió bien pronto esta necesidad. El
licenciado don Juan de Arbolancha, noble vizcaíno, y de
un conocido afecto a nuestra religión, vino enfermo poco
después a la ciudad del partido de Guacana, cuyo pingüe
beneficio había obtenido por muchos años. Quiso vivir en
el colegio, y pidió con instancia ser admitido en la
Compañía. La avanzada edad y enfermedades, no dejaron
arbitrio para recibirlo. Sin embargo, el poco tiempo que
sobrevivió, se mantuvo en el colegio, a quien quiso
dejar por heredero de todos sus bienes. Fue enterrado en
el mismo sepulcro de los nuestros, y mandáronsele hacer
en la provincia los acostumbrados sufragios, como
insigne bienhechor, a quien debió aquella casa las
grandes creces que gozó después por largo tiempo. En el
colegio de Valladolid pagó también el Señor a los padres
la modesta y edificativa alegría que habían mostrado en
sus trabajos. Un año pasaron sin más renta que la
caritativa limosna de San Francisco y San Agustín, y lo
poco que de puerta en puerta mendigaban entre la corta y
pobre vecindad, que se veían obligados a partir con
algunos —147→ pocos estudiantes. Informado el señor
virrey don Martín Enríquez de semejantes necesidades,
conforme a su piedad y afecto a la Compañía, mandó se
diesen a aquel colegio mil pesos cada un año de las
carnicerías de Páztcuaro. Se comenzó a edificar casa
proporcionada con una pequeña pero suficiente y
acomodada iglesia, a que se agregó después una huerta
capaz y hermosa, de mucha recreación y utilidad, según
dejó escrito el mismo padre Juan Sánchez, a cuya
actividad e industria debe todo su ser aquel colegio.
[Incomodidades y contradicciones
en Puebla] No se pasaba con tanta comodidad en la
nueva fundación de Puebla. Se habían juntado entre los
vecinos limosnas bastantes para la subsistencia de los
sujetos. Don Mateo de Maulión, rico y piadoso
caballero, cedió a la casa una deuda de mil pesos, de
que se cobró la mayor parte; pero todo esto no era
suficiente hallándose empeñados en los nueve mil pesos
de las casas a que era forzoso satisfacer. Fuera de eso,
se habían ido agregando no sé con que esperanza, algunas
otras vecinas, como previendo la futura grandeza de
aquel insigne colegio. Estos créditos obligaron al padre
rector Diego López de Mesa a salir mendigando por las
haciendas y pueblos vecinos: los prebendados se
sirvieron de darle muchas cartas de recomendación para
los beneficiados de aquellos partidos, que son muchos, y
de los más pingües del reino. Sin embargo, después de
grandes fatigas y de los no pequeños sonrojos que traía
consigo un ministerio tan penoso, volvió a casa con
solos quinientos pesos. En medio de tantas estrecheces,
se veía en los sujetos una paciencia a prueba de muchos
mayores trabajos. No parece que vivían sino de la
caridad. El utilísimo ministerio de las cárceles y
hospitales, fue el que más procuró promover el padre
Diego López, y en que heredándose unos a otros el
espíritu, ha florecido hasta ahora singularmente este
colegio. Un ejercicio de tan poco brillo a los ojos del
mundo, de tanta mortificación y de tan común utilidad,
lo veremos luego premiado del cielo con una opulenta
dotación, y con la más constante prosperidad en lo
temporal, que ha gozado algún otro de los colegios de
Nueva-España. En la actualidad, de un tenue motivo de
ofensión que soplaban algunos espíritus tumultuosos,
pudo levantarse un incendio que no acabara sino con la
ruina total de aquella residencia. Uno de nuestros
predicadores arrebatado de su celo (quizá también con
alguna imprudencia, que no pretendemos santificarlo
todo) declamó altamente contra la nimia familiaridad y
licencia de ciertas personas, cuya profesión y carácter,
decía, por grande y respetable que fuese en —148→ la
Iglesia de Dios, no los ponía, sin embargo, a cubierto
de toda sospecha, y cuya conducta en esta parta debía
ser por lo mismo tanto más responsable, cuanto más ajena
de la pureza y de la santidad que profesar. Esta
invectiva pareció mal a cierta persona del auditorio.
Creyó que el predicador quería desacreditar a los demás
eclesiásticos y religiosas familias para levantarse
sobre sus ruinas con estimación de toda la ciudad. Se
comenzó a dar mayor extensión a las palabras del orador.
Ya se creía ver en ella los caracteres de tal religión,
y aun de tal sujeto. Esta calumnia enfrió mucho los
ánimos de los republicanos, y atrajo a los padres una
suma pobreza y despego de toda la ciudad, que no venció
sino después de mucho tiempo la constancia y el
silencio.
[Principios del colegio de
Veracruz] Entretanto, un nuevo y fecundísimo campo
se abría a nuestros operarios de merecimientos y de
trabajos en el mismo obispado de la Puebla. Dijimos
antes el bello hospedaje que se había hecho a los
nuestros en el Puerto de Veracruz, las singulares
demostraciones con que fueron recibidos, los ruegos e
instancias que obligaron al padre provincial Pedro
Sánchez a predicar allí el primer sermón, y que le
abrían obligado a dejar en aquella ciudad algunos de sus
compañeros, a no ser necesario conforme a la real
instrucción presentarse todos al virrey. Estos deseos
que la necesidad hacía crecer, les hicieron pedir
después misioneros, que en dos cuaresmas predicaron con
grande suceso y reforma de las costumbres. A principios
del año antecedente había estado allí por algún tiempo
el padre Pedro Díaz esperando ocasión de embarque para
Europa. La humilde y modesta circunspección del padre
procurador, junto con aquellas maneras dulces e
insinuantes que fueron siempre su carácter, su prudencia
y expedición en las resoluciones de las muchas consultas
que a cada paso le hacían, con ocasión de su comercio,
todo esto, digo, les hizo formar idea de la suma
utilidad de un colegio de sujetos del mismo desinterés,
de la misma literatura y del mismo espíritu. Trató la
ciudad seriamente de procurar a la Compañía
establecimiento en el país, e informado de sus deseos y
prudentes medidas, el padre Pedro Díaz antes de partirse
para España, escribió al padre provincial cuan justo le
parecía condescender con las piadosas intenciones de
aquel ayuntamiento. Verosímilmente fuera de México, en
ninguna parte parecía más urgente una residencia. Era
una población en que necesariamente habían de mantenerse
siempre muchos españoles por la comodidad del puerto, el
único por donde se comunica —149→ la Nueva-España
con la antigua. El comercio de Europa, que es todo el
ser de la pequeña ciudad, aunque la enriquecía
muchísimo, le traía en lo moral muy fetales
consecuencias. Los soldados y la gente de mar, dos
géneros de gentes que hacen como una pública profesión
del libertinaje, y los mercaderes y ministros reales,
eran todo el vecindario distinguido. Los tratos injustos
y usurarios, las extorsiones, el juego, la embriaguez,
los homicidios, la blasfemia, dominaban cuasi
impunemente como en su región, y eran una continua
materia de sobresalto y de dolor para los cuerdos y los
piadosos. Se carecía cuasi enteramente de pasto
espiritual, no bastando el cura para todo: ninguna de
las familias religiosas tenía casa aun en la ciudad, ni
era muy fácil acomodarse a un temperamento de los más
inclementes de la América. El padre provincial vino
gustosamente en la propuesta del padre Pedro Díaz, y
petición de la ciudad, a que fuera del provecho y
utilidad común, se allegaba la comodidad de tener en
aquel puerto algún hospicio o casa donde se recibiesen
nuestros misioneros, que después de una navegación tan
dilatada, padecían bastante con el rigor e intemperie de
aquel clima, o se veían precisados a ser onerosos al
vecindario. Se enviaron, pues, a la Veracruz los padres
Alonso Guillén y Juan Rogel. Este había estado hasta
entonces gobernando el colegio seminario de Oaxaca.
Acostumbrado al temple caluroso de la Habana y al genio
de la tropa y marineros, pareció el más a propósito para
fundar, y dar crédito a la Compañía en un país
semejante.
[Descripción del puerto] La
ciudad de Veracruz no estaba antiguamente donde hoy
está. Su situación era cinco leguas más arriba hacia el
Norte a la rivera de un río caudaloso, que a poco menos
de una legua, desagua en el mar. Por este río se
conducían las mercadurías de Europa a la antigua
Veracruz en barcas chatas proporcionadas a la poca
profundidad del agua. Su barra varía incesantemente de
fondo. El mar excitado de los nortes, más furiosos en
esta costa que en alguna otra del mundo, suele cuasi
segarla con la mucha arena que mete en la resaca, hasta
que estando más sereno, la misma fuerza de la corriente
se abre camino, y vuelve a arrojarlas al mar. Sus aguas
son muy cristalinas y puras. Abundan varios géneros de
pejes: de los más apreciados es el bobo, de que en lo
más crudo del invierno se pesca un número increíble. Es
también abundantísima la del pámpano a principios de la
primavera. El temperamento del país es extremamente
cálido y húmedo. Los fríos y calenturas —150→ son la
enfermedad regional. Los mosquitos de varias especies y
otros insectos perniciosos, causan a los extranjeros una
suma inquietud. Esta antigua población, la primera de
españoles en la Nueva-España, la fundó Hernando Cortés
por los años de 1519. Le dio el nombre de Veracruz por
haber desembarcado en esta región en viernes santo.
Algunos le dieron entonces, y no deja de conservar aun
entre algunos geógrafos el nombre de Villarica, o
a causa de la riqueza que halló entre aquellos indios, o
lo que es más verosímil, por la esperanza que le dio de
gozar los tesoros de todo el imperio mexicano. Sus
primeros alcaldes se dicen haber sido Alonso Hernández
Portocarrero y Francisco de Montejo, a quien en premio
de sus grandes servicios, de que hablaremos después,
honró su Majestad con el título de adelantado. Un
origen tan noble, parecía prometer mayores progresos que
los que ha tenido en la serie. Según parece por las
historias de la conquista, había en la vecindad de esta
villa, muchas y muy numerosas poblaciones de indios, de
que algunas pasaban de setenta mil. Si merece alguna fe
Tomás Gage (autor por otra parte infame y de estilo tan
corrompido, como lo fueron sus costumbres) en el año que
llegó a este lugar, que fue el de 1634, había aun muchos
indios, cuyo rendimiento y sumisiones refiere con un
aire de sátira. En el día en más de diez leguas
alrededor, no se encuentra una población considerable de
indios, y por lo demás es el lugar más despreciable del
mundo. Cuatro o cinco docenas de chinos y mulatos, que
pasan de la pesca, son todas sus familias, sin más
españoles que el cura y un teniente de gobernador. Las
casas son de cañas y los techos de paja16.
En todo el territorio no se podrá descubrir aun el más
leve indicio de las ruinas antiguas. El motivo y suceso
de esta desolación, tendremos lugar de exponer más
oportunamente en otra parte. Por los años de 1568 el
pirata Juan Jaween, habiendo entrado en este puerto
causó notable cuidado por no haber en él fuerzas
suficientes a resistirle. Al día siguiente, 15 de
setiembre, llegó con trece navíos de flota el
excelentísimo señor don Martín Enríquez, que tuvo el
honor de señalar los principios de su gobierno con la
expulsión de aquellos famosos corsarios.
Toda la esperanza de un
establecimiento cómodo que pudiera fundarse en la
riqueza de la pequeña villa, era seguramente muy
inferior —151→ a lo que podían prometerse los
jesuitas de la buena voluntad de aquellos republicanos.
En ninguna parte habían sido tan constantemente
deseados, ni recibidos con más aplauso. Luego se les
procuró comprar sitio a su elección. Los padres con la
poca experiencia que tenían del terreno, escogieron
justamente uno de los peores. Los vecinos, conforme a su
promesa, contribuyeron a la fábrica y subsistencia de
los sujetos con una liberalidad que fue preciso moderar.
Edificose una casa e iglesia con todas las comodidades
de que era capaz aquel clima ardiente. Las personas de
alguna distinción, fuera de lo mucho que daban en
dinero, enviaban a porfía sus esclavos a trabajar en la
obra todos los ratos que no hacían falta a su servicio.
En breve llegó a su perfección la fábrica, cuyo costo
pasaba de diez y seis mil pesos. Ningún colegio había
gozado en sus principios de semejante prosperidad, y
debemos hacer a aquellos vecinos la justicia de confesar
que en ninguna otra parte ha sido siempre tan universal
y constante la estimación y aprecio de nuestros
ministerios, de que dieron aun en lo de adelante pruebas
muy sinceras. Los padres de su parte no se valían de
este favor sino para el provecho de sus almas. El padre
Juan Rogel predicaba diariamente a los negros y mulatos,
de que había un gran número en la ciudad, después de su
trabajo. El padre Guillén o los españoles; uno y otro
apenas tenían rato libre de muchas y enredadas
consultas. Poco a poco se vieron desterrados los tratos
inicuos, se exterminaron las deshonestidades, los
juramentos y las blasfemias que habían sido hasta
entonces común lenguaje de las gentes de mar. Se
reconciliaron muchos enemigos, se refrenó la licencia y
disolución del juego, se introdujo la frecuencia de
sacramentos, y finalmente, de una mezcla confusa de
libertinos, se hizo en breve una república cristiana, y
en que desde entonces hasta ahora se ha propagado
felizmente en las familias la lealtad en los tratos, la
tranquilidad y honrada correspondencia entre los bienes,
junto con una constante aplicación a los ejercicios de
piedad.
[Dase razón de no haberse
encargado la Compañía de ministerios de indios]
Acaso desde los primeros pasos de la Compañía de Jesús
en Nueva-España, se habrá ofrecido a alguno de nuestros
lectores una duda a que no podemos pasar adelante sin
dar una entera satisfacción. Donde que la caridad del
señor don Alonso de Villaseca dotó tan opulentamente al
colegio máximo, comenzaron a divulgar con arte algunos
espíritus inquietos que aquella fundación no era
conveniente en México. Que en el seno de una ciudad
suficientemente abastecida de sacerdotes y ministros,
—152→ jamás cumpliríamos nuestro instituto y con las
órdenes de su Majestad que no había costeado tan
liberalmente nuestro viaje a la América, sino para que
nos ocupásemos en la conversión de los infieles, como lo
expresaba en su real cédula. Estas sordas murmuraciones
tomaron considerable cuerpo después que se vieron ir
sucesivamente fundando algunos otros colegios. No
conteniéndose en los límites de Nueva-España, pasaron a
representaciones a su Majestad en el consejo real de las
Indias. Efectivamente, a quien ignorase los motivos y
principios de nuestra conducta, no podrían dejar de
persuadir unas razones que parecían tener toda la
verosimilitud y tanto peso. Los mismos jesuitas recién
venidos a Nueva-España parecían haber entrado también en
los sentimientos de nuestros émulos. Rehusaban la
negligencia e inacción de los primeros fundadores en
haberse contenido en el recinto de una u otra ciudad, y
no haber corrido luego a llevar la luz del Evangelio a
las regiones más remotas en que reinaba aun
pacíficamente la idolatría. Sin embargo, no faltaron al
padre doctor Pedro Sánchez razones muy fuertes que lo
determinaron a tomar este partido, y que puedan en
cualquier ánimo desapasionado poner bastantemente a
cubierto de todas estas contrarias impresiones el
crédito de aquellos primeros padres. Ello es cierto que
había mucha gentilidad cuando vino a México la Compañía;
pero en todos los lugares accesibles al celo de los
misioneros católicos, había ya muchos ministros de otras
religiones que trabajaban en su conversión. Estos
obreros evangélicos, siguiendo las huellas del Redentor
y de sus primeros apóstoles, no habían escogido para sí
sino la gente más infeliz y despreciada a los ejes del
mundo. Se habían enteramente dedicado al cultivo de los
indios, y condenádose por su salud a los más penosos
trabajos. Entre tanto ni su ministerio ni su número les
daba lugar para ocuparse en la educación de la juventud
y en la reforma de las costumbres entre ley españoles.
Este doble objeto era entonces de la mayor importancia.
Estaba muy fresca aun la memoria, y se llora hasta hoy
de cuanto estorbo fueron para la conversión de los
indios la codicia y los desórdenes de algunos pocos
europeos, y lo mucho que aun en lo temporal perjudicaron
a la tranquilidad y provecho de estas conquistas.
Nuestros fundadores se persuadieron que ayudando a la
reforma de su propia nación, contribuirían mucho a la
reducción de los indios y a su temporal felicidad. Por
otra parte, con la instrucción de la juventud formaban
dignos ministros de los altares de que aquellos tiempos
había suma necesidad —153→ y proveían también a los
otros órdenes regulares de sujetos aptos para ocuparse
con honor de la religión en los empleos apostólicos.
Provecho que dentro de pocos años se comenzó a sentir, y
de que solo pudieron ser testigos los que lo habían sido
de la escasez y de la ineptitud de muchos de los
primeros curas que la necesidad obligó a poner encargo
de tanta importancia. Dejamos de esto atrás un grande
ejemplo en el primer sujeto que se recibió en esta
provincia.
[Principio de ellos en Huixquiluca]
Es cierto que uno de los principales motivos de Felipe
II, rey católico, en el designio de enviar jesuitas a
las Indias fue la conversión de sus naturales, y que
este es también el más sublime fin de nuestro santísimo
instituto; pero según él mismo, las misiones deben
agregarse a algunos colegios, que era preciso fundar
desde el principio, donde en virtud y letras se
formasen, conforme al espíritu de nuestra Compañía,
misioneros aptos para ocuparse después en la reducción
de los gentiles, lo que bastantemente declaró su
Majestad en la real cédula al excelentísimo señor don
Martín Enríquez, virrey de Nueva-España, mandándole que
diese e hiciese a la Compañía todo el favor que riese
convenir para su fundación, y les señalase sitios y
puestos para casa e iglesia. Esta indispensable
obligación embargó los primeros años toda la atención de
los primeros sujetos que vinieron de Europa, sin
dejarles lugar para instruirse en las lenguas de los
indios. Fundados los primeros colegios luego se les vio
aplicarse con ardor a este penoso ejercicio. Esto es lo
que veremos comenzar con suceso en este mismo tiempo, y
dentro de pocos años llenar de misioneros jesuitas las
vastas regiones de Sinaloa, de Sonora, del Nayarict, de
California, y derramar pródigamente su sangre por la
salud de los bárbaros, dar a Jesucristo innumerables
almas, levantar al verdadero Dios infinitas iglesias, y
añadir juntamente inmensos países a la corona del mayor
monarca de la tierra. Tal es el nuevo plan que breve se
presentará a los ojos en el cuerpo de esta historia, y
cuyos principios tuvieron la ocasión que vamos a referir
había vacado el beneficio del pueblo de Huixquiluca,
situado cuatro leguas al Oeste de México, y poco más de
una legua de la hacienda de Jesús del Monte de que
arriba hemos hablado. Pareció al padre provincial enviar
allá algunos sujetos para aprender la lengua otomí, una
de las más universales y la más difícil de toda la
América. El señor arzobispo condescendió gustosamente a
una petición tan saludable a su rebaño. Se envió por
superior al padre Hernán Juárez, y por maestro de
lengua al padre Hernán Gómez, y con ellos otros
doce —154→ sujetos. El padre Hernán Gómez había sido
beneficiado de un partido semejante, y entrado en la
Compañía se había distinguido mucho en la mortificación
y celo de las almas. Estos catorce sujetos, sin más
ejercicio que el de la oración y estudio de las lenguas,
pasaban en aquel desierto una vida semejante a la de los
antiguos anacoretas. La región es extremamente fría, la
habitación muy estrecha para tantos. No quisieron
admitir las obvenciones del beneficio vacante, aunque el
padre Hernán Gómez administraba los sacramentos y
ejercía con suma exactitud todos los oficios de párroco.
Su ordinario sustento era el de los indios, sin probar
pan sino de maíz, y con bastante escasez. Todo lo
endulzaba el frecuente trato con Dios y el deseo de
hacerse dignos instrumentos de su Majestad para la
satisfacción de sus escogidos. Se redujo a arte aquella
lengua bárbara, se compuso un copioso diccionario que ha
sido después de grande alivio a todos los que han
sucedido en este ejercicio. Con una aplicación tan
constante, en tres meses se hallaron en estado de poder
confesar en otomí, y explicar la doctrina cristiana a
los ignorantes; estos eran tantos, que aun los más del
mismo pueblo no tenían más de cristianos que el
bautismo. En algunos había aun muchas reliquias de la
antigua superstición. Determinaron los padres salir en
peregrinación de dos en dos por los pueblos vecinos de
la misma lengua. Estas expediciones eran de un sumo
trabajo; se caminaba a pie y con suma pobreza por unos
caminos escabrosos. En las poblaciones se juntaban los
niños, se cantaba con ellos la doctrina, se hacían
fervorosas exhortaciones, se visitaban los enfermos, que
eran muchos, por permanecer aun en las cercanías algunas
reliquias de la pasada epidemia.
[Nuevo socorro de misioneros]
Tal era la ocupación de los padres en Huixquiluca,
que podemos llamar un seminario de varones apostólicos,
cuando llegó a Veracruz un nuevo socorro de compañeros,
que habían de hacer después un gran papel en la
provincia. El padre Antonio de Torres, dotado de
un singular talento de púlpito, y después de algunos
años volvió a la Europa, y a quien hasta hoy reconocen
como a su apóstol las islas Terceras. El padre
Bernardino de Acosta, de una prudencia consumada en
el gobierno, de que gozaron por algunos años los
colegios de Valladolid, Oaxaca, Guadalajara y la casa
profesa de México. Padre Martín Fernández,
insigne ministro de espíritu, de cuyas luces y
maternales entrañas se sirvió muchos años la provincia
en la importante ocupación de maestro de novicios. El
padre Juan Díaz, que después de —155→ haber
leído con aplauso de Córdoba y Sevilla, y ocupado en la
Nueva-España puestos muy lustrosos, se redujo a la
simplicidad de la infancia, aprendiendo en su vejez las
lenguas de los indios, y acomodándose a su rusticidad
para ganarlos a Jesucristo. El padre Andrés de
Carried incansable operario. Los padres Francisco
Ramírez y Juan Ferro, cuya memoria vive aun
en olor de suavidad en la provincia de Michoacán y
nación de los tarascos, de que pueden llamarse
apóstoles, y otros muy distinguidos en letras y en
virtud. [Historia del padre Alonso Sánchez] Entre
todos merece particular atención el padre Alonso
Sánchez, gran siervo de Dios, pero de un espíritu
vehemente y austero, que fue necesario a los superiores
moderar muchas veces: magnánimo para emprender cosas
grandes cuando le parecían conducentes a la gloria de
Dios, y constante y tenaz en proseguirlas a pesar de las
persecuciones y estorbos que a semejantes empresas
nunca deja de oponer el mundo. Para la perfecta
inteligencia de lo que habremos de decir, conviene tomar
la cosa desde más alto, y hacerles tomar a nuestros
lectores una idea justa del carácter de este hombre
raro. Estudiando la filosofía en Alcalá el último año de
su curso, determinó, a imitación de los antiguos
anacoretas, pasar el resto de sus días lejos del
bullicio del mundo en la contemplación y el ayuno.
Confió su resolución a un clérigo condiscípulo y grande
amigo suyo. Era de una singular energía y felicidad en
explicarse, y en el ánimo de un sujeto inclinado a la
virtud, tuvieron sus discursos toda la eficacia que se
había prometido. El buen eclesiástico le aprobó el
proyecto y se ofreció a acompañarle. Resolvieron antes
de retirarse visitar a algunos de los principales
santuarios de España. De Alcalá salieron a Guadalupe, de
allí a la Peña de Francia, y luego a Monserrate en el
reino de Cataluña. Caminaban a pie y descalzos, si no es
a la entrada de los pueblos, en que entraban calzados,
por evitar la nota. Mendigaban de puerta en puerta el
necesario sustento en traje de peregrinos, y el padre
Alonso Sánchez en todo el tiempo de la romería trajo
ceñida al cuerpo una soga muy áspera. Iban en silencio y
continua oración que no interrumpían sino para tratar
algún rato de su principal designio para tomar las
medidas conducentes a su ejecución, y animarse a la
perseverancia. Tal era la disposición de entrambos
ánimos, cuando el sacerdote, hombre más maduro y también
más versado en las cosas de Dios, comenzó a disgustarse
de aquel género de vida. Parecíale que un género de vida
tan irregular y tan extraño, no debían haberlo
emprendido sin encomendarlo mucho tiempo al Señor sin
haberlo —156→ pesado muy maduramente, y sin haber
consultado algunos sujetos graves y muy versados en el
camino del espíritu. Estos pensamientos le atormentaban
bastantemente, y sin embargo, se veía precisado a callar
y disimular su congoja. Tenía bien conocido el carácter
de su compañero, y veía cuanto le había costado aquella
resolución, haber cortado el hilo de sus estudios,
perdido su colegiatura, y divulgádose ya su ausencia en
la universidad, en que era generalmente conocido y
estimado por sus talentos nada vulgares. En esta lucha
de pensamientos, habían llegado ya a la sierra, en cuya
cumbre está el famoso monasterio de San Benito y
Santuario de Monserrate. Pareciole al buen clérigo
tiempo y lugar oportuno para abrirse a su compañero,
manifestándole que le parecía errado aquel camino, que
mejor les estaría seguir otra vez el rumbo de sus
estudios, o que a lo menos se siguiese el dictamen de
hombres cuerdos e ilustrados, que supiesen discernir el
carácter de la verdadera vocación de Dios. Que si su
Majestad los llamaba a estado más perfecto, tenía la
Iglesia religiones santísimas, y diferentes institutos,
que podían seguir sin peligro. El padre Alonso Sánchez
no pudo oír razones tan graves sin una extrema
indignación. Lo trató de cobarde e inconstante en sus
resoluciones, añadió otras muchas injurias con un tono
agrio e insultante, de que quedó bastantemente
mortificado el eclesiástico, que se retiró en silencio y
encomendó muy de veras a Dios el éxito de aquella
empresa. Visitaron aquel famoso santuario, y el padre
Sánchez, que se había apartado gran trecho de su
compañero, salió primero de la iglesia, y comenzó a
visitar las ermitas que están en lo más alto del monte,
en que hacen vida solitaria y penitente algunos de los
monjes. La vista sola de aquella santa soledad, aquel
silencio, aquella opacidad, todo le inspiraba deseos
ardientes de dejar el mundo y retirarse a pasar
semejante vida en los desiertos. Con estas disposiciones
llegó a la última y más encumbrada ermita, consagrada a
San Gerónimo. Halló sentado a la puerta un anciano monje
de rostro venerable y macilento, que con un tono grave,
entrad, le dijo: haced oración y salid luego, que me
conviene hablaros. En efecto, al salir de la pequeña
iglesia, le tomó por la mano y llevándolo a una roca
algo apartada del camino, le descubrió sus intentos, y
lo que había tenido con su compañero en el camino. Le
reprendió severamente su dureza de juicio, y le mandó
seguir el consejo de aquel piadoso eclesiástico: y no
dudéis, le dijo, que haréis en eso la voluntad de Dios.
—157→
El buen joven sobrecogido de temor y
persuadido a que Dios para su remedio había manifestado
a aquel siervo suyo sus más ocultos pensamientos,
prometió obedecerle prontamente. Se juntó con su
compañero refiriéndole el caso y pidiéndole con lágrimas
perdón de los excesos a que le había conducido su
imprudente fervor. Bajaron al monasterio, y después de
haberse confesado y recibido la sagrada Eucaristía,
volvieron a Alcalá, donde habiendo el padre Sánchez
recobrado su colegiatura, y acabado con grande
aprovechamiento el curso de artes, determinó y consiguió
con facilidad ser admitido en la Compañía. En el
noviciado se distinguió luego entre todos, por un
extraordinario fervor y excesiva penitencia, en que
tuvieron los superiores mucho que corregirle. Concluidos
los dos años, reconociéndose en él un fondo de
voluntariedad y un espíritu de singularizarse,
determinaron que convenía mortificarle en lo más vivo
del honor, y hacerle conocer cuanto este género de
mortificación es más doloroso y meritorio, que las
corporales asperezas. Se le mandó que con sotana parda
caminase a pie al colegio de Plasencia a estudiar la
ínfima clase de gramática; señaláronle por contrario un
niño muy hábil de feliz memoria y de una gran viveza y
prontitud en las reglas del arte. Este, con aquella
inocencia propia de su edad, le provocaba cada día a la
disputa, le corregía con mofa el menor descuido, y
argüía con él de aquellas menudencias de tiempos, y de
declinaciones como con otro su igual. En un ejercicio de
tan sensible humillación perseveró seis meses, con una
paciencia y modesta alegría, de que satisfechos los
superiores, le mandaron a estudiar la teología al
colegio de Alcalá. Aquí fue condiscípulo del padre Juan
Sánchez, que confiesa haberse debido toda su aplicación
y aprovechamiento en las matemáticas, en que fue
aventajado. Salió el padre Alonso Sánchez excelente
teólogo, buen latino, buen orador, y con singulares
aplausos de poeta latino y castellano. Acabados sus
estudios, conforme al decreto de San Pío V, que se
guardaba en aquel tiempo, hizo su profesión de tres
votos, y se ordenó de sacerdote. Después de algunos años
fue elegido rector del colegio de Navalcarnero, cuyo
curato estaba a cargo de la Compañía en la diócesis de
Toledo. Sus demasiados fervores y la rigidez inflexible
de su genio, le atrajeron sobre sí y sobre la Compañía
la indignación del gobierno de aquel arzobispado. Para
satisfacerle y corregir al padre, lo enviaron con sotana
parda a leer gramática al colegio de Caravaca. Este
golpe acabó de desengañarlo. Resolvió entregarse del
todo a la penitencia y a la oración. —158→ En ella
empleaba constantemente cuantos ratos le dejaba libre la
obediencia, cosa que observó después toda su vida. En
este intermedio fue señalado de nuestro padre general
para esta provincia. De aquí fue nombrado con el padre
Antonio Sedeño para la vice-provincia de
Filipinas. Pasó después de algunos años a la gran China,
con el proyecto de establecer entre este imperio y
aquellas islas un comercio franco. Penetró más de
setenta leguas de la tierra adentro. Pasó de ahí a
Macao, llevando allá la nueva de la muerte del rey don
Sebastián, y de haberse incorporado el reino de Portugal
a la corona de Castilla, en la persona del rey católico
don Felipe II. Sosegó los ánimos conmovidos de aquellos
portugueses, y pudo tanto con su autoridad y sus
razones, que fue aquella ciudad la primera que en la
Asia portuguesa reconoció y juró obediencia a aquel gran
príncipe. Navegó al Japón, y habiendo naufragado a la
costa de la Formosa, estuvo tres meses en aquellas
playas, hasta que de los fragmentos de la nave
destrozada, pudieron formar un pequeño barco en que
volvió a Filipinas. Todos los órdenes de estas nuevas
islas, le nombraron por su procurador a la corte de
Esparta, para tratar con su Majestad asuntos importantes
al comercio y buen gobierno de aquella república, y
singularmente sobre la conquista del imperio de la
China. Las sólidas razones del padre, su felicidad en
proponerlas, y los arbitrios que le sugerían su
imaginación fecunda en este género de expedientes
políticos, tenía ya muy inclinado el ánimo del rey y de
sus consejeros. Mientras acababan de tomarse las medidas
proporcionadas para una empresa de tanta importancia,
partió a Roma con la doble comisión de tratar con Su
Santidad y con nuestro muy reverendo padre general
negocios pertenecientes al gobierno eclesiástico de
aquellos países, y al establecimiento de la nueva
vice-provincia. Hizo en aquella capital del mundo su
profesión de cuarto voto, y enviado a España por el
padre general, murió en el colegio de Alcalá.
[Novedades que introducen en lo
doméstico] Esta serie de sucesos tan desiguales y
tan varios, le había profetizado al padre Alonso Sánchez
una persona de sublime virtud y probado espíritu desde
que leía gramática en el colegio de Caravaca, y
testifica el padre Juan Sánchez haberlo oído de su boca,
desde que llegó a esta provincia mucho tiempo antes de
que se abriese paso de esta provincia a Filipinas, y sin
querer tomar parte alguna en la calificación de su
espíritu, debemos decir, que su conducta iba a causar un
trastorno universal en toda la provincia. Luego recién
llegado de Europa, se le —159→ observó entregarse
con mayor fervor que nunca al retiro, a la penitencia y
a la oración. El noviciado estaba entonces en el colegio
máximo. El ejemplo de una vida tan austera hizo una
fuerte impresión en los novicios y en los más sujetos
del colegio, en que parecía haber entrado una reforma,
aunque como se conoció muy en breve, nada conforme al
espíritu de la Compañía. El padre Alonso Sánchez,
como hemos ya notado, tenía una singular dulzura, y no
menor energía en explicarse. En sus sermones y en sus
conversaciones privadas, pocas, pero eficaces y
sostenidas de una conducta tan edificativa y tan
constante, extendió muy en breve los ánimos de todos en
su imitación. El padre provincial, aunque gozoso de
aquel nuevo fervor, tan digno siempre de aprecio y tan
recomendado en la iglesia, era sin embargo muy prudente
y muy ejercitado en la vida espiritual, para no conocer
que una penitencia tan rigurosa y una oración tan
continua, no podía dejar de causar un grande atraso a
nuestra juventud en los estudios, y un tedio a los
ejercicios y ministerios exteriores, muy ajeno de una
religión e instituto apostólico. Lleno de estos
pensamientos, destinó al padre Alonso Sánchez para
rector del colegio Seminario de San Pedro y San Pablo.
Aquí, sin testigos, ni arbitrios algunos, se entregó a
todos los excesos que le inspiraba su genio rígido y
austero, a una abstinencia rigurosísima, a un total
retiro, a una penitencia continua, pasaba en oración
cuasi todo el día y la mayor parte de la noche, siempre
de rodillas, sin dejar esta postura incómoda, aun el
poco rato que daba al sueño. Un género de vida tan
irregular, hizo un grande ruido entre los seminaristas.
En breve se divulgó a toda la ciudad. Muchos quisieron
imitarlo, y comenzaban ya a notar que no siguiese el
mismo plan el resto de los jesuitas. Entre estos
comenzaba a soplar con la diversidad de caminos el
espíritu de la disensión. Unos se entregaban mucho a la
oración, y entretanto se desamparaban los ministerios
más esenciales del confesonario, del catecismo y del
púlpito. Otros se daban a muchas y ásperas penitencias,
y mientras se enfriaba todo el ardor y empeño tan
necesarios para los estudios, que profesa la Compañía,
se debilitaba la salud, y muchos se inhabilitaban para
las demás funciones necesarias a la santificación de los
prójimos, como el tiempo lo dio a conocer bastantemente.
Estos misioneros, habían venido bajo
la dirección del padre Pedro Díaz, que con una
extrema diligencia concluidos todos sus negocios en
entrambas cortes, dio vuelta a la Nueva-España por
agosto de 1579. —160→ La razón de tanta aceleración
da el padre Everardo Mercuriano, en carta escrita
al padre visitador Juan de la Plaza, quien ya había
llegado a México. [Cédula de concordia en los
estudios de la real Universidad del colegio máximo]
Hase juzgado conveniente, dice, que torne el padre Pedro
Díaz, antes de la congregación de procuradores que aquí
se hará por el mes de noviembre de este año, porque
siendo el primer procurador que viene de esa provincia
con la relación del estado de ella, y estando pendiente
el asunto de las cosas más principales de esa provincia,
nos ha parecido importar más su vuelta tan breve, que no
el hacerlo esperar aquí otro año más. La cual cosa no se
traerá a consecuencia en lo porvenir, pues ha habido
esta causa particular para ello. En el mismo despacho
vino real cédula de su Majestad, conforme a lo que se
había pedido en la congregación provincial en que daba
forma y reglamento a los estudios de la real Universidad
y del colegio máximo, en el tenor siguiente: «El rey,
don Martín Enríquez, nuestro vice-rey, y capitán general
en la Nueva-España, y en vuestra ausencia a la persona o
personas a cuyo cargo estuviere el gobierno de aquesa
tierra. El padre Francisco de Porras, procurador
general de la Compañía de Jesús, nos ha hecho relación
que los religiosos de la dicha Compañía, con fin de que
los hijos de los vecinos de esa tierra se ocupasen en
recibir buena doctrina, y en el ejercicio de las letras,
han fundado algunos colegios en esas partes, y
principalmente uno en esa ciudad, en que se ha hecho y
hace gran fruto; y que los hijos de los habitantes de
ella y de otras comarcas, se han empleado y emplean allí
en loables ejercicios el tiempo que antes solían pasar
en ociosidad, leyéndoles latinidad, retórica, artes,
teología y casos de conciencia, con que han descubierto
muy buenos sujetos y habilidades, y van con continuación
en tendiendo en leerles dichas facultades, y que por
estar fundada universidad en esa ciudad, se podían
ofrecer algunas dudas entre ella, y los religiosos de la
dicha Compañía sobre oír los estudiantes algunas
lecciones en los dichos colegios, para residir sus
cursos y ser graduados. Por lo cual, no se tomando
concordia que a los unos y a los otros estuviese bien,
podía resultar algún inconveniente que turbase los
buenos efectos que esa república recibe con el buen
enseñamiento y doctrina de los dichos religiosos.
Suplicándonos, que para que esto se estorbase y esta
buena obra pasase adelante, mandásemos, que leyendo los
religiosos de la dicha Comparta en sus colegios
gratis, sin llevar ningún estipendio, latinidad,
retórica, artes y teología, en forma de seminario para
universidad y matriculándose todos y graduándose en la
dicha —161→ universidad, y acudiendo a los
prestitis, de modo que todo redundase en aumento suyo,
pudiesen los estudiantes oír en los dichos colegios las
lecciones que se leyesen de dichas facultades, o como la
nuestra merced fuese: e visto por los de nuestro consejo
de Indias, fue acordado, que se os debía remitir, como
por la presente os lo remitimos, y mandamos, que
cursando los dichos estudiantes en la universidad, y
graduándose en ella en lo demás, concordéis y conforméis
a los dichos religiosos y a la universidad, de manera
que el fruto que se hace, pase adelante, y tendréis
cuidado que las personas que entendieren en la dicha
doctrina y enseñamiento, sean siempre muy favorecidas y
ayudadas. Fecha en San Lorenzo a catorce de abril de
1579 años. -Yo el rey. -Por mandado de su
Majestad, Antonio de Herazo». Presentáronse al
excelentísimo señor don Martín Enríquez con esta cédula
de su Majestad dos bulas de Pío V y su sucesor Gregorio
XIII, expedidas a 10 de marzo de 1571, y a 7 de mayo de
1578, en que los soberanos Pontífices conceden a la
Compañía las cátedras de dichas facultades, aun en
lugares donde hay universidad, como se lean en distintas
horas, sin perjudicarse unos a otros los estudios, e
impone a los claustros y sus rectores pena de
excomunión, para que de ningún modo impidan o prohíban a
la Compañía un ministerio tan esencial a su instituto, y
de tanta utilidad como ha confesado y experimentado
siempre todo el orbe católico. Instruido el señor virrey
de tales documentos, con acuerdo y convenio de entrambas
partes, determinó las horas en que hubiesen de leer para
que en nada se faltase a los derechos incontestables y
primitivos de la real universidad, como se ejecutó y se
ha observado después constantemente con la más perfecta
armonía.
[Venida del padre visitador Juan
de la Plaza, con el hermano Marcos] En este mismo
viaje del padre procurador Pedro Díaz, vino también
patente de provincial al padre Juan de la Plaza.
Este sujeto había sido enviado de visitador al Perú, de
donde debía pasar después con la misma comisión a la
provincia de México. Había algunos meses que se esperaba
en Nueva-España, y la congregación provincial había
pedido a nuestro muy reverendo padre que concluida su
visita lo dejase en esta provincia. Por otra parte, el
padre don Pedro Sánchez, después de ocho años, poco
menos, de un gobierno trabajoso en cimentar y echar los
primeros fundamentos de tantos colegios, había suplicado
al padre general lo dejase gozar del reposo de una vida
privada. Así lo hallamos en carta del mismo padre
Everardo, su fecha a 31 de enero de 1579. Verá vuestra
reverencia (dice) en qué podrá emplear al padre Pedro
—162→ Sánchez cuando haya dejado el gobierno, de cuyo
celo y religión aquí estamos edificados, y de las buenas
partes que tiene y opinión que de él hay en ese reino.
Podrá vuestra reverencia ayudarse de él para buenos
efectos. Él me ha pedido con mucha instancia que lo deje
reposar sin cuidado de otros algún tiempo, y yo se lo he
concedido. En consecuencia de estas dos peticiones, se
determinó que el padre Plaza después de su visita,
tomase a su cargo el gobierno de la provincia. Y aunque
no había llegado aun a Nueva-España cuando vino esta
misión, llegó poco después por diciembre de 1579.
