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Literatura II - Francisco Javier Alegre

INSTITUTO CARLOS GRACIDA

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Historia de la Compañía de Jesús en Nueva-España

Éste libro consta de 3 tomos, pero por el momento, solo está disponible el primer tomo completo:

Libro primero

Breve noticia del descubrimiento y conquista de la Florida. Pide el rey católico misioneros de la Compañía. Señálase, e impídese el viaje. Embárcanse en 1566, y arriban a una costa incógnita. Muere, el padre Pedro Martínez a manos de los bárbaros. Su elogio. Vuelven los demás a la Habana. Breve descripción de este puerto. Enferman, y determinan volver a la Florida. Llegan en 1567. Descripción del país. Ejercicio de los misioneros. Nuevo socorro de padres. Llegan a la Florida en 1568. Parte el padre Segura con sus compañeros a la Habana. Sus ministerios en esta ciudad. Determina volver a la Florida. Vuelve en ocasión de una peste, y muere el hermano Domingo Agustín, año de 1569. Poco fruto de la misión, y arribo de nuestros compañeros. Historia del cacique don Luis. Parte el padre vice-provincial para Ajacan con otros siete padres. Generosa acción de don Luis. Su mudanza y obstinación. Ocupación de los misioneros, y razonamiento del padre Segura. Engaños de don Luis, y muerte de los ocho misioneros. Elogio del padre Segura. Del padre Quiroz y los restantes. Dejan con vida al niño Alonso. Caso espantoso. Excursión a Cuba, y su motivo. Noticia y venganza de las muertes.   —2→   Éxito de don Luis. Descripción de la Nueva-España, y particular de México. Breve relación de la Colegiata de Guadalupe. Primeras noticias de la Compañía en la América. Don Vasco de Quiroga pretende traer a los jesuitas. Escribe la ciudad al rey, y este a San Borja. Señálanse los primeros fundadores, y vela en su conservación la Providencia. Consecuencias de la detención en Sevilla. Embárcanse día de San Antonio en 1572. Arribo a Canarias y a Ocoa. Acogida que se les hizo en Veracruz la antigua. Su viaje a la Puebla. Pretende esta ciudad detenerlos y pasan a México al hospital. Triste situación de la juventud mexicana. Preséntanse al virrey. Resístense a salir del hospital, y enferman todos. Elogio del padre Bazán y sus honrosas exequias. Primeros ministerios en México, y donación de un sitio. Sentimiento del virrey y composición de un pequeño pleito. Sobre Cannas. Religiosa caridad de los padres predicadores. Generosidad de los indios de Tacuba. Resolución de desamparar la Habana. Representación al rey. Limosnas y ocupaciones en México. Dedicación del primer templo. Ofrece la ciudad mejor sitio. Carácter del señor Villaseca. Pretende entrar en la Compañía don Francisco Rodríguez Santos, y ofrece caudal y sitio. Primeros novicios, y primeros fondos del colegio máximo. Fundación del Seminario de San Pedro y San Pablo. Muerte de San Francisco de Borja. Va a ordenarse a Páztcuaro el hermano Juan Curiel. Su ejercicio en aquella ciudad. Orden del rey para que no salgan de la Habana los jesuitas. Pretende misioneros el señor obispo de Guadalajara. Sus ministerios. Pasan a Zacatecas que pretende colegio. Parte a Zacatecas el padre provincial, y vuelve a México. Nueva recluta de misioneros. Estudios menores, y fundación de nuevo seminario. Fundación del colegio de Páztcuaro. Descripción de aquella provincia. Pretensión de colegio en Oaxaca. Contradicción y su feliz éxito. Breve noticia de la ciudad y el obispado. Historia de la Santa Cruz de Aguatulco. Fábrica del colegio máximo. Misión a Zacatecas. Peste en México. En Michoacán. Muerte del padre Juan Curiel. Muerte del padre Diego López. Donación del señor Villaseca, y principio de los estudios mayores.

 

[Breve noticia del descubrimiento y conquista de la Florida] Por los años de 1512, Juan Ponce de León, saliendo de San Germán de Portorrico, se dice haber sido el primero de los españoles que descubrió la península de la Florida. Dije de los españoles, porque ya antes desde el año de 1496, reinando en Inglaterra Enrique VII se había tenido   —3→   alguna, aunque imperfecta, noticia de estos países. Juan Ponce echó ancla en la bahía que hasta hoy conserva su nombre a 25 de abril, justamente uno de los días de pascua de resurrección, que llamamos vulgarmente pascua florida. O fuese atención piadosa a la circunstancia de un día tan grande, o alusión a la estación misma de la primavera, la porción más bella, y más frondosa del año a la fertilidad de los campos, que nada debían a la industria de sus moradores, o lo que parece más natural al estado mismo de sus esperanzas, él le impuso el nombre de Florida. Esto tenemos por más verosímil que la opinión de los que juzgan haberle sido este nombre irónicamente impuesto por la suma esterilidad. Todas las historias y relaciones modernas publican lo contrario, y si no es la esterilidad de minas, que aun el día de hoy no está suficientemente probada, no hallamos otra que en el espíritu de los primeros descubridores pueda haber dado lugar a la pretendida antífrasis.

Como el amor de las conquistas y el deseo de los descubrimientos era, digámoslo así, el carácter de aquel siglo, muchos tentaron sucesivamente la conquista de unas tierras que pudieran hacer su nombre tan recomendable a la posteridad, como el de Colon o Magallanes. En efecto, Lucas Vázquez de Ayllón, oidor de Santo Domingo por los años de 1520, y Pánfilo de Narváez, émulo desgraciado de la fortuna de Cortés por los de 1528, emprendieron sujetar a los dominios de España aquellas gentes bárbaras. Los primeros, contentos con haberse llevado algunos indios a trabajar en las minas de la isla española, desampararon luego en terreno que verosímilmente no prometía encerrar mucho oro y mucha plata. De los segundos no fue más feliz el éxito; pues o consumidos de enfermedades en un terreno cenagoso y un clima no experimentado, o perseguidos día y noche de los transitadores del país, acabaron tristemente, fuera de cuatro, cuya aventura tendrá más oportuno lugar en otra parte de esta historia. Más venturoso que los pasados, Hernando de Soto, después de haber dado muestras nada equívocas de su valor y conducta en la conquista del Perú, pretendió y consiguió se le encomendase una nueva expedición tan importante. Equipó una armada con novecientos hombres de tropa, y trescientos y cincuenta caballos, con los cuales dio fondo en la bahía del Espíritu Santo el día 31 de mayo de 1539. Carlos V, más deseoso de dar nuevos adoradores a Jesucristo, que nuevos vasallos a su corona, envió luego varios religiosos a la Florida a promulgar el evangelio;   —4→   pero todos ellos fueron muy en breve otras tantas víctimas de su celo, y del furor de los bárbaros. Subió algunos años después al trono de España Felipe II, heredero no menos de la corona que de la piedad, y el celo de su augusto padre. Entre tanto los franceses, conducidos por Juan Ribaud, por los años de 1562 entraron a la Florida, fueron bien recibidos de los bárbaros, y edificaron un fuerte a quien del nombre de Carlos IX, entonces reinante, llamaron Charlefort. Para desalojarlos fue enviado del rey católico el adelantada don Pedro Meléndez de Avilés, que desembarcando a la costa oriental de la península el día 28 de agosto dio nombre al puerto de San Agustín, capital de la Florida española. Reconquistó a Charlefort, y dejó alguna guarnición en Santa Helena y Tecuesta, dos poblaciones considerables de que algunos lo hacen fundador.

[Pide el rey católico a San Francisco de Borja algunos misioneros] Dio cuenta a la corte de tan bellos principios, y Felipe II, como para mostrar al cielo su agradecimiento, determinó enviar nuevos misioneros que trabajasen en la conversión de aquellas gentes. Habíase algunos años antes confirmado la Compañía de Jesús, y actualmente la gobernaba San Francisco de Borja, aquel gran valido de Carlos V y espejo clarísimo de la nobleza española. Esta relación fuera de otras muchas razones, movió al piadoso rey para escribir al general de la Compañía, una expresiva carta con fecha de 3 de mayo de 1566, en que entre otras cosas, le decía estas palabras: «Por la buena relación que tenemos da las personas de la Compañía, y del mucho fruto que han hecho y hacen en estos reinos, he deseado que se dé orden, como algunos de ella se envíen a las nuestra Indias del mar Océano. Y porque cada día en ellas crece más la necesidad de personas semejantes, y nuestro Señor sería muy servido de que los dichos padres vayan a aquellas partes por la cristiandad y bondad que tienen, y por ser gente a propósito para la conversión de aquellos naturales, y por la devoción que tengo a la dicha Compañía; deseo que vayan a aquellas tierras algunos de ella. Por tanto, yo vos ruego y encargo que nombréis y mandéis ir a las nuestras Indias, veinticuatro personas de la Compañía adonde les fuere señalado por los del nuestro consejo, que sean personas doctas, de buena vida y ejemplo, y cuales juzgáredes convenir para semejante empresa. Que demás del servicio que en ello a nuestro Señor haréis, yo recibiré gran contentamiento, y les mandaré proveer de todo lo necesario para el viaje, y demás de eso aquella tierra donde fueren, recibirá gran contentamiento y beneficio con su llegada».

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[Señálase e impídese el viaje] Recibida esta carta que tanto lisonjeaba el gusto del santo general, aunque entre los domésticos no faltaron hombres de autoridad, que juzgaron debía dejarse esta expedición para tiempo en que estuviera más abastecida de sujetos la Compañía; sin embargo, se condescendió con la súplica del piadosísimo rey, señalándose, ya que no los veinticuatro, algunos a lo menos, en quienes la virtud y el fervor supliese el número. Era la causa muy piadosa y muy de la gloria del Señor, para que le faltasen contradicciones. En efecto, algunos miembros del real consejo de las Indias se opusieron fuertemente a la misión de los jesuitas por razones que no son propias de este lugar. El rey pareció rendirse a las representaciones de su concejo, pero como prevalecía en su ánimo el celo de la fe, a todas las razones de estado, o por mejor decir, como era del agrado del Señor, que tiene en su mano los corazones de los reyes, poca causa bastó para inclinarlo a poner resueltamente en ejecución sus primeros designios. [Insta a don Pedro Meléndez y lo consigue] Llegó a la corte al mismo tiempo el adelantado don Pedro Meléndez, hombre de sólida piedad, muy afecto a la Compañía y a la persona del santo Borja, con quien, siendo en España vicario general, había hablado ronchas veces en esto asunto. Su presencia, sus informes y sus instancias disiparon muy en breve aquella negra nube de especiosos pretextos, y se dio orden para que en primera ocasión pasasen a la Florida los padres. De los señalados por San Francisco de Borja, escogió el consejo tres, y no sin piadosa envidia de los lemas: cayó la elección sobre los padres Pedro Martínez y Juan Rogel, y el hermano Francisco de Villareal.

[Embárcanse tres misioneros] Causó esto un inmenso júbilo en el corazón del adelantado; pero tuvo la mortificación de no poderlos llevar consigo a causa de no sé qué detención. El 28 de junio de 1566 salió del puerto de San Lúcar para Nueva-España una flota, y en ella a bordo de una urca flamenca nuestros tres misioneros. Navegaron todos en convoy hasta la entrada del Seno mexicano, donde siguiendo los demás su viaje, la urca mudó de rumbo en busca del puerto de la Habana. Aquí se detuvieron algunos días mientras se hallaba algún práctico que dirigiese la navegación a San Agustín de la Florida. No hallándose, tomaron los flamencos por escrito la derrota, y se hicieron animosamente a la vela. [Arriban a una cosa incógnita] O fuese mala inteligencia, o que estuviese errada en efecto en la carta náutica que seguían la situación de los lugares, cerca de un mes anduvieron vagando, hasta que a los 24 de setiembre, como a 10 leguas de la costa, dieron vista a la tierra entre los 25 y 26 grados al West   —6→   de la Florida. Ignorantes de la costa, pareció al capitán enviar algunos en la lancha, que reconociesen la tierra y se informasen de la distancia en que se hallaban del puerto de San Agustín, o del fuerte de Carlos. Era demasiadamente arriesgada la comisión, y los señalados, que eran nueve flamencos, y uno o dos españoles, no se atrevieron a aceptarla sin llevar en su compañía al padre Pedro Martínez; oyó éste la propuesta, y llevado de su caridad, la aceptó con tanto ardor, que saltó el primero en la lancha, animando a los demás con su ejemplo y con la extraordinaria alegría de su semblante. Apenas llegó el esquife a la playa, cuando una violenta tempestad turbó el mar. Disparáronse de la barca algunas piezas para llamarlo a bordo; pero la distancia, los continuos truenos y relámpagos, y el bramido de las olas, no dejaron percibir los tiros, ni aunque se oyesen seria posible fiarse al mar airado en un barco tan pequeño sin cierto peligro de zozobrar. Doce días anduvo el padre errante con sus compañeros por aquellas desiertas playas con no pocos trabajos, que ofrecía al Señor como primicias de su apostolado. Las pocas gentes del país, que habían descubierto hasta entonces, no parecían ni tan incapaces de instrucción, ni tan ajenas de oda humanidad, como las pintaban en Europa. Ya con algunas luces del puerto de San Agustín navegaban, trayendo la costa oriental de la Península hacia el Norte, cuando vieron en una isla pequeña pescando cuatro jóvenes. Eran estos Tacatucuranos, nación que estaba entonces con los españoles en guerra. No juzgaba el padre, aunque ignorante de esto, deberse gastar el tiempo en nuevas averiguaciones; pero al fin hubo de condescender con los compañeros, que quisieron aun informarse mejor. Saltaron algunos de los flamencos en tierra ofreciéronles los indios una gran parte de su pesca, y entre tanto uno de ellos, corrió a dar aviso a las cabañas más cercanas. Muy en breve vieron venir hacia la playa más de cuarenta de los bárbaros. La multitud, la fiereza de su talle, y el aire mismo de sus semblantes, causó vehemente sospecha en un mancebo español que acompañaba al padre, y vuelto a él y a sus otros compañeros, huyamos, les dijo, cuanto antes de la costa: no vienen en amistad estas gentes. Juzgó el padre movido de piedad, que se avisase del peligro, y se esperase a los flamencos que quedaban en la playa expuestos a una cierta y desastrada muerte. Mientras estos tomaban la lancha, ya doce de los más robustos indios habían entrado en ella de tropel, el resto acordonaba la ribera. Parecían estar entretenidos mirando con una pueril y grosera   —7→   curiosidad el barco y cuanto en él había, cuando repentinamente algunos de ellos abrazando por la espalda al padre Pedro Martínez y a dos de los flamencos, se arrojaron con ellos al mar. [Muerte del padre Pedro Martínez] Siguiéronlos al instante los demás con grandes alaridos, y a vista de los europeos, que no podían socorrerlos desde la lancha, lo sacaron a la orilla. Hincó como pudo las rodillas entre las garras de aquellos sañudos leones el humilde padre, y levantadas al cielo las manos, con sereno y apacible rostro, expiró como sus dos compañeros a los golpes de las macanas.

[Su elogio] Este fin tuvo el fervoroso padre Pedro Martínez. Había nacido en Celda, pequeño lugar de Aragón, en 15 de octubre de 1523. Acabados los estudios de latinidad y filosofía, se entregó con otros jóvenes al manejo de la espada, en que llegó a ser como el árbitro de los duelos o desafíos, vicio muy común entonces en España. Con este género de vida no podía ser muy afecto a los jesuitas, a quien era tan desemejante en las costumbres. Miraba con horror a la Compañía, y le desagradaban aun sus más indiferentes usos. Con tales disposiciones como estas, acompañó un día a ciertos jóvenes pretendientes de nuestra religión. La urbanidad le obligó a entrar con ellos en el colegio de Valencia y esperarlos allí. Notó desde luego en los padres un trato cuan amable y dulce, tan modesto y religiosamente grave. La viveza de su genio no le permitió examinar más despacio aquella repentina mudanza de su corazón. Siguió el primer ímpetu, y se presentó luego al padre Gerónimo Nadal, que actualmente visitaba aquella provincia en cualidad de pretendiente. Pareció necesario al superior darle tiempo en que conociera lo que pretendía, mandándole volver a los ocho días. Esta prudente dilación era muy contraria a su carácter, y en vez de fomentar la llama, la apagó enteramente. Avergonzado de haberse dejado arrastrar tan ciegamente del engañoso exterior como juzgaba de los jesuitas, salió de allí determinado a no volver jamás, ni a la pretensión, ni al colegio.

Justamente para el octavo día hubieron de convidarlo por padrino de un desafío. Acudió prontamente a la hora y al lugar citado; pero a los combatientes se les había pasado ya la cólera, y ninguno de los dos se dio por obligado al duelo. Quedó sumamente mortificado y corrido de ver el poco aprecio que hacían de su palabra y de su honor aquellos sus amigos. ¿Y qué, se decía luego interiormente, tanto me duele que estos hayan faltado a su palabra?, ¿y habré yo de faltar a la   —8→   mía? ¿Y qué se diría de mí entre los jesuitas, si como prometí, no vuelvo al día citado? Con estos pensamientos partió derechamente al colegio, y a lo que parece no sin especial dirección del cielo, fue admitido por el padre visitador, excluidos todos aquellos pretendientes, en cuya compañía había venido ocho días antes. Una mudanza tan no esperada abrió los ojos a algunos de sus compañeros. El entretanto se entregó a los ejercicios de la religiosa perfección con todo aquel ardor y empeño con que se había dejado deslumbrar del falso honor. Acabados sus estudios fue ministro del colegio de Valencia, después de Gandía; ocupaciones entre las cuales supo hallar tiempo para predicar en Valencia y en Valladolid, y aun hacer fervorosas misiones en los pueblos vecinos. A fuerza de su cristiana elocuencia, se vio convertido en teatro de penitencia y de compunción, el que estaba destinado para juegos de toros, y otros profanos espectáculos en la villa de Oliva. Pasaba al África el año de 1558 un ejército bajo la conducta de don Martín de Córdoba, conde de Alcaudete. Este general, aunque interiormente muy desafecto a la Compañía de Jesús, pretendió de San Francisco de Borja, vicario general entonces en España, llevar consigo algunos de los padres, queriendo con esto complacer a aquel santo hombre, a quien por el afecto y veneración que le profesaba el rey católico, le convenía tener propicio. Señaláronse los padres Pedro Martínez y Pedro Domenek, con el hermano Juan Gutiérrez. Partieron luego a Cartagena de Levante, lugar citado para el embarque. Pasaron prontamente a ofrecer al conde sus respetos y sus servicios. Este sin verlos les mandó por un pago, que estuviesen a las órdenes del coronel. Una conducta tan irregular les hizo conocer claramente cuanto tendrían que ofrecer al Señor en aquella expedición. Ínterin rejuntaban las tropas, hicieron los padres misión con mucho fruto de las almas en el reino de Murcia. Llegado el tiempo de la navegación, los destinaron a un barco, a cuyo bordo iban fuera de la tripulación ocho cientos hombres de tropa. La incomodidad del buque estrecho para tanto número de gentes, la escasez de los alimentos, la corrupción del agua, la misma cualidad de los compañeros, gente por lo común insolente y soez, fueron para nuestros misioneros una cosecha abundante de heroicos sufrimientos, y de apostólicos trabajos. Desembarcaron en Orán, y luego recibieron orden del general de quedarse en el hospital de aquel presidio con el cuidado de los soldados enfermos, que pasaban de quinientos. Pasó el ejército a poner el sitio a Moztagán,   —9→   ciudad del reino de Argel. La plaza era fuerte, y que podía ser muy fácilmente socorrida por tierra y mar, los sitiadores pocos y fatigados de la navegación. Los argelinos despreciando el número los dejaron cansarse algunos días en las operaciones del sitio. Sobrevinieron después en tanto número, que fue imposible resistirles. Una gran parte quedó prisionera y cautiva. Los más vendieron caras sus vidas y quedaron como el general y los mejores oficiales sobre el campo. Los padres alabando la Providencia, cuasi fueron los únicos que volvieron a España de doce mil hombres de que se componía el ejército.

Vuelto de África el padre Pedro Martínez, fue señalado a la casa profesa de Toledo, de donde salió a predicar la cuaresma en Escalona y luego en Cuenca, dejando en todas partes en la reforma de las costumbres ilustres señas de su infatigable celo. Para descanso de estas apostólicas fatigas, pidió ser enviado a servir en el colegio de Alcalá, donde por tres meses, con ejemplo de humildad profundísima, lo disponía el Señor para la preciosa muerte que arriba referimos. La caridad parece haber sido su principal carácter. Ella le hizo dejar tan gustosamente las comodidades de la Europa, por los desiertos de la Florida. Ella le obligó a acompañar en la lancha con tan evidente riesgo a los exploradores de una costa bárbara. Ella, finalmente, no le permitió alejarse, como le aconsejaban, de la ribera, dejando a los compañeros en el peligro. Fue su muerte, según nuestra cuenta, (que es la de los padres Sachino y Tanner) a los 6 de octubre de 1566. Algunas relaciones manuscritas ponen su muerte el mismo día 24 de setiembre, que saltó en tierra. El padre Florencia el día 28 del mismo en la historia y menologio de la provincia. El punto no es de los substanciales de la historia. A los lectores queda el juicio franco, y en cuanto no se opone razón convincente, hemos creído prudencia ajustarnos a la crónica general de la Compañía.

[Vuelven los jesuitas a la Habana] Mientras que los bárbaros Tacatucuranos daban cruel muerte al padre Pedro Martínez, el navío, obedeciendo a los vientos, se había alejado de la costa. Pretendía el capitán volver a recoger la lancha y pasajeros; pero los flamencos con instancias, y aun con amenazas, le hicieron volver al sur la proa y seguir el rumbo de la Habana. Hallamos en un antiguo manuscrito que antes de arribar a este puerto, fue llevado de la tempestad el barco a las costas de la isla española: se dice a punto fijo el lugar de la isla a que arribaron: conviene a saber el puerto y fortaleza de Monte Christi en la costa septentrional de   —10→   la misma isla, que usando de la facultad de un breve apostólico, publicaron allí un jubileo plenísimo; y finalmente, se nota justamente la salida a los 25 de noviembre, día de Santa Catarina Mártir, en compañía de don Pedro Meléndez Márquez, sobrino del adelantado. Está muy circunstanciada esta noticia para que quiera negársele todo crédito. Por otra parte, es muy notable suceso para que ni la relación del padre Juan Rogel que iba en el barco, ni algún otro haya hecho mención de él, fuera del que llevo dicho, de donde parece lo tomó el padre Florencia. Sea de esto lo que fuere, es constante que después de tres meses, o cerca de ellos, volvieron los padres al puerto de la Habana el día 15 de diciembre del mismo año de 66, no el de 67 como a lo que parece por yerro de imprenta se nota en la citada historia de Florencia.

[Descripción de este puerto (la Habana)] La ciudad de San Cristóbal de la Habana, capital en lo militar y político de la isla de Cuba, está situada a los 296 grados de longitud, y 23 y 10 minutos de latitud septentrional, y por consiguiente cuasi perpendicularmente bajo del trópico del Carnero. Tiene por el Norte la península de la Florida; al Sur, el mar que la divide de las costas de Tierra Firme; al Este la isla española, de quien la parte un pequeño estrecho; al Oeste el golfo mexicano y puerto de Veracruz.

Su puerto es el más cómodo, es el más seguro y el más bien defendido de la América, capaz de muchas embarcaciones, y de ponerlas todas a cubierto de la furia de los vientos. Dos castillos defienden la angosta entrada del puerto, cuya boca mira cuasi derechamente al Noroeste; otra fortaleza en el seno mismo de la ciudad guarda lo interior de la bahía y el abordaje del muelle, donde reside el gobernador y capitán general de toda la isla. Está toda guarnecida de una muralla suficientemente espesa y alta, flanqueada de varios reductos y bastiones, coronados en los lugares importantes de buena artillería de varios calibres. El clima, aunque cálido, es sano, el terreno entrecortado de pequeñas lomas, cuya perenne amenidad y verdor, hace un país bello a la vista. La ciudad es grande, y comparativamente a su terreno la más populosa de la América. La frecuencia de los barcos de Europa, la seguridad del puerto, que cuanto se permite atrae muchos extranjeros, la escala que hacen los navíos de Nueva-España que vuelven a la Europa, la comodidad de su astillero, preferible a todos los del mundo por la nobleza y la solidez de sus maderas, y la abundancia y generosidad del tabaco y caña; la hacen una de las más ricas,   —11→   más pulidas poblaciones del nuevo mundo. Estas bellas cualidades han dado celos a las naciones extranjeras. Por los años de 1538, mal fortificada aun, la saquearon los franceses. En la guerra pasada de 1740 el almirante Wernon, que tuvo valor de acercársele, aunque sin batirla formalmente, tuvo muy mal despacho del Morro, y fue a desfogar su cólera sobre Cartagena, cuyo éxito no hace mucho honor a la corona de Inglaterra. Finalmente, en estos días la conquista, de esta importante plaza, ha llenado de gloria a la nación británica, o inmortalizado la memoria del conde de Albermarle, que después de dos meses y pocos días más de sitio, y de una vigorosa resistencia que el Morro comandado por don Luis Vicente de Velasco le hizo por cincuenta y seis días; tomó capitulando la ciudad bajo de honrosas condiciones, posesión de ella en nombre del rey de la Gran Bretaña a los 14 de agosto de 1762. Pocos meses después, hechas las paces, volvió a la corona de España, en que actualmente repara sus fuerzas, y espera con nuevas fortificaciones hacerse cada día más respetable a los enemigos de la corona.