Desembarcó en el Realejo, puerto del mar del Sur, con el
padre Diego García, con el hermano Marcos y el hermano
Juan Andrés. El hermano Marcos sabemos haber sido
destinado por el santo fundador de la Compañía para
compañero de San Francisco de Borja, y a cuyo arbitrio
debiese moderar los excesos de su fervor. El mismo San
Borja, se dice haberle profetizado algunos años antes su
venida a las Indias. El padre Francisco de Florencia, en
el libro 4, capítulo 10 de su historia, escribe haber
muerto este buen hermano en el colegio de Oaxaca, y
asegura lo mismo el padre Andrés de Cazorla. No podemos
concordar esta noticia con lo que en el capítulo último
de la citada historia, escribe el mismo Florencia. De su
venida a México tenemos el testimonio más auténtico en
una carta del padre Everardo Mercuriano, fecha en Roma a
25 de febrero de 1580. Esta (le dice) os hallará en
México, de donde espero tener aviso de la llegada del
padre Plaza, y si le es ese cielo tan propicio, como le
ha sido el del Perú, pues ahí su residencia no ha de ser
de paso con el Divino favor, etc. En un retazo
manuscrito hallamos, que quedando el padre visitador en
México, el hermano Marcos navegó otra vez a la Europa, y
murió en el camino a Roma. Del Realejo, pasó el padre
doctor Plaza a Guatemala. Empeñáronse el presidente y
audiencia para que quedase en aquella ciudad el padre
Diego García, y aun antes de la venida de estos padres
habían pretendido lo mismo con el padre Pedro Sánchez,
según consta de informe que hizo la primera congregación
a nuestro padre general. No pudo el padre visitador por
entonces condescender a los deseos de aquella ilustre
ciudad; pero prometió enviarles para el año siguiente
misioneros, de cuyo trabajo hablaremos a su tiempo.
[Carácter del padre Plaza] El
padre doctor Juan de la Plaza era el hombre más a
propósito del mundo que se puede escoger para un empleo
de tanta consecuencia. Juntaba a una grande sabiduría,
una eminente virtud, mucha experiencia —163→ e
íntimo conocimiento del espíritu de la Compañía. Se
había hallado en Roma a tres congregaciones generales, y
en la última en que fue electo el padre Everardo
Mercuriano, tuvo también para general algunos votos;
demostración que prueba bastantemente el concepto que se
hacía de su mérito en aquella respetable asamblea. Por
orden de la misma congregación se ocupó en rever las
actas de ella, juntamente con los padres Claudio
Acuaviva, Diego Juiron, Francisco Adorno
y Gaspar Balduino, sujetos todos cuya memoria
hace grande honor a nuestra religión. Comenzó su visita
haciendo tomará muchos de los sujetos unos largos
ejercicios, que él mismo se tomó el trabajo de darles
con el mayor fervor y exactitud. Mandó observar algunos
rigorosos ayunos, e impuso algunas otras penitencias. Es
preciso confesar que no era este el remedio que
demandaba el estado actual de la provincia. Presto
conoció el varón de Dios que venía mal prevenido,
creyendo que estaba muy resfriado en Nueva-España el uso
santo de la oración y de las corporales asperezas. Se
informó de los excesos que había en esta parte, y
mudando enteramente de conducta, se aplicó luego a poner
en ello la más prudente moderación. En efecto, las
austeridades e irregular proceder del padre Alonso
Sánchez habían incitado a muchos a seguir un ejemplo de
que no eran capaces todos los espíritus y todas las
fuerzas. Solía el padre aconsejar algunos modos de
oración poco conformes a aquel divino método que la
Compañía ha aprendido de su santo fundador, y muy
expuesto a las ilusiones del propio y del maligno
espíritu, mientras no los caracteriza una vocación
particular del Señor, que tal vez fuera de toda regla y
diligencia humana, eleva algunas almas puras al ósculo
de sus labios en la más sublime contemplación. Esta
dulce unión y transportes suavísimos de amor, eran
frecuente materia de sus conversaciones, por los cuales
se dejaba ya aquel arte metódico y seguro de mover con
la meditación las potencias, y de observar aquellas
menudas pero importantes adhesiones que nos dejó San
Ignacio en el libro admirable de sus ejercicios. Por
otra parte, se observó que el padre Sánchez, por
aficionar los ánimos a la oración mental, hablaba de las
oraciones bocales en estilo poco ventajoso, y con que el
vulgo pudiera verlas con desprecio o tenerlas por
inútiles. Esto se hizo más notable en algunos de sus
sermones, los cuales, oyendo el ilustrísimo señor don
Pedro Moya de Contreras, no pudo dejar de decir que la
perfección cristiana, aunque altísima, no le parecía tan
difícil como la pintaba el padre Sánchez. —164→ Que
la devoción de rezar el Padre nuestro y Ave María había
sido siempre usada y venerada en la iglesia como
sumamente provechosa, y aun para el pueblo necesaria.
Con estas y semejantes especies, es fácil concebir la
turbación e inquietud de las conciencias. Había ayudado
en gran parte a esta revolución el padre Vicencio
Lanuchi, el primero que como vimos, enseñó las letras
humanas en el colegio de México, hombre amigo de
novedades y demasiadamente pagado de su dictamen. Siendo
maestro de retórica, intentó que no se leyese a la
juventud los autores profanos. Procuró disuadirlo el
padre provincial y que siguiese el estilo común de
nuestras escuelas. No sosegándose aun, escribió a Roma,
de donde se le respondió con fecha de 8 de abril de
1577: No conviene que se dejen de leer los libros
gentiles siendo de buenos autores como se leen en todas
las otras partes de la Compañía, y los inconvenientes
que vuestra reverencia significa, los maestros los
podrán quitar del todo, con el cuidado que tendrán en
las ocasiones que se ofrecieren. Pretendió después
volver a la Europa con pretexto de pasarse a la Cartuja,
y se valió para esto de medios ajenos de nuestro
instituto, mendigando la intercesión del regente de
Sicilia que se hallaba en la corte de Roma. Estas
particularidades sabemos por carta del padre general
Everardo, fecha en 31 de enero de 1579. El padre
Vicencio Lanuchi, dice, habiendo mostrado hasta ahora
mucho contento de estar en esas partes, ahora ha hecho
grande instancia para volver por acá, usando del medio
de seculares, a quienes ha puesto por intercesores para
esto. Vea vuestra reverencia la causa de esta novedad, y
procure consolarle y ocuparle, supuesto que no conviene
que acá venga. Cuando llegó esta carta ya el padre
provincial Pedro Sánchez, importunado de sus ruegos, y
viendo que en Nueva-España no podía ser de algún
provecho, antes sí de un pernicioso ejemplo, lo había
enviado para Europa. Sobre este asunto escribió así a
nuestro padre general con fecha de 25 de febrero de
1590. De la venida del padre Vicencio Lanuchi, me ha
pesado, no tanto por la falta que hará en esa provincia
su ausencia, como por el ejemplo de otros flacos que no
faltan, según vuestra reverencia me escribe.
Efectivamente, con la ocasión del padre Lanuchi y el
amor a la vida austera y solitaria que había encendido
en los ánimos el padre Alonso Sánchez, se hallaron
muchos tocados del mismo contagio. Como en una nueva
provincia escasa de sujetos, era necesario que
trabajaren todos igualmente en la salud de sus prójimos,
comenzaron algunos —165→ a volver los ojos a la
Europa y a extrañar la quietud de aquellos colegios, en
que con menos interrupciones y trato exterior, podían
darse más largamente a la oración, y entregarse a todos
los excesos de la más rigorosa penitencia. Muchos
pretendieron abiertamente pasarse a la Cartuja. El
hermoso pretexto de mayor recogimiento y más continua
contemplación, no era en realidad sino una fuga
vergonzosa de la fatiga y del trabajo, que acompaña los
ministerios apostólicos. Había sido muy común esta
tentación en algunos misioneros de la India Oriental, y
el juicio que formamos de estos jesuitas de la América,
es precisamente el mismo que formó la cabeza de la
Iglesia San Pío V, y que explicó con palabras gravísimas
en su constitución,
equum reputamus, expedida
el día 17 de enero del año de 1565.
[Pide el señor obispo de Manila
jesuitas para Filipinas] Todo este desorden tuvo que
remediar el padre Plaza, y lo consiguió con la mayor
felicidad, mezclando con maravillosa prudencia la
entereza y la dulzura, según las diversas
circunstancias. El padre Lanuchi había ya pasado a
Europa cuando vino el padre visitador, y por lo que mira
al padre Alonso Sánchez, breve le proporcionó ocupación
en que emplearse con más extensión y más honor de la
Compañía, su celo y sus talentos. Acaso por este mismo
tiempo había vuelto de la Europa el excelentísimo
reverendísimo señor don fray Domingo de Salazar, del
sagrado orden de predicadores, destinado del rey
católico para primer obispo de Manila en las islas
Filipinas. Este sabio y religioso prelado conoció desde
luego todo el trabajo vinculado a aquella alta dignidad,
en unas islas recién descubiertas, y en que apenas
comenzaba a rayar la luz del Evangelio. Suplicó a su
Majestad le permitiese llevar consigo algunos religiosos
de la Compañía de cuyo celo, decía, por la salvación de
las almas, de cuya utilidad para la Iglesia y fidelidad
para con los reyes sus soberanos, podía seguramente
prometerse los más felices sucesos en lo espiritual y
temporal de aquellas recientes conquistas. Don Felipe
II, por sí muy piadoso y singularmente afecto a nuestra
Compañía, condescendió gustosamente, mandando que de la
provincia de México se le diesen algunos sujetos de
conocido espíritu y letras para fundar misiones en las
nuevas islas, que a su constante protección, no menos
que a la época feliz de su descubrimiento, debieron el
nombre de Filipinas. Poco tiempo antes había
pretendido esto mismo el excelentísimo señor don Martín
Enríquez, como se ve por una carta de nuestro padre
general fecha en 31 de enero de 1579, escrita al mismo
señor virrey, que dice así: «Excelentísimo señor Por la
relación que he tenido hasta —166→ aquí del padre
Pedro Sánchez, y la que de fresco me ha dado el padre
Pedro Díaz, entiendo la protección continua que vuesa
excelencia tiene de las casas de nuestra Compañía, y las
buenas obras que hemos recibido de su mano. Mucho me ha
consolado el buen suceso que el Señor ha dado hasta aquí
a los ministerios nuestros, y la gran puerta que se abre
para emplearnos según el fin de nuestra vocación. El
padre Pedro Díaz lleva consigo buena provisión de gente,
como la majestad católica me ha pedido, y he señalado
algunos que puedan ir a las Filipinas, por haberme
escrito de ella que vuesa excelencia lo desea. Es pero
que como vuesa excelencia hasta aquí nos ha cuidado, así
también lo hará de aquí en adelante, especialmente en lo
que yo tanto deseo, de que sean los naturales socorridos
como cosa tan propia de la misión de los nuestros a esas
partes. Nosotros, como con la gracia divina procuramos
de no faltar a nuestra obligación en esta empresa, así
también procuraremos reconocer las obligaciones que
tenemos a vuesa excelencia, a quien nuestro Señor guarde
y prospere, etc.». El padre visitador Juan de la Plaza,
en consecuencia de la real orden, señaló a los padres
Antonio Sedeño y Alonso Sánchez, con el hermano Gaspar
de Toledo, estudiante, y un coadjutor. La asignación del
padre Alonso Sánchez, dio el lleno a la predicción que
de su viaje a Filipinas había tenido algunos años antes,
y aunque en las circunstancias pudiera parecer de alguno
resolución nacida de la política y de la prudencia
humana, el suceso mostró que era elección de Dios, y que
aquel celo ardiente que lo consumía en el retiro de una
vida privada, hallando entre los bárbaros una esfera y
un pábulo proporcionado a su actividad, había de hacer
de él un digno instrumento de la salvación de muchas
almas. Seguiremos algún tanto en la Asia las huellas
hermosas de estos ministros evangélicos: ni será de
extrañar que siendo la provincia de Filipinas una
extensión de la de México, e hija suya en el espíritu,
extendamos la pluma más de tres mil leguas más allá de
la América, pues tan lejos se dispararon sus saetas de
salud, y volaron como benéficas nubes sus hijos
apostólicos.
[Compendiosa descripción de
aquellas islas] Las islas que hoy llamamos
Filipinas ignoramos qué nombre tuvieron antes de su
conquista, aunque es bastantemente verosímil sean las
mismas que llama Ptolomeo Maniolas. El lugar, el
número, la longitud, latitud y abundancia de imán con
que las caracteriza este famoso astrónomo, no distan
mucho de lo que se ha visto después en estas islas. El
primer español que las descubrió fue Hernando de
Magallanes, —167→ en aquel célebre viaje en que dio
vuelta al mundo por los años de 1521. Después de él
tentaron la conquista de este país distintos capitanes,
don García de López enviado de España, y
Álvaro de Saavedra encargado de esta honrosa
expedición por su pariente el marqués del Valle. Los dos
murieron en el mar. Don Pedro de Alvarado, adelantado de
Guatemala, obtuvo del rey la misma comisión, y murió
estando para hacerse a la vela. Don Rui López de
Villalobos que le sucedió por orden del virrey de
México, después de muchas desgracias ocasionadas de su
mala conducta, acabó consumido de tristeza en Amboino el
año de 1546. El adelantado Miguel López de Legaspi
fue el segundo que desembarcó en Zebú y luego en
Manila. Zebú fue la primera población de los españoles
en la Asia y el primer obispado de estas islas.
Estableciose allí la religión de San Agustín de 1565. La
conquista costó muy poca sangre. Después de una breve
resistencia, se añadieron todas las islas, fuera de
Mindanao que hasta ahora no se ha conquistado
enteramente a la corona de Castilla. Los religiosos de
San Francisco se fundaron en Manila por los años de
1577. Las más considerables islas de todo este
archipiélago, que Magallanes llamó de San Lázaro, son la
de Luson o Manila, la de Mindanao, en que predicó en
otro tiempo San Francisco Javier, la de Paraguay, Babau
y Lette, las de Mindoro, Panai, Isla de negros, Zebú y
Bool. Estas están cercadas de otras muchas que pasan por
todas de ciento sesenta. Ocupan desde el quinto hasta el
vigésimo grado de latitud boreal poco menos. La isla
principal de Luson tiene de largo como doscientas
leguas, y como de treinta a cuarenta en su mayor
anchura. Es de todas la más septentrional y la más
poblada. La ciudad de Manila la fundó Miguel López de
Legaspi el 21 de junio de 1571. El rey católico le dio
armas y título de ciudad el 21 de junio de 1571.
Gregorio XIII le hizo ciudad episcopal el de 78, y
Clemente VIII la erigió en metropolitana el de 1595. La
primera audiencia fue a Manila el año de 1584, y por
primer presidente el doctor don Santiago de Vera. Está
situada en la embocadura del río Pasig, que nace de la
laguna de Bay y corre del Este a Oeste a arrojarse en el
océano estragangen en 14 grados y 40 minutos de latitud
septentrional. Las calles son anchas y tiradas a cordel.
Guarnece la plaza, que es un polígono irregular, una
alta y espesa muralla con algunos baluartes y buena
artillería, de que hay fundición allí mismo, como
también fábrica de pólvora. Tiene muy buenos edificios:
los principales son, la catedral, que —168→ fabricó
el ilustrísimo señor don Miguel de Poblete en
1654, los conventos e iglesias de San Agustín, de San
Francisco, de Santo Domingo y colegio de la Compañía.
Dos colegios seminarios, el de San Juan de Letrán, a
cargo de religiosos dominicos, y el colegio real de San
José bajo la dirección de los jesuitas. El arzobispo
tiene tres sufragáneos, el de Zebú en la ciudad del
nombre de Jesús, fundación del mismo Legaspi en la costa
oriental de la isla de este nombre, y la primera
población de los españoles. El de Camarines en la nueva
Caseres, que en memoria de su patria fundó el doctor don
Francisco Sandi, segundo gobernador de Filipinas, y fue
instituido por Clemente VIII el año de 1595, y el de
Cagayán erigido el mismo año, y cuya capital es la
Nueva-Segovia, que fundó el tercer gobernador don
Gonzalo Ronquillo. Estos dos últimos están en la
misma isla de Luson, el primero en la parte austral y el
segundo en la septentrional, quedando el arzobispado en
el centro del país. El temperamento es bastantemente
cálido; pero sin embargo, saludable. El terreno fértil,
y abundante de todo lo necesario a la vida, mucha la
pesca de varios y exquisitos pejes, con quien compite la
caza. Son muchos los animales, las aves y las plantas,
no conocidas en la Europa. Los renglones de su comercio
son el oro, las perlas, el ámbar, el imán, la algalia,
la cera, la miel, la sal, el añil, el palo del Brasil,
que allí llaman sibucao, el ébano y otras maderas
exquisitas, mucho tabaco, alguna canela y más pimienta,
aunque estas dos especies poco o nada se cultivan. Si a
esto se junta la seda, la porcelana, el maque, el papel,
la cotonía y otras especies preciosas que le vienen de
China y del Japón: el clavo, la nuez moscada, el
incienso, las chitas, zarazas y otras telas, el marfil,
el alcanfor, el nácar, los diamantes y rubíes que
vienen de toda la India Oriental y de la Persia. La
plata, la grana y otras muchas cosas que llevan de la
América, y por ella de la Europa, se formará un conjunto
de preciosidades que la hacen una de las más ricas
ciudades del mundo. [Descripción de Manila] Esta
opulencia atrae allí gentes de todas las naciones. La
plaza de Manila es una asamblea de japones, de chinos,
de árabes, de persas, de armenios, de malabares, de
americanos, de españoles, de portugueses, de holandeses,
de franceses, de ingleses y otros muchos de Europa que
causan una hermosa variedad de trajes, de idiomas, de
profesiones, de fisonomías y de talles. La comodidad y
riqueza de estas islas les han atraído la persecución de
algunas potencias. Los portugueses resistieron por algún
tiempo a su conquista. Limahon, pirata chino, —169→
la embistió con setenta navíos por los años de 1574. El
Cofegn o Pumpuam, famoso corsario de la misma nación, a
la mitad del siglo pasado, después de haber echado a los
holandeses de Isla Hermosa, mandó intimar a la ciudad
que se rindiese, aunque no tuvieron efecto alguno sus
amenazas, el año de 1600. Oliverio Wander Nooxt acometió
a Maravidez, isla pequeña, frente de la bahía de Manila,
y puso en armas a la ciudad, de que salió mal
despachado. No desistieron los holandeses de su intento.
El gobernador don Juan de Silva los derrotó sobre Playa
Honda por los años de 670 y tomó sobre ellos un rico
botín. Los sangleyes, por los años de 1605, los japones
en número de más de quinientos, en 1606. Los chinos, en
número de más de tres mil, por los años de 1639, se
amotinaron tomando las armas contra los españoles. Pero
unos por arte y otros por fuerza, entraron presto en su
deber. Finalmente, en esta última guerra los ingleses,
bajo la conducta de un almirante después de haber dado
la nación pruebas nada vulgares de su valor y de su
fidelidad para con la corona de Castilla, la tomaron por
asalto siendo el ilustrísimo señor don Antonio Rojo
Río y Vieya, su dignísimo arzobispo y presidente
entonces de su real audiencia, hizo en la ocasión cuanto
podía esperarse de un prelado vigilante, de un prudente
gobernador, y de un consumado general. El padre Murillo
da a estas islas todas 900000 cristianos. Tal fue el
teatro de los apostólicos sudores de estos dos
misioneros, y tal ha sido el copioso fruto de sus
trabajos.
[Fundación de Tepotzotlán]
Mientras que se preparaban los hijos de esta provincia
para el viaje a las islas Filipinas, sobre muy débiles
principios comenzó a levantarse uno de los más grandes y
útiles colegios de Nueva-España. Con ocasión de haberse
proveído por este tiempo el beneficio de Huixquiluca, no
juzgó el padre visitador que podía subsistir allí
aquella especie de seminario que se había formado para
el estudio de las lenguas. Retiráronse todos los sujetos
a México, y el padre Plaza suplicó al señor arzobispo
señalase si le parecía bien, alguna otra población en
que los padres pudiesen servir a los indios y a su
Ilustrísima. Vacó en estas circunstancias el beneficio
de Tepotzotlán, que pareció a don Pedro Moya de
Contreras lugar muy a propósito para los designios de la
Compañía. Enviáronse allá los padres Hernán Gómez y Juan
de Tobar, insignes en la lengua otomí, masagua y
mexicana, con algunos otros sujetos que voluntariamente
quisieron dedicarse a este trabajo, de que solo queda
memoria de los padres Diego de Torres, Juan
Díaz y Vidal. —170→ Del colegio de México, de
donde solo dista siete leguas, se proveían los padres de
todo lo necesario, sin recibir cosa alguna de la
feligresía, aunque como en Huixquiluca ejercitaban con
el mayor cuidado y vigilancia todas las funciones de
párrocos. El primer trabajo fue reducir a una sola
población las muchas en que estaban repartidos los
indios. A estos diferentes cantones, se les iba todos
los días de fiesta a decir misa, y a predicarles la
doctrina cristiana, con lo que atraídos de la dulzura y
suavidad de sus ministros, comenzaron a pasarse a
Tepotzotlán muchas familias, lo que cuasi en todo el
resto de los pueblos de Nueva-España no había podido
conseguirse sin violencia. Uno de aquellos fervorosos
neófitos que habían tomado esta resolución, se vio
dentro de muy pocos días muy perseguido de sus amigos y
parientes, que querían volverlo a sus antiguas
poblaciones. Resistió constantemente a todos sus
discursos y amenazas, y con esta ocasión descubrió a los
padres el motivo de aquellas eficaces instancias. No
eran solo la embriaguez y la disolución el único motivo
que obligaba a estos indios en no consentir en la
traslación de sus familias; había aún entre ellos mucha
idolatría, de cuyo ejercicio y profesión se guardaban
todos los cómplices un secreto inviolable. Tenían las
asambleas para estos misterios de iniquidad, o de noche,
o en los bosques más espesos, o en las quebradas y cimas
inaccesibles de los montes. La dificultad de la lengua
otomí que hablan los más de ellos, y que verosímilmente
habían ignorado hasta entonces los beneficiados de aquel
pueblo, los ponía bastantemente a cubierto de todas las
diligencias conducentes a su conversión. Entre estos
infelices se halló una familia cuyo tronco era el jefe,
y como el principal autor de toda su desgracia. Este era
un indio muy anciano que desde los principios de la
conquista, o por odio a los españoles, o por nimia
adhesión a su idolatría, se había retirado con todos sus
hijos y nietos a lo más alto y escarpado de una sierra
vecina. Allí ocultaban todos los recién nacidos para no
verse en la precisión de bautizarlos, y cuando por
alguna contingencia se veían obligados a exponerlos al
bautismo, por no descubrir su irreligión, les daban por
padrino otro de los idólatras no bautizados, procurando
poner este óbice a la divina eficacia del bautismo. Este
infeliz, envejecido en malos días, oyó acaso un día la
explicación de la doctrina cristiana, y llevado de una
mera curiosidad, continuo algún tiempo en este
ejercicio. La gracia del Señor obraba al mismo tiempo en
su corazón. Pidió ser bautizado, y descubrió al
predicador —171→ el artificio con que a sí y a todos
los suyos había procurado cerrar para siempre el camino
de la salud. Entró en el número de los catecúmenos,
entre quienes comenzó luego a distinguirse por un
extraordinario fervor. A pocos días se sintió herido de
un mortal accidento. Se le confirió el bautismo y murió
poco después, dejando al misionero un largo catálogo de
todos sus descendientes no bautizados, y habiendo antes
empleado toda la autoridad que se había tomado sobre
ellos, para persuadirles que bajasen al pueblo y se
apartasen del culto de los ídolos. Efectivamente, todos
ellos se avecindaron en Tepotzotlán, se bautizaron, y
fueron después ejemplares cristianos.
[Mudanza en el seminario de San
Pedro y San Pablo] Establecida con tanto provecho de
las almas la residencia de Tepotzotlán, había satisfecho
el padre procurador uno de sus mayores cuidados, que era
emplear algunos sujetos de la Compañía en la instrucción
y culto de las indias, sin perjuicio de las demás
religiones que desde muchos años antes tenían fundadas
doctrinas. Con el mismo celo se atendía en todas partes
al provecho de los españoles. En México se ocupaban
todos en los ministerios con un nuevo fervor, serenada
ya del todo la turbación e inquietud que había causado
la diversidad de espíritus el año antecedente, obra en
que se mostró bien la prudencia y magisterio místico del
padre doctor Juan de la Plaza. Solo ofrecía alguna
ocasión de disturbio la administración del colegio
seminario de San Pedro y San Pablo. Desde que se fundó
por setiembre de 73 este insigne colegio, había hecho
oficio de rector, aunque sin formal nombramiento, el
licenciado Gerónimo López Ponce, docto y piadoso
sacerdote. A este mismo, cuyo celo, fidelidad y entereza
tenían ya bastantemente reconocida, nombraron por rector
los señores patronos, a quienes privativamente
pertenecía en una junta o cabildo, tenido a 9 de marzo
de 1574, con asignación de cien pesos anuales a que en 7
de marzo de 1576 añadieron ciento y cincuenta. Gobernó
este hasta el 5 de enero del siguiente año de 1577, en
que entró en la Compañía. En consecuencia de su renuncia
suplicaron los señores del cabildo al padre provincial
Pedro Sánchez, que se dignase tomar a su cargo la
Compañía la dirección de aquel seminario, como tenía
muchos en la Europa. El padre provincial agradeció mucho
su confianza, y respondió que en un asunto de tanta
importancia, le parecía deberse pesar con más atención,
y que entretanto quizá habría llegado el padre visitador
Juan de la Plaza, a quien se esperaba del Perú; que su
reverencia mejor informado de las intenciones del padre
general, podía resolver lo más conveniente. Instáronle
—172→ que a lo menos señalase una persona de su
satisfacción que lo administrase en el ínterin. Con el
consentimiento de los mismos patronos señaló al
licenciado Felipe Osorio, que con la renta de ciento y
cincuenta pesos y los réditos de una capellanía
vinculada de oficio, perseveró en él hasta 2 de marzo de
1578. En este día, viendo que tardaba aun el padre Plaza
y lo mucho que perdía la juventud en virtud y letras,
bajo la conducta de la Compañía, instaron segunda vez al
padre provincial para que señalase algún padre para
rector de aquel colegio, y no pudiendo dejar de
condescender, señaló por vice-rector al padre
Vicencio Lanuchi. Este, después de un año, pretendió
pasar a la Europa con motivo de entrar en la Cartuja; y
efectivamente, se embarcó para España a la mitad de 79,
y entró en su lugar el padre Alonso Ruiz. Había pocos
meses que administraba, cuando los patronos, no sabemos
por qué ocasión, se presentaron en un cabildo al padre
visitador pidiendo que la Compañía deshiciese los otros
seminarios que tenía México, o dejase la administración
del de San Pedro. A una proposición tan irregular y tan
atrevida que hizo bastante eco en el honrado proceder
del padre visitador y del padre Alonso Ruiz, se le
respondió que no convenía deshacer los otros seminarios
de que tanto bien resultaba a la ciudad, ni había
fundamento alguno para una resolución tan improvisa. Que
por lo que miraba al de San Pedro y San Pablo, podían
desde luego señalar persona de su confianza a quien se
diesen las cuentas. En acabando el padre Plaza de
proferir estas palabras, tomó las llaves del colegio, y
poniéndolas sobre la mesa, a vista de aquellos señores
se retiró con los otros padres, y el seminario volvió a
su antiguo gobierno en que no pudo permanecer largo
tiempo.
Libro tercero
Sumario
Órdenes precisas de Roma sobre la
administración del Seminario de San Pedro. Congregación
de la Anunciata en el colegio máximo, y efectos de los
ministerios. Raros ejemplos de virtud en los indios de
Tepotzotlán. Frutos del colegio de la Puebla. Misión a
Zacatecas y principios de aquel colegio. Viene de
visitador el padre Diego de Avellaneda y su carácter.
Principio de las misiones de Sinaloa, descripción de
aquel país y sucinta relación de su descubrimiento y
conquista. Pasa el noviciado al colegio de la Puebla, y
casos singulares de sus ministerios y misiones.
Congregación de la
Anunciata en Oaxaca.
Principios de la fundación de la casa profesa. Celébrase
la tercera congregación provincial, en que es elegido
procurador a entrambas cortes el padre doctor Pedro de
Morales. Muerte de don Melchor de Covarrubias, su elogio
y testamento. Muerte del padre Hernán Vázquez. Misión a
Guatemala y petición de la ciudad al rey para que funde
allí la Compañía. Misión a Guadalajara. Encomienda el
virrey a la Compañía la reducción de los serranos de
Guayacocotla. Sucesos de Sinaloa y primera entrada a
Topía. Peste entre los indios. Temblor de tierra y sus
buenos efectos. Principios del colegio de Guadiana.
—218→ Progresos de la Profesa y principios de sus
congregaciones. Muerte de algunos sujetos en el colegio
máximo. Ministerios y misiones en México, en Puebla, en
Valladolid, Tepotzotlán y Veracruz. Encarga el virrey a
la Compañía la reducción de los chichimecas en San Luis
de la Paz. Primera entrada a la Laguna de San Pedro, y
descripción de este país. Progresos de Sinaloa.
Conspiración contra el padre Tapia y su castigo.
Conspiración de Nacaveba, muerte del padre Tapia y su
elogio. Consecuencias de este alzamiento. Arribo de
nuevos misioneros, y estado de la misión. Estado del
pleito sobre el sitio y fundación de la Profesa. Muerte
del padre Diego de Herrera. Celébrase la cuarta
congregación provincial. Ministerios y estudios del
colegio máximo. Cátedra de escritura. Frutos de los
demás colegios. Raros ejemplos de virtud en los indios
de Pátzcuaro y en Tepotzotlán. Muerte del padre Carlos
de Villalta. Misión a Acapulco y pretensión de un
colegio. Sucesos de los chichimecas. Reducción de los
Guasabes en Sinaloa, y de los fugitivos a sus pueblos.
Pídense jesuitas para la conversión del Nuevo-México y
para Californias. Progresos de las congregaciones del
Salvador y la Anunciata. Misión de San Gregorio y sus
efectos. Calumnias contra los jesuitas en la Puebla,
peste en Oaxaca y salud milagrosa en nombre de San
Francisco de Borja. Muerte del padre Gerónimo López.
Pretende el cabildo de Valladolid se encargue la
Compañía del Seminario de San Nicolás. Inquietudes en
Sinaloa. Principios de las misiones de Tepehuanes y sus
primeros frutos en el pueblo de Papátzcuaro. Sucesos de
la misión de la Laguna y de San Luis de la Paz.
[Mutación en el Seminario de San
Pedro y San Pablo] El colegio Seminario de San Pedro
y San Pablo estaba en una situación que no podía durar
mucho tiempo sin alterarse la constitución de su
gobierno. La Compañía lo había tomado segunda vez a su
cargo por orden de la real audiencia, como dejamos ya
escrito; pero aun este superior respeto no fue bastante
para que en los siguientes cabildos no intentasen los
patronos algunas novedades a que no se podía
condescender sin deshonor. Informado nuestro muy
reverendo padre general Claudio Acuaviva, envió
órdenes muy apretadas al padre provincial Antonio de
Mendoza, en que le mandaba que si aquellos señores
(salvo el derecho de presentación) no cedían a la
Compañía todos los temas, cuanto a la temporal
administración y gobierno económico del seminario, se
dejase del todo la dirección y se quitase aquel motivo
de —219→ discordias que podían ser de muy
perniciosas consecuencias a toda la provincia. En
consecuencia de esta orden, juntos en cabildo los
patronos a 30 de julio de 1588, propuso el padre
provincial las instrucciones que se habían recibido de
Roma, bien seguro que no estaban los ánimos en
disposición de admitir tan duras condiciones.
Efectivamente, habiendo escuchado aun la simple
propuesta, no sin muestras de indignación, el padre Juan
de Loaiza, que era entonces rector, entregó las llaves
del colegio, y volvió este a su antiguo estado, bajo la
administración y dirección del licenciado Francisco
Núñez.
Mientras que así vacilaba, y
amenazaba próxima ruina el colegio de San Pedro y San
Pablo, los dos seminarios de San Bernardo y San Miguel,
felizmente reunidos, bajo el nombre de San Ildefonso,
que se vio desde entonces como un presagio dichoso de su
duración y de sus aumentos, florecían cada día más en
letras y en virtudes. Para el cultivo de estas en que ha
puesto siempre la Compañía su principal atención, se
había emprendido algunos años antes una congregación
formada de los mismos estudiantes, bajo el amparo y
advocación de la Santísima Virgen María en el ministerio
de su Anunciación, que honraban con particulares
ejercicios. Estas piadosas congregaciones eran ya muy
frecuentes en Francia, en España, Italia y Alemania. La
que se había fundado en Roma, en nuestro colegio de
estudios, era muy sobresaliente para que pudiese
ocultarse a la paternal benevolencia del Sumo Pontífice
Gregorio XIII, fundador de aquel insigne colegio. Había
tenido principio desde el año de 1563; en el siguiente
se le dio el nombre de la
Anunciata, con que hasta
ahora florece. La frecuencia de los Sacramentos, la
asistencia de las exhortaciones que les hacía su
prefecto, la lección diaria de algún libro piadoso,
algunos ratos de oración, la devoción al santo
sacrificio y al Rosario, y otras oraciones en honra de
la Santísima Virgen, eran sus principales ocupaciones.
Los domingos, después de vísperas, acompañados de sus
maestros, visitaban las estaciones de Roma o los
hospitales y las cárceles, con una modestia y una
fragancia de virtud que encantaba a toda la ciudad. El
Soberano Pontífice, gozoso de ver en su colegio, no solo
la regular observancia de los nuestros, pero aun en la
más tierna juventud, obras de tanta edificación, la
enriqueció con muchas indulgencias por bula expedida a 5
de diciembre de 1584. Después Sixto V, por bula expedida
a 5 de enero de 1586, concedió al general de la Compañía
poder erigir en todos y cada uno de los colegios o
casas, una o muchas congregaciones —220→ bajo el
mismo o diferente título y facultad para agregarlas a la
primaria de la
Anunciata de Roma, y concederles las
mismas indulgencias que aquella goza. En nuestro colegio
máximo de México, cuasi con los primeros estudios de
gramática que allí se establecieron, había también
florecido esta piadosa congregación. Tomó un nuevo
lustre y formalidad, después que juntamente con las
sagradas reliquias se colocó en nuestra iglesia la
bellísima imagen de Nuestra Señora, de que arriba
hablamos, y a cuyo altar quedaron vinculados sus devotos
ejercicios. Aun después de concluidos sus estudios,
permanecían asistiendo a todas las funciones de la
congregación, con la misma puntualidad y exactitud los
sacerdotes y personas constituidas en dignidad. Así lo
practicaron, dando heroicos ejemplos de virtud por
muchos años los ilustrísimo señores don Juan Ladrón de
Guevara, arzobispo después de la Isla Española; el
ilustrísimo don Bartolomé González Soltero, inquisidor
de México, su patria, y obispo de Guatemala; el
ilustrísimo don Nicolás de la Torre, deán de la Santa
Iglesia Metropolitana de México y obispo de Cuba; el
ilustrísimo don Alonso de la Cueva Dávalos, deán de la
misma iglesia de México, y su dignísimo arzobispo,
después de obispo de Oaxaca; el ilustrísimo don Miguel
de Poblete, arzobispo de Manila, y su hermano el doctor
don Juan de Poblete, deán de la santa iglesia de México.
Los sacerdotes fuera de los ejercicios comunes de la
congregación, tenían, o alguna conferencia sobre casos
prácticos del moral, o sobre los sagrados ritos y
ceremonias de la misa, de que, para común utilidad,
imprimieron en nombre de la congregación un utilísimo
tratado. Imprimieron también catecismos de la doctrina
cristiana para la instrucción de la juventud y gente
ruda, y consecutivamente algunos otros piadosos libros,
entre los cuales no tuvo el ínfimo lugar uno intitulado:
Sacra Poesis,
con versos muy ingeniosos a varios asuntos sagrados;
obra de los más bellos ingenios de nuestros estudios,
capaz de servir de antídoto al veneno que suele beberse
dulcemente en los más de los poetas, y que abría en la
Nueva-España el camino de conciliar el amor de las musas
con una solida piedad; a la manera que en otros siglos
lo habían mostrado San Gregorio Nacianceno y algunos
otros de los santos padres.
Si los gloriosos trabajos de nuestros
operarios y maestros así fructificaban en nuestros
domésticos estudios, se puede imaginar fácilmente cual
sería la pública utilidad en los demás fervorosos
ministerios, en que lograba su celo mayor esfera y más
proporcionado pábulo. Muchos —221→ casos
particulares refiere la annua del año de 1589 con
ricos de milagrosa providencia, que referiríamos
gustosamente si no escribiéramos en un siglo en que la
libertad de la crítica ha cuasi degenerado en una
irreligiosa incredulidad, y por otra parte nos
persuadimos a que los ejemplos de sólidas virtudes con
que más instruye la historia, aunque sin el brillo
estertor, no tienen menos de milagros, y alientan más a
la imitación. Había hecho en nuestro colegio, pocos días
antes, confesión general, y proseguía frecuentando los
Sacramentos uno de los capitanes que había entonces en
la ciudad. Pasaba acaso por una calle acompañado de
algunos de sus soldados, cuando un hombre temerario le
disparó de muy cerca una pistola, aunque con poco o
ningún efecto. Corrían ya los soldados a apoderarse del
asesino y vengar la injuria de su capitán; pero éste,
lleno de dulzura y caridad cristiana, los detuvo dando
tiempo a su enemigo de ponerse en salvo, diciendo a sus
compañeros: ¿cómo pretendería yo que el Señor me
perdonase mis culpas si no perdonara la ofensa que a mí
me hace un hombre? Esta moderación de ánimo fue tanto
más heroica en este sujeto, cuanto era más alto el
carácter que lo distinguía en la república. Habíase
encendido en aquel tiempo sobre no sé que competencia de
jurisdicción, el fuego de la discordia entre el
excelentísimo señor don Álvaro Manríquez de Zúñiga,
virrey de México, y la audiencia real de Guadalajara. La
revolución había ya prorrumpido en guerra intestina, y
de una y otra parte se había llegado a las manos. Roto
el freno de la veneración y del respeto con que deben
mirarse, y se han mirado siempre en la Nueva-España, las
personas que su Majestad pone en su lugar para el
gobierno de estos reinos, todo caminaba a una sedición
general: comenzó a envilecerse la autoridad viendo que
se le podía oponer impunemente. Una persona distinguida
de la ciudad lo faltó públicamente al respeto con
palabras poco decorosas y cuasi amenazadoras. El virrey
lo había mandado poner preso, y se había mostrado
inexorable a todas las súplicas e intercesiones de sus
más favorecidos. Entre tanto oyó predicar aquella
cuaresma a uno de nuestros operarios sobre el perdón de
las injurias, y saliendo del sermón mandó luego poner en
libertad a aquel ilustre preso, y lo trató con las
mayores muestras de benevolencia y de amistad, aun
sabiendo muy bien lo que él y otros de la ciudad habían
escrito contra él a la corte, y que fueron la causa de
que a fines de aquel mismo año, cortado violentamente el
tiempo de su gobierno, volviese a España sin honor y sin
bienes, que se le mandaron confiscar.
—222→
No es tanto admirable este ejercicio
de virtud en personas cultas y tan arraigadas en las
máximas santas del Evangelio; los indios del pueblo de
Tepotzotlán las practicaban de un modo que sería muy
digno de atención aun en siglos más felices. Se vio una
india doncella amenazada de un puñal si no condescendía
a las torpes solicitaciones de un joven lascivo,
responderle con serenidad y valor: Yo, Señor, sería
dichosa con morir por la defensa de mi virginidad, y
tengo entendido que esta sería para mí una especie de
martirio muy agradable a los ojos de Dios. Otra que
había heroicamente resistido varios asaltos, padeció del
mismo que la solicitaba los más crueles tratamientos.
Arrastrada por los cabellos, herida y bañada en sangre
vino a la iglesia muy gozosa a dar como dijo a uno de
los padres, gracias a nuestro Señor de haberle dado
tanta fortaleza para guardar sus mandamientos y padecer
por Su Majestad. Prometía un español perdidamente
apasionado por una mujer, no sé qué suma de dinero a una
virtuosa india para que practicase una diligencia
conducente a su perverso designio; pero ella
horrorizada; ¿y qué?, le dijo, ¿tan poco pensáis que
vale mi alma que haya yo de venderla al demonio por tan
bajo precio? Una india forastera, huyendo de las
persecuciones de sus deudos que querían casarla, se
había refugiado en el pueblo de Tepotzotlán, donde sabía
que otras muchas servían al Señor en sus mismos santos
propósitos. Se acogió a la casa de otra doncella muy
parecida a sí en el espíritu; pero no faltándole a una y
otra graves persecuciones, determinaron dirigir todas
sus buenas y fervorosas obras para alcanzar del cielo
una pronta muerte en virginidad y pureza; así lo habían
tratado con su confesor, y esta era la más frecuente y
la materia más dulce de sus conversaciones. Con ocasión
de un nuevo matrimonio que en aquellos mismos días se
proporcionaba a una de ellas, y que su mismo confesor,
temeroso de los peligros del mundo le proponía con
eficacia, fue necesario apartarlas y poner a la
forastera en casa de una honrada y virtuosa española. La
misma aflicción y lucha de su espíritu le encendió una
calentura de que murió a los cinco días. Su piadosa
compañera había cuasi al mismo tiempo gravemente
enfermado, y hablando en el delirio de su enfermedad
aquel mismo día, se le oyó repetir varias veces: ¿dónde
vas hermana mía?, ¿dónde vas?, ¿por qué me dejas?
Espérame, ya te sigo. No dudaron los circunstantes que
hablaba con su querida compañera que acababa de morir
poco antes, y el suceso comprobó la verdad, pues
habiendo dado aquella tarde grandes muestras de un
pronto —223→ alivio, al día siguiente murió, y
fueron, a lo que podemos verosímilmente prometernos, a
seguir juntas al Cordero de Dios, único esposo de sus
bellas almas. Otra de la misma profesión, asaltada de un
ligero achaque, afirmaba sin embargo que había de morir
dentro de poco. No le falló su esperanza; llegó muy en
breve a los términos de la vida: por sus acciones y
cortadas palabras, creyeron los asistentes que la había
favorecido el Señor con alguna celestial visión. En
efecto, poco después de aquella especie de rapto volvió
en sí, y entonando la Salve de nuestra Señora con la
gracia y dulzura de un ángel en el semblante y en la
voz, expiró plácidamente en brazos de su divino Esposo.
Su cuerpo se halló entero e incorrupto después de un
año, y aun lo que es más, (añade en su manuscrito el
padre Martín Fernández) frescas las flores de la
guirnalda que en testimonio de su virginal pureza había
llevado al sepulcro.
Aunque en un sexo tan débil parezcan
con tanto esplendor las fuerzas de la gracia, no es
menos digna de admiración la virtud de un rico y noble
mancebo, ni prueba menos el floreciente estado de la
cristiandad de Tepotzotlán. Era este un joven de las
primeras familias entre los indios, y en quien por der
echo recaía después de la muerte de su padre el señorío
de la populosa ciudad de Cholula, y sus contornos. Había
discurrido algún tiempo sin más fin que el de la
diversión y curiosidad por muchos de los lugares
cercanos. Pensaba ya volverse a su país cuando llegó a
Tepotzotlán. La policía en que vivían aquellos indios,
la aplicación al trabajo, la instrucción y caritativa
asistencia de los padres, y la quietud y hermanable
unión de tantas familias, le encantó, y determinó
quedarse en el Seminario de San Martín. Su capacidad
nada vulgar, su juicio, aun en los pocos años,
bastantemente maduro, y aquel género de circunspección y
medida de acciones, que aun en las naciones unas
groseras suele ser el carácter de la nobleza, le
hizo muy presto distinguirse en todo el pueblo, tanto en
la política como en el ejercicio de la virtud; estuvo
algún tiempo en el seminario, y apenas salió cuando tuvo
noticia de la muerte de su padre, y como lo buscaban con
ansia por todas partes para sucederle en aquella especie
de gobierno, que aun permanecía vinculado a su ilustre
familia, el virtuoso, conociendo bien cuanta fuerza
tiene el atractivo de la riqueza y la dulzura del
señorío para mudar el corazón más recto, renunció
generosamente a todo cuanto le prometía el mundo, y
escogió vivir desconocido y pobre en Tepotzotlán para no
exponer su alma y —224→ su virtud a una prueba tan
dudosa. Se acomodó por un moderado salario en la tienda
de un sastre en que pasó un poco de tiempo, dando
admirables ejemplos de cristiana piedad. El Señor,
siempre rico en misericordias, no dejó muchos días sin
premio una acción tan heroica. De allí a poco, acometido
de una enfermedad, entre tiernísimos coloquios y actos
heroicos de todas las virtudes, pasó con una admirable
tranquilidad a recibir el ciento por uno de lo que en la
tierra había tan gustosamente sacrificado al amor de la
virtud y al servicio de su Majestad. A vista de tan
grandes ejemplos de virtudes heroicas, a nadie se hará
increíble que una diosa infame que cerca de aquel pueblo
se veneraba en la gentilidad, la viese uno de los más
fervorosos neófitos desvanecerse en negro humo,
quejándose de que la obligaban a desamparar aquel sitio,
y de que aun los tiernos niños de los cristianos se
burlasen de lo que sus padres habían adorado por tantos
siglos. Tenían estos dichosos indios por un principio
muy asentado, y lo confirmaba bastantemente la ajustada
conducta de su vida, que el que comulgaba una vez no
había de volver jamás a las culpas pasadas.
Con tan bellas máximas se gobernaba
aquella floreciente iglesia; y ya que hemos propuesto
estos generosos ejemplares a la imitación de todo género
de personas, no será razón que pasemos en silencio un
caso de que podemos sacar bastante instrucción nosotros
mismos, los que por la misericordia de Dios hemos sido
llamados a la vida religiosa, y singularmente a la
Compañía. Hemos dicho ya más de una vez el singular
esmero con que el colegio de la Puebla, desde los
principios de su fundación, se había aplicado al
utilísimo ministerio de los hospitales, de los obrajes y
las cárceles; visitábanlas con frecuencia, procurábanles
socorros de personas piadosas, y se les llevaban del
colegio luego que estuvo en estado de poderlo hacer;
pero en ninguna otra ocasión lucía tanto la caridad de
nuestros operarios como cuando algunos debían ser
ajusticiados por sus delitos. Pasaban a su lado el día y
la noche, haciéndoles aprovechar cada uno de aquellos
preciosos momentos. Estaba ya en este triste estado un
hombre, y llegándose la hora de sacarlo al suplicio,
dirigiendo en particular su oración hacia los muchos
jesuitas que se hallaban presentes, habló de esta
manera, interrumpiendo a cada paso el discurso por la
abundancia de las lágrimas: «Quiero decir a vuestras
reverencias, padres, en este último trance de mi vida,
una cosa en que pueda resarcir con el escarmiento, el
escándalo que di con mis malos ejemplos. Yo, Miserable
de mí, viví algún tiempo —225→ en la Compañía de
Jesús; viví quieto y tranquilo todo aquel tiempo que me
apliqué con fervor a la observancia de aquellas menudas
y santísimas reglas. Sobre todo, experimenté un singular
consuelo y aliento para la perfección en dar a los
superiores una exacta y sincera cuenta de mi conciencia;
pero Adán no estuvo largo tiempo en el paraíso. Me
acompañé con uno de aquellos sujetos, que no contentos
con su tibieza, procuran apartar a otros del fervor.
Comenzó a inspirarme más con el ejemplo que con las
palabras, sus fatales máximas, y entre todas aquella
perniciosísima de que las reglas de la Compañía no
obligan a pecado, y que no se debía hacer mucho
escrúpulo de quebrantarlas. Yo, infeliz de mí, fui poco
a poco perdiendo el miedo a la transgresión de las
reglas, me enfrié en la oración, comencé a recatarme de
los superiores, sin dar más cuenta de mi conciencia que
en aquellas inexcusables ocasiones, y entonces no con la
exactitud y sinceridad que debía. Finalmente, conforme a
aquella sentencia del Espíritu Santo, tan experimentada
en la vida espiritual, el desprecio de las cosas
pequeñas me condujo insensiblemente a otras mayores,
hasta que despedido de la Compañía me entregué a todo
género de vicios, que me han traído a un estado tan
infeliz como el de concluir mi vida con un
vergonzosísimo suplicio». Así acabó aquel miserable,
dejándonos la más importante lección, que ojalá no
hubiésemos visto después confirmada con tantos y tan
espantosos ejemplares.
En las demás partes en que había
colegios o residencias de la Compañía se habían hecho
misiones seguidas con aquel fruto que acompaña siempre a
la fecunda semilla de la palabra cuando se predica con
pureza y con fervor. De la que se hizo por este mismo
tiempo a la ciudad de Zacatecas tuvo principio la
fundación del utilísimo colegio que tiene allí la
Compañía. Desde muy recién fundada la provincia vimos ya
las fervorosas expediciones del padre Hernando de la
Concha en este real de minas con mucho consuelo del
venerable prelado don Francisco de Mendiola, y mucha
utilidad de aquel pueblo que desde entonces había
pretendido con instancia fijasen allí residencia los
jesuitas. Al padre provincial Pedro Sánchez, que
fue personalmente a reconocer el estado de aquella
fundación, no pareció por entonces oportuna, aunque para
satisfacer a la piedad de aquellos ciudadanos continuó
enviando algunas cuaresmas al mismo padre Concha, de que
tan alta idea se habían formado aquellas gentes, y otros
sujetos muy semejantes a él en el espíritu apostólico.
Después de establecida la Compañía —226→ en
Guadalajara, había más oportunidad para frecuentar estas
correrías, que tuvieron siempre muy felices sucesos. A
instancia del ilustrísimo señor don fray Domingo de
Arzola, el padre Pedro Díaz, rector de Guadalajara,
envió esta cuaresma a los padres Pedro Mercado y
Martín de Salamanca. El ardiente celo de estos
dos misioneros, junto con las repetidas pruebas que
tenían de la piedad, el desinterés y la caridad de los
jesuitas, movió últimamente a los ciudadanos a destinar
una casa a que añadieron un sitio cercano a una ermita
de San Sebastián, y solar muy capaz de que desde luego
hicieron donación para alojamiento fijo de los padres,
siempre que viniesen a hacer misión a la ciudad, y algún
dinero para el necesario acomodo de las piezas. No
pretendieron por entonces más, aunque no los engañó su
inocente artificio, con que creyeron tener después más
fácil entrada a su pretensión de que lograron el éxito
cumplido al año siguiente.
En efecto, vino el año de 1590 por
visitador de la provincia el padre Diego de Avellaneda,
rector que había sido algunos años del colegio recién
fundado en Madrid. Era el padre visitador uno de los
mayores hombres en letras y virtud, que había venido a
las Indias. Asistió con voto a la congregación general
en que fue electo el padre Diego Laines, y este
sapientísimo varón, que también podía conocer sus
fondos, lo detuvo en Roma para leer teología en el
colegio romano, y ser uno de los fundadores de aquellos
estudios proporcionados al cultivo y grandeza de la
capital del mundo. Vuelto a España no pudo ocultarse el
resplandor de su literatura y su piedad a los ojos del
señor don Felipe II, que en compañía de su embajador el
excelentísimo señor don Francisco de Mendoza, conde de
Monteagudo, lo hizo pasar a Alemania, en que consiguió
gloriosísimos triunfos a nuestra santa fe, especialmente
en una nobilísima princesa que trajo de la secta
luterana al gremio de la iglesia, y en su seguimiento
otras 120 personas de no muy inferior calidad. Mientras
se detuvo el padre en la corte de Viena se efectuó el
matrimonio de la serenísima infanta doña Isabel, hija de
Maximiliano II, con Carlos IX, rey de Francia. El
emperador, deseando que tuviese al lado un sujeto de tan
alta virtud y consumada prudencia, no tuvo que
deliberar, y le dio por confesor al padre Diego de
Avellaneda, que en efecto acompañó a la reina hasta las
fronteras de Francia. En el viaje no pudo menos que
conocer la sombra que hacia su presencia a los príncipes
y nobleza de Francia, que formaban aquella augusta
caravana. La celosa política de esta nación no pudo
disimular —227→ la pena que le ocasionaba ver a un
español, aunque de tanto mérito, introducido en el
palacio de sus reyes. Con este motivo el prudente y
religioso padre habló a su Majestad, y huyendo aquel
honor que siempre había mirado como carga, alcanzó de
ella licencia para volverse a Viena, en que dejó al
emperador Maximiliano no menos edificado de su
religiosidad, que admirado de su prudencia.
Tal era el nuevo visitador de la
provincia de México, bajo cuya conducta comenzaremos ya
a ver con nuevo semblante las cosas de la Compañía en
Nueva-España, y extender esta vid hermosa sus vástagos y
sus pámpanos del uno al otro mar en el descubrimiento y
conquista de nuevas naciones al imperio de Jesucristo.
Poco después de su llegada, sabiendo la bella
disposición de los ánimos, y singular benevolencia que
habían siempre mostrado a la Compañía la ciudad y real
de minas de Zacatecas, envió allá a los padres Agustín
Cano y Juan de la Cagina, hombre de una rara elocuencia
y talento singular de manejar los corazones y
aficionarlos a la virtud. Dioles orden para que
admitiesen aquella tenue donación y fijasen allí su
residencia, como se ejecutó efectivamente a fines del
mismo año; consiguiendo de la ciudad se nos diese la
vecina ermita de San Sebastián para el ejercicio de
nuestros ministerios, y añadiendo los más distinguidos
sujetos de aquella república copiosas limosnas para el
sustento de los padres, y para el adorno y necesidades
de la pequeña iglesia. Los padres comenzaron luego a
hacer un gran fruto, tanto en los españoles como en los
indios y otras gentes, que en gran número se empleaban
en el servicio de las minas. Estas han sido las más
antiguas y las más fecundas de Nueva-España. [Descripción
de Zacatecas] La provincia de Zacatecas, que dio el
nombre a la ciudad, tiene al Norte la Nueva-Vizcaya, al
Poniente las provincias de Culiacán y Chiametlán, al Sur
las de Guadalajara, y al Oriente las tierras de Pánuco.
Estas regiones, como las de Pánuco, Jalisco y Culiacán,
las descubrió y conquistó Nuño de Guzmán, o según otros,
Lope de Mendoza, a quien Nuño había dejado por su
teniente en Pánuco, con orden de salir a descubrir por
el lado del Poniente. La ciudad se fundó algunos años
después con ocasión de sus ricas minas, en cuya
explotación eran muy incomodados por los chichimecas,
gente belicosísima, y que por armas no fue posible
sujetar en muchos años. Los primeros pobladores de
Zacatecas se dice haber sido Cristóbal de Oñate, que
había acompañado en su expedición a Nuño de Guzmán y
Diego de Ibarra. Aun después —228→ de poblado por
los españoles el país no dejaron de hacer por muchos
años continuas correrías los bárbaros que tenían
infestados todos los caminos. Está situada la ciudad en
23 grados y 15 minutos de latitud septentrional24.
La región es extremamente fría y seca, sumamente escasa
de trigo, maíz y frutas, fuera de tunas de varias
especies de que están cubiertos siempre los campos. El
terreno es desigual y quebrado, penetrado todo de
riquísimas vetas de plata. Al Norte tiene un alto monte
que llaman la Bufa, de que nacen tres
hermosísimas fuentes de muy bellas aguas. De esta ciudad
salió por los años de 1554 don Francisco de Ibarra, por
orden del excelentísimo señor don Luis de Velasco, el
primero, al descubrimiento y población de las minas de
Abiño, Sombrerete, San Martín,
Nombre de Dios, el Fresnillo; y por medio de
Alonso Pacheco, uno de sus más bravos oficiales, envió
una colonia de españoles al valle de Guadiana, de que
tuvo origen la ciudad de Durango, que después, erigida
en obispado, fue capital de la Nueva-Vizcaya. El camino
que hoy se trajina por Zacatecas, se dice haberlo
abierto en los viajes de su limosna el venerable siervo
de Dios fray Sebastián de Aparicio, religioso
franciscano, cuya memoria respira aun en toda aquella
tierra un olor de suavidad, ni menos la del venerable
padre fray Antonio Margil, misionero apostólico
del orden seráfico en la recolección de la Santa Cruz de
Querétaro. El estático varón Gregorio López puso allí
también los primeros fundamentos de aquella vida
admirable, que después continuó por tantos años en Santa
Fe, pequeño pueblo tres leguas al Oeste de México, en
cuya catedral descansa su cuerpo. Los primeros que
predicaron la fe de Jesucristo, y fundaron convento en
este país, como en los más de la América, fueron los
religiosos de San Francisco. El convento de Zacatecas
fue erigido en cabeza de provincia en el capítulo
general de Toledo, año de 1606. La ennoblecen igualmente
las familias de Santo Domingo, San Agustín, la Merced;
San Juan de Dios, un colegio de misioneros apostólicos
con la advocación de nuestra Señora de Guadalupe, que
fundó el venerable fray Antonio —229→
Margil, colegio de la Compañía de Jesús, y un
seminario de estudios de moderna fundación, a cargo de
la misma Compañía. No faltaron perseguidores a los
jesuitas que procuraron impedir su establecimiento
sembrando rumores poco decorosos a su nombre; pero al
paso que para herir se ocultaba la envidia, la
evangélica simplicidad protegida de la inocencia, se
manifestaba abiertamente de un modo que no es capaz de
remedar la hipocresía, y que añadido a la estimación de
lo más noble y lucido de la ciudad, bastó para que por
sí mismas se disiparan aquellas calumnias, que como aves
nocturnas no podían sostener la presencia de la luz.
Entretanto se había proporcionado
este año lo que había tantos que se deseaba de poder
nuestros operarios ocuparse en la conversión de los
infieles, uno de los principales motivos que había
tenido el rey católico para solicitar su venida a
Nueva-España, y que había contribuido en gran manera
para que tantos y tan sabios maestros, dejadas las
comodidades de los colegios de España, se hubieran
sacrificado con gusto a las penalidades de tan largos
viajes. Entró a gobernar la provincia de Sinaloa don
Rodrigo del Río y Loza, cuyos distinguidos servicios
en el descubrimiento y pacificación de aquellas mismas
regiones lo habían merecido de la majestad del señor don
Felipe II el honor del hábito de Santiago. La historia
de estas gloriosas expediciones escribió difusamente
hasta su tiempo el padre Andrés Pérez de Rivas en
un tomo de folio, intitulado Triunfo de la fe,
que dio a luz a la mitad del siglo antecedente. Este
autor tiene la recomendación de haber florecido a los
principios de la fundación de estas misiones, y haber
conocido a los sujetos de que trata, o tenido de ellos
muy recientes aun las noticias. Se halló por otra parte
sobre aquellos mismos lugares de que escribe, y fue
testigo de los maravillosos progresos de la fe en
aquellas regiones, que cultivó en cualidad de misionero
algunos años, et
quorum pars magna fuit. Su relación es
exacta, sincera y bastantemente metódica. Debe estarle
en un sumo agradecimiento nuestra provincia por el
cuidado que tuvo en conservarnos las memorias de los
antiguos sucesos, haciéndose lugar para escribir, en
medio de las grandes ocupaciones de misionero de
provincia, y de procurador a Roma dos veces, no solo la
dicha Historia de Sinaloa, sino otros dos tomos
manuscritos de las fundaciones de todos los colegios,
que hasta su tiempo había en Nueva-España. Los pocos
ejemplares que en el día se hallan de la historia del
padre Rivas, su difusión, y el no defraudar esta
general —230→ historia de la más bella, y más
gloriosa parte de sus apostólicos trabajos, nos obliga a
insertarla aquí, aunque más reducida, e interpolada con
los demás sucesos de nuestra provincia, según el plan de
cronología que hasta ahora hemos seguido.
[Descripción de Sinaloa] La
provincia de Sinaloa está como trescientas leguas al
Noroeste de México, y se entiende como ciento y treinta
leguas a lo largo de la costa oriental del golfo de
Cortés o seno de la California. Por el Norte tiene por
límite a la provincia de Sonora: por el Sur la provincia
de Culiacán, y una parte del mar Bermejo o seno
californio, que la limita también al Oeste. Por el
Oriente tiene la Taraumara y una parte de la provincia
Tepehuana; la Calimaya, dice el padre Rivas, comienza
desde 27 grados de latitud Septentrional, y se extiende
el país donde se ha predicado el Evangelio hasta los 32.
El padre siguió verosímilmente la demarcación de Laet
de algunos otros antiguos geógrafos, y comprendió bajo
el nombre de Sinaloa una gran parte de la provincia de
Sonora, en que ya desde su tiempo tenía la Compañía
varias misiones, como se ve en el capítulo 18 del libro
de su historia. Los últimos mapas de nuestros misioneros
no dan a Sinaloa sino 4 grados de extensión por la costa
desde 24, 20 hasta 28, 15. Toda la provincia de Sudeste
a Noroeste, está partida por una cordillera de montes
muy altos que llaman Sierra Madre, que con poca
interrupción corre por toda la costa de una y otra
América, hasta el estrecho de Magallanes. Esta división
ha sido causa de que la nación de los Chinipas, que cae
al Oriente de dicha serranía, se mire alguna vez como
provincia separada de la ciudad, quedando este nombre a
solo aquellos valles que corren entre el mar y la
sierra, y que riegan los cinco ríos en que están
partidas todas estas naciones. Todos ellos tienen su
origen a la falda de los montes, y todos desembocan
igualmente en el golfo de California. El más
septentrional y más caudaloso es el Yaqui, que
nace en la parte oriental de la sierra, y después de
haber formado por la Sonora un vasto semicírculo, y
enriquecido con las aguas de otros ríos, desemboca por
Sinaloa, como a los 27 grados y 10 minutos. El segundo
hacia el Sur, es el Mayo que sale al mar en 27
grados, aumentado con cuatrocientos cinco ríos menores.
El tercero el Zuague, a cuya rivera austral
estuvo en otro tiempo la villa de San Juan Bautista de
Carapoa, que después fabricado el fuerte de
Montesclaros, se llamó Río del Fuerte, y el padre
Andrés Pérez llama por antonomasia el río de Sinaloa. En
esta entra por el Sur el río de —231→ Ocoroni,
y juntos desembocan a los 25 grados y 20 minutos. El
cuarto es el río de Petatlán, ahora comúnmente
conocido de los geógrafos por el río de Sinaloa, por
haberse fabricado allí la capital de la provincia con el
nombre de San Felipe y Santiago, después de la ruina de
Carapoa. Llámanle también río de la Villa, y
antiguamente tuvo el nombre de Tamotchala, con
que le llama Laet, o Tamazuela, pequeño
pueblo por donde se arroja al mar con altura de 24
grados y 38 minutos. El quinto es el pequeño río de
Mocorito, así llamado a causa de un pueblo situado a
pocas leguas de su origen. Antiguamente se llamó de
Sebastián de Evora, y algunos lo han confundido con
el de Petatlán, y aun con el de Piaztla, muchas leguas
distante. El río de Mecorito es el límite de Topía y
Sinaloa, y sale al mar en altura de 24 grados y 20
minutos. Estos ríos en tiempo de las lluvias, aunque en
la costa no son muy copiosas, engrosados con las
vertientes de la sierra, tienen como el Nilo sus
desbordes periódicos, con que mudan y fertilizan las
campiñas cercanas hasta dos y tres leguas. Por lo demás,
el terreno, aunque plano, es por sí mismo seco, y el
temple caloroso como en cuasi todas las costas de la
América. En estos valles hay selvas y bosques de tres y
seis leguas en que se encuentra el palo del Brasil, y no
es muy escaso el ébano. Son abundantes de caza, como los
ríos de pesca, singularmente en su embocadura, en que
afirma como testigo de vista el padre Rivas, haber
sacado los indios en menos de dos horas más de
cincuenta arrobas de pescado. La tierra misma en sus
arcabucos y sus breñas, está mostrando la riqueza que
oculta en minas, de que se tuvo noticia muy a los
principios de su descubrimiento, y que la pobreza de sus
habitadores no ha podido cultivar después.
[Usos y costumbres morales de
estos indios] Habitan estos vastos países muchas
diferentes, aunque poco numerosas naciones. La
diversidad la causa por lo común, el idioma o la
situación de sus rancherías, y muchas veces la sola
enemistad, aun entre pueblos de una misma lengua. Las
casas son por lo general de bejucos entretejidos o de
esteras de caña, que sostienen con horcones a
proporcionada distancia, y visten de barro. Las
cubiertas de madera son alguna tierra o barro encima. En
los pueblos de la sierra y en algún otro de los más
inquietos y guerreros, fuera de estos particulares
edificios, solía haber dos casas de piedra comunes a
toda la nación y bastantemente grandes. En una se
recogían de noche las mujeres y en otra los hombres con
sus armas, para mayor seguridad y desembarazo, en caso
de alguna sorpresa. Pasado el tiempo de las fundaciones,
—232→ que duran pocos días antes de que el trato de
los españoles les enseñara otras precauciones, formaban
entre las ramas de algunos árboles muy cercanos una
especie de tablados con tierra encima para poder
encender fuego; incomodidad que aun después de
conquistados estos países han pasado tal vez los
misioneros, cuando la repentina inundación no ha dado en
la noche lugar a más oportuna providencia. Las puertas
de sus moradas son ordinariamente muy bajas, y todas
tienen alguna enramada o cobertizo como portal, en que
pasan los calores del día, y en cuya parte superior
secan y conservan sus frutos. Los que principalmente
cultivan estas gentes, es el maíz, el frijol y algunas
otras groseras semillas, que precisamente siembran a una
corta distancia de sus chozas, y que cogen tres meses
después de haber sembrado. Las semillas de Europa y las
frutas que han plantado los misioneros, se han dado con
bastante felicidad. En su gentilidad no conocían más que
las tunas, las pitayas, y tal cual frutilla silvestre
que contaban entre sus mayores delicias. De todas estas
plantas, y principalmente del maguey, destilaban vinos o
licores fuertes para sus solemnidades, y celebración de
sus victorias. La embriaguez no era aquí, como es
frecuente en otras naciones, vicio vergonzoso de algunos
particulares, sino público y común, que autorizaba todo
el cuerpo de la nación. Usábanlo especialmente en
aquellas juntas en que se resolvía la guerra contra
algún otro partido, y el día mismo que habían de salir a
campaña para adquirir mayor brío. Vueltos de la acción
plantaban en alguna pica o lanza, el pie, cabeza, o
brazo de los enemigos muertos, bailaban con una bárbara
música de tambores y descompasados gritos al rededor de
aquellos despojos. La letra común del canto era alabar
su brazo o de su nación, y afrentar a los vencidos. Al
baile, en que también entraban las mujeres y los
jóvenes, seguían los brindis en que no era permitido
tener parte sino a las gentes de una edad varonil,
excluidas las personas del sexo. Se convidaban después
mutuamente al tabaco que usaban en unas cañas delgadas y
huecas, con poca diferencia a manera de las pipas que
usan otras naciones. Si esta ceremonia se practicaba con
gentes de distinta nación, no podían admitirla sin
contraer una solemne alianza, cuya transgresión se
procuraba vengar con el mayor rigor. En la guerra sus
armas ofensivas eran el arco y la flecha, untadas del
jugo venenoso de algunas yerbas, que en siendo fresco,
por poco que penetre la flecha, no lo cura antídoto
alguno; usaban también para de cerca, macanas de leño
muy pesado, y los principales —233→ de picas o
chuzos de palo del Brasil. Su arma defensiva era una
especie de escudo o adarga de cuero de caimán, que de
alguna distancia resiste bien a las flechas. Para salir
a campaña se pintaban el rostro y algunas otras partes
del cuerpo, y adornaban la cabeza con vistosas plumas de
guacamayas, aves muy hermosas de las Indias, que
procuraban criar con el mayor cuidado.
La deshonestidad sigue muy de cerca a
la embriaguez; sin embargo, entre estos pueblos tenía
particular estimación la virginidad. Las
doncellas usan en algunos de estos pueblos una concha de
nácar, curiosamente labrada, como para señal de su
condición, que les era muy afrentoso perder antes del
matrimonio. Este no lo contraían sino con expreso
consentimiento de los padres, y lo contrario sería entre
ellos una monstruosidad inaudita. El marido quita a la
nueva esposa, en presencia de sus padres y parientes,
aquella concha que traen pendiente al cuello las
vírgenes. Repudian con pequeño pretexto a sus mujeres;
pero la pluralidad no es común sino entre los jefes o
caciques de la nación; una india doncella anda sola por
los campos y los caminos, y pasa de unas a otras
naciones sin temor de algún insulto: parecería esta una
prueba evidente de continencia y circunspección
admirable aun entre naciones más cultas, si no se
hubieren hallado en estas gentes resquicios de otras
infinitamente más abominables torpezas, aunque no tan
autorizadas, como en Culiacán y Chiametlán;
en Sinaloa, bien que no fuesen muy raros los ejemplares,
se miraban sin embargo con horror las gentes de esta
infame profesión. La sujeción de las leyes era
absolutamente ignorada, como toda especie de gobierno.
La autoridad de los caciques solo consistía en ciertas
distinciones vinculadas a su nobleza, y en la facultad
de convocar las asambleas del pueblo para convocar la
guerra, o para contraer alguna alianza. La ancianidad
daba entre ellos la misma prerrogativa que la sangre, y
una y otra aventajaba la valentía, y la gloria de las
armas. La liberalidad y la hospitalidad, la practicaban
indiferentemente con todos los de su pueblo, y aun de
los forasteros, como no fuesen declarados enemigos, o
como si fueran hermanos, aunque jamás se hubiesen visto.
Las mujeres se cubren de la cintura para abajo con
mantas que tejen de algodón; los hombres rara vez las
usaban, y por lo común andaban enteramente desnudos.
Entre los de un mismo pueblo o sus aliados, jamás se
veían pleitos o riña alguna. El homicidio, el hurto, el
engaño, el trato inicuo, no tenía cuasi ejemplar entre
ellos. El vicio de comer carne humana —234→ no era
general sino entre los pueblos serranos, que vivían
absolutamente como otros tantos brutos. En las más de
estas naciones no se hallaron ídolos algunos, ni altar,
o alguna especie de adoración y de sacrificio. Ninguna
divinidad, ninguna especie reconocían. Si no eran puros
ateístas de entendimiento, por lo menos su tal cual
especie de religión solo consistía en el miedo grande
que tenían a sus médicos25,
si merecen este nombre, ciertos viejos hechiceros que
tenían el afecto de algunas misteriosas apariencias con
que engañaban a estos infelices. Puede creerse por una
religiosa ceremonia la de sus sermones. Estos hacían por
lo común sus hechiceros y sus caciques, y los asuntos
eran solo aquellos que interesaban a todo el cuerpo de
la nación. Encendíase una grande hoguera en medio de la
plaza; sentábanse todos al derredor, y convidábanse
mutuamente con cañas de tabaco. Después se levantaba el
de más autoridad. [Elocuencia varonil de estos indios]
Un profundo silencio reinaba en toda la asamblea. El
orador con voz mesurada comenzaba su discurso, dando al
mismo tiempo vuelta a la plaza con paso lento y
majestuoso. Conforme a la fuerza de la oración, crecía
también la aceleración del paso y el tono de la voz, que
llegaba a oírse con el silencio de la noche en todo el
distrito del pueblo. Acabada su arenga volvía aquel a
sentarse a su lugar. Los circunstantes lo recibían con
grande aplauso. Mi abuelo (le decían si era anciano) has
hablado con acierto, te agradecemos tu doctrina; tu
corazón y el nuestro están muy de acuerdo en todo cuanto
has dicho. Luego le ofrecían de nuevo caña de tabaco, y
otro se levantaba y hacía otro discurso en la misma
forma. Cada uno hablaba poco más de media hora, y en
siendo de importancia la materia, pasaban en esto la
mayor parte de la noche. Los oradores no perdían jamás
el fruto de su trabajo. El auditorio quedaba siempre
persuadido y resuelto. Tanto aun en medio de su barbarie
era viva y enérgica su elocuencia. Sus expresiones,
aunque muy sencillas, eran de una simplicidad noble y
hermosa, y movían los afectos con tanta mayor fuerza,
cuanto el orador mismo tomaba una gran parte en el
asunto, y estaba enteramente poseído de la verdad, para
proponerla con viveza. Los Ahomes, decían en una ocasión
de estas, han entrado en nuestras tierras, se han
divertido y han bailado al derredor de las cabezas de
nuestros hermanos, de nuestros más bravos guerreros.
Mirad sus casas desamparadas: ahí tenéis a sus pobres
—235→ mujeres viudas, a sus chicuelos huérfanos.
Hablad vosotros, hijos míos. ¿Mas qué han de hablar? Su
desolación, sus lágrimas ¿no están pidiendo venganza?
¿No se interesa en ello el honor de los Tehuecos? ¿Son
mejores sus arcos, son más penetrantes sus flechas, son
más fuertes sus brazos, más robustos sus cuerpos? ¿No
los hemos vencido en tal y tal campaña? ¿No tiemblan los
Ahomes (decían nombrando algunos de los más valientes)
no tiemblan del arco de nuestro padre N., de la macana
de nuestro hermano N.? Salid contra ellos, salid a
defender vuestros hogares y vuestros maíces, poned en
seguro vuestras mujeres y vuestros hijos. Aseguradnos
con vuestro valor la posesión de este hermoso río, que
riega nuestras sementeras, que hace tan envidiable a los
enemigos nuestra morada. Ya me parece que veo sobre las
picas sus cabezas y sus brazos que nos han causado tanto
daño. Breve, si no me engaña mi corazón y vuestros
semblantes, breve he de bailar y he de beber en este
mismo lugar, mirando con gusto y con escarnio sus
cuerpos destrozados. Tales eran los sermones de los
indios de Sinaloa, según la relación del padre Martín
Pérez, el primero de nuestra Compañía que entró en
aquellos países, por donde se ve que el interés
propio, el amor del bien público, la solidez de los
asuntos, y el deseo de persuadirlos, es el origen de la
retórica, y que el carácter de la verdadera elocuencia,
es el mismo en todas las naciones.
Aunque el padre Andrés Pérez y todos
los manuscritos de donde este autor tomó las noticias,
afirman constantemente no haber sido descubierta por los
españoles la provincia de Sinaloa hasta los años de
1537, no es menester más que leer las Décadas de
Herrera para certificarse, que Nuño de Guzmán, desde el
año de 1532, había entrado en Sinaloa y penetrado hasta
el río Yaqui, que aquel cronista con poca alteración
llama Yaquimi. Y aun antes de él había llegado hasta el
río de Tamotchala, o Tamazula, que ahora se llama de
Sinaloa, el capitán Hurtado, que descubriendo la costa
por orden del marqués del Valle, y habiendo saltado en
tierra, obligado de la necesidad con poca gente, fue
muerto a manos de los indios, entre quienes halló
después Nuño de Guzmán señas muy recientes. Pasaron
algunos años sin que se pensara en la conquista de estos
países, hasta que se excitó la curiosidad con la ocasión
que vamos a referir, que aunque tiene un cierto aire de
aventura fabulosa, es universalmente contestada por
todos los impresos y manuscritos que han tratado esta
materia. Había, como dejamos escrito al principio de
esta historia, entrado a la conquista de —236→ la
Florida Pánfilo de Narváez26,
por los años de 1529. La infelicidad siguió siempre muy
de cerca los pasos de este capitán. El terreno, los
mantenimientos, el clima, el furor de unos bárbaros, y
la mala fe de los otros, acabaron muy en breve con todo
el ejército, de que solo quedaron cuatro hombres, y
fueron, Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, Alonso del
Castillo, Diego de Orantes, y un negro llamado
Estevan. Estos infelices solos en medio de
innumerables naciones bárbaras, sabiendo que estaban en
tierra firme, y que no podían dejar de salir a tierra de
españoles, tomaron la atrevida resolución de salir de
aquel país, sin noticia de los indios, como en efecto lo
ejecutaron a los 14 de setiembre, verosímilmente del
siguiente año de 1529. Los trabajos de esta
peregrinación, y el modo admirable con que atravesaron
tan inmensas distancias, no solo sin persecuciones de
parte de los indios, pero aun con su ayuda y socorro,
cuenta difusamente don Antonio de Herrera, a
quien remitimos al curioso. No nos ha conservado la
historia el tiempo que gastaron en esta peregrinación, y
solo sabemos que llegaron a México, siendo virrey don
Antonio de Mendoza, a 22 de julio del año de 1536,
aunque Grijalva escribe 35. El piadoso virrey les
procuró todo regalo, y quiso informarse de todas las
particularidades de su viaje, de las regiones, de los
ríos, de los montes, de la naturaleza, idiomas, y
costumbres de todas las naciones por donde habían pasado
tan sensiblemente protegidos del cielo. Habiéndole ellos
alabado mucho la fertilidad, la abundancia y géneros de
Sinaloa, donde habían sido bien recibidos, y que el
mismo júbilo de verse tan cerca de españoles, les había
pintado como un paraíso, quedó el virrey determinado a
enviar exploradores a aquellas tierras. Efectivamente,
por los años de 1538 envió por gobernador de la nueva
Galicia a Francisco Vázquez, y con él algunos
religiosos de San Francisco, que sin el ruido de las
armas entrasen descubriendo todo el país al Norte de
Culiacán. Fray Marcos de Niza, uno de aquellos
religiosos, partió de la villa de San Miguel, a 7 de
marzo de 1539. Acompañábale por orden del virrey el
negro Estevan, compañero de Álvaro Núñez. Fueron
bien recibidos de los indios, a quienes procuraba
inspirar conocimiento del verdadero Dios; y aunque no se
sabe que bautizase algunos, sin embargo la pobreza, la
benignidad y la dulzura del religioso varón, se hicieron
respetar de aquellos bárbaros que le llamaban en su
lengua hombre del cielo. Este piadoso —237→
explorador, habiendo avanzado mucho al Norte, de
Sinaloa, desamparado de Estevan, que o le mataron, o se
le escondió y quedó perdido entre aquellas selvas, y aun
amenazado de los indios, que no se hallaban de humor de
seguirle tan lejos de sus tierras, volvió a Compostela a
fines de aquel año, y dio cuenta de su expedición al
virrey en una relación maravillosa, que puede verse en
muchos otros autores, y no pertenece a nuestro asunto.
El famoso viaje de fray Marcos de
Niza, hizo concebir a todos muy altas esperanzas de
una conquista tan gloriosa. El virrey don Antonio de
Mendoza, el marqués del Valle por capitán general y
gobernador de las armas, y el adelantado don Pedro de
Alvarado, en virtud de cierto asiento que tenia hecho
con su Majestad para el descubrimiento de las costas del
mar de California, disputaron algún tiempo a quién
pertenecía semejante expedición. Se dio más prisa que
todos el virrey, y a principios del año siguiente puso
en pie un ejército de doscientos infantes y ciento
cincuenta caballos, bajo la conducta de don Francisco
Vázquez Coronado. Por mayo salió de Culiacán el campo, y
a cuatro jornadas llegaron al río de Petatlán, de allí,
en tres, al de Zuaque, llama do entonces de Sinaloa. El
general despachó de aquí diez caballos, que doblando las
jornadas, llegasen al Arroyo de Cedros, de donde
deberían seguir al Nordeste por una abra que hace la
Sierra hacia aquella parte. Siguiendo este rumbo
llegaron al arroyo y valle de los Corazones,
nombre que le habían puesto los compañeros de Álvaro
Núñez. Este arroyo y valle pensamos sea aquel que
corriendo de Oeste a Este desemboca en el río que llaman
hoy de los Mulatos, a cuya orilla está ahora el pueblo
de Yecora. Lo cierto es que el valle y río estaba en los
confines de Sinaloa y Sonora, como lo significan todas
las relaciones. En los manuscritos hallamos haberse aquí
fundado una villa con cuarenta españoles que llamaron
Pueblo de los Corazones, en que quedo por alcalde y
justicia mayor Diego de Alcaraz, hombre altivo e
inhumano. Entre tanto pasó adelante el ejército en busca
de las grandes ciudades de que había dado noticias tan
alegres fray Marcos de Niza. Alcaraz comenzó a tratar
con dureza a los indios, hacíalos esclavos contra las
órdenes de su Majestad e intenciones del piadoso virrey.
Para poblar la nueva villa, robaba las hijas y mujeres
que la simplicidad del país permitía andar solas por los
campos. Una conducta tan bárbara irritó a los indios.
Sorprendieron la villa en una obscura noche: de cuarenta
no escaparon sino seis de sus manos. Dos salieron al
ejército; —238→ de los otros cuatro mataron al uno,
y los otros dos, con un clérigo que había quedado de
cura, fueron a dar a Culiacán. Este éxito tuvo la
primera población de los españoles en Sinaloa. El resto
del ejército no fue más feliz. Después de largas
peregrinaciones, que por la mayor parte habían burlado
sus esperanzas, recibió un gran golpe el general cayendo
de un caballo de que según algunos, murió, y según
otros, le quedó perturbado el juicio. Herrera da a
entender que el deseo de volver a su casa y la dulzura
del gobierno, le hizo fingir mayor enfermedad, con
murmuraciones de sus mejores capitanes, y no poca
indignación de don Antonio de Mendoza.