[Ejercicio en la Habana] No hemos creído ajena de nuestro asunto esta pequeña digresión en memoria de una ciudad donde tuvo nuestra provincia su primera residencia, que tanto hizo por no dejar salir de su país a los primeros misioneros, y que habiendo dado después un insigne colegio, a ninguna cede en el aprecio y estimación de la Compañía, como lo dará a conocer la serie de esta historia. En la Habana dividido entre dos sujetos un inmenso trabajo, el padre Juan Rogel predicaba algunos días, y todos sin interrupción los daba al confesonario. El hermano Francisco Villareal, que aunque coadjutor tenía suficientes luces de filosofía y teología, que había cursado antes de entrar en la religión, hacía cada día fervorosas exhortaciones, y explicaba al pueblo la doctrina cristiana. Después de algunos días de este ejercicio publicaron el jubileo. Fue extraordinaria la conmoción de toda la ciudad, dándose prisa todos por ser los primeros en lograr el riquísimo tesoro de la iglesia santa, que francamente se les abría. Quien viere lo que en una de estas ocasiones suelen trabajar nuestros operarios, aun cuando son muchos, y por más ordinaria no tan general la conmoción, se podrá hacer cargo del trabajo de dos hombres solos, en medio de un gentío numeroso, y en aquellos piadosos movimientos que suele causar la voz de la verdad anunciada con fervor, y sostenida de un modo de vivir austero, y verdaderamente apostólico.

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[Vuelven a la Habana] Tal era la vida de los dos jesuitas en la Habana, cuando llegó a ella el adelantado don Pedro Meléndez de Ávila, que era también gobernador de aquella plaza. Informado de la venida de los misioneros y de la muerte del padre Pedro Martínez por los marineros, que de entre las manos de los bárbaros habían huido en la lancha; partió luego de San Agustín para conducirlos con seguridad a la Florida. Los dos compañeros, como no puede la robustez del cuerpo corresponder al fuego y actividad del espíritu, se habían pocos días antes rendido al peso de sus gloriosas fatigas. Enfermaron los dos de algún cuidado. La continua asistencia y cuidado de lo más florido de la ciudad, y especialmente de don Pedro Meléndez Márquez, mostró bien cuanto se interesaban en la vida y salud de uno y otro. Habíanse un poco restablecido, y luego trataron de pasar a su primer destino. Ellos habían hallado en los pechos de aquellos ciudadanos unos corazones muy dóciles a sus piadosos consejos. La semilla evangélica poco antes sembrada, comenzaba a aparecer, y se lisojeaban, no sin razón, con la dulce esperanza de ver florecer y fructificar cada día más aquella viña en cristianas y heroicas virtudes. Los habitadores del país pretendieron por mil caminos impedirla partida. Ofreciéronles casa, obligándose a mantenerlos con sus limosnas, mientras se les proporcionaba un establecimiento cómodo. Un espíritu débil habría encontrado motivos de evidente utilidad para preferir prudentemente un provecho cierto, a una suerte tan dudosa. Nuestros padres no creyeron suficientes estas solidísimas razones para dispensarse, o para interpretar la voz del superior. Por otra parte, en los aplausos, en la estimación, en la abundancia de aquel país, no hallaban aquella porción prometida a los partidarios del Redentor, que en alguna parte de su cruz, en abstinencia, en tribulación y abatimiento.

Ya que no habían podido conseguir los ciudadanos de la Habana que se quedasen en su ciudad los padres, mostraron su agradecimiento proveyéndoles abundantemente de todo lo necesario, y con la promesa de que creciendo en sujetos la vice-provincia que se intentaba fundar, serían atendidos los primeros: los dejaron salir, acompañándolos no sin dolor hasta las playas. [Situación antigua del país] La navegación fue muy feliz en compañía del adelantado. En la Florida, donde llegaron a principios del año de 1567, con parecer del gobernador don Pedro Meléndez, se repartieron en diversos lugares. Me parece necesario antes de pasar más adelante, dar aquí alguna noticia breve de la situación de estas regiones, para   —13→   la clara inteligencia de lo que después habremos de decir. Bajo el nombre de Florida se comprendía antiguamente mucho más terreno que en estos últimos tiempos. Esto dio motivo a Monsieur Moreri para calumniar a los españoles de que daban a la Florida mucha mayor extensión de la que tenía en realidad. Pero a la verdad, por decir esto de paso, ni Janson, ni With, ni Arnaldo, Colón, Bleate, ni Gerard, ni Ortelio, ni Franjois, ni Echard, son españoles; y sin embargo, todos estos comprenden bajo el nombre de Florida a la Louisiana, y una gran parte de la Carolina, y aun los dos últimos la entienden desde el río Pánuco hasta el de San Mateo, que quiere decir toda la longitud del golfo mexicano, y desde el cabo de la Florida, que está en 25 grados de latitud boreal, hasta los 38. Generalmente hoy en día por este nombre no entendemos, sino la Florida española, o una Península desde la embocadura del río de San Mateo en la costa oriental, hasta el presidio de Panzacola o río de la Moville, por otro nombre de los Alibamovs en la costa septentrional del Seno mexicano. En esta extensión de país, o poco más, tenían los españoles cuatro principales presidios. Dos en la costa oriental: conviene a saber, Santa Elena y San Agustín. En la costa occidental el de Carlos, y veinte leguas más adelante al Noroeste, la ciudad de Teguexta, llamada vulgarmente Tegesta, con el nombre de la provincia en nuestras cartas geográficas. La de Santa Elena, era antigua población de que desposeyó a los franceses don Pedro Meléndez de Avilés. La de San Agustín la había fundado él mismo, y se aumentó considerablemente después que por fuerza de un tratado hecho con la Francia, pareció necesario despoblar a Santa Elena. Sobre la provincia y fuerte de Carlos, debemos advertir que ha habido en la Florida cuatro presidios o poblaciones del mismo nombre. El primero que arriba hemos citado, se llamó Charlefort, y lo fundó Juan Ribaut con este nombre, en honor de su rey Carlos IX. Dos años después Renato Laudonier, fundó otro presidio con nombre de Carolino. El primero estuvo situado junto a la embocadura del río Maio, que suele notarse en los antiguos mapas como el límite de la división, entre franceses y españoles. El segundo estuvo adelante del presidio de Santa Elena, junto al río que hoy se llama Coletoni, y un poco más al Sur, de donde hoy está Charles-town. Estos dos fuertes estuvieron en la costa oriental. La provincia de Carlos que dio su nombre al fuerte de los españoles, se llamó así en honra del cacique que la gobernaba y que había muerto pocos años antes del arribo de   —14→   nuestros misioneros. Algunos piensan que este reyezuelo se llamaba Caulus, de donde con poca alteración los españoles lo llamaron Carlos. Otros creen haberse este cacique bautizado en fuerza de la predicación de algunos misioneros que allí envió, Carlos V, como dejamos escrito, y que en memoria de este príncipe se le puso el nombre de Carlos, como a su sucesor se le impuso después el de Felipe. Sea como fuere, es constante que la apelación con que se conocía el cacique, la provincia, el fuerte y la bahía, que hasta ahora lo conserva, es muy anterior a la venida de don Pedro Meléndez; y que aunque haya sido fundador del presidio, no pudo, como piensa el padre Florencia, haberle dado este nombre en honor de Carlos V; pues cuando vino este gobernador a la Florida, ya había 7 años que había muerto, y 9, que con un inaudito ejemplo de generosidad se había en vida enterrado en los claustros del monasterio de Yuste aquel incomparable príncipe.

Finalmente, tiene también de Carlos II, rey de la gran Bretaña, el nombre de Carolina, una vasta región de nuestra América, que contiene parte de la antigua Florida, de la cual se apoderaron los ingleses por los años de 1662, y a cuya capital situada junto a la embocadura del río Cooper, dieron en memoria del príncipe el nombre de Charles-town. Esto baste haber notado, para que cese confundan estos nombres, mucho más en el presente sistema, en que, no habiendo ya quedado a los españoles ni a los franceses por el tratado de las últimas paces, parte alguna en la Florida, ni en su vecindad, sería muy fácil con los nuevos nombres, que acaso irán tomando estas provincias bajo la dominación británica, olvidarse los antiguos límites, o la antigua geografía política de estas regiones.

[Ministerios en Florida] El padre Juan Rogel, quedó en el presidio de Carlos, y el hermano Villa Real, pasó a la ciudad de Teguexta, población grande de indios aliados, y en que había también alguna guarnición de españoles para aprender allí la lengua del país, y servir de catequista al padre en la conversión de los gentiles. Entretanto, por medio de algunos intérpretes, no dejaban de predicarles y explicarles los principales artículos de nuestra religión, convenciendo al mismo tiempo de la vanidad de sus ídolos y las groseras imposturas de sus Javvas o falsos sacerdotes. Estos eran después de los Paraoustis o caciques, las personas de mayor dignidad. Los hacía respetables al pueblo, no solo el ministerio de los altares, sino también el ejercicio de la medicina de que solos hacían profesión. No se tomaba resolución alguna de consecuencia   —15→   entre ellos, sin que los Javvas tuviesen una parte muy principal en el público consejo. Es fácil concebir cuán aborrecibles se harían desde luego los predicadores de la verdad a estos ministros del infierno. Muy presto comenzaron los siervos de Dios a experimentar entre muchas otras penalidades, los efectos del furor de los bárbaros, instigados de sus inicuos sacerdotes.

Frente de una pequeña altura donde estaba situado el fuerte de Carlos, había otra en que tenían un templo consagrado a sus ídolos. Consistían estos en unas espantosas máscaras de que vestidos los sacerdotes, bajaban al pueblo situado en un valle que dividía los dos collados. Aquí, como en forma de nuestras procesiones, cantando por delante las mujeres ciertos cánticos, daban por la llanura varias vueltas, y entre tanto salían los indios de sus casas, ofreciéndole sus cultos, y danzando, hasta que volvían los ídolos al templo. Entre muchas otras ocasiones, en que habían hecho, no sin dolor, testigos a los españoles y al padre de aquella ceremonia sacrílega, determinaron un día subir al fuerte de los españoles, y pasear por allí sus ídolos, como para obligarlos a su adoración, o para tener en caso de ultraje algún motivo justo de rompimiento, y ocasión para deshacerse principalmente, como después confesaron algunos, del ministro de Jesucristo. El padre lleno de celo los reprendió de su atentado, mandándolos bajar al valle; pero ellos que no pretendían sino provocarlo y hacerlo salir fuera del recinto de la fortaleza, porfiaron en subir, hasta que advertido el capitán Francisco Reinoso, bajó sobre ellos, y al primer encuentro de un golpe con el revés de la lanza, hirió en la cabeza uno de los ídolos o enmascarados sacerdotes. Corren los bárbaros en furia a sus chozas, ármanse de sus macanas y botadores, y vuelven en número de cincuenta o poco menos al fuerte; pero hallando ya la tropa de los españoles puesta sobre las armas, hubieron de volverse sin intentar subir a la altura.