En muchos años no se pensó en poblar
a Sinaloa, hasta que gobernando la Nueva-España don Luis
de Velasco el viejo, envió por primer gobernador de la
Nueva-Vizcaya a don Francisco de Ibarra. Este, a
persuasión de don Pedro Tovar, oficial que había sido de
mucha distinción en el ejército de Coronado, después de
haber atravesado con grandes penalidades y trabajos la
Sierra de Topía, entró en Sinaloa con algunos religiosos
de San Francisco, y a la rivera austral del río Zuaqui,
fabricó la villa de San Juan Bautista de Carapoa, a
trece leguas de la costa, en una hermosa península que
forma este río con el de Ocoroiri, que en él desagua.
Dejó por gobernador a don Pedro Ochoa de Garraga, y por
cura al licenciado Hernando de Pedroza con algunos
religiosos franciscanos. El general Ibarra había pasado
con su campo muy dentro de la Sonora. Los indios le
recibían generalmente bien, y hubiera desde luego
procurado a la corona y a la religión establecimientos
muy sólidos; pero en el mayor ardor de sus
descubrimientos recibió cartas de Guadalajara en que le
decían, que habiéndose descubierto riquísimos minerales
en Chiametlán, había dado el virrey al oidor Maroñez la
comisión de cuidar de su cultura. Que viniendo en
diligencia podría prevenir la llegada del oidor, y
aprovecharse de tan útil descubrimiento. Con esta
noticia, doblando las marchas, volvió precipitadamente a
Chiametlán. Poco después de su vuelta los indios de
Ocoroiri y los Zuaques dieron cruelmente la muerte a
fray Pablo de Acevedo y a fray Juan de Herrera.
Lo mismo hicieron con quince españoles que habían venido
a comprar maíz a sus pueblos, después de haberlos
falsamente acariciado con algunos víveres de que estaban
muy necesitados. Prendieron fuego a la villa por dos o
tres partes, y huyeron al monte. Los pocos que habían
quedado en ella se retiraron a un fortín de madera que
fabricaron con prisa. El alimento no se conseguía sino a
costa de —239→ alguna sangre: crecía la necesidad y
con ella el brío de los indios. Se determinaron a dar
aviso a Culiacán, de donde efectivamente se envió un
pronto socorro; pero cuando llegó, ya los españoles
habían desamparado el fuerte y la villa de Carapoa, y
retirádose al río de Petatlán donde podían ser
fácilmente favorecidos.
Algunos años habían pasado con
quietud los moradores de Petatlán cuando don Pedro de
Montoya, soldado veterano y práctico, alcanzó del
gobernador de la Vizcaya, que era entonces don
Hernando de Trejo, facultad de entrar con gente en
Sinaloa. Se alistaron en Culiacán treinta soldados, y
quiso acompañarlos el licenciado Hernando de Pedroza que
había antes estado en Europa. Salieron de San Miguel a
fines de enero de 1583. Entrando por el valle de San
Sebastián de Ebora, Orabatu y Mocorito,
vieron con dolor las poblaciones quemadas y vacías. Los
indios, temerosos al arribo de los españoles, huyeron a
la Sierra, hasta que asegurados por un intérprete,
dejaron las armas y volvieron a sus pueblos después de
algunos sustos fueron bien recibidos en Bacoburitu
y Chicoratu, a una y otra costa del río de
Petatlán, y se pensó en el descubrimiento de minas. Se
dio asiento a la nueva villa víspera de San Felipe y
Santiago, de que se tomó posesión en nombre de su
Majestad católica sacando el pendón con descarga de la
arcabucería y algazara militar. Se le dio el nombre de
San Felipe y Santiago de Carapoa en memoria de la
antigua, aunque no en el mismo sitio. A don Pedro de
Montoya, gobernando ya la Nueva-Vizcaya don Herrando
Bazán, dieron alevosa muerte los Zuaques, de quienes
incautamente había querido fiarse a pesar de los
prudentes avisos de los capitanes Gonzalo Martín y
Bartolomé Mondragón. Murieron con él algunos doce
soldados. Se recurrió por socorro a Culiacán, de donde
vino con prontitud a cargo de don Gaspar Osorio que no
pudo haber a las manos sino a algunos de los agresores.
Pareció a este capitán que debía desampararse aquel
punto, y hechos en toda forma los requerimientos, la
justicia y regimiento resolvieron todos desalojar, como
se ejecutó, comenzando a marchar para Culiacán a 15 de
agosto de 1584: al llegar al río de Petatlán encontraron
veinte españoles a cargo de don Juan López de Quijada,
que venía por capitán de Sinaloa, con orden que se les
notificó de don Hernando Bazán, y so pena de la vida
volviesen luego a poblar la villa de San Felipe y
Santiago, a que prontamente obedecieron: repasando el
río y fortificándose lo mejor que pudieron, esperaron la
venida del gobernador.
—240→
Este, por mucha prisa que se dio, no
pudo llegar hasta abril del año siguiente en el día de
jueves santo. Trajo consigo cien españoles y algunos
indios amigos. Se detuvo en la villa quince días, y
marchó luego al río de Zuaque en busca de los agresores.
Dividió su pequeño ejército en dos partes; dio la
vanguardia a su teniente Juan López Quijada, y él
llevaba la retaguardia. Llegando a la antigua villa de
Darapoa, envió por delante a Gonzalo Martín con diez y
ocho soldados a explorar la tierra. Estos, siguiendo en
una mañana de mucha niebla las huellas de algunos
caballos que habían faltado en el ejército, se empeñaron
en una espesura en que fue necesario echar pie a tierra.
En lo más interior del bosque hacía un grande y
descombrado plano que tenían acordonado los enemigos.
Luego que entraron en él los españoles cerraron los
bárbaros con grandes árboles la entrada, y descargaron
sobre ellos una nube de flechas. Conocida la emboscada
quisieron retirarse, pero hallaron impedido el camino.
Gonzalo Martín, con cuatro de sus compañeros, muertos ya
algunos de sus soldados, sostuvo animosamente la
retirada de los demás. Los primeros que salieron sin más
autor que el propio susto, dijeron que todos los demás
habían muerto. Tomaron sus caballos y dieron vuelta al
camino. Gonzalo Martín y sus compañeros salieron los
últimos después de haber hecho en los bárbaros una
horrible carnicería. A la salida del monte se hallaron
sin los caballos y sin pólvora. Cargaron los enemigos
sobre ellos y los españoles vendieron muy caras sus
vidas. Duró el combate hasta el medio día, en que faltos
de sangre y fuerzas, teniendo que combatir con nuevas
tropas que venían de refresco, y acometidos de los
bárbaros con flechas y con chuzos largos por el temor de
sus espadas, cayeron aquellos cinco bravos sobre
montones de cadáveres que habían muerto a sus manos. Los
bárbaros Zuaques, orgullosos de su victoria, siguieron
con diligencia el alcance de los fugitivos. Los más de
ellos habían errado el camino de los reales, y murieron
a sus flechas. Diego Pérez, muerto el indio capitán y
muchos otros de los más valientes Zuaques, se abrió
camino con la espada, y Diego Martínez, después de haber
pasado el día escondido en un charco, llegó al campo con
sus armas y caballo. Hernando de Bazán salió al día
siguiente con el ejército en busca del enemigo; pero
éste, contentándose con algunas ligeras y repentinas
descargas en que se mataron algunos, no quiso empeñarse
en una acción general. Pasó al lugar de la batalla,
halló los cuerpos puestos en orden sin cabeza, y aun el
del —241→ capitán Gonzalo enteramente descarnado,
porque según confesaron algunos prisioneros, habían
entre sí los bárbaros repartido el cadáver y comídolo
para hacerse, decían, tan valientes como aquel generoso
español. El gobernador se contentó con poner fuego a sus
sementeras y poblaciones, y pasó al río de Mayo.
Esta buena gente lo recibió de paz, y le proveyó
abundantemente de víveres; pero él, o porque en realidad
los creyese cómplices en la conspiración de los Zuaques,
o por una avaricia muy autorizada en aquel tiempo,
aunque enteramente opuesta a la dulzura y piedad de
nuestros reyes, fue poniendo en cadena a los indios e
indias que entraban cargados de la vitualla en las
tiendas. Conducta bárbara que desaprobó después el
virrey marqués de Villamanrique, mandando conforme a las
reales cédulas poner en libertad a los indios, y
privándolo del gobierno, de que por esta y muchas
acciones se había hecho indigno. Había dejado por
capitán en Sinaloa a Melchor Téllez, que poco después
tuvo por sucesor a don Pedro Tovar, que distando del
país se vino luego a Culiacán. Los vecinos españoles
fueron siguiendo el pernicioso ejemplo de su jefe. Solo
quedaron cinco en la villa: Bartolomé Mondragón, Juan
Martínez del Castillo, Tomás de Soberanis, Juan
Caballero y Antonio Ruiz, de cuyos comentarios
bastantemente exactos hemos tomado estas noticias.
Entre tanto, don Antonio de Monroy
que había sucedido a Bazán vino a San Miguel, y a
petición de los pocos vecinos que habían ido a recibirle
a Atotonilco, señaló por gobernador de Sinaloa a
Bartolomé de Mondragón, que había quedado en San Felipe,
donde los diputados llegaron con instrucciones muy
útiles a la subsistencia y gobierno de la nueva
población, a 29 de junio de 1589. Este tiempo no se
empleó sino en dos entradas que hicieron en busca de
minas en la provincia de Chinipa, con poca utilidad y
mucho riesgo.
A mitad del siguiente año fue
señalado gobernador de Nueva-Vizcaya don Rodrigo del Río
y Loza, hombre que juntaba al valor y a la nobleza de
sus cunas, una rara piedad y mucho conocimiento de la
tierra a que había entrado muchos años antes en compañía
de don Francisco de Ibarra. Envió la villa a Antonio
Ruiz a cumplimentarle a Chiametlán, donde había llegado
por diciembre del mismo año. Oyó con no poco dolor el
infeliz estado de la provincia y de la villa de San
Felipe, y determinó aplicarse todo el cultivo y aumento
de Sinaloa. Luego que se vio electo gobernador de la
Vizcaya había pedido con instancias al padre provincial
Antonio de Mendoza algunos misioneros —242→ de la
Compañía para la instrucción de las naciones vecinas. El
padre provincial, que no deseaba otra cosa que ver
abierta la puerta a la conversión de los gentiles,
señaló prontamente dos sujetos de un celo ardiente y de
una piedad y fervor a prueba de los mayores trabajos. El
padre Gonzalo de Tapia y el padre Martín Pérez,
partieron a Guadiana, en que debían presentarse al
gobernador y estar a sus órdenes. Cuando llegaron, ya el
gobernador había mudado de dictamen; y recibiendo con
demostraciones singulares de aprecio y de veneración a
los misioneros: «Yo, padres míos, les dijo, había
suplicado al padre provincial enviase a vuestras
reverencias para que trabajasen en el cultivo de estos
pueblos vecinos, que Dios y el rey han puesto a mi
cargo; pero he sabido que hay países más necesitados en
que vuestras reverencias puedan emplear su celo con
mayor provecho y mayor mérito. Yo me he sentido
vivamente inspirado a proponer a vuestras reverencias la
conversión de las provincias de Sinaloa. Esta debe de
ser la voluntad de nuestro Señor, a quien yo sacrifico
de buena voluntad el gusto que tendría con la presencia
y dirección de vuestras reverencias». Los hombres de
Dios oyeron con increíble consuelo las palabras del
gobernador, en que les pareció oír la voz de Dios que
los destinaba a aquellas regiones, tanto más agradables
cuanto más fértiles de penalidades y de cruces. Luego,
llenos de gozo, se encaminaron para Culiacán, aunque por
caminos escusados y mucho más largos a causa de la
guerra en que ardían entonces los valles de Topía.
Caminadas más de doscientas leguas, y dejando por todos
los pueblos una alta reputación de su virtud y un gran
fruto en las almas, llegaron a fines de junio a la villa
de San Miguel de Culiacán. Aquí se detuvieron algunos
días ejercitando los misterios con todo género de
personas, con notable edificación y provecho.
Escribieron a la villa de San Felipe dando razón de su
destino y del sublime motivo que los conducía a sus
tierras, sin otro interés que la eterna salud de sus
almas y de las naciones vecinas. Luego se determinó que
Juan del Castillo y Antonio Ruiz, españoles, con algunos
de los caciques aliados fuesen a conducir en seguridad a
los dos misioneros que entraron cerca de Capirato, a
diez leguas de San Miguel. Fue muy sensible en los
españoles y los indios el regocijo con que recibieron a
los padres. Los indios (dice Antonio Ruiz, testigo
ocular en su relación) hincadas en tierra las rodillas,
les pidieron a voces el bautismo. Llegaron el día
siguiente al Palmar, cuatro leguas antes de Mocorito. El
cacique de este pueblo, que era cristiano, sabida por
—243→ uno de sus hijos la cercanía de los padres, dio
orden que se juntasen todos los niños del pueblo que no
hubiesen recibido el bautismo. Se puso en marcha a la
noche con aquella inocente caravana, que caminando con
lentitud llegó a media noche al Palmar en que dormían
los misioneros. Aunque muy necesitados de aquel
descanso, lo interrumpieron gustosísimos de ver aquellas
primicias de la gentilidad que el Señor les ponía a las
manos, y de que podían prometerse un agüero tan feliz de
sus piadosas fatigas. A la punta del día se formó una
enramada en que dijeron misa los padres con admiración
de los indios. Se administró después el bautismo a los
párvulos, y se detuvieron en aquel incómodo lugar dos
días. De aquí pasaron a Orobatu donde había una antigua
iglesia de madera cubierta de paja. Aquí hablaron los
padres a muchos indios que habían concurrido por medio
de un intérprete. Nosotros, dijeron, no venimos a buscar
el oro y la plata a vuestras tierras, ni a hacer
esclavos a vuestros hijos y mujeres. Veisnos aquí solos,
pocos y desarmados, y que solo venimos a daros a conocer
al Criador del cielo y de la tierra, sin cuya fe seréis
perpetuamente infelices. Los indios de su parte, a pesar
de su barbarie, parecieron sensibles a una prueba tan
clara de sincerísimo amor. Se mostraron agradecidos y
prometieron ser dóciles a sus consejos. Al otro día
entraron en la villa de Sinaloa con grande
acompañamiento de indios, y un grandísimo consuelo de
aquellos pocos españoles. Estos, dice Antonio Ruiz,
antes de la venida de los padres pasaban todo el año sin
oír misa, y aun para confesarse la cuaresma llamaban
algún sacerdote de Culiacán, o se veían precisados a
carecer de aquel espiritual alimento.
No crecía menos el centro de la
provincia en fundaciones que hubieran de traerle en lo
venidero un grande lustre, y en obras insignes de piedad
en lo interior de sus colegios. En el de México se veían
florecer con extraordinario concurso los estudios. En la
annua de este año se dice pasaron de
cuatrocientos los jóvenes que cursaban nuestras
escuelas. En el Seminario de San Gregorio se cultivaban
con incansable esmero los indios. Los caciques de los
pueblos vecinos entregaban a porfía sus hijos a la
dirección de los nuestros, y se veía entre los mexicanos
una devoción y un fervor en la frecuencia de los
Sacramentos, que sería digna de grande alabanza entre
los pueblos más cultos y más antiguos cristianos de la
Europa. Determinó por esto mismo el padre visitador
Diego de Avellaneda, pasar el noviciado y casa de
—244→ probación del pueblo de Tepotzotlán al colegio
del Espíritu Santo de Puebla, movido no solo de los
mayores fondos de este colegio, sino persuadido también
y enseñado de la experiencia en las muchas provincias
que había visto en la Europa, que a vista de las
ciudades populosas, y en medio de todo el atractivo del
gran mundo, se hacen con más fervor, con mayor
edificación y con más perseverancia aquellos exteriores
actos de mortificación y de humildad que lleva la
austera vida de muchos noviciados, y se acomete y se
vence el mundo, digámoslo así, en sus trincheras mismas.
Apenas habían puesto el pie en la Puebla nuestros
novicios, quiso el Señor ofrecerles una grande cosecha
de humillación y de méritos. Habíase encendido una peste
en muchos recién venidos de España, de que estaban
llenos dos grandes hospitales de la ciudad. Por espacio
de tres meses acudían todos los días seis novicios a
cada uno, consolaban a los enfermos, barrían las salas,
aseaban las camas, y hacían todos los demás oficios de
caridad con un fervor y una alegría que se mostraba aun
en los semblantes. Para acrisolar más su virtud,
permitió el Señor que en uno de los hospitales fuesen
mal recibidos del mayordomo y de los enfermos.
Mirábanlos con aquel horror con que se suele ver la
afectación y la hipocresía. Si pedían en nombre de algún
enfermo alguna cosa, eran despedidos con dureza, muchas
veces les quitaban de las manos las escobas o les
impedían sus demás caritativos ministerios. En ocasiones
los trataban mal de palabras, con no poco sentimiento y
edificación de los mismos enfermos. Finalmente, venció
la paciencia y la constancia de los buenos hermanos, y
aquellos mismos fueron después los testigos y los
aplaudidores de tanta devoción y caridad. Entre los
demás enfermos hubo un caballero principal y letrado de
algún crédito. Era este sumamente desafecto a la
Compañía, y padecía una enfermedad tan horrible y
asquerosa, que ningún enfermero del hospital se atrevía
aun a acercarse a su lecho. Doble motivo para que
nuestros novicios se aplicasen con particular solicitud
a su alivio. Efectivamente, eran los únicos que lo
servían y ayudaban hasta tomarlo en sus brazos y darle
por sus mismas manos el alimento; con horror de la
naturaleza oficios de maternal cariño que admiraban
todos, servían solo para agriar más el ánimo del enfermo
que cada día los recibía con más sequedad; pero esta no
pudo durar mucho combatida tan poderosamente de obras de
tanto amor. Después de haber luchado algunos días con la
dureza de su corazón, vino a confesar a voces su
ingratitud, a reconocer la caridad de sus bienhechores,
—245→ protestando, que si vivía no se ocuparía en
otra cosa que en servir a los padres como el más humilde
coadjutor. Se contentó el Señor con la buena voluntad,
porque agravado el accidente sin más efectos ni más
voces que alabanzas a Dios y deseos ardentísimos de
verlo, en medio de actos heroicos de contrición y de
humildad, con extraordinario consuelo de verse morir en
un hospital y coronado su lecho de jesuitas, murió
dejando muy seguras esperanzas de su eterna salud.
De esta manera triunfaba de la
indiferencia y de la ingratitud el celo y caridad de
nuestros novicios; victoria que se repitió más de una
vez con bastante mérito suyo y edificación de los
asistentes. Entre tanto, algunos otros padres del mismo
colegio hacían sus piadosas excursiones por los lugares
vecinos. Llegaron en una de estas a un lugar a catorce
leguas de Puebla, cuyo ministro, aunque celoso, impedido
de una prolija enfermedad, no había podido mucho tiempo
visitarlo. Este, usando del tedio más oportuno, instruyó
a un indio que le pareció más capaz en los misterios y
preceptos de nuestra ley para que en ausencia los
enseñase a los demás; pero o fuese negligencia o poca
autoridad del catequista, a la llegada de nuestros
misioneros era el único que sabía suficientemente las
obligaciones santas del cristianismo. A la sombra de
esta común ignorancia reinaba la impunidad de todos los
delitos. La embriaguez, la torpeza, y aun la
superstición eran vicio común de todo el pueblo. Presto
se vio mudar de semblante el vecindario: instruidos a
tarde y a mañana, ya desde el púlpito, ya en las
familiares conversaciones, se movieron a confesarse con
grandes muestras de dolor. Entre estos vino a confesarse
un joven a quien tenía cuasi en puntos de expirar una
melancolía. Una infame mujer que vivía en su misma casa,
poseída de un torpe y furioso amor, había procurado
hacerlo condescender a sus deseos. La resistencia
heroica del casto joven había irritado más su pasión, y
roto enteramente el freno del pudor y decoro propio de
su sexo: no le dejaba sosegar un punto día y noche
presentándosele en todos tiempos, ya con ruegos, ya con
amenazas, ya con otros medios aun más provocativos y
capaces de inclinarlo a algún impuro consentimiento. En
este continuo combate, pareciendo al buen joven que no
podía perseverar en su santo propósito, determinó acabar
con un lazo, como en efecto lo puso en ejecución con una
piadosa temeridad; pero el Señor, que quiso premiarle su
amor a la pureza, permitió que reventase la soga. Cayó
en el suelo, —246→ y hallándole fuera de sentido, la
mala mujer, que sabía muy bien que era la causa de una
resolución tan inhumana, aconsejada solamente de su loca
pasión, determinó no sobrevivir a su amado y acabar con
el mismo lazo sus días. La soga, que se había cortado
para testimonio de la inocencia, quitó la vida a aquella
deshonesta; y volviendo de su aturdimiento el joven vio
delante de sí el cadáver suspenso, y en él un grande
ejemplar de los altísimos juicios de Dios y del rigor de
su justicia. Este funesto espectáculo, que no podía
apartar de su memoria, le había consumido las fuerzas
del espíritu, y aun las del cuerpo. Pero consolado y
animado del sabio confesor pareció volver a la vida, y
emprendió dedicarse al divino servicio con un
extraordinario fervor.
La congregación de la
Anunciata,
que pocos años antes con la licencia de nuestro padre
general se había planteado en México, se extendió este
año al colegio de Oaxaca. Se leyeron las bulas, y se
hizo la fundación primera de la congregación el mismo
día 25 de mayo en que se celebra este misterio, con
asistencia del ilustrísimo señor don fray Bartolomé de
Ledesma, del orden de predicadores, y su vicario
general, del deán, y muchas otras personas de uno y otro
cabildo, que fueron los primeros admitidos en la
congregación, y se excitaban en sus piadosos
ministerios, con mucha edificación del público, y
singularmente de nuestros estudiantes, que se esforzaban
a imitar tan ilustres ejemplos. A los indios se les
predicaba en la iglesia de señor San José, que estaba a
cargo de la Compañía, en lengua mexicana, y se comenzó a
aprender la zapoteca. La iglesia de señor San José, que
acabamos de decir, se había fundado en un solar que para
este efecto había dado una india principal, y a una
acción de tanta piedad, correspondía muy mal el resto de
su vida. Vivía en un estado infeliz con pernicioso
ejemplo de todo aquel partido. Cayó en una grave
enfermedad; pero poseída de una vergüenza irracional, no
podía resolverse a llamar confesor y declararle sus
culpas, de que era testigo todo el pueblo; pero el
Santísimo Patriarca, a quien con tanta liberalidad había
cedido sus tierras, quiso premiarle este pequeño
obsequio. Le pareció en un parasismo, que era llevada al
tribunal de Dios, donde aguardaba ya la sentencia de su
condenación. En este inexplicable susto le parecía ver
que el Castísimo Esposo de María pedía a su Hijo
Santísimo la salud de aquella alma. Efectivamente,
volvió en sí, llamando a uno de los padres, se confesó
con muchas lágrimas, y consiguiendo con la salud de la
alma poco después la —247→ del cuerpo, vivió algunos
años en ejercicios de muy amarga penitencia, acumulando
gran tesoro de méritos con los continuos asaltos, que le
fue necesario vencer para perseverar en la virtud. La
necesidad del colegio obligó por este tiempo a que
saliesen dos sujetos de casa a recoger limosna por todo
el obispado, ejercitando igualmente en todos los lugares
sus ministerios apostólicos. Hallaron en una de las
haciendas vecinas a la costa del Sur un hombre rico, que
sin haber jamás tratado, o visto sujeto alguno de la
Compañía, los recibió con singulares demostraciones de
regocijo. Los siervos de Dios, que conforme a su
santísima regla, después de las comunes salutaciones,
comenzaron luego a tratar cosas del cielo y de provecho
de la alma, quedaron a pocas palabras admirados de
encontrar en aquel buen anciano un hombre perfectamente
instruido en la vida espiritual, de una sublime oración,
de un admirable recogimiento interior, y pureza de
conciencia. El piadoso varón, que no pudo dejar de
conocer su sorpresa, satisfizo a su piadosa curiosidad,
diciendo: «Mucho tiempo antes que aquí vinierais, tuve
noticia de vuestro instituto y vuestras reglas, y os vi
acompañados y protegidos de la Reina del cielo, en la
misma forma y traje en que ahora os veo, y esta es la
causa de mi júbilo. La misma Señora qua tanto os
favorece, me ha significado vuestra necesidad y me ha
mandado que os socorra, como lo haré con buena voluntad.
En efecto, no contento con haberles dado entonces una
buena limosna, les hizo una obligación de más de mil y
quinientos pesos, hipotecando para ello su hacienda, y
prometiendo dar cien pesos en cada un año: y el darlos
en esta forma (añadió) es por tener los pocos años que
viviere, el consuelo de ver en este pueblo y en mi casa,
a unos hombres que el cielo tan sensiblemente protege».
En los colegios de Pátzcuaro,
Valladolid, Tepotzotlán y Guadalajara, fue también muy
considerable, este año el fruto de las misiones, y
grande el trabajo de los operarios, por la epidemia que
padecieron los naturales, y en que como todo el mundo es
testigo en semejantes ocasiones, hicieron en todas
partes los jesuitas todos los oficios de caridad en lo
espiritual y corporal, que podían esperarse de unos
hombres enteramente consagrados por su instituto al
servicio del público. En la residencia de Veracruz,
fuera del continuo trabajo de la ciudad y estancias
vecinas, se destinaron dos padres a la isla de San Juan
de Ulúa para la asistencia y cuidado de los muchos
enfermos, a quienes lo ejecutivo de su mal no daba lugar
para pasar al continente. En la nueva —248→
habitación de Zacatecas, fue necesario añadir, a
instancias de aquellos republicanos, otros dos sujetos,
uno para la escuela de leer y escribir, y otro para los
rudimentos de la gramática. Así en tantos y en tan
distantes hogares, en púlpitos, cátedras, confesonarios,
hospitales y cárceles, ayudaban los incansables
operarios a ricos y pobres, sin excepción alguna de
tiempo, de país, o de personas, con un orden y una
conformidad de operaciones, que solo puede producir el
espíritu de Dios, y de la caridad que lo animaba.
Estos saludables ministerios que se
veían repartidos por los demás colegios de la provincia,
se hallaban reunidos como en su centro, en el colegio
máximo de San Pedro y San Pablo de México. Aquí se
atendía juntamente a todas las necesidades de la más
populosa ciudad de la América, y se proveían de sujetos
los demás colegios. Se formaban los predicadores, los
confesores y los teólogos. Las bellas letras, la
filosofía y los ministerios, todo tenía su lugar, y a
todo se daba sucesivamente el tiempo y la atención
proporcionada. Sin embargo, se comenzaba a temer
justamente, que creciendo cada día más el número de los
colegios, y debiendo respectivamente aumentarse los
domésticos estudios, no se embarazasen en un mismo
colegio estas diversas ocupaciones, que la admirable y
celestial prudencia del fundador de la Compañía quiso
que se ejercitasen en casas diferentes. Añadíase que la
situación del colegio, muy acomodada para los estudios,
no lo era para los ejercicios que practica la Compañía
para utilidad del público. Con esta ocasión, se pensó
fundar en México, conforme al instituto, una casa
profesa, quedando el colegio máximo para las tareas
literarias; y ya desde el año de 1584, don Hernando
Núñez de Obregón, deudo cercano del padre Pedro Mercado
había en su testamento dejado cuatro mil pesos, sobre
unas casas que habían sido noble cuna del mismo padre, y
estaban situadas en lo mejor de la ciudad, con el
designio de que entrando en su posesión la Compañía, se
edificase allí casa profesa. En efecto, se compraron
dichas casas, y el padre Antonio de Mendoza, entonces
provincial, valiéndose del favor del ilustrísimo señor
don Pedro Moya de Contreras, arzobispo y virrey, obtuvo
licencia para la fundación de dicha casa, que en nombre
de su Majestad concedió el año de 1585. [Posesión del
sitio de la casa profesa] Algunos años después don
Juan Luis de Rivera, tesorero de la Posesión de la real
casa de moneda, y doña Juana Gutiérrez, su esposa,
hicieron a la Compañía donación de cincuenta mil pesos
para el edificio y fábrica de la Profesa. Se dudó algún
tiempo admitir la donación, hasta que —249→ siendo
visitador el padre Diego de Avellaneda, y provincial el
padre Pedro Díaz, se admitió e hizo solemne escritura a
3 de febrero del año de 1592. El excelentísimo señor don
Luis de Velasco el joven, confirmó de nuevo la licencia
que había dado don Pedro Mora de Contreras, y
puntualmente aquella misma noche se pasaron a la nueva
habitación cuatro padres, cuyos nombres conservan los
manuscritos, y parece justo poner aquí, y fueron el
padre doctor Pedro de Morales, el padre Juan
Sánchez, el padre Juan de Loaiza, y el padre
Alonso Guillén, con un hermano coadjutor que
sirviese de sacristán y portero. Presentose luego el
padre provincial al doctor don Sancho Sánchez Muñoz,
maestre escucha y gobernador del arzobispado, pidiendo a
mayor abundamiento se sirviese su señoría aprobar lo
hecho, y mandase dar a la Compañía posesión jurídica del
sitio y casa para la dicha fundación, como se efectuó
prontamente, pasando a nuestra casa el licenciado Pablo
Mateo, promotor fiscal, que en presencia de un notario,
el día 5 de febrero a las diez horas de la mañana, dio
al padre provincial posesión en toda forma, y lo mismo
en la pequeña iglesia, que conforme a la cortedad del
sitio se había dispuesto en el zaguán de la casa, con
todas las solemnidades del derecho, y pidiendo al
notario el padre provincial Pedro Díaz testimonio de lo
actuado, que se le dio luego no sin particular
providencia, que le inspiró usar de todas estas
formalidades de que no había usado la Compañía en las
demás fundaciones, y que se reconocieron después muy
necesarias para el ruidoso pleito que se movió en esta
ocasión.
En efecto, el sitio que se nos había
dado para casa profesa, siendo cuasi el centro de la
ciudad, vino a estar juntamente dentro de las canas de
las tres sagradas religiones, Santo Domingo, San
Francisco y San Agustín. Aunque en la fundación del
colegio máximo se había ya resuelto este punto en favor
de la Compañía, y con mayor ruido aun en la fundación de
Oaxaca, de los cuales litigios hacía expresa mención la
bula Salvatoris
de nuestro Santísimo Padre Gregorio XIII, confirmando de
nuevo los privilegios que en esta parte había concedido
a la Compañía su predecesor Sixto V; sin embargo, la
autoridad de las tres religiones colitigantes, hizo,
como debía, mucho peso en la consideración de los doctos
y los discretos. Las tres religiosísimas familias se
presentaron, de común acuerdo, a la real audiencia,
suplicando de lo proveído por el señor virrey y
gobernador del arzobispado, y pidiendo que la Compañía
exhibiese las bulas y privilegios y demás documentos, en
—250→ virtud de los cuales, pretendía edificar en
aquel sitio con notorio perjuicio de sus conventos.
Añadían que esta no solo era causa suya, sino también
del monasterio de Santa Clara y aun de la santa iglesia
catedral de que el pretendido edificio no distaba más de
una cuadra. Concluían pidiendo se mandase cerrar dicha
casa o iglesia, ínterin se resolvía en justicia lo
conveniente. Para esforzar más esta petición,
pretendieron agregar e interesar en el negocio al
cabildo eclesiástico. Este gremio venerable, después de
examinada seriamente la causa, viendo que la Compañía de
Jesús no percibía obtenciones algunas, por misas,
sermones, ni entierros, ni tenía capellanías, ni otros
emolumentos del altar, y que por otra parte procedía en
esto escudada con tan singular favor de la silla
apostólica, no quisieron mezclarse en este asunto, ni
hacer oposición alguna, antes procuraron singularmente
favorecerla, como lo hicieron con particularidad el
señor arcediano don Juan de Cervantes, el señor maestre
escuela don Sancho Sánchez Muñoz, y el señor don
Fernando Ruiz de Hinojosa, canónigo y catedrático de
prima en la real universidad. El cabildo secular, aunque
había antes aprobado y aun agradecido a don Juan Luis de
Rivera la escritura de donación en favor de la casa
profesa, de que como miembro de aquel ilustre
ayuntamiento le había dado parte; sin embargo, mudada la
determinación, acordó seguir el partido de las tres
religiones, y contradecir la fundación con escrito, que
en nombre de todo el cuerpo se presentó a la real
audiencia. Este tribunal, oída la respuesta de la
Compañía, determinó cuanto a lo substancial de la causa
se remitiese a juez eclesiástico, a quien de derecho
pertenecía. Mantuvo a la Compañía en posesión del sitio,
casa e iglesia; pero mandando que antes de la
definitiva, no se extendiese más el edificio, ni se
comenzase en él alguna fábrica. En consecuencia de esta
resolución, el padre visitador ordenó que el padre
Alonso Guillén saliese luego de México para Veracruz a
embarcarse en un aviso, que debía hacerse a la vela muy
en breve. Las tres religiones colitigantes, habían, de
común acuerdo, elegido por su procurador, o instruido de
sus poderes y necesarios documentos, al reverendísimo
padre fray Bartolomé Martel, varón muy autorizado y
docto de la religión de San Francisco. Este, aunque se
había embarcado muchos días antes que nuestro
procurador, tuvo la desgracia de caer en manos de los
moros, que lo cautivaron en las costas de Berbería, de
donde no pudo salir hasta más de la mitad del año
siguiente, en que las mismas religiones que lo habían
enviado a España, —251→ lo rescataron con grande
liberalidad, y llegó a Nueva-España mucho tiempo después
de que el padre Alonso Guillén, a quien el rey había
recibido con mucha benignidad, así por el singular amor
con que miraba a la Compañía y a esta provincia, que a
su real piedad y magnificencia debía todo su ser, como
por las cartas del padre Avellaneda, sujeto tan conocido
en la corte, y de cuyos talentos y méritos había formado
su Majestad un altísimo concepto. Entretanto, era un
espectáculo de mucha edificación a toda la ciudad, que
mientras las cuatro ejemplarísimas religiones, con tanto
ardor litigaban por la defensa de sus exenciones y
privilegios, sin que la integridad de la justicia
hubiese apagado o resfriado algún tanto la caridad, se
daban mutuamente las más sinceras pruebas de
benevolencia y de amor, y habiendo cumplido unas y otras
con lo que debían a su religión, esperaban con admirable
igualdad de ánimo la resolución, que ya fuese adversa o
próspera, parecía habían de quedar, como con efecto
quedaron, sin algún resentimiento. El verdadero celo
sostenido de la prudencia y de la caridad, está muy
lejos de aquella amargura que los mundanos quieren que
acompañe siempre a la justicia, como si las virtudes
hubieran de tener entre sí la misma enemistad que con el
vicio. En todo el tiempo del pleito, que duró hasta el
año de 1595, asistieron los padres aunque con grande
incomodidad, por la estrechez de la habitación, pero con
mucho consuelo de la piadosa devoción y concurso de los
fieles, al pequeño templo, sacando singular fruto de los
sermones, con que el Señor coronaba su celo. A
principios del año se había celebrado en el colegio
máximo la tercera congregación provincial, en que siendo
secretario el padre Francisco Ramírez, fueron elegidos
procuradores el día 23 de enero los padres Pedro de
Morales, rector del colegio de la Puebla, y el padre
Diego García, que pasó después a Filipinas.
La elección del padre Pedro de
Morales parecía haber de ser muy perjudicial al colegio
de la Puebla, que le debía todo su ser, especialmente
cuando pocos meses después tuvo que sufrir el golpe más
sensible en la muerte de su piadoso fundador don Melchor
de Covarrubias: según lo que hemos podido entresacar de
varios antiguos papeles, parece haber sido sus padres
Pedro Pastor de Valencia y Catarina de Covarrubias, de
quien tomó el apellido, vecinos uno y otro de un lugar
cercano a la ciudad de Burgos en Castilla la vieja. Se
cree haber sido sus padres de los primeros pobladores
que pasaron a la América, que vivieron algún tiempo en
Michoacán, donde consta que el ilustrísimo —252→
señor don Vasco de Quiroga ordenó a don Melchor de
Covarrubias de primera tonsura el año de 1539. Después
se pasaron a la villa de Carrión, en el valle de
Atlixco, en que según carta de 10 de abril de 1614
escrita por el padre Pedro de Anzuren al padre doctor
Pedro de Morales, vivieron algunos años, y murieron en
humildad y pobreza, aunque siempre en opinión de nobles,
como parece en efecto por el testimonio de Diego de
Urbina, rey de armas y regidor de la villa de Madrid,
autorizado en 24 de enero de 1585. Por otras cartas y
papeles consta haber sido sus muy cercanos deudos el
ilustrísimo señor doctor don Diego de Covarrubias y
Leyba, obispo de Segovia, varón doctísimo, como muestran
sus grandes obras, y el ilustrísimo señor doctor don
fray Baltasar de Covarrubias, del orden de San Agustín,
obispo de Michoacán y de otras iglesias, que así lo
afirma en carta propia, fecha en Valladolid a 18 de mayo
de 1514. Por los años de 1581, fue don Melchor de
Covarrubias alcalde ordinario de primer voto en la
ciudad de los Ángeles, y el año antecedente de 1579, se
halla un testimonio autorizado por Francisco Ruiz,
escribano real, en 19 de octubre, de haber sido nombrado
y elegido de aquel ilustre cabildo para capitán de
cierta expedición al puerto de Veracruz, a que
correspondió con toda exactitud. Se hallaron entre sus
papeles cartas de los señores virreyes, dándole de
gracias; ya, por la fundación del colegio de la
Compañía; ya, por un pronto socorro de diez mil pesos
que dio liberalmente a su Majestad para los católicos de
Francia. El rey don Felipe II, en cédula de 15 de
setiembre de 1590, recomienda al ilustrísimo señor
marqués de Villa Manrique, la persona, méritos y
servicios de don Melchor de Covarrubias. Fue muy liberal
para con Dios y con los pobres. Solo las limosnas dadas
a los conventos de San Agustín, del Carmen y Santa
Catarina de Sena llegaron a treinta y odio mil pesos.
Entre sus parientes y extraños pobres pasaron de
veinte mil. En su última enfermedad, aunque
aconsejado para lo contrario, dejó por heredero a su
colegio en el testamento que otorgó el día 16 de mayo,
cuya cláusula nos ha parecido insertar aquí como un
monumento eterno de su piedad y de su amor.
«Y después de cumplido y pagado este
mi testamento, y todas las cláusulas y mandas de él, en
el remanente que quedare e fincare de todos mis bienes,
derechos y acciones, atento a que no tengo heredero
ascendiente, ni descendiente, ni he sido ni soy casado,
y que como patrón que soy del colegio y casa de la
Compañía de Jesús de esta ciudad, pretendo su aumento y
acrecentamiento, de mi libre y espontánea —253→
voluntad, por el tenue de la presente, dejo e nombro por
mi universal heredero al colegio, casa e iglesia de la
dicha Compañía de Jesús de esta ciudad do los Ángeles,
para que lo haya y herede enteramente, para su aumento y
edificio de su iglesia y casa, y sustento de los padres
de la Compañía, del todo lo cual de dicho remanente, es
mi voluntad que el rector e todos los padres del colegio
lo hayan en posesiones, haciendas o rentas, o en lo que
mejor a ellos pareciere, para que vaya siempre en
aumento la dicha mi fundación del colegio, que ansí
tengo hecha, con declaración o gravamen, que si algunos
deudos o parientes míos, y quisieren aplicarse a
estudiar y entrar en el colegio de San Gerónimo de esta
ciudad, que la dicha Compañía tiene para estudios, y ser
colegiales, en tal caso el dicho colegio y casa dicha
Compañía, mi heredero, sean obligados a les sustentar y
dar estudios, de comer vestir y calzar, todo el tiempo
que estudiaren en el dicho colegio, con tal que no
exceda el número de cuatro personas las que estuvieren
juntas en el dicho colegio, y esto se guarde para
siempre jamás, con que los tales mis deudos sean
virtuosos e recogidos, e no lo siendo puedan sor
despedidos por el rector e padres de dicho colegio, e
siempre favorezcan lo posible a los que fueren
virtuosos. E para la averiguación de que sean mis
deudos, o personas virtuosas o no, el padre rector o
demás religiosos de dicho mi colegio de la Compañía
(conozcan) sin que se entremeta en ello ningún juez
eclesiástico ni seglar, sino que los tales mis deudos
ocurran a lo averiguar ante el rector, e padres de esta
casa de la Compañía, e con estas calidades y
declaraciones, dejo al dicho mi colegio e casa de la
Compañía por mi heredero en lo remanente de todos los
dichos mis bienes, etc.». A más del remanente, que
fueron en dinero efectivo cuarenta y dos mil y ochenta y
seis pesos, cedió a su colegio una escritura de trece
mil. Allegáronse las casas avaluadas en cuatro mil, las
preseas, cadenas de oro, armas, etc., en novecientos
treinta y tres, algunas piezas de esclavos y otras
alhajas, en ochocientos cincuenta; que todo suma la
cantidad de sesenta mil ochocientos sesenta y nueve, a
que añadidos los veintiocho mil que había dado para la
fundación, vienen a ser ochenta y ocho mil ochocientos
sesenta y nueve pesos, en los que el magnífico fundador
dotó a este colegio. La vajilla de plata dispuso que no
se vendiese, sino que en memoria suya sirviese cada año
en refectorio el día de su amada patrona Santa María
Magdalena. El padre doctor Pedro de Morales, estando de
procurador de la provincia en Roma, alcanzó de la
Santidad de Clemente VIII —254→ una licencia
viviae vocis
oraculo la cual el Sumo Pontífice conmutó
este legado, en que se dedicara toda aquella plata a
vasos sagrados, en que se sirviese diariamente el Pan de
los Ángeles. Hízole su colegio unas exequias
correspondientes al mérito del difunto, y al
agradecimiento que a sus bienhechores profesa la
Compañía. Murió a 25 de mayo de 1592.
Murió también por este mismo tiempo
el padre Hernán Vázquez, peritísimo en las
lenguas de los indios, e infatigable operario de esta
humilde gente. Anduvo siempre en un continuo movimiento
por los pueblos vecinos, supliendo el fervor del
espíritu la debilidad del cuerpo. El tiempo que estaba
en la ciudad era frecuente en los obrajes, en las
cárceles y en las plazas. Fue uno de los que más
promovieron la importante obra de la capilla de San
Miguel, para la asistencia y socorro espiritual de los
indios, en que se consiguieron admirables frutos. Su
muerte fue muy sentida de los naturales, que sin noticia
alguna de los padres, le hicieron a su modo en la
capilla de San Miguel las honras, en que la sinceridad
de sus lágrimas le hizo más honor que el lucido aparato
y lisonjeras inscripciones a los grandes del mundo. A
pocos días (le su muerte vino una india que había vivido
en mal estado algunos años, y llamando a un padre, le
dijo que el padre Vázquez se le había aparecido y dádole
a conocer la enormidad de sus culpas, mandándole que
prontamente viniese a confesarse, como lo ejecutó con
muchas demostraciones de sincerísimo dolor. Estas dos
grandes pérdidas recompensó la piedad divina con
singular aumento de espirituales consuelos en la
promoción de los estudios y ministerios, en provecho de
los prójimos. El número y progresos de los estudiantes
fue tal, que pareció necesario añadir a las clases de
gramática y retórica, la de filosofía, que se comenzó a
leer aquel mismo octubre. Y no cultivándose jamás
provechosamente las letras sin el amor de la virtud, ni
este sin la tierna devoción para con la Madre de Dios,
se pusieron nuestros jóvenes bajo su protección y
amparo, erigiéndose la congregación de la
Anunciata
en aquel colegio, y otras dos para los indios en su
capilla de San Miguel, cuyos piadosos ejercicios de la
explicación de la doctrina cristiana, continuas
exhortaciones, frecuencia de Sacramentos, visitas de
cárceles y hospitales, y otros semejantes, encendían
tanto en nuestros religiosos como en los congregantes un
nuevo fervor, y llenaban toda la ciudad del buen olor de
tan edificativo ejemplo.
Del colegio de Oaxaca se emprendió
misión a Guatemala, que había —255→ mostrado siempre
un singular afecto a la Compañía. El fruto correspondió
muy bien a la hambre piadosa de los oyentes, y a la alta
idea que se habían formando de nuestros misioneros. Esta
nobilísima ciudad había en otras diversas ocasiones
mostrado grandes deseos de que fundase allí la Compañía,
y en la presente instaron mucho más y llevaron muy
adelante la negociación. Aunque los padres, como al
estilo santo de nuestros mayores, no habían querido otra
morada que la de un hospital, les fue necesario
condescender muchas veces con las instancias del
presidente de aquella real audiencia, y otros señores
que quisieron honrarlos con su mesa. Este regio
tribunal, como los señores del cabildo eclesiástico y
secular, y los más distinguidos republicanos, eran los
primeros en asistir a los sermones, y en los fervorosos
ejercicios de la misión, que las más veces honró con su
presencia el ilustrísimo señor don García Gómez
Fernández de Córdova, monje jerónimo, su dignísimo
obispo. El celoso pastor y el presidente, no contentos
con las expresiones más vivas, y las más sinceras
demostraciones de aprecio, escribieron de común acuerdo
a su Majestad, cuanto importaba al servicio de nuestro
señor y del rey un colegio de la Compañía en Guatemala.
El arcediano de aquella santa iglesia mostró grande
inclinación a dar para este fin la mayor parte de su
cuantioso caudal. Otra dignidad ofreció desde luego sus
casas; otra prometió en cada un año cien hanegas de
trigo. Cuatro caballeros de les más ilustres de la
ciudad prometieron mil pesos cada uno. Tanto era el
anhelo de aquellos ciudadanos porque se estableciese
allí nuestra religión, lo que sin embargo no se pudo
ejecutar por entonces.
[Misión del padre Gerónimo López]
Aunque no tan lustrosa a los ojos del mundo, no fue
menos provechosa excursión la que por aquella misma
primavera hizo en el obispado de Guadalajara el
fervoroso padre Gerónimo López. A petición del cabildo
eclesiástico y del provisor de aquella diócesis, hubo el
misionero de detenerse algunos días en un pueblo que
había mucho tiempo carecía de párroco. A pocas
exhortaciones que les hizo con aquella fuerza de
espíritu y aquella elegancia de su idioma, que el padre
poseía en grado eminente, quisieron todos los indios
confesarse; pero tuvo el dolor de hallar en ellos una
profunda ignorancia de los más necesarios misterios.
Instruidos en lo que para confesarse debían saber y
entender de la doctrina, se aplicaron con tanta
diligencia, que muchos en un día, muchos en dos, y cuasi
dentro de muy breve tiempo, estuvieron capaces de
recibir aquel necesario sacramento. En espacio de
cuarenta —256→ días, dice la sencilla relación del
mismo padre, he confesado más un mil y trescientas
personas, y como suele suceder en estas ocasiones, las
mil habrán sido confesiones generales. Lo que más
encantaba a los indios era el grande apostólico
desinterés del misionero. Exhortando a un indio en
cierto asunto bastantemente contrario a sus
inclinaciones y a sus costumbres, aunque me muera (dijo)
no he de volver a hacer costa semejante: ¿y cómo podría
yo negarte a ti cosa alguna si veo que todo el día
predicas, confiesas, que nos dices cada día misa,
entierras nuestros muertos, y nos tratas en todo con
tanto amor, sin querer jamás admitir de nosotros el don
más mínimo? Bien se conoce que no es tu interés, sino
nuestro provecho, el que te ha hecho cargarte de tantos
trabajos. Así habló aquel indio, y la enmienda de las
costumbres que en todos los demás seguía prontamente a
la corrección paternal del misionero, mostraba bien cuan
poderosa es esta arma para conquistar o inspirar en los
corazones el amor de la virtud, y un sublime concepto de
las verdades de la religión. Otro, solicitado de sus
compañeros al vicio de la embriaguez, en que antes había
dado graves escándalos, respondió a sus perversos
amigos: ved vosotros, los que no habéis oído lo que el
padre dice de los castigos de la otra vida. Hallaba
mayor dificultad el misionero en persuadirles la santa
comunión, y las ocasiones que la aconsejaba a los mejor
dispuestos, experimentaba una resistencia y un horror,
que parecía respeto y era ignorancia y preocupación, que
vencieron finalmente, llegándose al altar con una
devoción y una pureza de conciencia admirable. Muchos
casos pudiéramos referir semejantes de misiones en
Pátzcuaro y Valladolid. En esta ciudad tenía la Compañía
en el ilustrísimo señor don fray Alonso Guerra, del
orden de predicadores, un padre y protector amantísimo.
Confesábase con uno de los nuestros, de quienes se varía
en todos los asuntos de alguna importancia,
singularmente en ciertos disturbios con su ilustre
cabildo, que se compusieron con grande satisfacción de
entre ambas partes. En los últimos años de su vida,
aunque afligido con gravísimos dolores de una larga y
penosa enfermedad, no tenía de ellos algún sentimiento,
cuando veía algunos de los nuestros, y trataba con ellos
de cosas concernientes al bien de su alma, o al provecho
de su amado rebaño.
No era menor la estimación y aprecio
que hizo siempre de la Compañía el excelentísimo señor
don Luis de Velasco, el joven. Este caballero, no
contento con la grande confianza que había hecho de los
jesuitas, fiando, —257→ a su cuidado la educación de
tres hijos suyos en el colegio de San Ildefonso, se
servía de los nuestros en todos los negocios graves del
servicio de Dios y del rey. Tenía muy encarado la
católica majestad que los indios repartidos en muchas
aldeas y pequeñas poblaciones por toda la vasta
extensión de sus dominios en una y otra América, se
redujesen a algunos lugares grandes, con el piadoso
designio de que fuesen más fácilmente instruidos en la
fe, y a administrados por sus párrocos después de
bautizados. Noticioso el virrey de la felicidad con que
sin el ruido de las armas habían conseguido esto los
misioneros de la Compañía en el partido de Tepozotlán, y
sabiendo que había en aquel colegio muchos operarios
peritos en la lengua otomí, la más difícil de la
América, pidió al padre provincial Pedro Díaz, que dos
de aquellos padres pasasen a la reducción de la
provincia de Guayacocotla. Se pusieron luego en marcha
acompañados de un noble caballero que el prudente virrey
les dio para que les ayudase con su nombre y autoridad
en la ejecución de aquel gran proyecto. Después de un no
tan largo como penoso camino, llegaron a la provincia
que hallaron numerosa de más de dos mil y ochocientos
indios, repartidos en cincuenta lugarejos pequeños, y a
grande distancia unos de otros, para cuya administración
espiritual no había sino dos clérigos. La imposibilidad
de asistirles, o por la multitud, o por la distancia de
los lugares, o por la incomodidad de su situación, que
por lo común era o en lo más espeso de los bosques, o en
los picachos de los montes, o en las profundidades de
los barrancos, les había hecho descuidar enteramente de
su cultivo. Luego que se traslució, tanto a los
moradores del país, como a sus pastores, el fin de la
venida, sintieron nacer una general oposición de todas
partes, y cada día nuevas dificultades. Las mayores
provenían de parte de los mismos ministros, de que
informado el virrey, tomó la resolución de sacarlos de
allí con algún honroso pretexto, mientras se llevaba a
debido cumplimiento el orden de su Majestad. Los indios,
con el desinterés, con el trato dulce y caritativo, y
paternal asistencia de nuestros misioneros a todas sus
necesidades, les cobraron un tiernísimo amor, y aunque
muy lentamente fueron accediendo a su dictamen. Lograron
los siervos de Dios, a fuerza de tiempo, de paciencia
heroica, y de una constante caridad y beneficencia, que
en poco más de un año todos aquellos lugares se
redujesen a cuatro grandes pueblos, con grande
satisfacción del excelentísimo, y admiración de todos
los que eran capaces de conocer la dificultad de
semejante empresa. Los indios, que —258→ al
principio habían tanto resistido, después de conocidas
las ventajas del nuevo establecimiento, y doctrinados en
los misterios de nuestra religión, no pudieron
resolverse a dejar a sus amados padres, y vinieron
muchos de los principales a pretender con el señor
virrey que su diese a los nuestros la administración de
aquel partido. Solo en esto no pudo hallar su excelencia
a los jesuitas dóciles. Se negó el padre provincial
abiertamente, como se habían negado tantas veces a los
de Tepotzotlán sus antecesores, y el virrey, edificado,
añadió, por consejo de los padres mismos, un nuevo
ministro y los dos que antes trabajaban entre aquellas
naciones.
El campo que lograban nuestros
operarios en estas ciudades y poblaciones vecinas a la
capital, era muy corto, respecto a las mieses que se
veían blanquear en las vastísimas regiones de Sinaloa.
Los dos varones apostólicos que allí dejamos, luego que
pusieron el pie en la villa de San Felipe, sin esperar a
saber perfectamente la lengua, compusieron, sirviendo de
intérpretes los antiguos pobladores e indios ladinos, un
catecismo, y repartieron entre sí los pueblos vecinos,
que parecían estar en mejor disposición. El padre Martín
Pérez tomó a su cargo las poblaciones de Cubiri y
Bamóa, a poca distancia de la villa, río abajo.
El pueblo de Bamóa estaba a seis leguas de San Felipe,
donde se habían establecido los indios que vinieron con
Álvaro Núñez en su famoso viaje, y que por tanto, como
los más fieles aliados de los españoles, parecían más
dóciles. El padre Gonzalo de Tapia se encargó de los
pueblos, río arriba, Baboria, Deboropa,
Lopoche, Matapan y Ocoroiri, lugar
considerable a la orilla de otro pequeño río, que
desemboca en el Zuaque, o río del Fuerte. El destierro,
la soledad, la habitación, los alimentos extraños y
escasos, los continuos sobresaltos de parte de unos
bárbaros, tanto más cavilosos y desconfiados, cuanto
menos capaces de sentir la cualidad y sublimes motivos
que dirigían las acciones de sus nuevos huéspedes, eran
unas consecuencias necesarias del ministerio apostólico,
y que los hombres de Dios toleraban con una alegría y
sinceridad de ánimo que admiraba a los mismos indios.
Estos a los principios se recataban mucho de los padres,
pensando que fuese su conducta como la de los primeros
españoles que habían entrado a la tierra. Desengañados
con la afabilidad y dulzura de su trato, se les oía
decir en sus asambleas, que aquellos parecían Yoris
(así llamaban a los españoles) pero no lo eran más que
en el color. Estos, decían, no traen armas de fuego, ni
dan voces para pedir el maíz y el —259→ sustento.
Contentos con lo que nosotros voluntariamente les
ofrecemos, no hablan ni tratan de minas, ni de esclavos,
ni de mujeres, ni de otra cosa alguna, sino de
Virigeva, que era el nombre que daban a Dios.
Verdaderamente (concluían) deben de ser sus hijos o
hermanos. Con esta opinión, que en breve se divulgó
entre ellos, comenzaron a venir en tropas de veinte y
treinta; los padres, que a costa de en sumo trabajo
podían ya explicarse medianamente en su idioma, y
ayudándose también del catecismo, les daban a entender
su lamentable ignorancia, y suavemente procuraban irles
inspirando las verdades de nuestra santa religión. El
fruto fue conforme a su celo. En el primer año se
bautizaron, de solos los dos primeros ríos, de
Sebastián, de Evora, o Mocorito y Petatlán, olas de dos
mil, entre párvulos y adultos. De los primeros que se
bautizaban, fueron muchas mujeres que vivían entre los
españoles mismos en cualidad de criadas y aun de
esposas, y de que muchas lo fueron después, elevando a
Sacramento aquel comercio infame. Los indios gustaban
mucho y tenían a grande honor que fuesen los españoles
sus padrinos para el bautismo, sucediendo este santo y
espiritual parentesco a una especie de bárbara adopción,
de que hablaremos más largamente, en otra parte.
El padre Gonzalo de Tapia, luego que
le pareció estar bastantemente hábil en la lengua más
universal del país, determinó llevado de su caridad,
penetrar la tierra dentro. Llegó en esta expedición
hasta el río del Fuerte. Bautizó muchos párvulos y muy
pocos adultos, entre muchos que ardientemente lo
pretendían; pero el padre, no pudiendo permanecer entre
ellos, ni teniendo otro ministro que enviarles, quiso
antes dilatarlos este consuelo, que exponer a la
profanación de la idolatría aquel divino carácter.
Prometió volver a visitarlos y procurarles algún padre
que los cultivase, y dio la vuelta a sus primeros
cristianos.
Aquí no lo fue posible trabajar mucho
tiempo. Los españoles que trabajaban las minas en el
real de Topía, en quienes la avaricia y el libertinaje
que reina por lo común en semejantes lugares, no había
aun sofocado enteramente todo sentimiento de piedad,
sabiendo que había en Sinaloa, distante como cincuenta
leguas al Oroeste ministros tan celosos, y careciendo
ellos entre aquellas serranías de todo pasto espiritual,
escribieron al padre Gonzalo para que pasase a
favorecerlos, añadiendo que fuera de los españoles,
tendría bien en que emplearse su celo, en muchos pueblos
de indios, que encontraría sobre su camino, —260→ y
muchos otros de que estaba lleno aquel valle. El
fervoroso padre se puso luego en marcha, no sin grande
sentimiento de sus neófitos, de que algunos quisieron
acompañarle. En el real de Topía pasó aquella semana
santa, celebrando entre les suyos los sagrados misterios
de nuestra redención con singular consuelo. Predicó
aquellos días y confesó a todos los europeos; halló
entre ellos muchos indios tarascos que trabajaban las
minas, cuyo idioma hablaba con elegancia, a quienes con
particular amor consoló con los santos Sacramentos,
animó a la virtud con fervorosas exhortaciones. Bajó
prontamente al valle; recorrió los pueblos que había de
antiguos cristianos, que en nada lo eran sino en el
nombre, y dejando alguna forma de cristiandad en
aquellas desamparadas naciones, y borradas muchas
huellas de la antigua superstición, singularmente un
ídolo de aquellos montes vecinos que santificó,
colocando solamente la insignia santa de la Cruz,
dejando en todas partes señales nada equívocas de aquel
fuego que interiormente lo consumía; dio con la mayor
brevedad que pudo vuelta a su amada Sinaloa, cuyos
pueblos en su ausencia había visitado y mantenido en su
primitivo fervor, y aun aumentado con algunos bautismos
el padre Martín Pérez, añadiendo cuasi enteros los
pueblos de Ures, Guazave y Sisimicari, al rebaño de
Jesucristo.
Cuanto más florecía la misión, tanto
se aumentaba el trabajo de los padres, sobre quienes
cargaba todo aquel gran peso. El catecismo era ocupación
de todo el día. Se explicaba la doctrina por la mañana
en la pequeña iglesia. A esto seguía salir el misionero
a visitar las rancherías, a consolar a los enfermos, a
inquirir de una en otra choza los pleitos, las
supersticiones, los escándalos, a impedir los abusos, y
animarlos al trabajo. Las más veces era necesario salir
el padre con ellos a sus cortas sementeras, y enseñarles
el manejo de algunos instrumentos que les había
procurado. Ínterin los hombres estaban en su trabajo,
volvía el misionero al pueblo, se juntaban los niños y
niñas, se les enseñaba el catecismo, o dejando este
cuidado a alguno de los más fervorosos catequistas, era
necesario ir a recorrer los demás pueblos, repitiendo en
todos este mismo ejercicio. El santo sacrificio, el
rezo, la oración, un escasísimo y muy grosero alimento,
a que no sin horror llegaba a acostumbrarse el estómago,
y un corto e interrumpido sueño partían lo restante del
día y de la noche; y aun en estos pequeños intervalos
tenían mucho que ofrecer a Dios, o en la piedad
importuna de los neófitos, o en las irracionales
sospechas de los gentiles, o en la —261→ grosera
curiosidad de unos y otros, que todo el día habían de
estar al derredor y cuasi sobre el padre, admirando
todas sus acciones e interpretándolas, o ya con
superstición que era preciso corregir, o con necedades
que era necesario disimular. Todo esto tropel de
incomodidades pasaban con una celestial alegría los
padres Martín Pérez y Gonzalo de Tapia, hasta que
teniéndose en México individuales noticias de sus
gloriosísimos trabajos, se les enviaron por cuaresma del
afeo siguiente nuevos compañeros, muy semejantes en el
espíritu, que fueron los padres Alonso de Santiago y
Juan Bautista de Velasco; se le encomendó al primero el
Río de Sebastián de Evora, con los pueblos de Bacoburitu
y Orobatu, y algunos otros menores, y se fijó su
residencia en Mocorito. El padre Martín quedó con los
pueblos del segundo Río, como antes estaba. Al padre
Alonso de Santiago encomendó el padre Gonzalo de Tapia
los pueblos de Lopoche y demás que tenía a su cuidado,
mientras para negocios importantes de la misión, partía
a México, como prontamente lo ejecutó. El virrey don
Luis de Velasco recibió al padre y a algunos indios que
trajo consigo con suma dignación, los mandó vestir, y
concedió al hombre apostólico cuanto pretendía para la
fundación y aumento de aquella nueva cristiandad. Diole
algunos ornamentos, campanas e instrumentos músicos, de
que mostraban mucho gusto los indios, y de las cajas
reales señaló a cada misionero trescientos pesos por
año. Dio el padre con suma diligencia la vuelta a
Sinaloa, y ciertamente era allí muy necesaria su
presencia.
Había el Señor por sus justos juicios
afligido a aquella recién nacida iglesia con una
epidemia, hasta entonces no conocida entre los indios.
Acometíales una fiebre violenta, que después de dos o
tres días de un furioso delirio, prorrumpía en unas
pústulas o viruelas pestilentes que los cubrían todo el
cuerpo. Muchos fuera de sí salían de sus casas, y
obrando en ellos la costumbre, se echaban a bañar en los
ríos, otros se retiraban a los bosques, especialmente en
los pueblos distantes de la cabecera, y allí postrados
debajo de los árboles, se hallaban llenas las llagas de
gusanos. Algunos que huyendo del contagio se acogían a
los picachos y concavidades de los montes, allí
acometidos del mal acababan sus vidas, y se hallaban
después sus cuerpos comidos de las fieras. Tal era el
estado de las misiones cuando llegó el padre Gonzalo. No
llegaban los padres a puerta de alguna choza, donde no
oyesen dolorosos lamentos de las familias en la muerte
de sus hijos, no se veía mujer alguna que no tuviese
cortado el cabello, ni hombre que —262→ no lo
trajese trenzado, o que se adornase de sartas o de
plumas, que son las ceremonias de su luto. Los
misioneros en estos días de aflicción, después de
ofrecer por sus amados hijos el adorable sacrificio,
salían a recorrer todas las casas del pueblo. Bautizaban
a los párvulos, catequizaban a los adultos cuanto
permitían las circunstancias, confesaban a unos,
ayudaban a otros, a otros enterraban. Dábanles por su
misma mano muchas veces el alimento, proveíanles de
algunas medicinas; y finalmente, practicaban con sus
hijos en Jesucristo cuanto les inspiraba el amor y la
ternura. El padre Juan Bautista de Velasco, hablando de
la epidemia, dice así en carta escrita al padre
provincial: «Habemos hecho lo que se ha podido para
ayudar a estos pobrecitos en su enfermedad, buscando a
unos en los montes, a otros en los arenales. Yo fui a un
pueblo donde bauticé como doscientos niños con mucho
gusto de sus padres, y con la poca lengua que se puede
catequizar a algunos adultos que estaban en peligro y
bautizarlos, y como era la primero vez que oían hablar
en su lengua de los misterios de nuestra fe, era notable
su admiración, atención y gusto, trayéndome con mucha
ansia de unas casas a otras, y acudiendo con muchos
enfermos párvulos y adultos, medio arrastrando y medio
cargándolos, como podían, pidiéndome con mucha instancia
que los bautizase. Y algunos que con la fuerza del dolor
no atendían tanto a lo que yo les decía, si querían ser
bautizados y tardaban en responder, los parientes que
allí tenían con grandísima ansia y eficacia, les decían
que dijesen hiro, que en nuestra lengua quiere
decir sí, repitiéndoselo muchas veces. De los
muchos que allí bauticé; se llevó para sí nuestro Señor
grandísimo número. Lo que quiebra el corazón es ver que
mueren muchos gentiles, sin bautismo, por ser nosotros
tan pocos y ser imposible acudir a todos».
Entre tantos motivos de dolor,
ninguno tocaba a los misioneros más al vivo como el que
de tantos indios que se bautizaban, poquísimos o
ningunos había que pasaran de treinta años. Los que
habían ya envejecido en días malos, perseveraban en su
obstinación y causaban no poco daño en los demás que los
miraban siempre con respeto, si alguna vez se les
trataba de bautismo, aun en lance extremo respondían que
querían ir donde estaban sus antepasados, y a la
horrenda pintura que los padres les hacían del infierno,
solo decían con frialdad: ha hu haca bu,
queriendo dar a entender que aunque los atormentaran
querían seguirlos. Pero movido el Señor a piedad, les
mudo cuasi repentinamente los corazones. Así se explica
el mismo padre Velasco en otra carta: —263→ «Las
mortificaciones que nuestro Señor nos envía llevándonos
estos recién bautizados, nos ha recompensado en parte
con un grande consuelo en las enfermedades y muertes de
los viejos, sacándonos del cuidado en que estábamos
deseándolos bautizar, y no satisfaciéndonos de su
disposición, en este artículo nos contentamos con la
precisamente necesaria, y su Majestad, que debe de
quererlos para sí, se los lleva en bautizándolos,
dejándonos muchas prendas de su salvación. Ocasión ha
tenido el demonio con estas enfermedades de hacer guerra
al Evangelio, y en la rusticidad de estos indios, es
cosa sobrenatural, que advirtiendo ellos mismos que las
enfermedades habían venido después que aquí entramos, y
tratando esto entre sí, ni por eso extrañan ni dejan de
bautizarse, antes ellos mismos se responden que no
mueren por nuestra causa, pues en sus enfermedades antes
los buscamos y les procuramos todo alivio. El padre
Tapia fue a un pueblo en que no había habido peste. En
comenzándose a bautizar, comenzaron a morir aprisa, y
van muriendo tantos, que nos causa no poca lástima,
aunque por otra parte consuelo de verlos ir
bautizados... Son tantos y tan maravillosos los efectos
que cada día se ven de la predestinación en esta peste,
que en parte nos suaviza el dolor de ver morir tantos, y
se hace suavísimo el trabajo que se pasa en andarlos a
buscar por los montes, espesos bosques, arenales y
sementeras: yo hice una salida a unos pueblos de
gentiles, cuya lengua no sabía. En llegando, me
ofrecieron con muy buena y alegre voluntad más de
doscientos y cincuenta niños que bauticé, y para ayudar
a los adultos, hice un catecismo en su lengua por medio
de intérprete, y con cuatro palabras que les decía de
nuestro Señor, y las más por el papel, era grande la
atención con que oían. Bauticé algunos enfermos, por
pedirlo ellos con instancia, y cuando por no hallar
mayor peligro dilataba el bautismo a alguno, para
instruirlo mejor, quedaban ellos y sus deudos muy
desconsolados diciéndome que los bautizase, pues estaban
enfermos y habían venido a eso. Bauticé una gran
cantidad de adultos, que me pareció tener peligro, sin
los niños que se ha dicho, y casi todos los bautizados
murieron». Hasta aquí el fervoroso padre Juan Bautista
de Velasco.
Ni fue la peste el único azote con
que Dios quiso castigar a estos pueblos, si castigo
puede llamarse el que les trajo tantos bienes: otro con
menos estrago no dejó de hacer en ellos mucha y
saludable conmoción. Apenas iba mitigando un poco el
furor de la epidemia, unos súbitos y violentos temblores
de tierras se hicieron sentir por toda la extensión
—264→ de la Sinaloa. Este fenómeno nunca antes visto
entre ellos, los llenó de susto y admiración,
singularmente a los Zuaques, en cuyo pueblo principal
llamado Mochicagui un montecillo vecino de viva roca,
partiéndose a la violencia del movimiento arrojó por la
abertura mucha agua. Los habitadores de Mochicagui,
menos bárbaros que los antiguos romanos en los tiempos
de Curcio, se contentaron con echar en aquella caverna
algunas mantas, y otros de sus más preciosos adornos.
Poco después persuadidos a que aquella calamidad les
había sobrevenido por no tratar de bautizarse y seguir
los consejos del hijo de Virigeva, que así llamaban por
veneración al padre Gonzalo de Tapia, vinieron a aplacar
su cólera ofreciéndole muchos frutos de la tierra. El
santo hombre tomó de aquí ocasión para desengañarlos de
su grosero error, y darles a conocer el poder y majestad
del Dios que adoraba y que había venido a predicarles, y
a quien jamás podrían tener propicio, sino recibiendo el
santo bautismo. El susto de que estaban sobrecogidos,
les hizo prometer por entonces lo que verosímilmente no
se hallaban en ánimo de cumplir. Algo más se
aprovecharon los Sinaloas, nación numerosa a las orillas
del mismo río del Fuerte, de quien tomó el nombre toda
la provincia. Estos, con algunas más luces enviaron
semejante diputación, pidiendo al padre Tapia que pasase
a sus pueblos, y bautizase siquiera a sus párvulos. No
juzgó el padre deber desconfiar de aquellas gentes que
parecían obrar de buena fe. Se puso en camino, y como a
diez o doce leguas de la villa, encontró una Cruz. Unos
gentiles que encontró sobre su derrota, le dijeron, que
ellos habían colocado aquella santa señal, instruidos de
unos cristianos que se habían retirado allí de Culiacán,
huyendo del duro trato que les daban algunos españoles:
que a sus nuevos huéspedes debían algunas noticias de la
doctrina santa, y que noticiosos de su viaje, le habían
preparado una enramada en que descansase. Sobrevinieron
entre tanto los cristianos de Culiacán suplicando al
padre que quedase allí aquella noche, prometiéndole para
acabarlo de persuadir, que le fabricarían otra enramada
semejante en que pudiese a la mañana decir misa, que
había algunos años que no oían. Condescendió el padre
con la piedad de aquellos fieles, bautizó algunos, y
celebrado el santo sacrificio que oyeron con grandes
demostraciones de devoción e interior consuelo, los
exhortó a cumplir con las obligaciones de cristianos y a
procurar la salvación de otros muchos, y con promesa de
volverlos a visitar y de proveerles de un ministro, pasó
—265→ a los pueblos de los Sinaloas. Examinó las
disposiciones de aquellas gentes que le parecieron no
estar muy distantes del reino de Dios, y con algunas más
noticias por la vecindad de la antigua villa de Carapoa.
Les hizo algunas exhortaciones, que parecían oír con
gusto, promovió volver de espacio, y bautizó algunos
párvulos, y dio con diligencia la vuelta a Ocoroiri.
Por diciembre de este año, se
juntaron todos los padres a celebrar la pascua de
Navidad. Estas pequeñas asambleas que apenas podían ser
más de una vez al año, eran de un extraordinario
consuelo a aquellos ejemplarísimos varones, que aunque
agobiados al peso de tantas apostólicas fatigas, hacían
un grande aprecio de las menudas observancias de su
santísima regla. En ellas daban al superior exactísima
cuenta de su conciencia: conferenciaban el modo de
proceder uniformemente en la labor de aquella viña:
renovaban en manos del superior sus votos religiosos, y
con los ejercicios de nuestra caridad y espirituales
coloquios, salían animados y encendidos en nuevos deseos
de emplearse únicamente en la obra del Señor. Tal es la
edificativa idea que de la junta de esta pascua nos dé
el padre Alonso de Santiago en una suya en que dice así:
«En uno de estos días de pascua, antes de amanecer,
renovarnos nosotros los votos, precediendo la confesión
general, y el dar cuenta de la conciencia, y aunque
somos poquitos no fue pequeño sino muy extraordinario el
consuelo y gozo espiritual que sentimos, etc.». Fuera de
los misioneros, se habían embocado todos los españoles
de la villa, y todos los cristianos de los tres primeros
ríos, de Mocorito, Petatlán y Ocoroiri. Se convidaron
también los gentiles de los pueblos vecinos, para cuyo
hospedaje se dispusieron grandes enramadas. Era un
espectáculo de mucho consuelo para nuestros operarios, y
de admiración para los mismos indios, verse muchos
centenares de hombres tan hermanados y tan unidos en
unos mismos sentimientos de piadosísima alegría, que
antes no se veían jamás juntos, sino para las guerras y
para las más atroces hostilidades. Cuando estaban
fabricando las enramadas, se oyó un indio venerable por
su ancianidad, y muy fervoroso cristiano hablar a los
demás de esta manera: «Trabajemos, hijos y hermanos
míos, con mucho gusto y alegría para la fiesta grande
del Señor. Ya se acabaron las enemistades y las guerras;
ya somos como los españoles, y no tenemos más que un
corazón con que nos amamos mutuamente. Esto es lo que
han hecho en nosotros nuestros amados padres por el
santo bautismo, nos han quitado nuestros malos
corazones, y nos —266→ han dado a todos uno mismo,
lleno de caridad y de amor. ¡Cuánto agradecimiento
debemos a estos hombres que sin más interés que el de
nuestro bien, han dejado sus tierras, sus casas grandes,
sus manjares delicados, por venirnos a enseñar el camino
del cielo». Así habló aquel neófito con atención y
aplauso de los demás. Sin embargo, como la dulzura con
que el Señor anima a sus siervos en el mundo, jamás está
separada de la Cruz, permitió su Majestad que aquella
misma noche no careciesen de un gran susto. Un indio
llamado Alonso Sobota, que en años pasados se había
bautizado, y apostatado después de la fe, sabiendo que
para la mayor solemnidad se habían convidado los
gentiles Zuaques, se fue a ellos y les dijo: «Yo soy
vuestro amigo y no puedo daros mayor prueba, que
revelaros un secreto en que se interesa vuestra vida. El
convite que los padres nos han hecho, no es sino para
acabar con nosotros. Intentan poner fuego a las
enramadas en lo mejor de vuestro sueño. Los españoles
armados cercarán las casas y darán la muerte o harán
esclavos a los que perdonaren las llamas. El padre
Gonzalo de Tapia es el autor de este ardid, que ya en
otra ocasión le salió bien en México a costa de la vida
de muchos indios incautos. Si por no dar sospecha a los
españoles hubieren de ir algunos de vuestros pueblos,
sean pocos y prevenidos para no entrar en la iglesia, ni
dormir en las casas que tienen preparadas. Dejad que
perezcan solo los de Ocoroiri, que son vuestros enemigos
y han querido fiarse de semejante gente. Los Zuaques no
dejaron de pasar la noticia a algunos de Ocoroiri. El
cacique de este pueblo respondió que él y todos los de
su pueblo estaban muy satisfechos de las piadosas
intenciones de sus amados padres; pero a pesar de esta
generosa respuesta, no dejó de echar aquel aviso alguna
impresión en los ánimos. Asistieron pocos a los
maitines, que se cantaron a son de instrumentos con
grande sorpresa y gusto de los asistentes. Entre tanto,
en el aposento del padre Gonzalo, vecino a la iglesia en
que todo era de paja y de leña, con la luz que acaso
quedó encendida, prendió fuego la mesa, que era del
mismo material. Este pequeño accidente iba a arruinar
del todo la obra de Dios y cerrar la puerta al
Evangelio. El fuego habría consumido muy en breve la
casa, la iglesia y ornamentos. Los indios se habrían
confirmado en la traición de que los previno el malvado
apóstata y hubieran dado muerte a los padres y los
españoles, o huido para siempre a los montes. La
providencia del Señor previno tanto daño disponiendo que
al mismo tiempo entrara un indio que servía al padre y
apagara fácilmente el incendio».
—267→
Después de celebrado el santo
sacrificio, les hizo el padre Martín Pérez una
declaración del misterio tiernísimo de aquella noche y
una fervorosa exhortación. El resto de la noche, ya
recobrados del susto y desengañados, la gastaron los más
de ellos en danzas y en bailes que era su modo de
celebrar las fiestas. «El padre Tapia y yo (dice en una
suya el padre Martín Pérez) vimos muchos indios, que
adornados de plumajes y cascabeles, entraban y salían
bailando en una casa vecina. Fuimos temerosos de alguna
superstición, y hallamos muchos sentados cerca de un
círculo de arena, mayor que un mapa-mundi, en que tenían
pintadas con colores varios muchas figuras de animales,
y entre ellos la de un hombre, una mujer y un niño.
Dijeron que aquellas figuras representaban a Dios padre
y a la Virgen con su niño. Esta, añadieron, es la
sementera; este es el río; esta es tal culebra o tal
animal. Pedimos al Señor y a la Virgen, y a su hijo,
como nos dijiste esta noche, que nos libre de que crezca
el río y de que nos ofendan estos animales, y que cuiden
de nuestras sementeras». Sin embargo de una
interpretación tan piadosa, no juzgaron los padres
deberles permitir una ceremonia tan semejante a la
antigua superstición. Dijéronles que en la iglesia
estaba el niño con su madre muy hermosa, y como ellos no
podrían jamás pintarla, que allá podían ir a danzarle y
pedirle el remedio de sus necesidades. Estos grandes
círculos de arena, estas figuras y esta danza por ocho
días continuos, era el rito con que celebraban una
especie de adopción en su gentilidad; pero a más de esto
añadían entonces algunas otras ocasiones no menos
simbólicas que las figuras, los que habían de ser
adoptados estaban recogidos aquellos ocho días en otra
casa semejante frente de aquella en que se hacían los
círculos, y en las cuales en todo ese tiempo no podía
entrar mujer alguna. Pasados estos días venían a tomar
cada uno sus adoptivos, les armaban del arco, les abrían
mucho los ojos demostrando la vigilancia necesaria para
ver venir y evitar las flechas enemigas. De allí,
convidándolos con cañas de tabaco, los llevaban a la
casa de enfrente, borraban las figuras y les fregaban el
cuerpo con la arena, y en una especie de procesión los
pasaban luego a sus casas donde los cuidaban sin
diferencia alguna a sus hijos naturales.
La misión de Sinaloa, en que ya había
fundadas como veinte iglesias, no podía sostenerse sin
un cercano colegio, a que en caso de enfermedades o
semejante otro acontecimiento, se retirasen los sujetos,
y a que reconociesen por cabeza. Algunos años antes de
ser destinado —268→ a Sinaloa el padre Gonzalo de
Tapia, había hecho con el padre Nicolás de Ardaya una
fervorosa misión en la ciudad de Guadiana, que preció el
lugar más a propósito, donde desde entonces habían
quedado los ánimos muy propicios a nuestra religión.
Esto movió a su gobernador don Rodrigo del Río y Loza a
pedir al padre visitador a los dos padres, que después,
mudada la determinación, se destinaron a Sinaloa. Por
los años de 1593, con ocasión de cierto negocio, pareció
necesario enviar a aquella ciudad al padre Martín Pérez
con otro compañero. Estos religiosísimos padres,
persuadidos a que en la Compañía ningún oficio o
comisión debe quitar el tiempo a los ministerios que
ceden en provecho de las almas, todo el tiempo que les
fue forzoso detenerse en Guadiana, lo ocuparon en la
diaria explicación de la doctrina cristiana, en las
exhortaciones y confesiones. Compusieron por medio de
intérpretes un catecismo en la lengua más universal del
país para la instrucción de los indios. Entre los
españoles, y singularmente entre personas de distinción,
se compusieron varias enemistades ruidosas. De la ciudad
se extendió su celo a los lugares vecinos. En uno de
estos, dos personas ricas y principales fomentaban entre
sí más había de ocho años, un odio mortal. La gente
popular, que con poco motivo toma partido en casos
semejantes, estaba dividida en dos facciones. Llegaba a
tanto el rencor, que no habiendo más de una iglesia en
el pueblo dejaban de asistir al santo sacrificio aun en
los días de precepto las dos familias, por no concurrir
con sus enemigos en el templo; bien se deja entender el
escándalo y las fatales consecuencias de tan loca
pasión. Muchas personas celosas habían procurado
inútilmente el remedio. El padre Martín Pérez, después
de algunos sermones y conversaciones privadas, lo
consiguió con facilidad. Los dos jefes de partido
convinieron en ciertas capitulaciones, se abrazaron
públicamente, y comieron juntos a una mesa con asombro y
edificación de todo el lugar. Había entrado en poder de
un hombre rico no pequeña parte de los bienes de un
difunto; pero tomándole juramento lo negó todo
abiertamente. Se le conminó primero y se le reconvino
después con excomunión. Nada bastó; antes sin hacer caso
alguno de las censuras, asistía con horror del pueblo a
los divinos oficios cada día más obstinado. El padre le
habló a solas; le presentó con viveza el funesto estado
de su alma, y el pernicioso ejemplo que daba al pueblo.
Resistiose con bastante dureza algún tiempo; finalmente,
tocado interiormente de la gracia por medio de los
ruegos de las súplicas, de las amenazas, —269→ y de
todos los artificios de una elocuencia viva y
penetrante, confesó haber entrado en su poder nueve mil
pesos, que restituyó luego al mismo padre, pidiendo con
muchas lágrimas misericordia a la Santa Iglesia, y
absolución de la censura. Estos y otros muchos casos
semejantes habían sido muy públicos para que no se
conociera la utilidad de un instituto que formaba
hombres tan provechosos. Habiendo de partir para México
el padre Martín Pérez y su compañero, fue necesario
satisfacer a sus piadosas instancias, enviándoles otro
padre que perpetuase el fruto. El gobernador y algunos
otros de los más distinguidos ciudadanos, ofrecían para
la fundación veintidós mil pesos y unas casas.