Entretanto el hermano Villa Real en Teguexta, hacia grandes progresos en el idioma de aquella nación, y en medio de unos indios más dóciles, no dejaba de lograr para el cielo algunas almas. Bautizo algunos párvulos, confirmó en la fe muchos adultos, y aun dio también algunos de estos el bautismo. Entre otros, le fue de singular consuelo, de una mujer anciana cacique principal, en quien con un modo particular quiso el Señor mostrar la adorable Providencia de sus juicios en la elección de sus predestinados. O fuese efecto de la enfermedad,   —16→   o singular favor del cielo, le pareció que veía o vio en realidad un jardín deliciosísimo, y a su puerta el mismo hermano, que bautizándola, se la abría y le daba franca entrada. Lo llamó: refiriole llena de júbilo lo que acababa de ver. Pareció de una suma docilidad a las instrucciones del buen catequista, que comprendía con prontitud, y bautizada con un inmenso gozo, partió luego de esta vida a las delicias de la eterna. En esta continua alternativa de sustos y fatigas temporales, y de espirituales consuelos, habían pasado ya un año los soldados de Cristo; sin embargo, al cabo de este tiempo no se veía crecer sino muy poco el rebaño del buen pastor. Habíanse plantado algunas cruces grandes en ciertos lugares para juntar cerca de aquella victoriosa señal los niños y los adultos, e instruirlos en los dogmas católicos. Adultos se bautizaban muy pocos, y los más volvían muy breve, con descrédito de la religión al gentilismo. Los niños pocos que se juntaban a cantar la doctrina, no repetían otras voces, que las que les sugería la necesidad y la hambre. El padre Juan Rogel para acariciarlos, les repartió por algún tiempo alguna porción de maíz, con que informado de los trabajos de aquella misión, le había socorrido el ilustrísimo señor obispo de Yucatán, don fray Francisco del Toral, del orden seráfico. En este intervalo, concurrían los indizuelos en gran número. Acabado el maíz, acabó también aquella interesada devoción. En medio de tantos desconsuelos, un tenue rayo de esperanza animaba a los misioneros al trabajo. Habíase descubierto no sé qué conjuración, que tramaba contra los españoles el cacique don Carlos, por lo cual pareció necesario hacerlo morir prontamente. Sucediole otro cacique más fiel para con nuestra nación, y tomando el nombre de don Felipe, dio grandes esperanzas, de que en volviendo de España el adelantado, se bautizaría con toda su familia, y haría cuanto pudiera para traer toda la nación al redil de la Iglesia. Oía entretanto las exhortaciones e instrucciones del padre; pero muy en breve mostró cuanto se podía contar sobre sus repetidas promesas. Intentó casarse con una hermana suya. El padre mirándolo en cualidad de catecúmeno, le representó con energía cuán contrario era esto a la santidad de nuestra religión, que debería, según había dicho, profesar muy en breve. Respondió fríamente, que en bautizándose repudiaría a su hermana, que entretanto no podía dejar de acomodarse a la costumbre del país, en cuyas leyes aquel género de matrimonio, no solo era permitido, pero aun se juzgaba necesario. Pareció conducente al padre Rogel, hacer   —17→   viaje a la Habana, para recoger algunas limosnas, y procurarles también el necesario socorro a los soldados, que con la ausencia de don Pedro Meléndez, padecían cuasi las mismas necesidades que los indios.

Partió en efecto bien seguro de la generosidad de aquellas gentes que había experimentado bastantemente.

[Envíase nuevo socorro de misioneros] Con los informes de don Pedro Meléndez en España, donde había llegado a fines del año de 67, y con la noticia de la muerte del padre Pedro Martínez, en vez de enfriarse los ánimos, creció en los predicadores del Evangelio el deseo de convertir almas y derramar por tan bella causa la sangre. Señaló San Francisco de Borja seis, tres padres y tres coadjutores, que fueron los padres Juan Bautista de Segura, Gonzalo del Álamo y Antonio Sedeño; y los hermanos Juan de la Carrera, Pedro Linares y Domingo Augustín, por otro nombre Domingo Báez, y algunos jóvenes de esperanzas que pretendían entrar en la Compañía, y quisieron sujetarse a la prueba de una misión tan trabajosa. Mandoles el santo general, que estuviesen a las órdenes del padre Gerónimo Portillo, destinado provincial del Perú, que entonces residía en Sevilla. Por su orden constituido vice-provincial el padre Juan Bautista de Segura, se hizo con sus compañeros a la vela del puerto de San Lúcar el día 13 de marzo de 1568. A los ocho días de una feliz navegación llegaron a las islas Canarias. Había allí llegado el año antes su ilustrísimo obispo don Bartolomé de Torres, hombre igualmente grande en la santidad y erudición: había traído consigo al padre Diego López, varón apostólico, que con su vida ejemplar, con su cristiana elocuencia, a que en presencia del santo prelado y de todo el pueblo, había cooperado el Señor con uno u otro prodigio, se había merecido la estimación y los respetos de aquellas piadosas gentes. El día 10 de febrero de este mismo año de 68, acababa de morir en su ejercicio pastoral, visitando su diócesis el celosísimo obispo, dejando a su grey como en testamento un tiernísimo afecto a la Compañía, a quien para la fundación de varios colegios en las islas, había destinado lo mejor y más bien parado de sus bienes. Los isleños, que como en prendas de la fundación habían hecho piadosa violencia al padre López para no dejarle salir de su país, viendo llegar con su nueva misión al padre Segura, dos recibieron con las más sinceras demostraciones de veneración y de ternura. Pasaron aquí ayudando al padre Diego López el resto de la cuaresma; y celebrados devotísimamente con grande fruto de conversiones los misterios de nuestra redención, se   —18→   hicieron a la vela, y después de una breve detención en Puerto Rico, llegaron con felicidad al puerto de San Agustín a los 19 de junio de 68. Vino luego de la Habana el padre Rogel, quien como el adelantado tuvo la mortificación de ver arruinados todos sus proyectos. El presidio de Tacobaga, al Oeste de Santa Elena y 50 leguas del Carlos, estaba todo por tierra, muertos los presidiarios. En el Teguexta, irritados los indios de la violenta muerte que habían dado los españoles a un tío del principal cacique, habían desahogado su furia contra las cruces, habían quemado sus chozas, y apartándose monte a dentro, donde impedidos los conductos por donde venía la agua al presidio, reducidas a los últimos extremos la guarnición, fue necesario pasarla a mejor sitio en el de Santa Lucía, donde habían quedado trescientos hombres, fueron todos consumidos de la hambre, viéndose, como sabemos por algunas relaciones, (aunque no las más propicias a la corona de España) reducidos a la durísima necesidad de alimentarse de las carnes de sus compañeros, manjar infame y mucho más aborrecible que la hambre y que la muerte misma. Lo mismo había acontecido en San Mateo. Solo habían quedado en pie los presidios de San Agustín y de Carlos. Presentáronse al general los soldados todavía en algún número; pero pálidos, flacos, desnudos, al rigor de la hambre y del frío, y que muy en breve hubieran tenido el triste fin de sus compañeros. Aplicáronse los padres a procurarles todo el consuelo que pedía su necesidad, se les proveyó de vestido y de alimento, y atraídos con estos temporales beneficios, fue fácil hacerles conocer la mano del Señor que los afligía, y volverse a su Majestad por medio de la confesión con que se dispusieron todos para ganar el Jubileo que se promulgó inmediatamente.

[Parte el padre Segura con sus compañeros a la Habana] Dados con tanta gloria del Señor y provecho de las almas, estos primeros pasos, reconoció el vice-provincial, así por su propia experiencia, como por los informes del padre Juan Rogel que no podía perseverar allí tanto número de misioneros, sin ser sumamente gravosos a los españoles o a los indios amigos que apenas tenían lo necesario para su sustento. Determinó, pues, partir a la Habana a disponer allí mejor las cosas, dejando en Sutariva, pueblo de indios amigos, cercano a Santa Elena, al hermano Domingo Agustín para aprender la lengua, y en su compañía al joven pretendiente Pedro Ruiz de Salvatierra. Nada parecía más conveniente al padre Juan Bautista de Segura que procurar algún establecimiento a la Compañía en la Habana. La   —19→   vecindad a la Florida, la frecuencia con que llegan a aquel puerto armadas de la Nueva-España, de las costas de Tierra Firme, y de todas las islas de Barlovento; la multitud de los españoles e isleños cristianos y cultos que poblaron aquel país, y el grande número de esclavos que allí llegan frecuentemente de la Etiopia, y lo principal, la comodidad de tener allí un seminario o colegio para educar en letras y costumbres cristianas a los hijos de los caciques floridanos, abrían un campo dilatado en que emplearse muchos sujetos con mucha gloria del Señor. El pensamiento era muy del gusto del adelantado, que prometió concurrir de su parte para que Su Majestad aprobase y aun concurriese de su real erario a la fundación del colegio. Ínterin la piedad de aquellos ciudadanos había proveído a los padres de casa en que vivir, aunque con estrechura, vecina a la iglesia de San Juan, que se les concedió también para sus saludables ministerios.

[Su ocupación en esta ciudad] Aquí entregados en lo interior de su pobre casa a todos los ejercicios de la perfección religiosa, llenaron muy en breve toda la ciudad del suave olor de sus virtudes. No se veían en público sino trabajando en la santificación de sus próximos. A unos encargó el padre vice-provincial la escuela e instrucción de los niños, principalmente indios hijos de los caciques de todas las islas vecinas, en cuya compañía no se desdeñaban los españoles de fiar los suyos a la dirección de nuestros hermanos. Otros se dedicaron a explicar el catolicismo, e instruir en la doctrina cristiana a los negros esclavos, trabajo obscuro a los ojos del mundo, pero de un sumo provecho y de un sumo mérito. Unos predicaban en las plazas públicas, después de haber corrido las calles cantando con los niños la doctrina. Otros se encargaron de predicar algunos días seguidos en los cuarteles de los soldados, y después en las cárceles, ni dejaban por eso de asistir en los hospitales. El padre Segura, como en la dignidad, así en la humildad y en el trabajo excedía a todos, y hubiera muy luego perdido la salud a los excesos de su actividad y de su celo, si el ilustrísimo señor don Juan del Castillo, dignísimo obispo de aquella diócesis, no hubiera moderado su fervor, mandándole solo se encargase de los sermones de la parroquial. El fruto de estos piadosos sudores, no podemos explicarlo mejor que con las palabras mismas de la carta anual de 69, en que se dice así a San Francisco de Borja, entonces general. «Si todo lo que resultó del empleo de los nuestros en la Habana, se hubiera de referir por menudo, pedirla, propia historia y larga relación, y aunque   —20→   fuera contándolo con límite, parecería superior a todo crédito. Solo diré a vuestro padre maestro reverendo que había ya personas tan aficionadas al trato con Dios y a la oración mental, examen de conciencia y ejercicios, de mortificación, que en cuasi todas las cosas se guiaban por las campanas de la Compañía, ajustando en cuanto podían su modo de vivir con el nuestro».

Por mucho que signifique esta sencilla expresión el provecho espiritual que se hacía en los españoles, era incomparablemente mayor el de los indios. Era un espectáculo de mucho consuelo, y que arrancaba a los circunstantes dulcísimas lágrimas ver en las principales solemnidades del año de ciento en ciento los catecúmenos, que instruidos cumplidamente de los misterios de nuestra santa fe, y apadrinados de los sujetos más distinguidos de la ciudad, lavaban por medio del bautismo las manchas de la gentilidad en la sangre del Cordero. Habíase encomendado al hermano Juan Carrera la instrucción de tres jóvenes hijos de principales caciques de las islas vecinas: eran los tres de vivo ingenio, y dotados de una amable sinceridad acompañada de una suavidad y señorío, que hacía sentir muy bien, aun en medio de su bárbara educación, la nobleza de su origen. A poco tiempo suficientemente doctrinados, instaron a los padres, empeñándolos con el señor obispo, para ser admitidos al bautismo. Quiso examinarlos por sí mismo el ilustrísimo, y hallándolos muy capaces, señaló la festividad más cercana en que su señoría pretendía autorizar la función echándoles el agua. El plazo pareció muy largo a los fervorosos catecúmenos. Instaron, lloraron, no dejaron persona alguna de respeto que no empeñasen para que se les abreviase el término. Causó esto alguna sospecha al prudente prelado, y de acuerdo con el gobernador y los padres, determinó probar la sinceridad de su fervor mandando que en un barco que estaba pronto a salir a dichas islas, embarcasen repentinamente a los tres jóvenes. Ejecutose puntualmente la orden; pero fueron tan tiernas las quejas, tan sinceras las lágrimas, tal la divina elocuencia y energía de espíritu de Dios con que hablaron y suplicaron a los enviados del señor obispo, que enternecido este, conoció la gracia poderosa que obraba en aquellos devotos mancebos, que dentro de muy pocos días, siendo padrinos el gobernador, y dos de las personas más distinguidas de la ciudad, los bautizó por su propia mano con grande pompa, edificación y espiritual consuelo de todos los que asistieron a este devotísimo espectáculo.