Escribieron también de su parte a nuestro muy reverendo
padre general, y el padre provincial Pedro Díaz en carta
de 31 de marzo de 1594, esfuerza bastantemente la
utilidad de aquel establecimiento. En efecto, la ciudad
de Guadiana es la puerta de los vastos países en que
para la salud de innumerables almas ha trabajado tantos
años la Compañía de Jesús. Las provincias de Tepehuana,
Taraumara, Sinaloa, Topía, Nayarith y Nuevo-México,
cuyos límites hacia el Norte no están aun conocidos, son
de su jurisdicción, especialmente después que por los
años de 1621 se dividió entre Durango y Guadalajara el
obispado de la Nueva-Galicia. Este país conquistó por
los años de 1551, de orden del virrey don Luis de
Velasco, el primero, Francisco de Ibarra, cuyo nombre
conservó algún tiempo. Desde Zacatecas, por medio de
Alfonso Pacheco, uno de sus mejores oficiales, mandó una
colonia al valle de Guadiana, que fue después la capital
de la Nueva-Vizcaya. Esta tierra, bastantemente fértil
de todo género de frutos de Europa y de América, la
riegan muchos ríos, entre quienes las principales son el
de Conchos, que desemboca en el río grande del Norte, el
de las Nasas, que forma la gran laguna de San Pedro, y
el de la punta, que desagua en el mar del Sur. Los ríos
del Norte y el Conchos se juntan como a noventa leguas
al Nordeste de Chihuahua, pequeña villa en la provincia
de Taraumara. El terreno hasta ahora conocido se
extiende desde los veinticinco hasta los treinta y tres
grados de latitud septentrional. El primer obispo de
esta diócesis fue el ilustrísimo señor don fray Gonzalo
de Hermosilla. Todo el país generalmente es montuoso y
preñado de las más ricas minas de la América. Las más
famosas son las de Indehé de Guanacevi, las de Topía y
muchas en el Nuevo-México y la Sonora, singularmente la
de Arizona, de que en estos últimos años, según
la relación del ilustrísimo señor don Pedro Tamaron, se
han sacado pedazos —270→ de plata hasta de ciento y
cuarenta arrobas27.
La ciudad tiene conventos de San Francisco, San Agustín,
San Juan de Dios, colegio de la Compañía, y un seminario
a dirección de los mismos padres, a que está adjunto el
Tridentino con doce becas que mantiene la mitra.
Villaseñor da a Durango como veinticinco mil almas fuera
de los indios. En este obispado, dice el maestro Gil
González Dávila, la religión de la Compañía de Jesús con
la solicitud de sus piadosos y vigilantes obreros, ha
cogido abundantes y maravillosos frutos para el cielo,
asistiendo en sus provincias por orden de su Majestad,
que de sus rentas reales sustenta en ellas setenta y
cinco religiosos sacerdotes. Han convertido en ellas más
de trescientas mil almas, edificado más de cien
iglesias, y con su blandura y paciencia cristiana han
amansado la fiereza de infinitos bárbaros,
persuadiéndoles a vivir en poblado, con ley, religión y
gobierno.
Estos bellos progresos de la
fundación de Guadiana se debían a las expediciones
continuas que hacían nuestros operarios desde la
residencia de Zacatecas. Aquí se vio una nueva
experiencia de aquella verdad tan averiguada en todas
nuestras historias, y nunca para nuestro consuelo
bastantemente repetida, que nunca son más gloriosos ni
más útiles nuestros ministerios que cuando los
fecundizan las aguas de las muchas tribulaciones. Las
murmuraciones privadas y aun públicos sonrojos que en
esta ciudad habían sufrido con heroica paciencia los
padres, acabaron de manifestar a los vecinos todo el
fondo de su caridad, y les granjearon mayor estimación.
A instancias de los más nobles españoles, que nada
apreciaban más de la Compañía que el cuidado de la
educación de la juventud, se puso este año un maestro de
gramática, y poco tiempo después se agregó otro, que
tomando desde más alto el cultivo de aquellas tiernas
plantas, les diese con los principios de leer y escribir
los primeros elementos de la virtud. Con este nuevo
motivo de frecuentar nuestra habitación vinieron los
mismos ciudadanos en conocimiento de su incomodidad.
Estaba algo distante para la diaria asistencia de los
niños, y en el declive de un cerro de los muchos que
coronan a esta ciudad y que la enriquecen con sus minas.
Suplemento primero a la Historia de la Compañía de Jesús
en Nueva-España
Escrita por el padre Francisco Javier
Alegre
El departamento del Nuevo-México es hoy bastante
conocido por los aventureros tejanos, y objeto de sus
especulaciones mercantiles, principalmente desde que se
ha puesto en contacto con los Estados Unidos del Norte:
se ha abierto un camino por el que transitan numerosas
caravanas de mercaderes, y por medio de las cuales se
fomenta el contrabando, se introducen efectos de primera
necesidad y de lujo, y por precios muy cómodos. El
abandono en que el gobierno español tuvo aquellos
pueblos, y por lo que carecieron de muchos auxilios y
artículos necesarios a la vida, ha hecho que sus
habitantes tengan por un gran bien lo que considerado
exactamente es un verdadero mal, y que envidiando la
suerte de los establecimientos anglo-americanos, crean
que no pueden ser libres y felices sino a la sombra de
aquel pabellón, renunciando a la verdadera felicidad que
hoy disfrutan por una facticia y quimérica. Conviene,
por tanto, que el gobierno conozca el mérito de aquellas
regiones, de donde puede sacar grande aprovechamiento
por medio de una administración liberal a par que justa,
y con cuyo objeto nos proponemos dar aquí una ligera
idea. Tenemos a la vista un manuscrito precioso que
disfrutaremos en este suplemento y llenará nuestro
objeto; mas para ello es indispensable formar la
relación, aunque sucinta, tomándola desde que
conquistaron aquellas regiones los españoles y
predicaron el Evangelio los religiosos franciscanos.
—326→
[ Situación geográfica.
Descubrimiento, conquista del Norte. México y sus
revoluciones] Se conoce por territorio del
Nuevo-México desde el grado 23 de latitud boreal hasta
el 45; pero rigorosamente se ignoran sus límites al
Norte32.
Al Mediodía tiene la provincia de Chihuahua, al Oriente
la Luisiana y provincia de Tejas, y al Occidente parte
de Sonora y California Alta. Su temperamento es frío,
pero el terreno muy fértil por las muchas nieves que
caen en invierno. Es común opinión que este territorio
es el más parecido a la península española por su
feracidad, temperamento y producciones. Es despejado y
ameno, y participa de la Sierra Madre que se tiene por
un manantial de oro33
y plata, y sería el país más próspero si no tuviera tan
cerca la gentilidad.
La conquista de esta tierra
privilegiada tuvo los mismos principios que la de la
provincia de Coahuila: toda fue obra de la Providencia.
Por los años de 1532 se encontró la sección de tropa que
puso Nuño de Guzmán a las órdenes de Pedro Chirinos a
seis españoles que en la invasión de Pánfilo de Narváez
a la Florida se extraviaron en los montes, y se
encontraron con una nación que a la vez padecía una
epidemia que la desolaba, y habiendo aquellos españoles
acertado prodigiosamente con arbitrios eficaces para su
curación, la contuvieron. Este feliz suceso los defendió
de la fiereza de los bárbaros, los cuales no los dejaron
salir del país por el interés de que los curaran en sus
enfermedades. Ellos no perdieron la ocasión oportuna de
catequizar a los indígenas que pudieron en los
principios religiosos, y buscando arbitrios y modo para
salir de su cautiverio promovieron con los indios amigos
una expedición a la parte occidental del territorio, en
donde suponían encontrar a sus compañeros. En las
dilatadas mansiones que hicieron se detuvieron mucho
tiempo en Nuevo-México, y de allí entraron a Sonora
donde se reunieron a los españoles.
La fecunda semilla de religión que
habían dejado en unos corazones tan bien dispuestos como
los de los indios, se conservó hasta el arto de 1591 en
que entró al Nuevo-México el padre fray Agustín Ruiz,
misionero franciscano. Este religioso residía en una
misión del territorio de Chihuahua, y fue avisado de
unos indios conchos amigos, que —327→ no lejos de
allí había muchas naciones, y entre ellas algunos
indígenas que ya tenían noticia de la religión católica.
Trató luego el padre Ruiz de buscar a estos indios con
empuño, y en breves días logró su objeto, catequizando y
bautizando a aquellas afortunadas gentes. Luego procuró
el auxilio de algunos compañeros, que felizmente se le
proporcionaron de las misiones de Sonora. Cuando el
virrey de México supo los nuevos descubrimientos y sus
progresos, mandó a don Antonio Espejo con alguna gente y
socorros para proteger las misiones. Por algunos
alborotos que se suscitaron entre las tribus inmediatas,
fue de necesidad que se pidiese más tropa para fundar
algunos presidios, y salió de México una nueva partida a
las órdenes de don Juan de Oñate, pariente de los
conquistadores de Jalisco; el cual llegó a su destino en
1595. A los cincuenta años, es decir, en el de 1644,
hubo una sublevación general de las naciones del
territorio, en que murieron todos los misioneros, y aun
el gobernador español a manos de los bárbaros: solo
escaparon muy pocos habitantes que se refugiaron en el
Paso del Norte. Desde allí se hicieron nuevas
solicitudes al virrey para que se reconquistase lo
perdido, y muchos de los descendientes de los primeros
defensores del país se reunieron a la gente que salió de
Zacatecas y otros puntos a la reconquista de tan
recomendables posesiones el año de 1694, a las órdenes
de don Diego Vargas.
Esta revolución la refiere más
detalladamente el padre Andrés Cabo en su Historia34,
diciendo, que los indios ya reducidos del Nuevo-México,
subían a veinticinco mil, y estaban avecindados en
veinticuatro pueblos: se convinieron con los gentiles
que estaban extendidos por aquellas tierras en dar sobre
los españoles. Para ejecutar esto con el secreto que el
negocio pedía, hubo en diversas partes varias juntas.
Ignórase si los indios ya convertidos movieron a los
idólatras, o estos a aquellos: lo que consta es que la
trama se urdió tan bien y que se guardó tal secreto, que
aquella conjuración que poco a poco se había ido
disponiendo y que se extendió por más de ciento
cincuenta leguas, fue ignorada de los españoles, hasta
que el día 10 de agosto, improvisamente a una misma hora
los asaltaron, dejando muertos veintiún padres
franciscanos, que cuidaban de aquellos pueblos y
trabajaban en la reducción —328→ de los infieles y a
todos los españoles que andaban por aquellas vastas
provincias.
Desembarazados los indios de estos,
tuvieron la audacia de sitiar el fuerte de la capital de
Santa Fe, donde residen los gobernadores. Por medio de
algunos naturales fieles, los soldados de aquella
guarnición fueron avisados de que los enemigos se
acercaban a la plaza: así que, poniendo en son los pocos
morteretes y fusiles que había, se aprestaron para
detener el ímpetu de los conjurados, que luego
aparecieron dando grandes alaridos a su usanza. Los
soldados los dejaron acercar; pero cuando estuvieron a
tiro, las descargas hicieron en ellos tanto estrago, que
el terreno quedó cubierto de cadáveres; mas no por esto
aquellos bravos indios se acobardaron: soldados frescos
entraron a substituir a los muertos que disparaban
diluvios de flechas contra los españoles. En estas
vicisitudes pasaron los días sin que aquellos indios se
movieran de sus puestos, esperanzados de que su
constancia haría rendir la plaza. Al cabo de este
tiempo, consumidas las provisiones de boca y guerra, y
no pudiendo los españoles tolerar la hediondez que
despedían los montones de muertos debajo del fuerte,
determinaron abandonarlo con la población, y a media
noche por caminos secretos y despoblados salieron de
Santa Fe, y se retiraron al presidio del Paso del Norte,
que distaba doscientas leguas, desde donde dieron aviso
al virrey35
de lo que pasaba. Entre tanto, aquellos indios al día
siguiente, viendo que el fuego había cesado, se creyeron
que consumida la pólvora se les rendirían los españoles;
pero como advirtieron que no se oía ruido ni había
—329→ indicio de gente, contentos de haberlos obligado
a huir, y sin pensar en seguirlos, quemaron todos los
edificios. El virrey, temeroso de que aquella rebelión
cundiera por las provincias confinantes, mandó hacer
levas y tomar todas las disposiciones para recobrar en
el siguiente año lo perdido.
Al principio del siguiente, marcharon
de México los escuadrones destinados a la expedición.
Ordenóseles juntar gente de aquellos presidios y sentar
el cuartel general en el Paso del Norte, en donde por
las diligencias de aquel gobernador hallaron dispuestas
todas las cosas para hacer aquella jornada que
emprendían con todo el arte militar. De aquí salieron en
busca de los enemigos; pero sus diligencias fueron
inútiles, porque estos jamás midieron sus fuerzas con
los españoles, y bien que tuvieron diversos campos,
estos los habían sentado en puntos inaccesibles, donde
espiaban la coyuntura de que algunos soldados se
desbandasen para dar sobre ellos. Este modo de guerrear,
el más seguro para quebrantar las fuerzas de los
españoles mantuvieron los indios en aquella campaña, de
lo que aburridos los castellanos, quemadas sus
rancherías y maizales, se volvieron al presidio. Hasta
aquí el padre Cabo.
A merced de paciencia y constancia,
se recobró después el Nuevo-México; pero no toda la
parte que antes poseía el gobierno español, que hoy está
poseída por naciones bárbaras limítrofes, que no han
cesado de hacer irrupciones, y que serán mayores en lo
sucesivo, por estar auxiliadas con armamentos de que los
han provisto los anglo-americanos. Hoy no son aquellos
bárbaros que solo peleaban con macanas, hondas y
flechas: hoy hacen la guerra con rifles y fusiles,
guardan las formaciones militares, y necesitamos para
combatirlos igualdad en el armamento, e igualdad
numérica en nuestros soldados; reflexión importante que
no debe despreciar nuestro gobierno, si no quiere perder
una inmensa extensión de terreno rico por la vegetación,
no menos que por los tesoros de oro y plata de sus
minas. El gobierno español no supo sacar el
aprovechamiento que, debiera de aquellas posesiones, y
puede decirse que las condenó al olvido. La ignorancia
en que sus habitantes se han visto sumergidos, es igual
a la escasez y miseria a que se han visto condenados.
¿Quién creerá que hasta el año de 1833 no se vio en
Nuevo-México una imprenta ni un periódico? Pues ello es
cierto, y podría presentar pruebas de esta verdad. Entre
tanto, aprovechándose los norteamericanos de tales
circunstancias, los han abastecido —330→ de cuanto
necesitaban, ora sea de lujo, ora de necesidad, y por
bajos precios. Los emisarios y corresponsales de estos,
situados en Santa Fe y en otros puntos, ponderándoles
las ventajas de su constitución los han seducido, hasta
pretender agregarse al gobierno norteamericano
inspirándoles odio mortal contra el gobierno de México,
llegando al extremo de asesinar al gobernador don Alvino
Pérez en un motín militar las mismas tropas de su mando.
Los excesos habrían pasado hasta efectuar de todo punto
su emancipación, si la Providencia no hubiera deparado
allí un genio de la guerra y de la política en la
persona del señor general don Manuel Armijo, que
ha logrado restablecer el orden interior y batir con
gloria la horda de aventureros tejanos que marchaban
poco ha a ocupar todo el Nuevo-México.
El resultado que da esta relación es
que el gobierno debe ocuparse seriamente en reducir a
todas aquellas naciones bárbaras por medio, no de
soldados, que ni tiene en número bastante ni dinero para
pagarlos, sino por medio de misioneros que sepan atraer
con la dulzura y suavidad evangélica a aquellos indios
ferocísimos. No estamos hoy en el siglo doce en que San
Francisco de Asís a poco de haber establecido su orden
celebró su primer capítulo general en el campo de las
esteras o petates (entre Asís y la Porciúncula)
reuniendo allí más de cinco mil frailes36.
Tampoco vivimos en el siglo dieciséis en que un hijo
natural de Carlos V vino de lego a San Francisco (el
padre Gante) a establecer el Evangelio, quebrando más de
quince mil ídolos mexicanos, y no queriendo admitir la
mitra de México con que se le brindaba; pasó esa época
dorada en que el espíritu de la predicación se había
generalizado por todo el mundo, e hizo que se presentase
en la India un Xavier, y que el ardor de la caridad de
San Ignacio incendiase el orbe comunicándose a sus
buenos hijos. Los tiempos, repito, son muy diversos,
casi se ha extinguido aun en los hijos de los que
entonces lo practicaron... Hay por hoy, frailes
convidados para llevar el Evangelio a las Californias,
para fundar una nueva iglesia y evitar los progresos que
hacen allí los sacerdotes protestantes, se le
resisten al gobierno y a sus prelados para marchar a
aquellas regiones, diciendo... Que en los votos hechos
al —331→ tiempo de su profesión no hicieron el de
misionar entre bárbaros, y esto ha detenido las
remisiones de operarios que se pretendía hacer de
México. Solamente se presentan en la palestra los hijos
de San Ignacio reanimados hoy del espíritu de su santo
fundador, y dicen... «Aquí estamos... Volaremos a las
partes más remotas del universo a publicar el Evangelio
y a morir por su nombre y su verdad:... mandadnos...
nada exigimos de vosotros, nos basta un breviario, un
crucifijo y un calzado; nuestra subsistencia corre de
cuenta de aquel Señor providentísimo que viste al pájaro
y lo adorna con colores más hermosos y brillantes que la
púrpura de Salomón en día de gala, y lo alimenta sin
sembrar el trigo que lo sustenta... mandadnos, haremos
felices a los hombres, los sacaremos del seno de la
muerte eterna, sobre cuyo borde de un profundo abismo
están colocados, les enseñaremos las artes, las
ciencias, y la gran ciencia de entrar en una patria
dichosa eternamente y para que han sido criados». Yo no
me avergüenzo de implorar hoy este auxilio a favor de
unas naciones bárbaras, a quien es acto de caridad
sublime el dárselo, ni a presencia de un gobierno que ha
jurado proteger esta religión que profesamos, así para
dicha de los pueblos, como del mismo estado; sí, lo
repito, no me avergüenzo de hablar y abogar por esta
noble causa a presencia del general Santa-Anna que por
lo mismo ha merecido los elogios de un escritor
extranjero37;
que ha protestado guardar la religión de sus mayores,
ofreciendo además no faltarle en lo más mínimo ni en sus
dogmas, ni en sus altares, ni en sus ministros, ni en su
culto, ni usurparle sus bienes tan codiciados38.
Mucho menos me avergüenzo de tomar la defensa de unos
religiosos, que a despecho de sus enemigos, de esos
hombres que no creen hoy parecer sabios si no los
deturpan, si no los calumnian, y si no reproducen cuanto
se ha escrito contra ellos, y de quienes ha triunfado
completamente en nuestros días la verdad, vindicándolos
además completamente, un autor moderno que ha escrito
revisando cuanto contra ellos se había proferido para
hacerlos —332→ desaparecer de la faz del
mundo39.
En confirmación de la necesidad urgentísima en que
estamos de evangelizar las bárbaras naciones del
Nuevo-México, presentaré un bosquejo de sus costumbres e
idolatría, que no podrá menos de entristecernos, y hacer
que con toda la efusión de un corazón cristiano pidamos
al gobierno su socorro moral.
[Población] Lo que está
poblado de Sur a Norte tiene de distancia setenta y seis
leguas, y de Este a Oeste ciento seis, cuyo espacio
encierra veinticinco pueblos de indios reducidos,
inclusas las tres villas de Santa Fe, Santa Cruz de la
Cañada y San Felipe Neri de Alburquerque. Se contienen
en los términos dichos las poblaciones de los españoles
ó vecinos, cuyo número de familias sube a seis mil. La
tierra restante la habitan los gentiles independientes
que no obedecen más que a sus pasiones particulares,
entre cuyas tribus hay algunas que se comen a sus
enemigos, otras los queman, otras los mutilan; algunas
están en continua guerra y otras viven pacíficas. El
odio de los primeros indios sublevados a los españoles
de que hemos hablado, lo han heredado sus descendientes,
y como no ha habido el esmero que debía en educarlos en
las máximas religiosas, ellos continúan en sus antiguos
desórdenes. Aunque las naciones reducidas se diferencian
en sus idiomas, convienen en todo lo demás en el
vestido: se embijan de colores, se arman y gritan de un
mismo modo. Su color es cobrizo, son corpulentos y
briosos, pero mal agestados, las orejas largas, de las
que cuelgan anillos, uñas de animales y pedazos de
concha; tienen poca barba, son muy ligeros en la
carrera, y aunque el clima es frío están casi desnudos,
porque sus vestidos se componen de unas botas, un
mediano delantal que cubre sus vergüenzas, y un cotón,
todo de pieles; las mujeres usan una manta cuadrada de
lana negra muy estrecha, que andan con trabajo. Su
alimento es el maíz; gustan mucho del trigo, del que
hacen pan y tortillas; mas para ellos es plato
regaladísimo el de ratones del campo asados o cocidos, y
toda especie de insectos. Sus casas tienen dos y tres
altos, pero son muy pequeñas y con la puerta a la
azotea, acaso por temor de sus enemigos.
[Sus bailes] Tienen además de
las casas en que habitan, en cada pueblo, una, dos, o
más casas subalternas, capaces de poder abrigar dentro
de su —333→ espacio a todo el pueblo, a las que
llaman estufas, que más propiamente deberían
llamar sinagogas. En estas hacen sus juntas, forman sus
conciliábulos, y ensayan sus bailes a puerta cerrada.
Los bailes supersticiosos son entre otros el de la
tortuga, fortuna y cachina, que
precisamente celebran en viernes con la
asistencia del pueblo: el segundo lo bailan en obsequio
de sus ídolos, y al que llaman Dios de la fortuna,
de cuya mano creen que depende el buen éxito de sus
empresas en la guerra, el logro de sus cosechas, la
felicidad del parto de sus mujeres, y el acierto de sus
tiros en la caza. Para este baile se embijan de negro
hasta cien indios gandules, y puestos en cuatro líneas
que forman cuadro, esperan el nacimiento del sol para
dar principio a su canto, que arreglan al son de una
calabaza, y de esta manera, sin moverse de un lugar a
otro, siguen su baile hasta ponerse el sol que se
retiran a cumplir con las últimas abominables ceremonias
de su función. Los dos bailes restantes solo se
diferencian de este en el canto, y en el desorden con
que se encierran de noche hombres y mujeres en la estufa
cuando bailan; siendo los movimientos de sus danzas
otras tantas posturas lascivas, y gestos indecentes.
[Baile de la cabellera]
Siempre que estos indios salen a campaña y consiguen
matar algún enemigo, entre todos le quitan la cabellera,
beben de su sangre, manchan con ella sus vestidos, y se
raspan el rostro: se mojan las manos hasta empaparlas,
particularmente la derecha, porque a su parecer
consiguen por medio de esta inhumana ceremonia desterrar
la flaqueza, desterrar la pusilanimidad, y repudiar el
apocamiento. Acabado este acto le quitan la cabellera
con el pedazo que le corresponde de la piel y la ponen
en las manos del indio que primero se llegó al enemigo,
al que llaman Matador, y miran desde aquel día
con particular distinción, aun cuando no haya sido él el
que le quitó la vida. Guarda este la cabellera, y no le
es lícito descubrirla hasta el día que llegan a su
pueblo, cuya entrada se solemniza con la asistencia de
los viejos, mujeres y niños que salen a recibirlos
adornados lo mejor que pueden. Luego que se incorporan
estos con los que vienen de la campaña, descubre el
matador la cabellera, y tomando el mejor lugar de la
comitiva, da principio al canto que llaman de guerra,
el que siguen todos hasta llegar a su pueblo, en cuya
plaza dan una vuelta que termina en la puerta de la
estufa. Allí entrega el matador la cabellera a dos
indios ancianos que el pueblo elige para que la guarden,
y se retira para su casa acompañado de sus deudos que lo
llevan de la mano, pero sin hablarle, porque —334→
no les es lícito hacerlo hasta no lavarle los pies,
brazos, y el rostro. Con esta ridícula ceremonia
terminan su entrada, y desde entonces comienzan los
ensayos del canto y baile para estar más diestros el día
de la función. Esta dura dos días que emplean en saltar
y danzar al son de un tambor que llaman tumbé;
siendo todos los movimientos de sus danzas otras tantas
posturas indecentes. Arrojan a los que bailan tortillas,
carne, fajas, tiras de cuero, flechas, camusus, y
algunos son tan pródigos en estos obsequios, que tiran
cuanto encuentran en sus casas, y quedan careciendo de
todo. El matador asiste a este baile infernal vestido de
negro, y con sus armas en la mano; pero tan feo y
horrible como pudiera parecer un demonio. No come en los
dos días cosa alguna, y aunque está asistido de los
viejos del pueblo y deudos más cercanos, no habla con
ninguno, ni tampoco le es permitido mover la vista,
baila poco; pero con mucha gravedad, y solo al tiempo de
bailar la flecha que él mismo entrega a una india que
sale para este fin, que adornan con plumas de diversos
colores y otras alhajas para ellos preciosas, como
conchas, cuentas chalchivites40
y cascabeles, todo en tanto número, que más bien le
sirven de peso que de adorno. Sale con el pelo suelto,
descalzo, y con el labio inferior pintado de negro.
Cuando baila esta la flecha, se coloca en medio de dos
líneas que forman dos indios del baile, y puesta en cruz
con la flecha en la mano comienza a dar saltos con
arreglo a los golpes del tumbé que le avisa
también cuándo debe parar, y cuándo correr con ligereza
de uno a otro extremo. Con este baile termina la función
de la cabellera, y se retiran a comer a la
estufa; pero el matador no puede hacerlo hasta otro día.
[Baile de la Neñeca] Este
baile se hace solo el día de viernes santo en
lugar retirado del pueblo41,
que por lo regular es una montaña. Lo hacen al diablo,
pues esto significa la palabra Neñeca. Los que lo
hacen se visten con unas máscaras de anta gorda (cuero
de ciervo mayor que el común, cuya cornamenta se divide
en dedos como los de la mano, según nuestro
diccionario). Dichas máscaras rematan en punta semejante
a la coroza: con ellas figuran los ojos con unas bolas
de camusa rellenas de lana, y en el lugar que
corresponde a la barba colocan crines de caballo, cuyo
—335→ extremo arrastran hasta el suelo: ¡figura
diabólica, vive Dios! Se ponen colas y aferran el cuerpo
con pieles de oso. Vestidos de este modo dan principio a
la fiesta rodeando todos una tinaja llena de agua que
colocan en el medio. No se ha podido averiguar más de
este baile, ni el objeto de su institución.
[Baile de Ochistecos] Este lo
forma una junta de truhanes vestidos de ridículo y
autorizados por los viejos del pueblo para cometer los
mayores desórdenes, y gustan tanto de estos hechos, que
ni los maridos reparan las infamias que cometen con sus
mujeres, ni las que resultan en perjuicio de las hijas42.
[Bailes corrientes] Para
solemnizar la función del santo patrono del pueblo, días
de pascua, y fiestas de los gobernadores, usan de un
baile como especie de contradanza, en el que hacen
muchas figuras, y lo arreglan a los golpes del tumbé,
al que sigue el canto de una multitud de indios que
salen con este fin en tanto número de hombres como de
mujeres: estas vestidas con decencia y honestidad, y los
hombres no tanto; pero este baile nada tiene de
indecencia.
[Partos] Luego que una india
siente los dolores del parto, se retira al rincón, más
escondido de su choza, y aunque la acompaña una vieja
partera, pare sin su auxilio, y solo lo sirve para
cantarle y llamar desde lejos a la criatura. Luego que
sale a luz esta, sale la vieja de aquel lugar con la
mano puesta en los ojos, y no se descubre hasta que no
haya dado una vuelta fuera de la casa, y el objeto que
primero se le presenta a la vista, es el nombre que se
lo pone, a la criatura; de modo que si vio un perro,
perro se llama, y si piedra, piedra se le pone.
Generalmente los más de los indios se desentienden del
nombre que se les impuso en el bautismo por llamarse
sal, venado, piojo, cerro, etc.
Esto lo tienen bien probado los antiguos padres
misioneros que los manejaban.
[Abusos del bautismo] Más bien
por el temor de no ser castigados los indios que por el
de que sus hijos sean cristianos los llevan a bautizar;
y el primer abuso que se descubre en ellos es el no
querer sean los hombres padrinos de —336→ las
criaturas. Por lo regular lo es una mujer, lo cual luego
que sale de la iglesia ya bautizado el niño, se va con
toda violencia para su casa, y allí poniendo su boca con
la del infante, la chupa con toda diligencia para
extraerle la sal que se le echó en el bautismo. Después
le lava la cabeza hasta mudar seis o siete aguas, con lo
que lo parece que no le queda la más pequeña reliquia ni
virtud de cristiano.
[Confesión y comunión] Estos
indios jamás cumplen con el precepto anual de la
Iglesia, y solo en el artículo de la muerte suelen
confesarse algunos; los demás mueren sin este auxilio
porque no llaman al padre si no es cuando lo advierten
difunto43.
[Entierros] Cuando muere algún
indio, dan prontamente aviso al padre misionero para que
lo sepulte, y juntando sus deudos todas las alhajas de
su peculio, se las ponen y de esta manera lo envuelven
en una piel de cíbolo y lo llevan a enterrar. Así es que
cuando se abre una sepultura se encuentran cuentas,
cascabeles, conchas, pedazos de fierro, etc. Hácenlo con
el fin de que se encuentren con los necesarios en el
otro mundo, a donde pasan a vivir: tal es la idea de la
inmortalidad del alma, que hoy niegan muchos llamados
sabios de la Europa, que pertenecen a la secta de los
indiferentes.
[Naciones ya reducidas]
Tihuas, Keras, Moquinos, Pecos,
Tanos, Temez, Taos, Picuries,
Zuñis, Moquis. Esta última, no ha muchos
años que se sublevó, y hasta hoy lo está. Mataron al
padre misionero en 1809. Se encontró en campaña en aquel
pueblo destruido un cáliz, y con él se servían los
indios para beber agua, y lo recogió el comandante don
Lorenzo Gutiérrez, honrado y valiente oficial que dio
honor a nuestras armas, y a quien se debe la conquista
de la belicosa nación Nabajó, y por su conducta
mereció el aprecio aun de los mismos bárbaros. Era digno
de recompensa, y de que a su familia se le diese el
monte pío de que carece con agravio de la justicia.
[Naciones bárbaras de indios que
circundan a Nuevo-México] Yutas, Caiguas,
Xicarillas, Chaguanos, Faraones,
Nabajóes, Xileños, Apaches mescaleros,
Lipaines, Timpanogos, Mimbrereños,
Comandus, Pucaras, Sios, Pananas
y otras. Esta última está al Norte confinante —337→
con los anglo-americanos, de quienes recibe abundantes
provisiones de armas de fuego, pólvora y toda clase de
víveres a cambio de caballos.
Los veinticinco pueblos dichos,
inclusas las tres villas, ocupan casi el terreno que hay
útil para labor, y por esta causa se hallan las
poblaciones de los vecinos situadas en los suelos más
estériles, de que se sigue la carestía que regularmente
padecen. Un buen gobierno las haría participantes de la
mucha tierra que los indios dejan sin sembrar, pues solo
lo hacen de lo muy preciso para suplir la primera
necesidad, de modo que no siembran ni la cuarta parte,
porque el pueblo que tiene más familias no pasa de
ciento. Por el contrario, los vecinos se han
multiplicado considerablemente; son gente robusta y bien
formada, de algún cultivo y hacienda.
La cría de ganado en el Nuevo-México
padece considerables desfalcos, porque los enemigos la
consumen, y aun los pastores suelen ser más bien que
pastores, guardas de los ganados mercenarios de
aquellos.
El Nuevo-México es muy interesante a
la república y debe ser objeto de mucha atención del
gobierno, tanto por ser un puerto terrestre a
tierra firme del Norte de América, cuyos
establecimientos van avanzando cada día a hacia dicho
territorio por los ríos Napeste y Colorado,
como por los abundantes elementos y producciones de este
suelo en animales, vegetales y minerales, y de estos
está enteramente virgen. En el camino de Zuñí, en un
paraje llamado los Gigantes, está, completamente
indicado el abundante oro que encierran aquellas lomas,
y lo mismo en otras muchas partes. Por lo que parece
indudable, que si no se toman en tiempo providencias por
el gobierno, los angloamericanos disfrutarán a placer de
estas riquezas.
He trazado el horrible cuadro de
idolatría, abominaciones y supersticiones que abundan en
el Nuevo-México. Un corazón cristiano no puede
tolerarlas sin clamar por un pronto remedio; este
consiste en el restablecimiento de las misiones, que
poco pueden costar al gobierno, y rendirle en breve
mucho aprovechamiento. El hombre civilizado es el ente
más útil a la sociedad... ¡Ah!, si con un rasgo de pluma
no hubiese proscrito Carlos III la Compañía de Jesús,
hoy serían cristianas y civilizadas estas naciones, y no
sostendríamos de presente una guerra a muerte con los
bárbaros, a quienes no podemos oponer fuerzas armadas en
el número necesario. Cuando supe la emigración de los
frailes de España por las revueltas causadas en estos
tiempos, solicité —338→ que se les diese asilo a los
emigrados; para poner con ellos un cordón de misioneros
que contuviesen aquellas irrupciones; mas el gobierno
del señor Bustamante en vez de condescender con esta
súplica, por el contrario mandó que se reembarcasen
cuantos se presentasen en nuestros puertos, pidiendo una
hospitalidad cristiana. ¡Providencia cruel, salvaje, e
inhumana!... ¡Tal ha sido el desenlace del drama
político en que este honrado y apreciabilísimo jefe
(bajo otros aspectos) hizo de primer actor! No se ha
obrado así en el Perú, pues se han costeado remesas de
frailes para regenerar aquellos pueblos que
retrogradaban al gentilismo, y en Buenos Aires, donde el
jesuita mexicano Peña, con unos cuantos
misioneros jesuitas, está obrando maravillas. ¡Cuándo
conocerán los gobiernos que no pueden ser felices si no
protegen la religión y sus ministros? La América data la
fecha de sus desgracias desde la noche fatal del día 25
de junio de 1767, en que en la casa profesa se intimó el
decreto de expulsión de los jesuitas, que oyeron
hincados de rodillas; noche terrible de la que puede
decirse lo mismo que Cristóbal de Thou, primer
presidente del Parlamento de París, lamentando una
desgracia, con estos hermosos versos de Estacio:
|
Excidat illa
dies aevo, nec postera credant |
|
|
|
Saecula, nos
certe taceamus, et obruta multa |
|
|
|
Nocte tegi
propriae patiamur crimina
gentes. |
|
|
|
Otro rasgo de pluma, u otro decreto
de salud será el que únicamente podrá curar nuestros
males... ¡Dichoso y muy dichoso el hombre a quien sea
dado prestarte este inefable beneficio, o cara patria
mía! El editor.
—339→
Libro
cuarto
SUMARIO
Fiestas en la canonización de San
Jacinto. Muerte del padre Alonso López, y frutos de la
congregación de la
Anunciata.
Ejemplos de virtud en los indios de San Gregorio de
Tepotzotlán. Misión a Zumpahuacán. Misión a
Huitzitzilapán, y muerte del padre Francisco Zarfate.
Diferentes misiones a otros partidos. Sucesos de Oaxaca
y Veracruz. Alzamiento de los guazaves y reducción de
los ures. Guerra de ocoroiris y tehuecos. Otros
singulares sucesos de Sinaloa. Misión a Culiacán.
Progresos de la misión de Tepehuanes. Nuevos
establecimientos en la misma provincia. Raros sucesos de
los chichimecas. Pretende el venerable arzobispo de la
Nueva-Granada llevar consigo algunos jesuitas. Sosiegan
una tempestad con la reliquia de San Ignacio. Padecen
nuevos trabajos, y llegan a Cartagena. Descripción del
nuevo reino y de sus principales ciudades y naciones.
Ministerios de los padres en Santa Fe. Muerte del padre
Diego de Villegas. Don fray Domingo de Ulloa, obispo de
Michoacán. Licencia para un fuerte en Sinaloa. Nuevas
conquistas en Topía y la Laguna. Agregación de la
congregación del Salvador a la primaria de Roma y sus
frutos. —340→ Diversos establecimientos y
ministerios del colegio máximo. Quinta congregación
provincial. Ministerios en Puebla. Caso admirable del
ministerio de las doctrinas. Sucesos de Valladolid y
Tepotzotlán. Muerte de Nacabeba, y estado de Sinaloa.
Misión de Topía y San Andrés. Misión de la Laguna, y
nuevos establecimientos. Muerte del hermano Francisco de
Villareal. Dedicación del Espíritu Santo. Sucesos de la
misión del nuevo reino. Pide todo él a su Majestad la
Compañía. Reducción de los guazaves. Expedición de las
minas de Chinipa. Otra intentada a California. Fundación
de la provincia de Santa Fe. Muerte del padre doctor
Plaza. Misión del Espíritu Santo. Misión de Topía y
noticia del país. Muerte del padre Juan Agustín.
Dedicación de la Iglesia del colegio máximo. Sexta
congregación provincial y dos notables postulados.
Castigo de los zuaques. Raros ejemplos del marqués de
Montesclaros en la congregación del Salvador. Pretende
la Compañía establecimiento a los religiosos de San Juan
de Dios. Ministerios en cárceles y hospitales. Caso raro
de San Gregorio. Calamidades del colegio de Oaxaca.
Milagros de San Ignacio. Estado de los Tepehuanes.
Progresos de Parras. Alzamiento de los serranos acaxees.
Sucesos de los sobaibos. Inundación en Sinaloa y fuga de
los indios viaje a México del capitán Hurdaide y sus
resultas. Pretensión de los tehuecos y otras naciones.
Primera entrada a los zuaques. Fundación del colegio de
Tepotzotlán. Principios de Guatemala. Descripción de la
ciudad y sus contornos. Recibimiento de los padres.
Inundación de México. Peligro de la ciudad y sus
reparos. Resolución del desagüe. Encomiéndase a la
Compañía el cuidado de los trabajadores. Principio del
Jubileo de cuarenta horas. Muerte del padre Hernando
Suárez de la Concha. Elogio del hermano Gerónimo López.
Frutos de la congregación de la
Anunciata.
Sermón del padre Martín Peláez y sus resultas.
Diferentes misiones a Sultepec y otros partidos. Peste
en Tepotzotlán. Peste en Guatemala. Temblor en la misma
ciudad. Sucesos de la misión de Parras. Superstición
acerca de los cometas. Raros sucesos de los indios.
Bautismo de tepehuanes y raros ejemplos de su fervor.
Peste en la misma provincia y primera entrada a la de
Taraumara. Misión en San Andrés. Raros ejemplos de estos
neófitos. Misión de Baymoa, y trabajos de su ministro.
Gloriosas fatigas de los misioneros de Topía. Reducción
de los sinaloas y otras naciones de la Sierra.
—341→
[Fiestas en la canonización de San
Jacinto] Damos principio al cuarto libro de nuestra
historia con una relación en que entramos tanto más
gustosos, cuanto su conocimiento contribuirá, puede ser,
al fomento de la religiosa caridad, de que a pesar de
las preocupaciones del vulgo, han dado siempre ilustres
ejemplos las dos sagradas familias de Santo Domingo y la
sagrada Compañía de Jesús. Había la Santidad de Clemente
VIII, el día 16 de abril de 1594, sublimado de los
altares al ínclito confesor San Jacinto, del
orden de predicadores. Pistos religiosísimos padres,
queriendo que entrasen a la parte de su júbilo las demás
familias religiosas de México, repartieron entre ellas y
algunos otros cuerpos respetables los días de la octava,
dejando el último para la Compañía, a quien quisieron
distinguir con este singular favor. Se procuró
desempeñar la obligación en que nos ponía una
demostración tan sensible de estimación y de amistad. El
día primero de la solemne octava se llevó la estatua del
Santo, de la catedral al imperial convento, tomando el
rumbo por nuestra casa profesa. A la puerta de nuestra
iglesia se levantaba un hermosísimo edificio sobre dos
arcos de bella arquitectura, y en medio un altar
ricamente adornado en que descansase la imagen. Todo el
largo de la calle, de las más vistosas y capaces de
México, se había procurado colgar de cortinas y
tapicerías que pendían de los balcones y ventanas. La
parte inferior, que estuvo a cargo de la noble juventud
de nuestros estudios, se veía llena de doseles
magníficos y galoneados de oro y plata, con tarjas,
carteles, pinturas de diversas invenciones, de emblemas,
empresas, enigmas, epigramas, himnos, y gran diversidad
de ruedas, laberintos, acrósticos y otro género de
versos exquisitos, los más en lengua latina, italiana y
castellana, y algunos en griego y en hebreo44.
Llegando a nuestra iglesia la procesión salieron a
recibirla todos los padres de aquella casa y del colegio
máximo con luces encendidas. Seguíanlos dos docenas de
jóvenes los más distinguidos entre nuestros estudiantes,
gallardamente vestidos, con cirios en las manos, y tras
de ellos otros cuatro, que con mucha viveza y gracia,
dieron aun en un diálogo en verso el parabién al Santo
de su nueva gloria, y a la religión por la que recibía
de un hijo tan ilustre. El siguiente viernes, sexto día
de la octava, que celebró el cabildo de la santa iglesia
catedral, y asistió después a la mesa, tuvieron aquellos
religiosos padres —342→ la benignidad de oír a uno
de nuestros hermanos teólogos, que en tiempo del
refectorio recitó con grande aplauso de los oyentes, una
oración latina en alabanzas del glorioso San Jacinto. La
misma tarde, tres colegiales del seminario representaron
al mismo asunto, sobre un teatro majestuoso que se había
erigido en la misma iglesia, una pieza panegírica
repartida en tres cantos de poesía española, cuyos
intervalos ocupaba la música. Obra en que el ilustre
cabildo quiso mostrar no menos el aprecio que hacía de
la esclarecida religión de Santo Domingo, que la
confianza y alto concepto que formaba de nuestros
estudiantes, a quienes quiso se encomendase el desempeño
de aquella lucidísima función. El domingo, que era el
día señalado a nuestra religión, celebró la misa el
padre rector del colegio máximo, y predicó el padre
prepósito Pedro Sánchez con aquella elocuencia y energía
que acompañaba siempre a sus discursos, asistiendo toda
la comunidad, como después al refectorio, en que uno de
nuestros hermanos teólogos recitó un bello panegírico
en verso latino. Después se ordenó una procesión que
presidió con la capa de coro el padre rector del colegio
máximo, anduvo al derredor del claustro interior y de la
iglesia, cargando la estatua los jesuitas hasta
colocarla en un magnífico retablo que le estaba
destinado. Tal fue la honra que a la misma Compañía
quiso hacer la insigne orden de predicadores. No
contentos aquellos religiosos y sabios varones con una
tan pública demostración, quisieron aumentar el honor
imprimiendo la relación de aquellas solemnes fiestas,
con tantos elogios de la Compañía, cuanto pudo
sugerirles su amor y su elocuencia, y apenas nos permite
leer el rubor.
[Muerte del hermano Alonso López y
frutos de la congregación de la
Anunciata]
El colegio máximo perdió muy a los principios de este
año un grande ejemplar de virtud en el hermano Alonso
López. No podemos dejarnos de admirar que el menologio
de nuestra provincia no haga memoria de este hombre
admirable. Un breve elogio se halla en la parte 5.ª,
libro 24, párrafo 16 de la historia general, de donde lo
tomó el padre Oviedo en sus elogios de coadjutores, y el
padre
Petrignani.
Lo que escriben estos autores da una idea muy inferior a
la que nos hacen formar los antiguos manuscritos de
nuestra provincia, que esperamos representar con toda su
luz en lugar más oportuno. Murió a 15 de enero del año
de 1597. Los grandes ejemplos de virtud que se veían en
los congregantes de la
Anunciata
eran muy superiores al progreso de los estudios, de que
sin embargo habían dado este año pruebas tan brillantes.
Un joven, acometido de tres mujeres lascivas, las
reprendió —343→ con gravísimas palabras, y no
bastando este medio para reprimir el atrevimiento de una
de ellas, o más apasionada o más desenvuelta, la apartó
de sí con un golpe. Otro más feliz, solicitado de una
doncella de noble nacimiento, no solo resistió al doble
atractivo de la esperanza y la hermosura, sino que
extraordinariamente favorecido de la gracia, hizo
delante de ella al Señor voto de perpetua virginidad, y
a ella le persuadió que imitase un acto tan heroico
tomando por esposo a Jesucristo en un religiosísimo
monasterio.
[Ejemplos de virtud en los indios
de San Gregorio de Tepotzotlán] Esta fortaleza es
mucho más admirable en personas del sexo, y mucho en la
pusilanimidad y flaqueza de las indias, especialmente
solicitadas de los españoles, a quienes la reverencia y
el temor a que se acostumbraron desde los principios de
la conquista les hace mirar siempre como los árbitros de
su fortuna. Sin embargo, sostenidas de la divina gracia
las indias débiles han conseguido gloriosísimas
victorias. Diecinueve años resistió una que frecuentaba
los sacramentos en San Gregorio de México a las dádivas,
a los ruegos y a las amenazas de una persona de grande
autoridad, que pudiera atraerle mucho mal, y que por las
obligaciones de su estado, debiera darle ejemplos muy
contrarios. Otra, hallándose sola en despoblado, y
acometida de un lascivo, no bastando sus razones y sus
ruegos para apagar el fuego de aquella brutal pasión, se
quitó el rosario que traía al cuello con una medalla de
la reina de las vírgenes, y poniéndosela a los ojos, le
dijo con vehementísimo afecto: por amor de la Virgen
Santísima, cuyo rosario es este, te suplico, Señor, que
me dejes y no quieras hacerme tan grave injuria.
Esta tierna súplica fue un rayo que hizo hacer volver en
sí a aquel malvado. No solo dejó libre a la virtuosa
doncella, sino que dándole cuanto llevaba por el respeto
y reverencia al augusto nombre de que se había valido,
él, tocado de la reina del cielo, a quien había hecho
aquel pequeño obsequio después de veinte años de una
vida desarregladísima, se entró por un monte pidiendo al
Señor misericordia, y a la Virgen madre que lo sacase de
aquel estado infeliz, aunque fuese a costa de una
enfermedad o de algún trabajo. Oyó la piadosa Virgen sus
ruegos, y quitándole la vista del cuerpo le dio la del
alma, trayéndole, después de muchas inquietudes a
nuestro colegio, donde hizo una confesión general. Pasó
este fervoroso penitente, después de grande pobreza y
penalidades; pero con una tranquilidad y una alegría que
causaba admiración, recibiéndolas todas, y
principalmente la ceguedad, como otras tantas prendas de
la remisión de sus culpas y de la gloria —344→ que
esperaba. Hubo en la cristiandad de Tepotzotlán quien
olvidada de su debilidad se armase de un leño y hiciese
salir avergonzado al ladrón de su virginidad. Caminaba
por la calle una doncella cuando le salió al paso uno de
su nación, diciéndole que un español la seguía y deseaba
hablarle. Ella, recelosa, no tengo, dijo, para qué
esperarlo. Entre tanto, había llegado el español, y
entre los dos pretendían hacerla entrar en una casa
vecina. Por fortuna vio de lejos a un indio, y
volviéndose a los circunstantes; mirad lo que hacéis,
les dijo, que viene allí mi marido. Dejáronla al punto,
y ella, con un inocente equívoco de su idioma, triunfó
de su malicia y conservó la castidad.
[Misión a Zumpahuacán] Tenía
en aquel tiempo el colegio de Tepotzotlán sujetos muy a
propósito para inspirar a los indios estas generosas
resoluciones. El padre Gaspar de Meneses era un hombre
incansable, y animado de un celo por la salud de los
indios, que todas las tribulaciones del mundo no eran
capaces de resfriar. Todos los beneficiados vecinos
solicitaban con ansia que hiciese misión en su partido,
creyendo que entraba con él en los pueblos la reforma de
las costumbres, la devoción y la piedad. Este año
pareció más que nunca el ascendiente que se había
adquirido sobre los ánimos más obstinados en el éxito
que tuvo la misión de Zumpahuacán. Partió para aquellos
países llamado del propio pastor que era muy vigilante y
muy devoto, y a cuyo rebaño, bajo una hermosa apariencia
de tranquilidad y de fervor, hacía el común enemigo la
guerra más perniciosa y más sangrienta. En efecto, halló
el misionero unos indios los más quietos y los más
dóciles, los más bien instruidos del mundo, devotos en
el templo en tiempo del santo sacrificio, asistentes a
todos los sermones y explicación de la santa doctrina.
Nada entre ellos de disolución, nada de embriaguez; pero
bajo este bello exterior ocultaban la más abominable
idolatría, habiendo hallado a su parecer modo de juntar
la luz con las tinieblas y a Jesucristo con Belial.
Adoraban al Señor y a los santos; mas para alcanzar las
felicidades temporales recurrían a unos idolillos
que traían siempre ocultos consigo, y que ponían en sus
telares, en sus sementeras y en sus trojes. Adoraban
algunos cerros de particular configuración y altura,
singularmente una sierra nevada, en que creían habitaba
la diosa Chicomecoatl, que era para ellos lo que
Ceres para con los antiguos romanos. Ofrecían
inciensos y otros perfumes al fuego, a quien con alusión
al más arcano misterio de nuestra fe, llamaban unas
veces Dios Padre, con nombre poco diferente del que le
daban en su gentilidad, y otras —345→ veces Dios
Espíritu Santo, por lo que habían oído predicar de
la venida de este divino Espíritu el día de Pentecostés.
Antes de llevar a bautizar los párvulos conforme al rito
de la iglesia, les daban otra especie de bautismo
sacrílego, bailándolos con agua en presencia del fuego,
e imponiéndoles otro nombre profano, por donde fuesen
conocidos en sus impías asambleas. Estas las celebraban
siempre de noche y en los lugares más remotos y
solitarios, sin admitir a ellas joven alguno o doncella
que por flaqueza o inconsideración pudiese descubrir sus
misterios de iniquidad. El diligente y coloso
beneficiado quedó penetrado del más vivo dolor cuando
supo las abominaciones con que era ofendido el Señor por
aquellos mismos que él tanto amaba, y temiendo
prudentemente que el temor les hiciese ocultar los
lugares y los cómplices de aquella secta infame, se
valió del favor del padre Meneses, a quien los indios
singularmente amaban. No le engañó su confianza: el
padre, prometiéndoles una entera seguridad, consiguió
que le revelasen todos sus secretos y se confesasen
todos los cómplices, trabajo, que cargando únicamente
sobre el misionero por el respeto que debían al propio
pastor, que era juntamente juez, lo hubiera
gloriosamente agobiado si no se le hubiera enviado
compañero que le ayudase a recoger una mies tan
abundante. Los indios probaron bien la sinceridad de su
conversión, entregando a los padres innumerables de
aquellos idolillos, y haciendo por muchos días públicas
demostraciones de penitencia en procesiones de sangre y
otros actos de mortificación que les sugería su fervor
con sumo agradecimiento del piadoso beneficiado, que no
cesaba de dar gracias en repetidas cartas al padre
provincial y a los superiores de Tepotzotlán y del
colegio máximo.
[Misión a Huitzitzilapa y muerte
del padre Zarfate] Otra semejante misión al partido
de Huitzitzilapa ocasionó la muerte al padre
Francisco Zarfate. Los curas de muchos partidos, que por
espacio de algunos años había corrido en sus misiones,
no le daban otro nombre más que el de apóstol, y
solían decir que en sus pueblos había otras tantas
semanas santas, cuantas estaba allí el padre Zarfate,
tanto por la frecuencia de sus confesiones y comuniones,
como por otros actos de piedad y ejercicios de
penitencia, en que hacía entrar a cuantos oían sus
sermones. Despidiéndose para salir a la misión, se
percibió bastantemente que había conocido sería aquella
la última de su vida, y lo afirmó así después en
presencia de algunas personas. Efectivamente, llegando
al pueblo de Xilotzingo predicó consecutivamente —346→
muchos sermones, preparando los ánimos de sus oyentes
para la cercana pascua de Espíritu Santo. En los tres
días precedentes oyó muchas confesiones. El día de
pascua dio la comunión a más de quinientas perdonas,
haciendo antes y después de la comunión fervorosas
exhortaciones. Bajando del púlpito, más fatigado que
otras veces, le llamaron para una confesión a un pueblo
algo distante. La estación era rigorosa, la hora
incómoda, el clima nada favorable. Todo esto, añadido a
la interior fatiga y a una salud bastantemente
quebrantada, le ocasionó una fiebre maligna de que se
sintió herido luego que volvió a Xilotzingo. Lo
procuraron de la estancia vecina un colchoncillo (que
aun de este pequeño alivio jamás usó el apostólico
misionero); mas el dueño de aquella estancia, no
contento con enviárselo, vino en persona a llevar al
padre a su casa y curarle en su enfermedad. Hubo de
condescender el siervo de Dios después de alguna
resistencia que le hizo hacer el amor de la pobreza. Se
enviaron con diligencia del colegio de México un padre y
un hermano que cuidasen de su salud, acción que aunque
muy conforme a la caridad que con los enfermos
prescriben nuestras reglas, el humilde padre la
agradeció como un favor extraordinario; y abrazando
lleno de gozo a sus hermanos, gracias a Dios, dijo, que
no nos halla la muerte ociosos, sino ocupados en cosas
de la obediencia y de tanto servicio de nuestro Señor,
como es el bien de estos pobres indios. Al octavo día de
su enfermedad, viéndolo el padre que lo asistía
enteramente agravado, y temiendo que muriese sin la
extrema unción, aunque ya habían partido a traerla de un
pueblo vecino, le dijo con alguna congoja. Ruegue
vuestra reverencia al Señor que no le lleve antes de
recibir este último sacramento; y el padre Zarfate, con
una serenidad admirable, le respondió: Esté vuestra
reverencia cierto que Dios me ha de hacer esa merced. En
efecto, vivió después dos días dando grandes ejemplos de
paciencia. Pocas horas antes de morir pidió perdón al
beneficiado de las faltas que pudiese haber tenido en
las funciones de su ministerio, y que de limosna le
diese un rincón en que ser enterrado; pero sabiendo que
había orden del padre rector de que fuese su cadáver
llevado a México, se alegró mucho, y añadió: Yo rogaré a
nuestro Señor morir ahora en que pueda hacerse sin
notable incomodidad. Así fue, porque el día 6 de junio a
las tres de la tarde, entre actos fervorosísimos de fe,
esperanza y caridad, entregó su alma al Criador a los
treinta y cuatro años de edad y dieciséis de Compañía.
[Célebres misiones a otros
partidos] Se hizo también misión a los pueblos de
Teoloyuca y Huehuetoca, en —347→ que fue
muy semejante el fruto de las almas y el trabajo de
nuestros operarios. Fue muy singular en esta parte la
que se hizo por petición del ilustrísimo señor obispo de
la Puebla a la provincia de Totonocapa. Hallaron los
misioneros en los pueblos de Xonotla,
Hueitlalpán, Xuxupango, Chumtatlán y
Xontepec. Formaron desde luego de la lengua
totonaca, que a más de la mexicana se hablaba en aquel
país, un catecismo y un compendio de las cosas muy
necesarias y más frecuentes en la confesión, que fue de
mucha utilidad a todos los pastores de almas. Publicaron
el jubileo que a las misiones de la Compañía había
concedido la Santidad de Clemente VIII. No tenían
aquellos indios dificultad alguna en la confesión de sus
culpas. El trabajo de los padres fue persuadirlos a la
santa comunión del cuerpo y sangre de Jesucristo. El
demonio, bajo la hermosa apariencia del respeto debido a
tan adorable Sacramento, les había infundido un horror
muy pernicioso a su salud. Decían que ellos eran unos
idiotas criados entre los montes: que no sabían leer los
libros, ni comprender la sublimidad de aquel misterio;
que no tenían monedas que ofrecer cuando comulgasen, ni
vestiduras blancas con que adornarse para parecer en la
presencia del Señor; que en recibiendo una vez a su
Majestad, si por su desgracia volvían a caer en alguna
culpa, habían de condenarse sin remedio. No favorecía
poco a este error la conducta que habían tenido hasta
entonces los párrocos de aquellos pueblos. Estos,
llevados de un celo santo (aunque no el más discreto en
lugares de muchos vecinos) apenas daban licencia de
comulgar a cuatro o cinco una vez al año. Los indios
estaban más obstinados en esta parte; mas querían
levantarse sin absolución de los pies del confesor, que
obligarse a llegar a la sagrada mesa. En realidad, la
misma adhesión a sus vicios, singularmente a la
deshonestidad y a la embriaguez, era la verdadera causa
de su resistencia. Triunfó sin embargo la constancia de
los padres de toda su dureza, y animados del ejemplo de
algunos más dóciles, llegaron a beber de las fuentes del
Salvador y gustar el Pan de los Ángeles con gran
consuelo de sus almas, que aumentó el beneficiado de
Hueitlalpán, haciendo un solemne convite en su casa, y
sirviendo él mismo con el padre misionero a la mesa a
todos los que habían comulgado. En Chumatlán, todos los
hombres que habían de comulgar, se juntaron la víspera
al ponerse el sol y tomaron en la iglesia una
disciplina. En Xonotlán, depuesta aquella falsa
preocupación, de que si comulgaban habían de condenarse
infaliblemente porque no habían de poder abstenerse
—348→ de las culpas, quedaron por el contrario muy
persuadidos, a que no había de volver jamás a la
deshonestidad, quien había tenido la felicidad de gustar
el vino que engendra vírgenes. Esto lo confirma
maravillosamente lo que dos años después experimentó y
escribió agradecido a uno de los padres el cura de aquel
pueblo. Confesaba a una india soltera y bien ocasionada,
y examinándola con diligencia sobre el sexto, siempre
respondió que en aquella materia no le reprendía cosa
alguna su conciencia; porque después (añadió) que recibí
la sagrada comunión por consejo de un padre de la
Compañía que predicó en este pueblo ahora dos años,
propuse firmísimamente en mi corazón, no ofender más a
mi Dios y a mi padre con ese género de culpas, y por su
misericordia así lo he cumplido.
[Frutos del colegio de Oaxaca]
En Oaxaca desde la mitad del acto antecedente se había
ofrecido bastante cosecha de penalidades y merecimientos
en el servicio de los apestados, a que se procuró
asistir, singularmente a la gente pobre en todo género
de espirituales y temporales alivios. Pero aun fue de
más edificación y utilidad el importante obsequio que
hicieron dos de nuestros religiosos a aquella ciudad en
los principios de este año. Sobre no sé qué competencia
de jurisdicción (fuente ordinaria de semejantes
discordias) hubo alguna disensión entre las dos cabezas
eclesiástica y secular, como suele suceder: los
partidarios de uno y otro gremio llevaban más lejos los
excesos de su pasión, coloreada bajo el nombre de
justicia. Hervía aquella república en chismes e
historietas indignas de la nobleza y de la cristiandad
de sus cabezas. Después de varias tentativas, un padre
de los nuestros ganando primero los ánimos con la
suavidad y la dulzura, compuso entre sí a los
principales interesados, cuyo ejemplo siguieron
fácilmente los demás. No tuvo que luchar con pasión tan
débil, ni con espíritus tan racionales otro sujeto del
colegio. Era muy pública y muy antigua la enemistad de
un eclesiástico con un secular, de quien seis años antes
había recibido una injuria. El clérigo, hombre poderoso,
había seguido la demanda según todo el rigor de la
justicia; había traído de México un juez pesquisidor;
había hecho pasar a su enemigo por la pena del tribunal
eclesiástico, y dejándolo inhábil para representar jamás
algún papel en la república. Sin embargo, aun no se daba
por satisfecha su cólera y mortal rencor. Tanto, es
verdad que ningunos son más obstinados en el vicio que
los que por su profesión y su carácter están más
obligados a la virtud, cuando una vez han degenerado de
su primer esplendor. Un religioso conocido —349→ en
toda la ciudad por su eminente virtud encontrándolo en
la calle, había pedídole hincado de rodillas con
lágrimas que perdonase a su enemigo y no diese al pueblo
aquel escándalo. No bastando estas razones ni el crédito
del suplicante, saco un crucifijo representándole aquel
grande ejemplar de la tolerancia y mansedumbre
cristiana. Nada bastó, y aquel hombre endurecido, antes
recibió como nuevo agravio un oficio de tanta caridad.
El señor obispo había emprendido la misma conquista,
añadiendo a la razón todo el peso de la autoridad, pero
por ciertas dificultades que sobrevinieron, hubo de
ceder y encomendar a uno de la Compañía aquella
negociación. El padre comenzó por ganar la voluntad de
aquel hombre protervo. Las veces que hablaba con él de
este asunto, o no contestaba a la conversación, o
parecía favorecer a su pasión no contradiciendo; pero
cuando se proporcionaba tratar de lo mismo en otra
persona, le pintaba con los colores más negros la dureza
del corazón, haciéndosela ver como una pasión infame y
muy ajena, no solo de la religión, sino aun de la
dignidad y nobleza del espíritu humano. Con este
inocente artificio repetido siempre en aquellas
ocasiones en que por no tocar inmediatamente a su
persona le hallaba más dócil, fue insensiblemente
disponiéndole el ánimo, hasta que hablándole
abiertamente, consiguió de él cuanto pretendía, quedando
muy agradecido a su benefactor, y toda la ciudad muy
edificada de las demostraciones de benevolencia y de
amistad con que procuró resarcir los pasados escándalos.
[Frutos del colegio de Veracruz]
Los ciudadanos de la Veracruz manifestaron bien por este
mismo tiempo aquel sólido aprecio de la Compañía, en que
se ha distinguido después tanto esta ciudad. Con la
falta de las flotas se había comenzado a sentir tanta
pobreza y carestía de lo necesario, que los religiosos
de otras dos religiones se vieron precisados a
desamparar la tierra, dejando en sus conventos uno o dos
sujetos. Las personas más ricas y más principales de
aquella república, recelando que los de la Compañía,
obligados de la necesidad no tomasen la misma
resolución, pasaron prontamente al colegio, ofreciendo a
los padres, en nombre del cabildo todo lo necesario, no
solo para los sujetos que había al presente, sino para
otros muchos que vinieran. Muy presto se presentó la
ocasión en que los jesuitas mostrasen a la ciudad su
agradecimiento. Había a principios de aquel mismo año el
pirata inglés Guillermo Parker, sorprendido el puerto de
San Francisco de Campeche, como a ciento veinte leguas
de Veracruz, en la península de Yucatán. Se temía
—350→ que se dejase caer sobre Veracruz, y dando el
miedo cuerpo a la aprensión, se había ya tocado arrebato
una noche, creyendo haber las naves inglesas dado fondo
en la costa. Se avisó a México, de donde bajaron
prontamente doscientos soldados. Poco después,
habiéndose visto de muy lejos algunas velas, y no
pudiéndose distinguir la bandera, se volvió a conmover
toda la ciudad, y ya se disponían a marchar a la costa
algunas compañías para impedir el desembarco. Los padres
fueron a ofrecerse al gobernador para acompañar la tropa
y servir de capellanes, sin más sueldo que el que
promete Jesucristo a sus soldados en las incomodidades y
las cruces. Quedó la ciudad muy agradecida a esta
prontitud de ánimo, aunque viendo después ser de España
las naves que el susto había figurado enemigas, no pasó
de la voluntad el obsequio. Sin embargo, los que no
habían sacrificado sus vidas a los trabajos y a los
peligros de la guerra, la sacrificaron bien presto a los
rigores de la epidemia, que prendió violentamente en los
soldados que habían venido de México, y los recién
venidos de Europa. Los jesuitas, no contentos con los
ministerios espirituales, en que sin interrupción se
ocupaban día y noche de las limosnas que la liberalidad
de los vecinos ofrecía al colegio, mantenían, curaban y
proveían de lo necesario a algunos otros, para que en
Jalapa o en otro lugar menos dañoso a su salud, se
preservasen de la enfermedad, o se restableciesen en la
salud. Resplandeció mucho en esta ocasión la caridad y
fervor del padre Juan Rogel. Este anciano, cerca de los
setenta años de su edad, endurecido en los ejercicios de
la vida apostólica, se encargó de los galeones, y
residió en San Juan de Ulúa, predicando incesantemente y
confesando a toda gente de mar, a quien el general, con
ánimo de volver a España dentro de quince días, no había
permitido poner pie en tierra. El padre Rogel, con la
actividad de un joven asistía a todo, consolaba a los
enfermos, predicaba a los sanos, confesaba a los
penitentes, ayudaba a los moribundos, con una alegría y
expedición que pasmaba.
[Alzamiento de los guazaves y
reducción de los ures] La tranquilidad de que a
fines del año antecedente se había comenzado a gozar en
Sinaloa, no podía ser muy constante mientras se procedía
en los informes e inquisición de los delincuentes. Los
guazaves, cuanto más dóciles para el bien, tanto más
fáciles a las siniestras impresiones de sus ancianos,
habían, por instigación de uno de estos, conspirado en
acabar con los padres. Tuvo aviso por un indio fiel don
Diego de Quiroz, capitán y alcalde mayor de la villa, y
partió luego —351→ con quince soldados. El jefe de
los rebelados salió a recibirlos a la frente de más de
doscientos indios, que se pusieron en fuga a la primera
descarga, dejando a su caudillo en manos de los
españoles. Los fugitivos llevaron el espanto y la
consternación a su pueblo, en que todos dejaron sus
casas y se acogieron a la nación de los ures. Estos no
bien seguros de las intenciones del español capitán,
salieron a recibirlo en número de cuatrocientos,
armados; pero hablándoles el padre por medio de un
intérprete, supieron aprovecharse con una prontitud
admirable de aquel momento oportuno. Mostraron mucho
gusto a las proposiciones del padre, y prometieron hacer
iglesias y vivir en quietud. Volviendo algunos días
después el misionero, tuvo el consuelo de hallarlos muy
confirmados en su primera resolución. Ellos de su
voluntad habían juntado los párvulos en número de más de
ciento cuarenta, que ofrecieron para el bautismo; y
siendo la nación de las más numerosas, se repartieron en
cuatro o cinco pueblos, cuyas situaciones demarcó el
padre Villafañe, haciendo todos los oficios de padre y
fundador de aquellas colonias, con que dilataba el
imperio de Jesucristo. En todas se fabricaron iglesias,
y se dio principio a su doctrina. Los guazaves, vueltos
de su temor, y asegurados del capitán y del mismo padre
que habían entrado a buscarlos, se restituyeron luego a
su país, y en las siguientes ocasiones ayudaron con más
fidelidad que algunos otros a los españoles en sus
expediciones militares. Restablecida por este lado la
serenidad, se levantó por otro la reciente tormenta. Los
de Ocoroiri, en defensa de una mujer de su país, habían
dado muerte a un cacique de los tehuecos, que con
violencia pretendía sacarla de su casa. Esta nación
numerosa y guerrera resolvió tomar una ruidosa venganza.
[Guerra de ocoroiris y tehuecos] Jamás se había
visto entre aquellas gentes expedición más bien
concertada. Convocaron a todos sus pueblos, y señalaron
el lugar donde habían de juntarse, y el día de la
marcha, con tanto silencio y precaución que no pudieron
los ocoroiris penetrar sus designios hasta que los
tuvieron sobre los brazos. Dividieron su ejército en dos
trozos, sostenidos unos y otros de algunos caballos que
habían ya comenzado a multiplicarse en el país.
Marcharon todo el día y la noche; pero por diligencias
que hicieron no pudieron llegar a Ocoroiri hasta la
punta del día. Flecharon a un indio que había madrugado
a su pesca, lisonjeándose que sorprenderían el resto de
los moradores sepultados aun en el sueño. El indio,
aunque mal herido corrió a dar noticia al padre Pedro
Méndez, que se hallaba en el pueblo. —352→ Los
tehuecos habían dispuesto su gente, de manera que la una
parte acometiese a la frente del pueblo, quedándose la
otra en emboscada por el lado contrario, a cubierto de
una arboleda, de donde no debía salir hasta estar los
ocoroiris empeñados en la acción, sin que tuviesen más
aviso que el incendio de sus casas, y el alarido de las
mujeres y los niños. Si la prudencia del cacique de
Ocoroiri no hubiera trastornado un proyecto tan bien
discurrido, aquel día hubiera sido perniciosísimo a la
cristiandad de Sinaloa, y habría acabado con una de las
más quietas y más fervorosas poblaciones. Él, o porque
hubiese tenido noticia de la situación del enemigo, o
por uno de aquellos rasgos de la providencia, poco
comunes en su nación, viendo a sus gentes correr en
tropel, donde los llamaba la algazara del enemigo, los
contuvo, diciendo que no dejasen el pueblo, sus mujeres
y sus hijos, expuestos a la invasión de los tehuecos,
que podían dividirse, y amparados del bosque acometer la
población. Efectivamente, mientras unos marcharon a los
enemigos, quedó otro cuerpo de reserva para defensa del
lugar. Los tehuecos que habían quedado en el monte
corrieron en furia a prender fuego a las casas; pero la
sorpresa de ver descubierta y prevenida su estratagema
les hizo perder el valor. A vista de sus prendas más
queridas, los ocoroiris, acometieron con un ímpetu a que
fue imposible resistir. Huyeron en desorden de una y
otra parte los tehuecos, dejando muchos muertos y muchos
prisioneros en manos de los bravos ocoroiris, que
prácticos en aquellos caminos les inquietaron mucho,
siguiendo el alcance hasta el medio día.
[Otros sucesos de Sinaloa]
Había venido poco antes noticia al alcalde mayor, que a
seis leguas de la villa se veían algunas sementeras que
por no estar vecinas a alguno de los pueblos, parecían
ser de los indios fugitivos, homicidas del venerable
padre Tapia. Aumentaba la sospecha que los pocos indios
que solían verse en ellas, se ocultaban luego y se
retiraban con diligencia a lo interior del monte. Envió
el capitán algunos españoles e indios amigos a reconocer
la gente. Los rebeldes, o por aviso que tuvieron, o
porque su poca seguridad los hacía estar siempre
prevenidos, se habían ocultado entre las sementeras.
Repentinamente cayó sobre los pocos españoles una nube
de flechas, de que quedaron dos heridos. El resto con
los indios aliados acometieron a los fugitivos, que con
poca pérdida se salvaron en los montes. De los españoles
heridos sanó el uno después de muchos años. El otro,
cristianamente preparado, murió a las dos horas, aunque
había muy poco penetrado en el muslo la —353→ flecha
emponzoñada. Fue cosa singular que cavando en la villa
la sepultura un criado, a quien el difunto amaba
tiernamente, cayó repentinamente muerto y bañado en
lágrimas en la sepultura que preparaba a su amo, donde
como uno de aquellos ejemplos de fidelidad que rara vez
se ven en el mundo, fueron juntamente enterrados. En
medio de estas revoluciones no dejaban de recoger muchas
mieses los fervorosos obreros. Habían pasado de cuatro
mil los bautismos entre párvulos y adultos. Los nuevos
cristianos se veían avanzar sensiblemente en el amor y
adhesión de las santas prácticas de nuestra ley. A un
niño de pocos años, después de haberse confesado,
preguntó el padre quién podía sanarle de aquellas
enfermedades del alma, a que respondió muy
afectuosamente: «Nadie, padre, en el mundo sino Dios,
y tú en virtud de su palabra». Un indio de la sierra
en que habían entrado los padres, hallándose acometido
de una grave enfermedad, y no teniendo algún padre con
quien confesarse, anteponiendo la salud espiritual a la
del cuerpo, caminó muchas leguas por confesarse,
creyendo que había de hallar en el Sacramento de la
penitencia la quietud de su conciencia y el remedio de
su enfermedad, como lo halló efectivamente, cooperando
el Señor a la firmeza de su fe. Sabíanse un poco
excedido en la bebida algunos neófitos, inducidos de un
perverso anciano: reprendió el padre la acción
agriamente en el púlpito, y luego los delincuentes,
hincándose de rodillas en presencia de todo el pueblo,
confesaron su culpa y se condenaron a tomar una
disciplina para satisfacer a la divina justicia. Faltaba
uno de los culpados, y advirtiéndolo un viejo deudo
suyo, le hizo que viniese al otro día a la iglesia e
imitase en la penitencia a los que había seguido en la
disolución. Tuvo un indio apasionado el atrevimiento de
entrar a casa de una india a horas que estaba sola.
Ella, revestida de indignación al proponerle su torpe
deseo, se le acercó disimulando el enojo, y quebrándole
la flecha que traía en la mano, le quitó el arco y le
dio con él muchos golpes, diciéndole... ¿Y qué no sabes
que soy cristiana, que nuestra santa ley prohíbe toda
impureza, que oigo la palabra del Señor y recibo su
santo cuerpo? Así recompensaba el Señor con espirituales
y sólidos frutos a sus ministros de lo mucho que cada
día tenían que sufrir en los continuos movimientos e
inquietudes de los bárbaros.
[Misión a Culiacán] En uno de
aquellos intervalos, en que la fuga de los indios les
dejó algún tanto desocupados, como no sabe acomodarse
bien con la inacción aquel fuego que consume a los
hombres apostólicos, el padre Hernando —354→
de Santarén con otro compañero, partió a Culiacán,
donde había dejado grande opinión desde la vez primera
que visitó aquella provincia. En los españoles y en los
indios se hizo un fruto copiosísimo con la publicación
del santo Jubileo. De ahí llamados de unos en otros
pueblos, pasaron a la provincia de Topía y real de San
Andrés. Los indios, por no perder la doctrina celestial
de que estaban hambrientos, seguían a los padres de unos
lugares a otros. En todos ellos salían a recibirlos con
cruces altas cantando a coros la doctrina. Treinta
poblaciones recorrieron, y hubo algunas en que pasaron
de ochocientas las comuniones. La disciplina y el uso
del santísimo Rosario, abrazaron con tanto fervor, que
aun después de cerrada la iglesia venían muchos a
disciplinarse o a rezar en el cementerio. El vicario de
Culiacán, algún tiempo después de acabada la misión,
escribe así: «Es de dar gracias a nuestro Señor, y
después a vuestras reverencias, que los indios e indias
de repartimiento que vienen por tanda de sus pueblos a
servir a los españoles, traen muy de ordinario los
rosarios en la mano, y que el indio con su carga a
cuestas, y la india con su cántaro al hombro, van y
vienen rezando con harto ejemplo, y aun confusión de sus
amos». El desinterés y el dulce trato de los misioneros,
robó de tal suerte los ánimos de los indios, que
enviaron a Sinaloa cuatro diputados con una carta muy
expresiva al padre Martín Pérez, superior de Sinaloa,
para que la Compañía se encargase de aquellos pueblos,
ofreciendo ellos pasar a México a negociarlo con el
señor virrey y con el padre provincial.
[Progresos de la misión de
Tepehuanes] Lo que la cercanía de los españoles no
permitió lograr a los tahues, conseguían con grande
utilidad suya los tepehuanes. El padre Francisco Ramírez
avanzó este año hasta el valle de Atotonilco. Hay en él
cinco pueblos que recibieron al padre con extrema
alegría. Celebrados allí en la semana santa los sagrados
misterios y reducidos a determinada población algunos
montaraces, de ahí volvió a la Sauceda, en que la hambre
había obligado a bajar de sus sierras un gran número de
bárbaros, que oyeren por la primera vez las palabras de
salud. Aquí tuvo noticia el fervoroso misionero de una
pequeña población no muy distante, en que hasta entonces
no había sido anunciado el reino de Jesucristo. Partió
luego para allá, y preguntando a los moradores por qué
no iban a la iglesia a oír, como los demás la palabra de
Dios, y a pedir el santo bautismo, respondiéronle que no
iban a la iglesia por no morirse: que los vivos no
podían estar seguros entre los muertos; que ellos
estaban en sus casas y los muertos en la suya; así
llamaban a la —355→ iglesia por haber visto que en
ella se daba sepultura a los cadáveres. El padre tomó de
aquí ocasión para desengañarlos de su error y hablarles
de la necesidad que tenemos todos de morir y de la
esperanza que alienta a los cristianos de la vida eterna
e inmortal para que Dios crio al hombre. Oyéronle con
suma atención, y el padre les envió luego una Cruz y un
catequista que les enseñase la doctrina. Colocáronla en
medio de sus pobres chozas, y al rededor de ella se
juntaban dos veces al día para disponerse al bautismo.
De aquí pasó a un monte cercano, en que como otras
tantas fieras vivían los indios en las cuevas y las
aberturas de las rocas entre quebradas impracticables.
El primer día, después de mucha fatiga y cansancio, vio
un indio en lo más alto de la roca. Subió luego con
inmenso trabajo y poco fruto, porque el bárbaro, armado
de arco y flecha en una mano, y con una sarta de pescado
en la otra, a la presencia de un hombre desconocido, sin
hablar palabra, le puso delante el pescado, y corrió con
admirable velocidad a ocultarse en la espesura. Quedó
sumamente desconsolado el varón de Dios; sin embargo,
perseveró ocho días buscando entre aquellas grutas y
picachos inaccesibles las preciosas almas. Bendijo el
Señor su constancia, porque con una docilidad cuasi sin
ejemplo, al fin de este tiempo bajaron siguiendo al
misionero cargados de sus hijuelos y sus pobres alhajas
a poblarse en el valle. Fabricaron chozas y una pequeña
capilla en que asistían a la doctrina. En uno de
aquellos días, en presencia de los salvajes y de algunos
españoles que habían venido a misa, llegó de un pueblo
distante seis leguas una india joven, vestida
decentemente al uso mexicano, y acompañada de muchos de
sus deudos a pedir el bautismo. Díjosele que no podía
recibirlo sin estar suficientemente instruida en la
creencia y obligaciones de nuestra religión. Bien sé
todo eso (respondió) y he procurado disponerme para este
favor, sin el cual he resuelto no volver a mi patria. El
padre, después de algunas preguntas, hallándola
perfectamente capaz, le confirió el bautismo con mucho
consuelo suyo y piadosa emulación de los catecúmenos, a
quienes dejó confusos la suficiencia y fervor de la
extranjera.
[Nuevos establecimientos] A
pocos días pasó el padre, como había prometido, al
pueblo de aquella nueva neófita en que había estado de
espacio el año antes. Sus antiguos hijos en Jesucristo
salieron a recibirle colmados de gozo, singularmente el
viejo de quien hemos hablado antecedentemente, que
besando al padre la mano le dijo con lágrimas: Muchos
años ha que trato —356→ con españoles sin que
hagan caso de mí: tú solo me estimaste, me socorriste
con el santo bautismo, y me diste la mismo nombre. Yo
practico lo que me has mandado y hago oración a Dios, y
le doy voces cuando me veo solo por esos campos,
pidiéndole de todo mi corazón que me perdone mis pecados
y salve mi alma. Se logró que se estableciesen en
Papatzquiaro algunos serranos que la hambre había
obligado a bajar de sus picachos, y se dio alguna forma
de gobierno político a esta población, que ha sido
después la principal de los tepehuanes. Más dificultad
costó la fundación de otro pueblo no muy distante. Había
en su vecindad algunos salvajes los más fieros y
desconfiados de toda la provincia, exhortábales el padre
a que dejaran los bosques y las rocas y poblasen en
sitio acomodado: después de muchos consejos, permanecían
en su dureza, y hubieran permanecido largo tiempo, si
una buena mujer, interrumpiendo al misionero, no les
hubiera persuadido con sus voces e incitado con su
ejemplo a la fundación de la nueva colonia, a que se dio
principio a los 16 de julio con el nombre de Santa
Catarina. Para el día próximo de Santiago Apóstol se
dispuso un solemne bautismo de muchos párvulos y
adultos, entre los cuales iba un cacique joven que había
seguido al padre desde Guanacevi, distinguiéndose entre
los demás catecúmenos, no tanto por su nobleza, por la
gentil disposición de cuerpo y por las bellas prendas de
su espíritu, como por un singular afecto al padre, y un
extraordinario fervor. El padre Ramírez formó de él un
catequista diligente, y un coadjutor fidelísimo de su
ministerio apostólico. Predicaba a los suyos con una
claridad y una vehemencia que el mismo padre admiraba, a
sus exhortaciones, sostenidas de una vida ejemplar y de
la autoridad que le daba entre ellos su nacimiento,
contribuyeron mucho a la cristiandad, que se vio
florecer muy presto en aquel pueblo. Sus padres,
gentiles, atraídos con sus consejos, y de la estimación
que se hacía de su hijo, determinaron alojarse en el
mismo pueblo en que después fueron ejemplares
cristianos.