Libro segundo

Progresos de los estudios en el colegio de México. Lee el padre Pedro Sánchez casos morales en el arzobispado. Cristiana humildad del señor arzobispo. Pretende el virrey que lea en la universidad el padre Hortigosa, y gradúase en ella con el padre Antonio Rubio. Ministerios, en Pátzcuaro y sus gloriosos frutos. Ministerios en Oaxaca. Celébrase en México la primera congregación provincial. Curso de filosofía por el padre Antonio Rubio. Envía el Sumo Pontífice un gran tesoro de reliquias al colegio de México. Incendio en Pátzcuaro, y amor de aquellos naturales a la Compañía. Inténtase la traslación de la Catedral de Pátzcuaro a Valladolid. Descripción de esta ciudad, y principios de aquel colegio. Inquietud de los naturales con esta ocasión, que sosiegan los jesuitas. Misión del padre Concha a la Puebla de los Ángeles, y principios del colegio del Espíritu Santo. Solemnes fiestas en la colocación de las santas reliquias. Aumentos del colegio de Valladolid. Principios de fundación en la antigua Veracruz, y descripción de aquel puerto. Dase razón de no haberse encargado hasta aquí la Compañía de ministerios de indios. Principios de ellos en Huixquiluca. Nuevo socorro de misioneros, o historia singular del padre Alonso Sánchez,   —117→   y novedades que introduce en lo doméstico. Cédula de concordia en los estudios de la real universidad y del colegio máximo. Llega el padre doctor Juan de la Plaza, primer visitador de la provincia, con el hermano Marcos. Carácter del padre Plaza. Tentación del padre Lanuqui y algunos otros. Pide el ilustrísimo señor arzobispo de Manila jesuitas para Filipinas, y compendiosa descripción de aquellas islas. Principios de la fundación de Tepotzotlán y sus efectos. Mudanza en el Seminario de San Pedro y San Pablo. Ministerios en los demás colegios. Fundación del Seminario de San Gerónimo. Muerte de don Alonso de Villaseca, y su elogio. Muerte del hermano Diego Trujillo, y estado del colegio de la Puebla. Intenta el señor arzobispo dará la Compañía el Seminario de San Juan de Letrán. Auto de la real audiencia para que se encargue la Compañía del Seminario de San Pedro y San Pablo. Misión en Guatemala y en las villas de Zamora y Guanajuato. Pretende la Compañía ausentarse de Tepotzotlán, preséntanse los indios al señor arzobispo, y auto honorífico de su ilustrísima en el asunto. Ocupación de los misioneros de Filipinas, y embajada del padre Alonso Sánchez a Macao, sus trabajos y feliz éxito. Reunión de los seminarios de San Bernardo, San Gregorio y San Miguel en el famoso colegio de San Ildefonso. Seminario de San Martín en Tepotzotlán. Pretende el visitador don Pedro Moya de Contreras se gradúen los jesuitas en la universidad sin propinas. Aumentos de los colegios de Pátzcuaro, Puebla y Valladolid. Sucesos de Filipinas y nuevos misioneros. Concilio quinto mexicano. Segunda congregación provincial, y misión a Teotlalco. Principios del colegio de Guadalajara, y descripción del país. Noviciado en Tepotzotlán. Partida del arzobispo y virrey don Pedro Moya de Contreras. Sucesos de Filipinas. Viaje a Europa del padre Alonso Sánchez. Ventajoso establecimiento del colegio del Espíritu Santo por don Melchor de Covarrubias, y breve descripción de aquella ciudad.

 

[Progresos de los estudios en el colegio máximo] La recluta de los nueve sujetos en que se había aumentado la nueva provincia, era la más a propósito del mundo para llevarla a su perfección, y darle todo aquel lucimiento, y todo aquel crédito de que se necesita por lo común en los principios de las grandes empresas. Se determinó como dijimos, que el padre Pedro de Hortigosa prosiguiese o comenzase de nuevo con la misma juventud el curso de artes que había comenzado el año antes el padre Pedro López. La profunda   —118→   erudición de este insigne maestro, su prudencia y destreza en manejar los tirados de la América, y la emulación de los distintos seminarios, parecieron desde luego en las públicas funciones con aplauso de la real universidad y cabezas de la República, que se distinguieron en grandes demostraciones de sólido aprecio. El señor arzobispo, no pudiéndose resolver a que la luz de tanta doctrina se limitase a sola la juventud en los privados estudios del colegio, en que a muchos por sus ocupaciones o su carácter les sería imposible, o pudiera parecer indecorosa la asistencia; determinó que alguno de los padres leyese la teología moral en su mismo palacio. Escogió para esta importante ocupación al padre Pedro Sánchez, que en medio de los grandes afanes del gobierno de la Provincia, se encargó con gusto de un cuidado tan provechoso. Juntaba su ilustrísima todo su clero en días determinados, y asistía personalmente a oír de boca del padre los principios de la moral cristiana, las resoluciones de casos prácticos, que se proponían con la más humilde atención. Así debemos entender las palabras del maestro Gil González Dávila, en su Teatro eclesiástico de la América, cuando dice: «que este señor, deseoso del aprovechamiento de su clero, pidió del padre Pedro Sánchez leyese el catecismo en su palacio, y que el mismo arzobispo era de los oyentes». Sin duda por la palabra catecismo debió de entender, no precisamente la exposición de las doctrinas y artículos de nuestra fe, sino todo el fondo de la doctrina evangélica, aun en la parte que mira a los preceptos y obligaciones en que nos empeña la profesión del cristianismo. No contento aun este ejemplar prelado con una distinción tan ruidosa, reconociendo en las mismas conferencias morales la falta que le hacia el método, la precisión y el orden de la filosofía y la teología escolástica, quiso que el padre Hortigosa le leyese privadamente una y otra. Sin embargo del grande peso de la mitra, daba lugar bastante a este penosísimo género de literatura. Hacía muchas veces el honor de convidar a su mesa a algunos maestros de la universidad y de las religiones para gustar de su erudita conversación, y de las disputas escolásticas que hacía nacer con arte entre los manjares. Esta especie de actos literarios era tal vez con más formalidades, retirándose a la granja de Jesús del Monte en tiempo de vacaciones, donde como uno de nuestros hermanos estudiantes se dedicaba enteramente a la tarea de lecciones, repeticiones, conferencias y demás ejercicios de la escuela. Raro ejemplo de sinceridad, que prueba bien cuánto la cristiana humildad   —119→   es propia de las grandes almas. No fue tan fácil a la Compañía condescender a la honra que quiso hacerlo el señor virrey, como lo había sido dar gusto al ilustrísimo arzobispo. Intentó su excelencia que el curso de filosofía lo leyese el padre Hortigosa en la real universidad, y que allí mismo continuase después la teología. Muchas otras personas graves, y aun no pocos miembros del claustro, convenían en lo mismo; parte por hacer este honor a la religión; y parte por evitar los disturbios que pudieran nacer en la serie de los tiempos sobre el mutuo embarazo de unas y otras lecciones. Esta razón es por sí misma de tanto peso, que en fuerza de ella se ha visto después obligada la Compañía en tiempo de los reyes católicos don Felipe IV y don Carlos II; admitir las dos cátedras de prima y vísperas de que sus majestades se dignaron hacerle merced en las famosas universidades de Salamanca y Alcalá. Sin embargo, la modestia de nuestros primeros fundadores no se determinó a aceptar este honor, y para precaver las funestas consecuencias de una discordia entre los estudios, se resolvió ocurrir a su Majestad para que diese a nuestras escuelas un establecimiento sólido, y con que ponerse siempre a cubierto de cualquiera contraria pretensión; no porque hubiese entonces ni haya, habido después razón alguna de temerlo de parte de la real universidad, con quien se ha corrido siempre en una perfecta armonía, y que ha reconocido en nuestros estudiantes una entera sujeción a sus prudentísimos estatutos, y una materia fecundísima de sus mayores lucimientos. Uno y otro artículo, quiero decir, tanto el empeño de no admitir en la universidad cátedra alguna, como la subsistencia de los estudios públicos en el colegio máximo, ha sufrido en parte alguna variación que tendrá oportuno lugar en otro pasaje de nuestra historia. Pero ya que no se pudo omitir aquella honra, tampoco se pudo resistir a las grandes instancias con los señores arzobispo y virrey pretendieron que a lo menos los dos insignes maestros Pedro de Hortigosa y Antonio Rubio recibiesen el grado de doctores, como se ejecutó con grande aplauso y aceptación de todos los miembros de la real universidad, y singular honor de la Compañía.

[Ministerios en Pátzcuaro] No eran menores los progresos en los espirituales ministerios, tanto en México como en Pátzcuaro y en Oaxaca. En la capital de Michoacán correspondía maravillosamente el fruto a la expectación con que habían sido recibidos en ella los jesuitas. La escuela de niños, que cultivaba con el mayor esmero el hermano Pedro Ruiz de Salvatierra, para un taller donde se formaban desde los primeros años muy ajustados   —120→   cristianos, aun entre los indios, cuya amable simplicidad favoreció no pocas veces el Señor, aun a costa de algunos prodigios. Se estableció desde luego el uso de las misiones circulares por los pueblos vecinos, ocupación en que florecieron en este colegio hombres insignes, heredando, digámoslo así, unos de otros el fervor y el espíritu apostólico, de quienes esperamos hablar más largamente en otra parte. Un solemne jubileo que se publicó este año, ofreció buena ocasión para comenzar con esplendor este ejercicio. El confesonario y el púlpito partían todo el tiempo de nuestros operarios. El primer cuidado fue traducirles en lengua tarasca las oraciones y la explicación de nuestros dogmas y preceptos, de que había mucha ignorancia en los pueblos algo distantes. Se les procuró introducir el uso santo de cantar la doctrina cristiana, en que entraron con tanto ardor, que en las calles y plazas, y aun trabajando en sus oficios o labranzas del campo, se oían incesantemente los misterios de la fe, haciendo unos pueblos a competencia de otros, grandes progresos en esta sabiduría del cielo. La veneración en que tenían a su sacerdote y hechiceros, era uno de los mayores obstáculos a su salud. Estos fanáticos, fingiéndose en hombres inspirados, les amenazaban con la muerte y con la desolación de sus tierras, y publicaban tener en su mano la salud, la riqueza y la fertilidad, cuyas vanas esperanzas vendían muy caras a aquella gente infeliz, haciéndola servir a su ambición, a su sensualidad y a su codicia. Esto fue lo primero que procuraron extirpar los misioneros, exponiéndose a todos los resentimientos de aquellos ministros del infierno, que llegaban a experimentar no pocas veces; pero el Señor por otra parte autorizaba sus empleos apostólicos, y disponía en su favor los corazones de los pueblos. En uno de ellos, estando el padre bendiciendo agua en la sacristía, entraron muchos indios extremamente afligidos del estrago que los ratones causaban en sus cementeras, sin que hubiese bastado a exterminarlos diligencia alguna. Suplicábanle que pasase a visitar personalmente sus heredades, creyendo que a la presencia de un ministro de Dios cesaría aquella calamidad. La viva fe de aquellos nuevos cristianos animó la del padre, y saliendo a la iglesia les hizo una breve exhortación sobre los desórdenes de su vida, fuente ordinaria de los temporales trabajos. Hízoles luego traer muchas vasijas y cántaros, y bendiciéndoles, les mandó que echasen de aquella agua santa en sus milpas, nombre que dan a las cementeras del maíz. El Señor, según su palabra, concurrió al fervor y devoción   —121→   de aquella gente humilde y afligida, y pasando poco después por aquel pueblo el misionero, le dieron las gracias del alivio de sus miserias y felicidad de la cosecha.

Los indios, que según costumbre, guiaban a los padres en los caminos, no pocas veces con un piadoso engaño, los extraviaban y hacían pasar por otros pueblos de donde ellos eran, o donde habían tratado conducirlos, a instancias de sus habitadores. Los hombres de Dios se dejaban gustosamente engañar con este inocente artificio, de que tal vez se valía el Señor para la salud de sus escogidos. En un pueblo, como legua y media de Pátzcuaro, les salió arrastrándose al camino una india anciana, que estando ya desahuciada, y en los últimos términos de la vida, supo que pasaba por el lugar un padre, y anteponiendo al cuidado de la vida temporal el de la eterna, había salido a confesarse. Extraño espectáculo, sobre que no podemos dejar de admirar las fuerzas de la gracia, y de hacer un triste paralelo con la delicadeza y el orgullo de los poderosos del mundo. El padre, dando a Dios muchas gracias de tanta fe y de tanta piedad, la confesó, la consoló y la animó con la esperanza bien fundada de su predestinación y de su dicha, que pasó a gozar (según podemos creer) dentro de pocos instantes. Llegando a otro pueblo concurrieron en gran número los paisanos con grandes demostraciones de veneración y de júbilo, pidiendo a los padres les hablasen algo de Dios y de lo perteneciente a sus almas, de que en más de quince años no habían oído una sola palabra. La hambre piadosa de los oyentes hizo esperar el gran provecho con que recibirían el pan de la celestial doctrina, como se vio desde luego en las confesiones y ejercicios de piedad a que se entregaron. En otro, no bastando los ruegos para detener al misionero que pretextaba la necesidad de anunciar el reino de Dios a otros lugares, determinaron escribir al padre rector de Pátzcuaro para obligarlo a detenerse otros dos días. Santa importunidad que el padre no pudo dejar de agradecer, y a que correspondió el cielo con abundantes bendiciones de inmenso fruto. El pueblo principal a que se destinaba la misión estaba sumergido en un profundo abismo de superstición y de desorden. Parecioles a los padres, para explicarme con sus propias voces, que como en otro tiempo a San Pedro, se les tendía a la vista un lienzo lleno de bestias fieras, y de las más ponzoñosas sabandijas. La hechicería, la embriaguez y supersticiosa consecuencia, la más torpe sensualidad, estaban cuasi santificadas de la costumbre. Trabajose por algunos sin que hubiese   —122→   aun alguna esperanza de remedio. El principal cacique el más interesado en la venta de los pulques (así llaman a una especie de vino o licor fuerte que extraen de la planta del maguey) y su pernicioso ejemplo arrastraba todo el lugar. Esto mismo dispuso Dios que fuese, el instrumento de la reforma. Uno de aquellos días, saliendo del sermón, en que el orador había declamado contra este vicio con extraordinaria energía, tocado de la gracia, mandó luego derramar todo el pulque, quebró las cubas donde se guardaba y los instrumentos necesarios a su extracción. Mandó asimismo pregonar en el pueblo que todos hiciesen lo mismo, so pena de ser públicamente azotados los transgresores, como lo ejecutó con la mayor severidad en lo de adelante. Omitimos otros muchos casos que hallamos en los antiguos manuscritos, que con lo edificante juntan mucho de maravilloso, no por que hagamos alarde de la incredulidad conforme al espíritu del siglo, sino porque juzgamos deberse acomodar mejor en las vidas de los varones ilustres por cuyo medio se obraron, de que esperamos formar el último tomo de esta historia.