[Raros sucesos a los chichimecas]
Aun con mayor felicidad Grecia la semilla del Evangelio
entre los chichimecas de San Luis de la Paz. El
excelentísimo conde de Monterey, formado de la utilidad
de esta misión, había mandado fabricar, a costa de la
real hacienda, la casa y templo de la Compañía en que
estaban de asiento dos padres y un hermano. Había
juntamente relevado a los indios que quisiesen
establecerse allí de todo tributo y servicio personal
fuera de la ropa, carne y maíz con que se había comprado
de ellos la paz la seguridad desde el tiempo de su
antecesor don Luis de Velasco. —357→ Con estos
piadosos arbitrios eran muchos los que cada día se
avecindaban en el lugar. El seminario de indizuelos que
allí tenía la Compañía, era juntamente un seminario de
virtud, y un atractivo para los padres, hermanos y
parientes de aquellos niños, que los veían salir de allí
mudados en otros hombres. Grande ejemplo fue, así del
propio aprovechamiento como del aprecio que hacían de la
educación que se daba a sus hijos, lo que aconteció por
este tiempo con un indio muy racional y principal
cacique del pueblo. Cayó por su desgracia en un exceso
de que él solía corregir a los suyos. Estos, o llevados
del mismo fervor, o de una perniciosa complacencia de
venganza, lo despidieron sin dejarlo entrar a su casa
cargándolo de injurias. Sufrió humildemente aquellos
ultrajes, que en otro tiempo hubiera lavado con sangre,
y corrió a buscar consuelo en los padres. No halló en
ellos mejor acogida: prevenidos de su arribo habían
mandado cerrar la puerta y decirle que no admitían en su
casa ebrios y escandalosos. Extremadamente afligido fue
al alcalde mayor para que los padres le recibiesen en su
gracia. En efecto, lo recibieron con una grave
reprensión; pero observan de el buen cacique que no le
trataban con aquella misma dulzura y confianza que
antes, y sabiendo que diez leguas de allí estaba un
alcalde de corte que había ido de México, partió a verlo
para que interpusiese su autoridad y los padres le
perdonasen enteramente, y no le hiciesen la injuria de
desconfiar de su arrepentimiento. Con la recomendación
de aquella persona, de quien trajo cartas, y unas
muestras tan seguras de la enmienda que prometía, volvió
muy consolado a su pueblo y a la antigua estimación de
los padres. Habíase huido en el tiempo que faltó de San
Luis un hijo suyo que estudiaba en nuestra casa, y el
cacique, extremamente afligido de esta desgracia. Todo
cuanto habéis hecho conmigo, padres, (les dijo) de no
permitir que entrase en esta casa y haberme excluido de
vuestra amistad, no ha sido para mí tan sensible como el
saber que por mi maldad hayáis despedido a mi hijo. ¿Qué
culpa tiene él de lo que yo hice? Si yo pequé me
hubierais reprendido a mí, y no despidierais de vuestra
casa a mi hijo, pues lo habéis criado en ella, y educado
tan cristianamente lejos de los malos ejemplos que ahora
lo conducirán a la perdición. Los padres le desengañaron
que no habían sido, ni jamás serían tan inhumanos que
castigasen en un hijo inocente el crimen de su padre.
Que el niño se había huido, y que después de muchas
diligencias no habían podido descubrirle: que siempre
que volviese sería recibido con el mismo agrado. —358→
Esta aventura, y otras muchas que pudieran referirse
de este género aunque de poca importancia entre personas
cultas y criadas a los pechos de la religión, pero en la
barbarie y austeridad de una de las naciones más feroces
y más sangrientas del mundo, da a los que tienen ojos
una idea bastantemente clara de la eficacia y suavidad
de la divina palabra que con tanta facilidad saca miel y
óleo suavísimo de las más duras rocas, y hace de las
piedras hijos de Abraham. La situación de San Luis de la
Paz era por otra parte ventajosa para excursiones
frecuentes a San Luis Potosí. A nuestra Señora del
Palmar, a las minas de Sichú, y algunos otros lugares en
que no las necesitaban menos los españoles que los
indios, y en que a unos y otros se ayudaba con igual
caridad.
[El señor arzobispo de Nueva
Granada pretende llevar a su diócesis algunos jesuitas]
Las misiones de la provincia de Nueva-España no eran
solo para fundar nuevas cristiandades entre naciones en
los confines de la América septentrional, aunque tan
vastos. Después de haber enviado operarios infatigables,
primero hacia el Poniente hasta las Islas Filipinas, en
que ya quedaba fundada una vice-provincia utilísima para
las regiones de la Asia, y de haberse extendido por el
Norte hasta trescientas leguas adelante de México, en
partes donde jamás se había oído el adorable nombre de
Jesucristo, se dispararon este año sus saetas de salud a
las dilatadísimas regiones de la América meridional, en
que con el sólido cimiento de la pobreza y de la
incomodidad y tribulación, dieron principio a una de las
más floridas y religiosas provincias de la Compañía en
aquellas regiones. Hallábase en México de inquisidor
mayor, y electo arzobispo de Granada, el ilustrísimo
señor don Bartolomé Lobo Guerrero, hombre de un
grande mérito y de un singular afecto a la Compañía. No
juzgó poder satisfacer mejor a las grandes obligaciones
de su nuevo carácter que llevando consigo algunos de
ella, que en la Europa y en México había visto
ejercitarse con tan conocida utilidad en servicio de las
almas. Y a la verdad las necesidades de su iglesia
pedían un socorro muy pronto. Aunque en la provincia no
sobraban sujetos, era grande la autoridad y afecto del
pretendiente, y mayor la importancia de la empresa para
que no se hubiese de condescender de parte del padre
provincial. Destinó, pues, el Padre Esteban Páez para
esta expedición al padre Alonso Medrano, que por
diez años continuos había ejercitado en esta provincia
el oficio de misionero, y acostumbrádose a la fatiga y
ministerios de la vida apostólica, y por compañero al
padre Francisco Figueroa, poco antes —359→
venido de la Europa, y que daba muchas esperanzas, según
la virtud y prendas que le asistían, de ser heredero del
doble espíritu del padre Medrano; partieron del puerto
de Veracruz el día de Santa Catarina, 31 de abril de
1598. No fue muy favorable a los navegantes el mar hasta
la Habana; pero pudo tenerse por muy feliz esta primera
navegación, respecto de los grandes trabajos con que
quiso Dios probar su paciencia en lo que les restaba.
Tuvieron que huir con bastante susto algún tiempo
seguidos de un pirata inglés que infestaba aquellos
mares. A la altura de Jamaica pareció haberse
desencadenado todos los vientos. El cielo por once días
antes había estado continuamente cubierto de negras
nubes que no dejaban observar el sol ni las estrellas,
como amenazando con una de las más espantosas borrascas.
Sobrevino en efecto con tal furia, que a pocas horas
habían ya perdido el palo del trinquete, y poco después
el mayor. Procuraron remediarse con los que llevaban de
respeto; pero no era este aun el mayor trabajo. El golpe
del árbol mayor y del trinquete había quebrantado mucho
el navío, y hacía por muchas partes tanta agua, que
muchos hombres condenados día y noche al continuo
ejercicio de la bomba, no podían agotarla. Fue necesario
echar a la agua mucha carga, y entre los primeros baúles
que se alijaron, hubieron de ser aquellos en que
llevaban los padres su poca ropa, sus papeles y sus
libros, para que aun después de pasada aquella
tribulación tuviesen que sentir los efectos de la santa
pobreza. [Sosiegan la tempestad con una reliquia de
San Ignacio] Ya no parecía quedar esperanza alguna
de remedio. El ilustrísimo había hecho confesión general
y lo mismo los padres, y muchos de los navegantes. Por
el espacio de cuarenta y ocho horas se habían mudado
sobre el bajel todos los vientos, y todos igualmente
furiosos. La confusión y el espanto de un próximo
inevitable naufragio, había hecho callar y volver dentro
de sí aun a las gentes más licenciosas. En medio de este
triste silencio y turbación saludable de los ánimos, el
padre Medrano después de haberlos exhortado con un
crucifijo en las manos a fervorosos actos de contrición,
les hizo poner toda su confianza en la intercesión de
nuestro bienaventurado padre Ignacio. Les refirió para
animarlos algunos casos de su admirable vida,
singularmente aquel en que volviendo de Palestina se
perdió el navío que no quiso recibirle a su bordo, y se
salvó aquel en que fue recibido el Santo peregrino.
Diciendo esto, ató a un cordel un pedazo de cilicio con
que el santo había afligido su carne y lo arrojó a las
olas, clamando el arzobispo y todos a una voz: Santo
—360→ padre Ignacio, ayúdanos.
Efectivamente, desde aquel mismo instante amainó la
furia del viento y dentro de muy poco volvió la
serenidad deseada. El ilustrísimo autenticó en toda
forma la maravilla, y remitió el proceso al padre
general Claudio Acuaviva, prometiendo celebrar al santo
anual fiesta en su iglesia, siempre que la Sede
Apostólica lo juzgase digno de los altares.
[Padecen nuevos trabajos y llegan
a Cartagena] Mas aun no era esta la última calamidad
que les faltaba que sufrir. Sosegada la furia del mar y
de los vientos, y vueltos en sí de aquella confusión, se
hallaron sin saber a donde dirigir el rumbo después de
trece días que los pilotos no habían podido observar,
con el barco maltratado y haciendo continuamente mucha
agua, las calmas grandes y continuas, y lo peor de todo,
tan faltos de agua, que el día del seráfico patriarca
San Francisco se hallaron cuarenta y cinco personas con
solas nueve botijas. No permitió el Señor quedase
burlada la esperanza que en su siervo Ignacio habían
puesto los navegantes. Al día siguiente sopló un viento
favorable, descubrieron tierra, y dentro de pocas horas
se hallaron, sin saberlo, dentro del puerto que buscaban
de Cartagena. El encuentro y la vista de otros más
infelices los consoló bien presto de todas sus pasadas
congojas. Hallaron en Cartagena dos padres portugueses
que navegaban a la India oriental, y a quienes una
violenta tempestad sobre el Cabo de Buena Esperanza
arrojó hasta el Brasil. Del Brasil a las Terceras, de
allí a Puerto Rico, luego a Santo Domingo, de donde
habían venido a Cartagena para volverse a Lisboa.
Consoláronse con la mutua relación de los trabajos que
con tanta resignación pasaban por Jesucristo, y
partiendo los unos para Europa, caminaron los otros a
Santa Fe en compañía del ilustrísimo. Dispuso la
Providencia para el éxito feliz de la propagación del
Evangelio, y establecimiento de la nueva provincia, que
gobernase por entonces el nuevo reino de Granada, en
calidad de comandante general y presidente de la real
audiencia, un hombre de la misma actividad, de la misma
religión y el mismo celo que el ilustrísimo arzobispo.
Era este el doctor don Francisco Sande, caballero
del hábito de Santiago, cuya probidad y literatura había
premiado el rey católico con los distinguidos empleos de
alcalde de corte y oidor de la real audiencia de México,
de gobernador, capitán general y presidente de la real
audiencia de Filipinas, y luego de Guatemala. En todas
partes había sabido hermanar el servicio de Dios con el
del César, y la severidad con la prudencia. El antiguo
afecto que tenía a nuestra religión —361→ creyó le
daba derecho para llevar a su casa a los dos padres.
Excusáronse estos con las obligaciones que debían al
ilustrísimo, a cuyas súplicas no habían sin embargo
cedido en esta parte, y con amorosas quejas y mucha
edificación de uno y otro, prefirieron, según la
costumbre santa de nuestros mayores, el hospital de la
ciudad a las comodidades de los palacios. Es verdad que
el amor ingenioso del arzobispo y del presidente supo
procurarles en el hospital toda la comodidad de que era
capaz aquel pobre hospicio, contribuyendo con todo lo
que necesitaban para el sustento y el vestido.
[Descripción de la Nueva Granada]
El descubrimiento de estas regiones se debe a Gonzalo
Jiménez de Quesada, que por mandato de don Pedro
Fernández de Lugo, adelantado de Canarias, entró en
Santa Marta por el río de la Magdalena el año de 1536, y
aunque hubo alguna competencia entre él, Sebastián de
Belalcázar y Nicolás Federmar, que habiendo partido el
uno de Quito y el otro de Venezuela, vinieron sin
noticia alguna a juntarse en las riberas del mismo río;
prevaleció sin embargo el derecho de Gonzalo Jiménez,
que en memoria de su patria impuso a estas regiones el
nombre de Nuevo Reino de Granada. Antiguamente no se
comprendían bajo este título sino los señoríos de
Tunja y Bogotá. Después que fue erigida en
chancillería se extiende su jurisdicción de Oeste a Este
del golfo de Darién hasta la embocadura del famoso
Orinoco, en que están los gobiernos de Cartagena, Santa
Marta, Venezuela, Caracas, y Dorado o Nueva Extremadura.
Tiene toda esta región de Este a Oeste como 400 leguas
de largo y 260 poco menos de Norte a Sur, y comprende
los obispados de Santa Fe, Popayán, Cartagena, Santa
Marta y Caracas. El temperamento es de una perpetua
primavera con poca variación, y declina un poco a frío,
la tierra extremadamente fértil tanto de semillas,
frutas y legumbres, como de oro y de esmeraldas. La
tierra es montuosa, y la divide por medio de una larga
cordillera desde Popayán hasta Pamplona,
en que partiéndose en dos brazos corre la una hacia la
gran laguna de Macaraibo, y la otra hacia Caracas.
Riegan la región muchos y caudalosos ríos, y cuasi todos
traen sus vertientes de la Sierra. Los que nacen de la
parte septentrional corren al mar del Norte, de que son
los más famosos, el Cauca, el de la Magdalena y el de la
Hacha. Los que nacen de la parte austral, que son
innumerables, enriquecen con sus aguas al Orinoco. Del
descubrimiento, curso, grandeza y propiedades de este
célebre río, uno de los más grandes del mundo, no
pretendemos —362→ hablar desde lugares tan
distantes, en que nada podríamos añadir a la
circunstanciada relación de un hábil escritor que ha
pasado cultivando aquellas naciones vecinas la mayor
parte de su vida.
Las principales ciudades, y que
propiamente pertenecen a la Nueva Granada son Santa
Fe de Bogotá, Tunja y Vélez, que por
los años de 1537 y 38 fundó el mismo descubridor Gonzalo
Jiménez. A la de Trinidad la fundó Luis Lanchero
el año de 1547 a 24 leguas de Bogotá. Pedro de Ursúa
por el mismo tiempo fundó a Tudela. La Palma tuvo
principio por los años de 1572. Tocaima el de 1595, y
cuasi por el mismo tiempo Pamplona, Mérida y Mariquita.
La relación que el padre Alonso Medrano presentó a su
Majestad y al general de la Compañía en orden a la
fundación del colegio de Santa Fe es muy autorizada y
muy digna de la curiosidad de nuestros lectores para que
podamos omitirla. Es (dice) el nuevo reino de Granada
una de las tierras más fértiles y ricas de todo aquel
nuevo mundo. Su temple es maravilloso, que siendo una
perpetua primavera declina un poco a frío, de modo que
con moderado abrigo no se hace mudanza de vestido en
todo el año. Tiene el cielo alegre, la tierra es sana, y
produce en grande abundancia trigo, cebada, maíz y todo
género de granos de Indias y Castilla, mucha diversidad
y abundancia de frutas, y todo género de legumbres. Hay
muchos ingenios de azúcar, y muchas aves y toda especie
de caza. Es casi innumerable el ganado mayor y menor de
que se proveen las costas de Cartagena, Santa Marta y
Venezuela, y las embarcaciones que llegan a esos
puertos, a donde es muy fácil la conducción por el río
de la Magdalena, que está muy cercano a Santa Fe, y por
otro vecino a la ciudad de Mérida que desagua en la
laguna de Maracaibo. Fuera de esto es la tierra más rica
de oro que se sabe haya hoy en el día en lo descubierto,
porque en solos cuatro asientos de minas principales que
tiene, llamados Zaragoza, los Remedios, el
Río de Oro de Pamplona, y los Llanos, se
saca cada año lo más del oro que va en las armadas
reales a Europa, que de solo el reino es más de medio
millón. En el pueblo llamado la Trinidad de los Mussos
están las famosas minas de esmeraldas, que son las más
abundantes y las mejores que se sabe haya descubiertas
ab initio mundi, pues siendo ellas finísimas, no han
disminuido por ser muchas el precio de este género de
piedras tan preciosas, y se llevan en grande cantidad
por todas las Indias y a la Europa cada año. Finalmente
el temple de todo el reino es tal, que se vive de
ordinario con mucha salud. —363→ Apenas se conoce
enfermedad, y los más mueren de vejez, como se
experimenta cada día. Tiene grande abundancia de ríos
caudalosos, y fuentes de bellísimas aguas, por ser todas
de minerales de oro. También cría muchas y grandes
mulas, y mucha y muy fina pita, que es un género de hilo
muy estimado en las Indias y en Europa.
Aunque en todo el reino se comprenden
muchas naciones, tres son las principales que están
recogidas y puede cultivar la Compañía desde uno o dos
colegios. La primera y principal es la provincia de los
indios Moscas que comprende a Tunja (que en otro
tiempo se llamó Granada) y Bogotá con sus grandes
distritos hasta Pamplona, que son poco menos de cien
leguas. Su lengua es la general de todo el reino, por
haber sido de esta nación los antiguos reyes y haber
estado en ellos el sumo sacerdocio. Es gente de buena
capacidad, valientes en la guerra, y ricos, porque
guardan para mañana fuera del común de los indios. La
segunda nación es la de los Panches, que se
extiende por Tocaima, Bague, Mariquita
y la Villeta al Noroeste de Bogotá. Su lengua es
hermosa y muy fácil de aprenderse. La tercera es la de
los indios Colimas, que corre por la Palma,
Tudela y la Trinidad hasta Vélez, como 50 leguas al
Norte de Santa Fe. Son los Moscas más de cuarenta
mil tributarios. Los Colimas veinte mil, y de
doce mil los Panches, fuera de las demás naciones
extendidas por otras ciudades, que por todos tendrán de
tributarios otros cuarenta mil. Las tres naciones están
en distrito de poco más de cien leguas de pueblos
comarcanos unos con otros, como en España y Francia. De
suerte, que siendo el número dicho de solo tributarios,
que son los indios casados y cabezas de familia, se
puede hacer juicio de doscientas mil almas en el reino
de Granada, y que sin extenderse la Compañía a misiones
apartadas (de que habría muchas como en el Perú) tendrá
que doctrinar alrededor de sus colegios el dicho número
de indios, fuera de un grande número de españoles; y
para que mejor se vea, se dirá algo en particular de
cada uno de los lugares principales.
Santa Fe de Bogotá es la más grande y
principal ciudad del reino, y residencia del señor
arzobispo y del gobernador y presidente de la real
audiencia. El arzobispo tiene por sufragáneos los
obispos de Popayán, Cartagena y Santa
Marta a que se añadió después el de Caracas. La
ciudad está situada a los 3 grados 78 minutos de latitud
septentrional, y a los 307 y 30 minutos de longitud a la
ribera del río Pati. Su audiencia es la tercera de las
Indias después de México y Lima. —364→ Cuando
entraron en ella los primeros jesuitas, habría como tres
mil vecinos españoles y veinte mil indios, tres
conventos, de Santo Domingo, San Francisco y San
Agustín, y uno de monjas con el título de la Concepción,
un hospital y cuatro parroquias con la catedral. Está la
ciudad cercada de muy bellas huertas, muchos pueblos de
indios que la abastecen de todo lo necesario, aguas muy
saludables y copiosa pesca, por la vecindad del río de
la Magdalena. Son los edificios de Santa Fe de piedra y
cal, por la mayor parte altos y hermosos, y de muy buena
habitación. De los pueblos vecinos concurren en gran
frecuencia cada tercero día con sus mercadurías a una
feria a la plaza mayor de la ciudad. Hay fuera de estos
indios otros dos mil que vienen cada semana a alquilarse
al servicio de los españoles. Unos y otros carecen de
quien les explique en su lengua los misterios de nuestra
santa fe, y así viven como bárbaros. Tunja es una
ciudad poco más de 20 leguas cuasi al Este de Santa Fe,
de no menor nobleza que ella. Tiene como trescientos
vecinos españoles, y veinte mil de indios. Las tierras
en contorno son muy fértiles y abundantes de todo género
de ganado. Los españoles son allí los más ricos del
reino. La iglesia parroquial es muy bello edificio. Hay
religiosos de Santo Domingo, San Francisco y San
Agustín, templos muy bien edificados, y monasterios de
la Concepción y Santa Clara. Tiene muchos pueblos
cercanos y obrajes en que se labran lanas y paños de
todos géneros. Pamplona es una ciudad como a 80 leguas
al Noroeste de Santa Fe, de mil vecinos españoles y
muchos más indios. Está cercada de muchas minas de oro,
y es muy celebrada la cría de mulas que de aquí se
llevan al Perú y a otras partes. Tiene las mismas
religiones y un monasterio de Santa Clara. Mérida
es una ciudad de seiscientos vecinos españoles, cerca de
50 leguas de Pamplona al Noroeste, situada en los
confines de Nueva Granada y Venezuela, a la ribera de un
río que desagua en el gran lago de Maracaibo. La
Trinidad de los Mussos es ciudad de españoles y muchos
indios. Está en ella la más famosa mina de esmeraldas,
que siendo las mejores se dan como piedras comunes y se
sacan para toda la tierra. Los españoles en su primer a
entrada se repartieron entre sí siete mil, y entre ellas
muchas de gran valor. Tiene iglesia parroquial y
convento de San Francisco. La ciudad de la Palma es tan
grande como la Trinidad. Hay en ella gran labor de
lienzo que abastece toda la tierra. Tiene muchos
ingenios de azúcar de que se provee todo el reino, y las
armadas de Cartagena —365→ llevan en grande
abundancia. Vélez es ciudad de españoles del mismo
tamaño y calidad de la Palma. Ibague es lo mismo,
y solo se aventaja en crías de ganado mayor.
Mariquita, es lugar de españoles, de quinientos
vecinos y muchos indios. En ella son las minas más
famosas de plata que hay en todo el reino. Tocaima
es ciudad de españoles igual a Mariquita. Es famosa por
lo delicado de sus frutas, y de buenos edificios, aunque
suelen serle muy perniciosas las inundaciones del río,
por lo cual está menos habitada que antiguamente.
Caseres, la Gruta y la Victoria son
pequeños lugares de muchas minas de oro, no muy ricas ni
pobladas por falta de indios que las cultiven. Los
Remedios, por otro nombre las Quebradas, es
un asiento de minas de oro que se saca continuamente por
el beneficio de mil y quinientos negros esclavos.
Zaragoza es ciudad de mil vecinos españoles muy
ricos, por las minas de oro más abundantes de todo el
reino. Hállase aquí el metal no en vetas, sino en unas
como bolsas o socavones de la tierra en que trabajan
tres mil negros esclavos. La tierra es mal sana.
Sogamoso es un insigne pueblo de diez mil indios,
grandes idólatras, por haber estado aquí el más famoso
adoratorio de su infidelidad, gente inculta, dada a
hechicerías y enteramente ignorante de nuestra santa
ley, aunque ha setenta años que se bautizaron. En la
vega de Santa Fe, hay diez o doce pueblos de indios de
tres mil almas cada uno, y treinta semejantes en la
comarca de Tunja.
[Casas raras de aquel país]
Volviendo a lo interior del nuevo reino, (prosigue el
mismo padre) es constante tradición entre los indios que
habrá mil y quinientos años, los cuales cuentan como
nosotros por el sol, que vino a esta su tierra del
Oriente, un hombre venerable de color blanco, vestido
talar, y cabello rubio hasta los hombros, que les
predicó la verdadera ley y les enseñó a bautizar los
niños, de que conservan hasta hoy la ceremonia de bañar
los recién nacidos en el río. Dicen que caminaba en un
camello, de que dan las señas puntuales, siendo así que
nunca los hubo en esta tierra. Este hombre fue tenido de
ellos en grande veneración, y refieren que cuando iba a
predicar de unos pueblos a otros se le abrían las rocas
y le formaban caminos llanos. Esta especie de calzadas,
como las vías romanas, duran hasta hoy, y les llaman las
carretas, y de ellas he visto dos. La una
en un pueblo llamado Bojaca, de tres leguas de largo,
muy ancha y pareja, y lo más de ella va por la ladera de
una grande y áspera sierra. Verdaderamente si no —366→
fue hecha con milagro, es de las obras más grandes que
se pueden ver de la antigüedad. La otra es en un pueblo
de Bogotá a cuatro leguas de la capital de Santa Fe, y
de donde ella tomó el nombre. Tendrá legua y media de
largo, y de ancho poco más de un tiro de piedra, tan
pareja y derecha como si se hubiera hecho a cordel.
Otras muchas hay en varias partes, a que los indios
tienen tanta veneración, que aunque los españoles
caminen por ellas, ellos se apartan a un lado, como lo
he observado muchas veces. Las mayores están en la
provincia de Sagamoso, donde es tradición que
murió aquel hombre admirable, y que allí está su cuerpo
y el del camello enterrados. Si esto no es fábula, se
puede creer que los discípulos de los apóstoles hubiesen
algunos pasado a estas regiones, como se refiere de los
indios del Cuzco en el Perú, que tienen semejante
tradición. Después dicen haberse aparecido entre ellos
una mujer anciana que les predicó dogmas contrarios a
los de aquel hombre santo, aunque ni de unos ni de otros
dan razón. Dejó esta mujer cuatro hijos, llamados
Cuza, Chibchacum, Bochica y
Chiminiguagua. A estos como a su madre, que llamaron
la diosa Bagué, erigieron templos y estatuas como
a dioses, ofreciéndoles oro, esmeraldas, plumería,
frutas, y todo cuanto lleva la tierra. De aquí pasaron
como los romanos a dar estos mismos honores a los que
morían de sus caciques. A sus sacerdotes los creen
descendientes del sol. A esta dignidad se preparan con
grande ayunos y terribles penitencias. No son casados, y
en habiendo llegado a mujer quedan contaminados e
inmundos para no poder ejercer el ministerio de su
sacerdocio. Este, como el principado secular, no pasa
entre ellos de padres a hijos, sino de tíos a sobrinos.
Tienen dioses abogados de todo, enfermedades, partos,
frutas, guerra, sementeras. Los ídolos son de palo,
piedra, algodón, pluma, y muchísimos de oro, de cuya
destrucción ha habido más celosos que de los demás.
A todos los ídolos llaman Tunjos, del nombre de
un famoso cacique que lo dio también a la ciudad.
Algunos traen al pecho una lámina de oro con los nombres
de muchos de sus dioses, y a estas nóminas o listas
llaman Chagualas.
Todo esto es del padre Alonso
Medrano. Sin embargo de lo mucho que habían poblado los
españoles, permanecían siempre los indios después de
setenta y un años de conquistados, en sus mismas
supersticiones. La causa es fácil de descubrir en una
tierra de tanto oro que deslumbraba, digámoslo así, los
ojos de los descubridores para no dejarles —367→
atender a otra cosa. Las guerras con los panches y otras
naciones en los primeros diez años, no dieron lugar a
solidarse los indios bautizados en la doctrina del
Evangelio. La primera audiencia vino a Santa Fe por los
años de 1547. Las religiones que sobrevinieron a la
conquista, y que en tantas otras partes de la América
habían predicado con tanto fruto, no podían, a pesar de
su celo, conseguir alguno en unos indios que por ser los
más ricos, eran también contra repetidas órdenes de su
Majestad, los más oprimidos. Allégase haber por mucho
tiempo carecido el reino de propio pastor, sujeto al
obispo de Santa Marta, más de ciento y cuarenta leguas
distinto. La catedral no se erigió hasta el año de 1564.
El primer arzobispo fue don fray Juan de Barrios y
Toledo. Este celosísimo pastor, informado de tan
graves daños, juntó para proveer a su remedio un
concilio provincial de sus obispos sufragáneos de Santa
Marta, Cartagena y Popayán. Una pequeña diferencia entre
estos no dejó asistir a uno de ellos, y se disiparon sin
efecto las buenas intenciones de aquel prelado, que
murió poco después. Su sucesor, el ilustrísimo señor don
fray Luis de Zapata, de común consejo del presidente,
audiencia real, y todas las personas autorizadas del
reino, determinó hacer una visita general de toda su
diócesis. A pocos pasos descubrió la mucha idolatría que
dominaba aun a los indios. Cuatrocientos de sus
sacerdotes y maestros fueron castigados en auto público.
El mucho oro de los ídolos y de los templos impidió el
éxito de la empresa. Los ministros y demás familia que
acompañaban al ilustrísimo no tenían un celo tan puro
como el suyo. Sin saberlo el piadoso arzobispo tornaban
para sí mucho de aquel oro, entrándose por las casas y
ermitas de los indios a quitar los ídolos y cuanto a
ellos se ofrecía de algún valor; este desorden hacía
persuadir a los naturales que la guerra se hacía más
contra sus riquezas, que contra la religión de sus
mayores. Por otra parte, los ministros reales que veían
defraudarse de una gran parte de aquel tesoro procuraron
impedir que se prosiguiese la visita, e informaron de
ello al consejo. Murió algún tiempo después el
arzobispo, penetrado del más vivo dolor, y estuvo
vacante la sede diez años, en que echó profundísimas
raíces el mal. En este intermedio había venido por
presidente de aquella real audiencia el doctor don
Antonio González, y noticioso de la triste situación de
aquellas provincias, pidió a los superiores algunos
religiosos de la Compañía. Concediéronsele los padres
Francisco de Victoria y Francisco Linero con
el hermano Juan Martínez que estaban para navegar
a la provincia del Perú. El tiempo que estuvieron
—368→ en Santa Fe hizo el presidente las más vivas
diligencias por que fundase allí la Compañía. Los
ciudadanos que siempre han mostrado un extraordinario
afecto a nuestra religión, les dieron proporcionada
habitación y una capilla para el ejercicio de sus
ministerios. El padre Antonio Martínez había bajado del
Perú para gobernar aquel pequeño colegio. Con tan bellos
principios de fundación no sabemos por qué causa, vuelto
a España don Antonio González, los padres desampararon
la tierra y pasaron al Perú conforme a su primer
destino.
[Ocupaciones de los padres en
Santa Fe] Tal era el estado del nuevo reino de
Granada cuando llegaron a él los dos misioneros de la
provincia de México. Sostenidos con toda la autoridad
del arzobispo y presidente, comenzaron a ejercitar sus
ministerios con una aplicación y un fervor que causaba
espanto a cuantos veían a dos hombres solos haciendo
guerra a todos los vicios y desórdenes de una populosa
ciudad. Recogidos en la pobre habitación del hospital,
no se les veía jamás en la calle sino para cosas de la
gloria de Dios. Su distribución, según escribe el padre
Medrano, era esta. Por la mañana, después de haber
celebrado el santo sacrificio, visitaban los enfermos
del hospital: si había algunos que quisiesen confesarse,
servíanlos y consolábanlos, poniendo por cimiento del
día este ejercicio de humildad. Luego se sentaban a oír
confesiones hasta las ocho o nueve de la mañana. De aquí
partían sus ocupaciones. El padre Medrano hacía una
lección de teología moral a los clérigos y ministros de
indios que por orden del ilustrísimo se juntaban a este
efecto cada día. El padre Figueroa leía gramática a los
pajes del señor arzobispo y algunos otros españolitos de
lo más lucido de la ciudad. El rato que quedaba de la
mañana lo empleaban en sus domésticas distribuciones, si
les daba lugar el tropel de consultas de parte del señor
arzobispo, presidente y oidores, u otras semejantes
personas. Algunos ratos empleaban en aprender uno la
lengua Moxca, otro la Pancha. A la tarde salían por las
calles acompañados de los niños y los indios, cantando
por las calles la doctrina cristiana hasta la plaza, en
que uno explicaba algún punto del catecismo, y otro
hacía una exhortación moral. Por lo común no volvían a
casa sino acompañados de algunos penitentes, con cuyas
lágrimas y sincera conversión, bendecía el Señor sus
trabajos y los animaba para proseguir con nuevo fervor
al día siguiente. Antes de recogerse volvían a visitar
los enfermos del hospital, y las más noches interrumpían
el tenue descanso levantándose a confesiones para que
eran buscados de toda la ciudad. Los domingos y los días
de fiesta —369→ añadían por la mañana otro sermón en
la iglesia del hospital.
[Muerte del padre Diego de
Villegas] Lo interior de la provincia no ofrece este
año cosa particular, ni debemos cansar la atención de
nuestros lectores con la repetición de unos mismos
ministerios, siempre útiles, siempre gloriosísimos; pero
que suponemos bastantemente conocidos. El colegio de
Guadalajara perdió esto año al padre rector Diego de
Villegas, en quien la virtud había obscurecido la
nobleza de sus cunas. Hombre verdaderamente religioso e
irreprensible en sus palabras, que jamás fueron sino muy
necesarias y muy útiles, tiernamente devoto de la Virgen
Santísima, abrazó al padre que lo dio la noticia de su
cercana muerte. En pocos meses que estuvo en aquella
ciudad mereció la veneración de todo género de personas
que se mostró bien en su muerte. El convento de monjas y
los superiores de las religiones, no contentos con otras
públicas demostraciones, le hicieron honras en sus
iglesias. El cabildo eclesiástico hizo el oficio
sepulcral, y los distinguidos republicanos pretendían
algunas de sus pobres alhajas como prendas de un hombre
que juzgaban gozaba ya del Señor.
[Don fray Domingo de Ulloa obispo
de Michoacán] En Michoacán había ocupado la silla
episcopal el ilustrísimo señor don fray Domingo de
Ulloa, del orden de predicadores. Este prelado
parecía traer vinculado en su misma sangre y apellido el
amor y afición a la Compañía y el motivo de nuestra
confianza y agradecimiento, siendo hermano de la ilustre
señora Doña Magdalena de Ulloa, fundadora de los tres
insignes colegios de Oviedo, Santander y Villa García,
en la provincia de Castilla. Parece que presintieron
algunos émulos el favor que pretendía hacer a la
Compañía el ilustrísimo, y se armaron desde muy temprano
de mil imposturas para prevenirlo. Todas las disipó la
presencia del padre rector, que salió más de una jornada
a recibir al señor obispo. Las personas más autorizadas
del cabildo habían querido servirse de la habilidad de
nuestros estudiantes y dirección de nuestros maestros
para algunas funciones castellanas y latinas con que
felicitar a su pastor. Halló modo de embarazarlo la
envidia; pero no pudo impedir sin embargo que por tres
días continuos, con certámenes poéticos, con panegíricos
en prosa y en verso, y otras amenísimas invenciones
fuese celebrado en nuestro colegio. Esta quiso su
señoría ilustrísima que fuese su primera visita, y no
contento con una demostración de tanto honor, sabiendo
por algunos de los capitulares el poco tiempo en que se
habían prevenido aquellos festejos, y lo que no les
habían permitido hacer para mostrar el gozo que sentían
de su llegada, concibió tan alta —370→ estimación de
nuestros estudios, que desde luego destinó a uno de los
padres por examinador sinodal de órdenes y beneficios.
Servíase de ellos en todos los negocios de importancia,
y para dar un gaje más seguro de su tierno amor a la
Compañía, dio tres mil pesos para que en la iglesia que
entonces comenzaba a fabricarse, se labrase a su costa
una capilla, en que después de la muerte descansase su
cuerpo. ¡Cómo en esas veces ha contribuido la envidia a
hacer brillar más el mérito de aquellos que persigue!
[Licencia para la fábrica de un
fuerte en Sinaloa] El excelentísimo señor conde de
Monterey había por este mismo tiempo condescendido a las
instancias de don Alonso Díaz, capitán de Sinaloa,
concediéndole veinticinco soldados que estuviesen de
asiento en la villa de San Felipe y Santiago. Partieron
escoltados de esta pequeña tropa a la misma provincia un
padre y un hermano. El arribo de los soldados y los
padres, causó grande regocijo a los españoles a los
indios amigos. Solo Nacabeba cada día más
atrevido con el favor de los tehuecos se oponía con
nuevos insultos a cuantos medios se tomaban para
asegurar la tranquilidad. A pocos días de llegados los
nuevos presidiarios, tuvieron los tehuecos el
atrevimiento de poner fuego a las iglesias de Matapan
y Bavoria. El día mismo de la pascua amanecieron
en las cercanías de la villa flechados cinco caballos.
Estos pequeños sustos los contrapesaba el Señor con
grandes consuelos en la quietud, la devoción y la piedad
de los pueblos pacíficos. En la semana santa se celebró
la memoria de nuestra redención con todo aquel aparato
de músicas, procesiones, penitencias públicas,
confesiones y comuniones, que pudieran verse en ciudades
de muy antiguos cristianos. Solo el padre Juan Bautista
de Velasco, en carta al padre provincial, dice haber
confesado esta cuaresma más de quinientos indios. Se
pretendió, en atención a los buenos efectos de este
presidio, se pusiese otro semejante en el río de
Zuaque. Dio buenas esperanzas de hacerlo el conde de
Monterey, aunque no llegó a ejecutarlo sino su sucesor,
como tendremos lugar de verlo en otra parte.
[Nuevas conquistas en Topía y la
Laguna] En la Sierra de Topía el padre Hernando de
Santarén, y el padre Juan Agustín en la Laguna, ganaban
a Dios muchas almas: el primero trabajaba con algunos
gentiles y muchos malos cristianos. El segundo,
trabajaba con mucho más provecho entre los paganos.
Bautizó esto año más de cien adultos, y muchos más
párvulos, y casó treinta pares, fuera de muchos otros
que redujo a vivir con sus mujeres, las cuales tomaban y
dejaban con la misma facilidad. El principal fruto de
fruto de este —371→ año fue la población de Santa
María de las Parras, a poca distancia de la Laguna de
San Pedro. Este proyecto formado e intentado desde la
primera entrada de los misioneros, no había, por la
barbarie e incapacidad de los indios tenido efecto
alguno. La constancia y la dulzura del padre Juan
Agustín, venció al fin la obstinación de los naturales y
el amor a aquellos bosques en que habían nacido, como
consta de un antiguo instrumento otorgado ante Martín
Zapata, por mandado del capitán Diego de Robles, en 18
de febrero de 1593. A principios de este año, quince
caciques los más cristianos, con todas las gentes don su
dependencia, se habían pasado a la nueva colonia y
formado un pueblo de cerca de dos mil moradores. Habían
fabricado una pequeña iglesia y casa para el padre, de
que él había hecho un hospital en que personalmente
asistía y curaba a los enfermos. Esta caritativa
providencia le obliga a tomar la superstición temida de
algunos de los indios, y singularmente de la nación de
los payos. Estos, no atreviéndose a ver morir alguno por
temor de que luego había de venir sobre ellos la muerte,
no aguardaban la última hora para enterrarlos, y pocos
días antes supo que una india muy anciana, creyendo que
no había de sobrevenirle más enfermedad que les sirviese
de aviso, la enterraron buena y sana para librarse
del continuo susto en que los tenía de hallarla muerta.
No podemos concluir mejor la narración de los
apostólicos trabajos del padre Juan Agustín, que con un
breve rasgo de una de sus cartas. «Fuera (dice) del
continuo ejercicio de la doctrina y catecismo le tengo
de bautizar, confesar, casar y pacificar no solo a los
indios, sino a extranjeros y españoles, y lo hago con
mucho gusto y confusión mía de ver cuan a manos llenas
me da el Señor en que servirle, y cuan mal y poco me
dispongo a ser instrumento digno de su divina Majestad
para salvar las almas. Guerra me hace el demonio, y
algunas veces muy cruda. Pocos días ha me vi tan lleno
de tristeza y sequedad, que
taedebat animan meam vitae meae.
¡O qué paciencia y confianza en Dios es menester para
estos ministerios! En esta tierra, ¡qué no hay de
ocasiones! ¡qué soledad! ¡qué caminos! ¡qué desamparos!
¡qué hombres! ¡qué aguas amargas y de mal olor! ¡qué
serenos y noches al aire! ¡qué soles, qué mosquitos, qué
espinas, qué gentes, qué contradicciones! Pero si todo
fueran flores, mi padre, ¿qué nos quedaría para gozar en
el cielo? Hágase en mí la voluntad del Señor. En ella
quiero andar y no en la mía perversa, en sus manos que
por nos puso en la cruz, y no en las mías pecadoras.
Quedo animado como vuestra reverencia me manda hasta que
venga —372→ el ángel de luz que ha de venir por mi
compañero. Padecerá mucho y ganará a Dios muchas almas,
y consolarme y animarme ha. Yo le amaré, le serviré y
obedeceré, pues que con otras almas ayudará también la
mía a caminar al cielo. Por la misericordia de Dios cada
día espero la muerte, y para recibirla pido a mi Dios el
espíritu contribulado, el corazón contrito y humillado,
que con esto el sacrificio de mi alma le será acepto, y
suplirá el sacramento si faltare quien me le administre,
pues cuatro meses ha que no veo un sacerdote con quien
poderme confesar». Hasta aquí este fervorosísimo
misionero pintando tan vivamente en su persona lo que
tendríamos por inútil repetir en cada uno de los que
todo lo sacrificaban al servicio del Señor y ayuda de
las almas. |