[Ministerios en Oaxaca] En Oaxaca, muy desde sus principios, se había encargado la Compañía de la administración espiritual de un pueblo vecino a la ciudad que da su nombre el valle de Xalatlaco. Con esta ocasión eran muchos los indios que venían aun de otros pueblos a oír la palabra de Dios, y no menos abundante el fruto. En dicho lugar una india joven había sido por algún tiempo escandalosa red de muchas almas. Oyendo una de aquellas piadosas exhortaciones se confesó con extraordinarios afectos de compunción, y con tan eficaz deseo de enmendarse, como manifestó después con mucho mérito. En efecto, a pocos días la memoria de los pasados placeres comenzó a darle una guerra tan viva, que sin alguna tregua día y noche la ponía en un riesgo evidente de desesperar. Entregose por dirección del confesor a los ejercicios de la más áspera penitencia. Eran frecuentes y rigorosos sus ayunos, diarias y sangrientas sus disciplinas, continuo el silicio, fervoroso y humilde su recurso al Señor; sin embargo, aun no se apagaba la llama con que quería el cielo probar su fidelidad o inspirarle una saludable desconfianza. Se tomó el trabajo de subir descalza con una pesada cruz sobre los hombros el repecho de un monte bastantemente declive y fragoso. Se consagró al servicio del hospital, donde entre los ascos y los espectáculos más tocantes a la miseria humana, se le olvidase y borrase enteramente aquella molesta impresión del deleite. No hallando remedio   —123→   en tantos piadosos ejercicios, determinó hacer, digámoslo así, el último esfuerzo del valor. Había entre los enfermos uno asquerosísimo, cuya cabeza encancerada era un manantial de podre y de granos. El hedor no era soportable aun a alguna distancia. La india afligida sentía en sí todo el horror de la naturaleza en solo acercarse a su lecho; pero animada de su mismo peligro, y llevada de un extraordinario impulso de la gracia, se arrojó a lamer la llaga hedionda, y lo que apenas se puede creer, perseveró en este ejercicio una semana entera, hasta que sacudió aquella peligrosa tentación. Acción admirable que aun en el grande apóstol de la India se hace mucho lugar a la atención, y que alcanzó de Dios, justo reconocedor del mérito, el singular privilegio de no sentir en lo de adelante las rebeldías de la carne. A otra india principal le había atraído su hermosura la persecución de un noble y poderoso, a que había resistido con heroico valor algunos años. En tanto intervalo de tiempo, y en la cualidad del pretendiente, es fácil imaginar los artificios, las amenazas, las mediaciones y promesas que haría jugar para sus vergonzosos designios. Finalmente, a pesar del recreo y cuidado que ella ponía en robarse a sus ojos, hubo de lograr con no sé qué ocasión la de hablarle y preguntarle el motivo de tanta resistencia. La virtuosa doncella, que asistía con frecuencia a la explicación de la doctrina y a recibirlos sacramentos en nuestra iglesia; y qué, señor, le respondió, ¿no habéis oído decir a los padres que de que se llega a la santa comunión se hace un cuerpo con Jesucristo?, y ¿permitiréis que yo haga esta injuria al Señor que frecuentemente recibo, haciendo servir el mío a la deshonestidad? Estas graves palabras bastaron para contener a aquel libertino, y librarla para siempre de su importuno amor. Ni eran los indios solos los que se aprovechaban tan bellamente de aquellas fervorosas exhortaciones. Una señora de lo más noble del país, aunque lo manifestaba poco en su vida licenciosa, vino por este mismo tiempo a confesarse. Su amargo llanto daba bien a conocer las disposiciones de su espíritu. Había oído pocos días antes un sermón en que el predicador había ponderado con grande energía aquel texto de San Pablo, que el pecador vuelve a sacrificar al hijo de Dios. La imagen de Jesucristo, a quien le parecía había crucificado tantas veces, hizo por entonces mucha impresión en su alma; pero concurriendo poco después con aquel la misma persona que había sido hasta entonces el motivo de sus disoluciones, cedió fácilmente a su inclinación. Divertíase con él a deshoras de la   —124→   noche en sus amatorias conversaciones, cuando repentinamente sin viento o alguna otra causa que pudiera ocasionarlo, se apagó la luz que los alumbraba. ¡Saludable obscuridad que fue todo el principio de su dicha! Determinó pasar a encender la luz a otra cuadra, y había de pasar forzosamente por una pieza grande obscura y sola. El suceso mismo de haber faltado la luz, que tenía no sé qué de maravilloso y extraordinario, el silencio de la noche, la oscuridad, el pavor tan natural a su seso, y más que todo, el mal estado de su conciencia, junto con la memoria de aquel pensamiento que poco antes había agitado su espíritu, todo esto, digo, le perturbó la imaginación de tal manera, que le pareció que veis, o vio en realidad, a Jesucristo clavado en la cruz y bañado en la sangre que corría de sus llagas aun recientes. Este espectáculo la deshizo en dulcísimas lágrimas, y vuelta al cómplice le suplicó por último favor que la dejase llorar las culpas que él había ocasionado; y hecha un sincera confesión, vivió después ejemplarmente el resto de sus días.

[Primera congregación provincial] Con tales sucesos como estos, bendecía Dios los trabajos de nuestros operarios. De todas partes venían al padre provincial noticias que lo llenaban del más sólido consuelo, y creyendo que causarían este mismo efecto en el ánimo del padre general Everardo Mercuriano, y de todos los jesuitas de Europa, determinó no tenerlos más tiempo privados de tan agradables maestros. Juntó congregación provincial para elegir procuradores a las dos cortes de Roma y Madrid. Esta providencia, fuera de estar muy recomendada en nuestro instituto, pareció necesaria en las circunstancias de una nueva provincia para la confirmación de los colegios, asignación de sus respectivos rectores, y una individual relación de sus progresos. Debían pedirse varios reglamentos para lo venidero a nuestro padre general, y darse cuenta muy exacta al rey católico de una obra que su Majestad había querido mirar como suya y promover con tanta dignación.

Los únicos vocales de semejantes asambleas, según nuestras constituciones, deben ser los profesos de cuarto voto. Pero en treinta sujetos, o poco más, de que entonces se componía la pequeña provincia, no se hallaba de este carácter sino uno solo, fuera del padre provincial, que era el padre Pedro Díaz. Tanto se ha juzgado siempre digna de aprecio esta cualidad en la Compañía. El padre doctor Pedro Sánchez, para suplir este defecto, nombró consultores de provincia y admonitor suyo. A estos, dice el padre Juan Sánchez en un retazo de historia   —125→   que nos ha quedado de su mano, se dio voto en congregación que con tanta simplicidad y lisura se procedía en aquel tiempo, y juntos todos, que fueron cinco, eligieron por procurador al padre Pedro Díaz, actual rector del colegio de Oaxaca, sujeto capaz de dar en aquellos grandes teatros mucho crédito a la provincia, y de manejar con aire les importantes asuntos de que se había encargado. Se le dio por substituto al padre Alonso Ruiz, que un año antes había venido de la Europa. Esta fue la primera congregación de la provincia de Nueva-España, celebrada el 5 de octubre de 1577. Por estar ya tan avanzada hacia el invierno la estación, no pudieron los navíos salir de Veracruz hasta la siguiente primavera. Fuera de los domésticos negocios llevaban a su cuidado algunos otros del señor arzobispo, y muchos curiosos presentes de este prelado para el Sumo Pontífice Gregorio XIII, en que no tanto hacía alarde de sus rentas y riquezas como de la veneración y respeto con que reconocía y protestaba la dependencia y unión a la soberana cabeza de la iglesia. Imágenes muy exquisitas de pluma de diversas especies, de bálsamos, piedras besoares, singulares raíces, y otras cosas medicinales; grande acción de piedad, en que conforme a la antigua disciplina se hizo servir a la religión y a la fe lo que sacrifica el mundo a su profanidad y ambición. A fines de este mismo mes comenzó a leer su curso de filosofía el padre doctor Antonio Rubio. Los grandes aplausos que tuvo este docto escritor en la América, merecen que se haga de él esta particular memoria. Después de algunos años de cátedra, que gastó en pulir aquellas mismas doctrinas, partiendo a Roma de procurador de la provincia, imprimió en España el celebrado curso filosófico que ha eternizado su nombre. La Universidad de Alcalá por auto muy honorífico a la Compañía y al padre Rubio, mandó que todo los cursantes de aquella famosa academia, siguiesen aquel mismo plan de filosofía con grande gloria de la Universidad de México, de cuyo gremio salió tan celebrado maestro.

El padre procurador Pedro Díaz con el hermano Martín González, después de una larga detención, salieron de San Juan de Ulúa y con próspera navegación llegaron a Cádiz. En México a principios del año de 1578, o a fines del año antecedente, se había remitido de Roma un riquísimo tesoro de reliquias. La Santidad de Gregorio XIII llevado de aquel paternal amor que mostró siempre a la Compañía, sabiendo como trabajaban por la gloria de Dios en estas partes de la América, quiso excitar su fervor, y animar la de recién plantada en   —126→   estos reinos con los preciosos despojos de muchos santos, que desde sus primeras cunas ha conservado con veneración la Iglesia santa, como pruebas de la verdad de nuestra religión, como memorias de su virtuosa vida, y como prendas de su resurrección gloriosa. Para este efecto, dio facultad a nuestro maestro reverendo padre general Gerardo Mercuriano, para que de los inmemorables sepulcros y memorias antiguas que conserva y venera aquella patria común de los mártires, extrajese reliquias y las remitiese en su nombre a las provincias de Indias. A la de México, se remitió desde el año de 1575 una crecida cuantidad en un aviso de España, que naufragó a la costa de Veracruz. La gente de mar se apoderó de aquel rico tesoro, que apenas apreciaba sino por los exteriores adornos. A pocos días de verse libre del naufragio por la pasada fatiga y el poco favorable temperamento de aquel puerto, se apoderó de ellos una epidemia de que morían cada día muchos. Los que habían repartido entre sí las reliquias, dieron parte al comisario del santo oficio, que allí residía, añadiendo que los cajones en que venían, según el rótulo, parecían pertenecer a los padres de la Compañía. Restituyó cada uno lo que había tomado, y el comisario las remitió luego a México, donde se recibieron con grande veneración; pero con el pesar de no poderlas exponer al público culto por la falta de auténticas o certificaciones necesarias, de cuya conservación no habían cuidado los marineros. Diose a Roma noticia del naufragio, pidiéndose nuevas auténticas; pero Su Santidad quiso añadir otro nuevo favor, mandando extraer mayor porción de ellas, que llegaron con felicidad. Muchas vinieron insignes por su magnitud, y muchas por los santos de cuyos cuerpos se tomaron. Entre estas, las más especiales fueron una espina de la corona de nuestro Salvador, un Lignum Crucis, otras del vestido de la Santísima Virgen, de su castísimo Esposo y de Señora Santa Ana. Dos de los príncipes de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, y once de los restantes: veinticuatro de santos confesores, catorce de santos doctores, veintisiete de algunos santos particulares, cincuenta y siete de santos mártires de nombre conocido, con otras muchas, que por todas eran doscientas y catorce de algunos bienaventurados, cuyos nombres ignora la Iglesia Militante, y espera leer en el libro de la vida. Luego que se recibieron en casa, conformándose a la disposición del Sacro Concilio Tridentino, se dio parte al ilustrísimo señor don Pedro Moya de Contreras, que pasó luego a reconocerlas y las adoró el primero. Estuvieron por algún tiempo en una decente pieza interior del colegio,   —127→   ínterin se disponía lo necesario para la colocación, en que se interesó la ciudad para hacerlo con el aparato más magnífico que hasta entonces ha visto en la América. En presencia de aquel sagrado depósito, (dice un antiguo manuscrito de aquellos tiempos) pasaban los nuestros muy largos ratos de oración, y se experimentó en todos un nuevo y sensible fervor, que se atribula justamente a la intercesión de aquellos amigos de Dios, a quienes ha querido honrar su Majestad excesivamente.

[Incendio en Pátzcuaro] Mientras que en México se disponía todo para una función ruidosísima en la colocación de las santas reliquias, cuyos preparativos ocuparon cuasi todo el año, en Pátzcuaro un voraz incendio consumió una gran parte de nuestra iglesia, y habría acabado con toda ella si no lo hubiera impedido la gran diligencia de los indios. Ellos dieron en esta ocasión una prueba bien sensible del grande amor que profesaban a la Compañía. Cayó un rayo en la techumbre de nuestro templo, que había sido, como dijimos, la antigua Catedral. Su maderaje antiguo y seco, y un viento fuerte que reinaba del Sur, animaban la llama. Los truenos y centellas eran frecuentes y espantosas. Iglesia y colegio se tenía muy en breve reducido a cenizas. Los padres en aquella repentina consternación, no habían podido poner en salvo cosa alguna. La intrepidez de los tarascos suplió a todo. Divididos en tres tropas que conducían los tres principales caciques de la ciudad, unos tomaron a su cargo transportar los muebles de la casa: otros con mayor peligro desalojar los altares y asegurar las alhajas de la iglesia; otros finalmente, más valerosos, montaron las paredes armados de los instrumentos necesarios para destrozar el artesonado, y de mantas, capotes y otros géneros mojados, y muchos cubos de agua para sofocar la llama, como en efecto lo consiguieron, sin muerte o fatalidad notable. El valor, la actividad, y sobre todo, el orden con que se ejecutó, hubiera sido admirable en la gente más disciplinada y más culta de la Europa. Los padres volviendo al colegio, no hallaron sino las paredes enteramente desnudas. Del techo de la iglesia se había consumido una gran parte; la mayor y principal se había preservado. Gustosamente daban por perdidos los padres los muebles de la casa. Sentían los vasos sagrado y demás alhajas de sacristía; pero no era posible averiguar donde estaban, ni por otra parte querían ofender a aquellos mismos a quienes se confesaban agradecidos. Poco les duró esto embarazo. Serenado todo aquel alboroto, y reconocido a su satisfacción todo lo que necesitaba de reparo, con el mismo orden fueron restituyendo cuanto   —128→   habían llevado. Una estampa, una pluma no falló, con grande admiración y reconocimiento de los padres.

Fue mayor aun su sorpresa cuando los tres caciques después de haber tomado sus medidas y conferenciado con los de su nación, volvieron a presentarse al padre rector. Este les dio muy afectuosas gracias por el importante servicio que acababan de hacer al Señor y a la Compañía; pero ellos que no tanto querían mostrarse acreedores al agradecimiento, cuanto empeñarse en nuevos servicios: «Por mucho, dijeron, que a tu buen corazón parezca, padre, que hemos hecho nosotros en preservar de su total ruina la casa de Dios y la vuestra, a nosotros no nos parece haber cumplido con nuestra obligación, mientras vemos destechada y expuesta a las injurias del tiempo vuestra iglesia. Este edificio lo levantaron nuestras manos. A ellas pertenece también repararlo. Tiene también para nosotros la grande recomendación de haber trabajado en ella el primer pastor y padre de nuestras almas, y estar ahí sepultado su cuerpo venerable, cuya atención, prescindiendo de cualquiera otro motivo, sería bastante para empeñarnos a procurarle toda la decencia que alcanzan nuestras fuerzas. Solo te pedimos, pues, nos hagas el honor de reedificarlo a nuestra costa. Sabemos las cortedades que padecéis, y podéis estar seguros, que en esto no os hacemos favor alguno, ni miramos sino a nosotros mismos, y a todo este gran pueblo, a cuyo bien os habéis enteramente dedicado, y en cuya utilidad ceden todos vuestros saludables ministerios». El padre rector agradeció, como debía, tan singular atención a los caciques. Y en efecto, aunque algunas otras piadosas personas concurrieron de su parte con algunas limosnas, todas, ellas no habrían bastado sin la liberalidad de los indios. Se emplearon en esta obra más de quinientos. Venían por las mañanas a trabajar, y sacian al campo coronados de guirnaldas de flores, y de la misma suerte conducían a la iglesia las maderas, con música de sus clarines y flautas, como consagradas al culto de Dios, en que mostraban al mismo tiempo la piedad y la alegría, que tanto aprecia el Señor en las dádivas que se ofrecen a su culto. Con semejantes trabajadores, dentro de muy poco se renovó y aun mejoró la fábrica de nuestro templo, de que algunos días después tuvieron mucho que sentir y en que manifestar de mil modos la aflicción y singular aprecio que hacían de los jesuitas.

[Inténtase la traslación de la Catedral de Pátzcuaro a Valladolid] Había determinado por este mismo tiempo el ilustrísimo señor don fray Juan de Medina Rincón, que actualmente presidía aquella iglesia pasar de   —129→   Pátzcuaro a Valladolid la Catedral de Michoacán. Habíase intentado esta traslación desde el tiempo del señor don Antonio Morales, segundo pastor de aquella iglesia. Obtúvose la bula de su santidad y la licencia del rey católico; pero las dificultades con que se tropezaba en la ejecución, fueron tantas, que dicho señor pasó, como cirros, al obispado de Tlaxcala sin haberse podido resolver a poner en práctica sus designios. El señor don Juan de Medina, que le sucedió en el obispado y fomentaba el mismo deseo, tuvo que luchar algún tiempo con muelles de los republicanos, y los más ancianos de su cabildo, que no podían resolverse a dejar sus casas y las antiguas comodidades de Pátzcuaro, a quien miraban como a hechura suya, y como una tierna memoria de su primer obispo y padre don Vasco de Quiroga. Alegaban que el santo prelado había escogido aquel lugar por divina revelación. En efecto, era fama común que solicitó el señor don Vasco de un lugar a propósito para establecer su silla episcopal, y recorriendo para este efecto su diócesis, llegó a Pátzcuaro, donde no halló más que un carrizal a la falda de una pequeña altura. Pasó allí en oración gran parte de la noche, y sobrecogido del sueño, se le apareció el doctor de la iglesia San Ambrosio, diciéndole, que dejase allí su residencia: se cree, que al golpe de su báculo brotó a la falda de aquel montecillo un ojo de agua, saludable y cristalina, de que se provee todo el lugar, y a cuya educación milagrosa, fuera de la común tradición, favorecen no pocas de las antiguas pinturas. El suceso pareció mostrar que había sido del cielo la elección. Los indios, en número de más de treinta mil, dejaron con gusto sus pueblos por venir a establecerse en la nueva ciudad. Los más de los españoles, que desde el tiempo de Cortés, bajo la conducta de Cristóbal de Olid, se habían establecido en Tzinzunza, se pasaron a Pátzcuaro, que se hizo desde entonces el centro de todo el comercio, y como la corto de Michoacán. A pesar de la contradicción de los antiguos capitulares, que ya eran pocos en el cabildo que se juntó para explorar, según el tenor de las bulas, su consentimiento, quedó resuelta la traslación por la mayor parte de los vocales. Leyéronse luego las reales cédulas, en que su Majestad mandaba se trasladase a Valladolid el alcalde mayor, justicia y regimiento de Pátzcuaro. La nueva metrópoli no distaba de allí sino siete leguas al Este Surueste. Hasta entonces no había sido sino un ruin cortijo con ocho u diez casas de españoles, y dos conventos de San Francisco y San Agustín. Esta ciudad, pretenden algunos, haberla fundado el maestre de campo, Cristóbal de   —130→   Olid, y que de su apellido y la última sílaba de su nombre, se le dio el que tiene. De esta opinión ha sido Gil González de Ávila, de donde sin duda le tomaron el padre Murillo y algunos otros modernos a quienes favorece Bernal Díaz del Castillo, autor poco exacto en este género de noticias. No sabemos que tenga más fundamento esta opinión, que la analogía del nombre, y saberse por otra parte que Hernando Cortés, mandó a Cristóbal de Olid a Michoacán con cien infantes y cuarenta caballos; pero estos, no se establecieron sino en Sinsonza, y de allí pasaron algunos a Colima a descubrir y pacificar la Costa. Parece lo más cierto, que la ciudad de Valladolid la fundó don Antonio de Mendoza, primer virrey de Nueva-España. Con ocasión de ir a pacificar los rebeldes de Suchipila, jurisdicción de la Nueva Galicia, se dice haber pasado por aquel país, cuya hermosa vista le encantó. Determinado a fundar en aquella rasa y fértil campiña una ciudad, que fuese algún día la capital de la provincia, hizo en nombre del rey merced de tierras a los que quisiesen poblar en aquel sitio. Otros piensan haber sido con el motivo de una caza. En efecto, sabemos cuanta era la afición de este señor a este noble ejercicio, y que de la que hizo uso de los antiguos mexicanos en las vecindades de San Juan del Río, dura aun fresca la fama en el llano hermoso que conserva hasta hoy el nombre del Cazadero. Sea de esto lo que fuere, la ciudad está como a sesenta leguas al Oeste de México. La abundancia del país, genio y religión de sus antiguos habitadores, es muy semejante a la de Pátzcuaro, de quien ya hemos hablado. Le dan sus naturales el nombre de Guayangaréo. Herrera la pone en 19 grados 10 minutos de latitud boreal; los más modernos en 20. El primer convento que tuvo fue el de San Francisco, fundado por fray Antonio de Lisboa. Sobrevino la religión de San Agustín, que allí tiene un magnífico convento, cabecera de una religiosísima provincia. Los Carmelitas se establecieron por los años de 1593, en tiempo del ilustrísimo señor don fray Alonso Guerra, que fundó también el monasterio de Santa Catarina, sujeto al ordinario. Algunos años después, los de Nuestra Señora de la Merced y la hospitalidad de San Juan de Dios. Villaseñor le da en el día a Valladolid como veinticinco mil almas entre españoles, mestizos y mulatos. Indios hay pocos, y hubo aun menos en sus principios. El maestro Gil González, dice que don Antonio de Morales, primero de este nombre, trasladó la iglesia catedral de Pátzcuaro a Valladolid. No podemos dejar de sentir la flaqueza de su memoria, cuando en el párrafo   —131→   siguiente, hablando de don fray Juan de Medina, sucesor del señor Morales, dice: este prelado trasladó la iglesia catedral de donde estaba a donde está. Fácilmente podríamos excusar y querríamos este paracronismo, entendiendo lo primero de la intención eficaz de aquel señor obispo, y de las bulas y cédulas que se obtuvieren en su tiempo; puro son tantos los descuidos que se notan, semejantes en este autor, que no podemos entrar en el empeño de defenderlo. Del señor don Vasco de Quiroga, dice que fundó en Valladolid el colegio de la Compañía de Jesús. Aun citando en tiempo de aquel ilustrísimo hubiera tenido Valladolid alguna forma de ciudad, es cierto que según el mismo autor, la Compañía no vino a las Indias sino después de algunos años de muerto el venerable don Vasco, que en el verdadero cómputo son siete, aunque en el suyo son cinco, porque falsamente hizo venir a los jesuitas el año de 1570 en 23 de junio. Esto hemos notado de paso para que nadie quiera juzgar de nuestra cronología por la del maestro Gil González. Laet en su descripción de la América, dice haberse ejecutado esta traslación el año de 1544. Este diligente flamenco confundió vergonzosamente la primera traslación de Tzinzunza a Pátzcuaro, que fue efectivamente ese año, con la de Pátzcuaro a Valladolid. Bernal Díaz del Castillo y el padre Basalenque, en la historia de su provincia, la afijan el año de 80, contando desde aquel tiempo en que acabó de trasladarse toda la ciudad, aunque se había resuelto en cabildo y comenzado a poner en ejecución desde fines del de 1578.

[Inquietud de los naturales con esta ocasión, que sosiegan los jesuitas] Trasladada la Catedral, era indispensable trasladarse el colegio Seminario de San Nicolás, de que era patrono el cabildo, y de cuya dirección, tanto por condescender con los antiguos deseos del señor don Vasco, como en fuerza de cláusula de fundación de nuestro colegio, se había encargado la Compañía, en cuya consecuencia deban pasar también a Valladolid los maestros de escuela y de gramática. El padre provincial Pedro Sánchez, persuadido a que todos los españoles de Pátzcuaro, y aun la mayor parte de los indios, se procurarían establecimientos en la nueva ciudad, había determinado que se trasladase allá también el colegio. El amor de los paisanos a aquel su antiguo sitio, y el que igualmente profesaban a los padres, no dejó poner en ejecución estas prudentes medidas. Cuando vieron comenzar a despojar las iglesias de todos sus adornos, que las alhajas a que ellos habían contribuido con su trabajo y sus limosnas, que las estatuas y pinturas a que se tenía mayor devoción, eran puestas en carros para conducirlas a la nueva ciudad, al   —132→   que corrían por cuasi todos los semblantes, manifestaron bien las disposiciones del pueblo, que se hacía aun violencia para contenerse en los límites de un modesto dolor. Pero viendo deshacer los altares y transportar las reliquias que con tanto costo y solicitud había alcanzado de Roma el señor don Vasco, y de que había procurado hacerles concebir la mayor estimación y confianza, no guardaron medidas. Prorrumpieron en sollozos, que degeneraron breve en un tristísimo alarido. De la iglesia pasó a las calles vecinas, y muy luego a toda la ciudad. De todas partes acudían a millares; unos cercaban la iglesia, otros los carros ya cargados. Cada uno suspiraba por el santo de su mayor devoción, cuyo nombre repetían con voces lastimosas, y entre la multitud se oía sonar con un tiernísimo afecto que aumentaba la aflicción el nombre de don Vasco, del obispo santo, del padre de los tarascos, del fundador de Pátzcuaro. Seguramente entregada la ciudad al pillaje de una nación enemiga, no se habría visto en mayor consternación. Procuraban algunos consolar al pueblo con muy bellas razones; pero eran inútiles todos los esfuerzos, mientras veían crecer a cada instante los motivos de su congoja. Intentaron descolgar una hermosa campana que había mandado fundir y consagrado con grande solemnidad y aplauso de toda la multitud el señor don Vasco de Quiroga. Era esta el único consuelo y recurso en las tempestades de truenos y rayos, de que había sido antiguamente muy molestado el país. A este espectáculo, mudaron de semblante las cosas. De un pesar agravado, se pasa muy fácilmente al furor y a la cólera. Los indios corrieron prontamente a sus casas, se arenaron de sus arcos y flechas, y volvieron en tropas a la defensa de la torre. Los españoles interpretando aquel movimiento, no tanto, como era en realidad, por una piedad imprudente, cuanto por un principio de rebelión que había hallado ocasión de prorrumpir con este bello pretexto, se armaban ya, se nombraban oficiales, y se procuraban poner en estado de defensa. Pareció bien en esta ocasión todo el ascendiente que tenían los jesuitas sobre aquel gran pueblo. Persuadieron fácilmente a los españoles que aquella no era sedición contra el soberano, ni era justo alumbrarles con la misma precaución y desconfianza un delito de que ellos no habían dado hasta entonces el menor indicio a los indios: que la intención de su Ilustrísima no era privarlos de aquel consuelo; que se habían tomado aquellas providencias en la persuasión de que ellos vendrían a mudarse a Valladolid, donde se les prometían   —133→   tierras más fértiles, y temperamento más sano; que si después de todo querían permanecer en Pátzcuaro, no se les molestaría más en el asunto, ni se les daría más motivo de inquietud. Con estas palabras cesó por entonces aquel tumulto, que sin duda hubiera tenido funestas consecuencias, y revivido después con mayor fuerza si no se hubiera tomado la providencia de dejar allí la campana.

Con el ruido de las armas no cesó enteramente la causa que traía tan afligido al pueblo. Supieron la determinación del padre provincial, y como se pretendía pasar nuestro colegio. Luego corrió allá toda la muchedumbre. Cercaban la casa desde afuera con grandes alaridos. Los que entraban dentro se arrojaban a los pies de los padres, preguntándoles con lágrimas si querían también desampararlos. Tuvieron por respuesta, que esa determinación se había tomado en suposición de que todo el vecindario, o la mayor parto de él se mudase; pero que si ellos no estaban en ese ánimo, no les faltaría el colegio, aunque hubiesen de sacrificarse los padres a mendigar entre ellos el sustento. Quedaron llenos de consuelo, y colmando de bendiciones a todos los sujetos de aquella casa. Solo restaba una grave dificultad. Se había dado, como dijimos, para iglesia nuestra la antigua Catedral, en que yace el venerable cadáver del señor don Vasco. Habíase éste entregado a los nuestros como en precioso depósito, que deberían restituir sin embarazo siempre que se verificase la traslación de la silla episcopal. Cumplida ya la condición, reconvinieron a los padres para la entrega, a que no sin grave pesar, se mostraron prontos, aunque previendo bien que sería difícil ejecutarlo sin una extraña conmoción de todo el pueblo. Efectivamente, este era el golpe más doloroso para los indios. Luego que lo supieron se renovó el llanto, y aun la indignación. Volvieron a las armas y tuvieron algunos días acordonada la iglesia y el colegio, mudándose toda la noche las centinelas. Cuando ya pareció estar más descuidados, vino una de las dignidades del cabildo para que ocultamente se extrajese el cuerpo. No se ocultó este ardid a la vigilancia y celo de los tarascos. Volvieron a cercar toda la cuadra y para que jamás pudiese moverse el sepulcro sin noticia suya, cortaron una loza de enorme peso y magnitud, y lo sellaron con ella a su satisfacción. El cabildo se vio obligado con dolor a sobreseer en el asunto. Los indios triunfaron, quedándose con el cadáver de su amado padre, a que les parecía estar vinculada toda la felicidad de su país, y los jesuitas tuvieron, y tienen aun hoy el consuelo de que esté sepultado   —134→   entre ellos un prelado tan santo y que profesó siempre un tan sincero amor a la Compañía. Por lo que mira al colegio, no se movió alguno de los sujetos. Esta atención pareció necesaria a la confianza y amor que habían mostrado aquellas buenas gentes. El padre provincial vio muy bien la incertidumbre y la incomodidad a que iba a exponer a los suyos, que se enviaban a Valladolid. Esta ciudad comenzaba cuasi a fundarse entonces. El señor obispo y su cabildo, aunque tan favorecedores de la Compañía, se veían empeñados en el edificio de la nueva Catedral y de sus respectivas habitaciones, como los demás republicanos.

[Principios del colegio de Valladolid] Sin embargo, por no faltar lo que se había convenido con un cuerpo tan respetable, se enviaron allá dos sujetos de grande religiosidad, que fueron los padres Juan Sánchez y Pedro Gutiérrez. El primero por superior de aquella residencia, y el segundo de maestro de gramática, a que se añadió poco después un hermano coadjutor para la escuela. El regimiento de la ciudad había prometido al padre provincial que poco antes había venido de la visita del colegio de Pátzcuaro, ayudar con lo que predican al acomodo de los nuestros. Hospedáronse estos en una casa muy antigua y ruinosa que los demás habían despreciado. El padre Juan Sánchez, hombre industrioso y perito en la arquitectura y matemáticas, la aseguró lo mejor que pudo. De un establo y otra pieza que se le añadió reformó una pequeña iglesia, tanto más devota cuanto más semejante a la primera habitación que tuvo el hijo de Dios sobre la tierra. Dos de los regidores se encargaron de juntar entre los vecinos alguna limosna para el colegio. Estos eran tan pocos, que apenas llegaban a cuarenta, y todos pobres; sin embargo, se dieron a esta piadosa fábrica algunas deudas, aunque pocas de ellas se cobraron. A los ocho días trajeron los diputados a casa las escrituras y entregaron al padre superior diez pesos y tres reales en plata. Por la cortedad de este donativo será fácil conocer las necesidades que pasarían los fundadores de Valladolid en los primeros meses. El señor obispo entre las muchas y gruesas limosnas que hacía a toda la ciudad, no se olvidó de los jesuitas, pero más que todos se esmeraron en procurarles todo alivio las dos religiones de San Francisco y San Agustín. Los dos esclarecidos conventos, de concierto entre sí quisieron tomarse la obligación muy propia de su caridad, de enviar cada semana al colegio lo necesario de pan y carne, y tal vez algunas cosas pertenecientes al servicio de la iglesia. Piadosísimo ejercicio en que constantemente   —135→   perseveraron todo el tiempo que aquella casa destituida de fondos no podía sostenerse por sí misma, que dura aún y durará siempre en la memoria y agradecimiento de aquel colegio y de toda la provincia. Tales fueron los principios de esta fundación, fecundos en abatimientos y en pobreza, que llevaban aquellos primeros jesuitas con una alegría y prontitud de ánimo muy propia de su instituto apostólico y poderosa para conciliarse el afecto y veneración de toda la ciudad. Hombres, que abandonándose enteramente al cuidado de la Providencia, solo procuraban el alivio y la salud de sus hermanos. Como si no tuvieran cuerpos que sustentar y que vestir, se les veía del todo ajenos de aquellas congojas que tercian embargada la ciudad, recogidos dentro de casa entregados a la educación de la juventud y a sus religiosas distribuciones. No parecían en las calles sino predicando los días de fiesta, o con la campanilla en la mano juntando a los niños y gente ruda para la explicación de la doctrina.

[Misión del padre Concha a la Puebla, y principios de aquel colegio] Cuasi al mismo tiempo que sobre estos cimientos se fundaba el colegio de Valladolid, el padre Hernando Suárez de la Concha corría en fervorosas misiones el territorio de la Puebla. En todas partes hallaba mucho en que emplearse su celo infatigable. En los pocos años que llevaba de América había caminado ya en este apostólico ejercicio todo el arzobispado de México y obispado de la Puebla; dos o más veces había corrido el de Michoacán, otras tantas la Nueva Galicia, y una gran parte do la Nueva-Vizcaya. De los cuatro colegios que hasta entonces contaba la provincia, dos puede decirse con verdad, se debían al buen olor de edificación que este grande hombre había dejado de la Compañía en sus excursiones apostólicas. Presto lo veremos echar los fundamentos de otro más ilustre en la ciudad de los Ángeles. Ocupábase el padre en hacer misión en la villa de Carrión o de Atlixco, a pocas leguas de Puebla, cuando recibió orden de pasar allí a predicar la cuaresma. No era esta la primera ocasión que había hecho cruda guerra a los vicios en aquel mismo campo. En la ocasión presente pareció haberse excedido mucho a sí mismo en la fuerza y energía de su elocuencia, y haberse multiplicado el trabajo. No parecía posible que un hombre solo pudiese predicar con tanta frecuencia y tanto ardor, entregarse tan de espacio y con tanta tranquilidad al consuelo de los penitentes, responder tantas consultas, y componer tantos litigantes, que con una entera eficacia se comprometían en su persona. Una caridad tan oficiosa y tan enteramente consagrada sin algún   —136→   interés personal a la utilidad pública, convirtió así los ojos de toda la ciudad. Comenzose a tratar con ardor de la fundación de un colegio; no eran nuevos estos deseos en aquella ilustre república. Desde que pasaron por allí los primeros jesuitas en su viaje a México había pretendido detenerlos. Dijimos como el doctor don Alonso Gutiérrez Pacheco, primer comisario del Santo Oficio y segundo arcediano de aquella Santa Iglesia, los había sacado del mesón y obsequiádolos en su casa. Este ilustre prebendado no olvidó jamás la palabra que le dio entonces el padre Pedro Sánchez, y había procurado fomentar en su cabildo los mismos deseos. El ilustrísimo señor don Antonio Ruiz Morales, quinto obispo de aquella ciudad, que había quedado muy edificado de las religiosas virtudes del padre Juan Curiel en Michoacán, y de los otros padres que había tratado en México, contribuyó no poco a hacerles formar un alto concepto de nuestro instituto, como que de cuya observancia acababan de ver una prueba bien sensible en el deseo de aquella misión y de otra antecedente. Este señor había muerto un año antes, y gobernaba el cabildo Sede vacante, en el cual don Alonso Pacheco tenía una grande autoridad y estimación, aun más que por su dignidad, por su gran virtud y literatura, que lo merecieron algunos anos después el honor de ser diputado a Roma, para impetrar del Sumo Pontífice Paulo V la confirmación del concilio mexicano. No le fue difícil persuadir a los demás miembros del cabildo y a la ciudad, un asunto a que por sí mismos estaban ya bastantemente inclinados. Trataron de acuerdo con el padre Concha, y este pasó la noticia al padre provincial, que admitió gustosamente la propuesta. El arcediano, ya que algunas justas obligaciones no le daban lugar a hacernos, como había deseado, donación de la casa en que había hospedado a los misioneros, hizo por lo menos toda la caridad que pudo rebajando mucho de su valor, y vendiéndola a la Compañía en solos nueve mil pesos, a pagar en diversos plazos. Estaban las casas en el sitio mejor de la ciudad, a una cuadra de la Catedral, plaza mayor y casas de cabildo, justamente en aquel mismo lugar en que hoy está el colegio. Para dar asiento fijo a la fundación, pasó a la Puebla el padre Pedro Sánchez con el padre Diego López de Mesa, a quien dejó por superior de aquella casa, de que se tomó jurídica posesión el día 9 de mayo de 1578.

[Colocación de las santas reliquias] Dejamos disponiéndose en el colegio máximo la solemne colocación de santas reliquias. El excelentísimo señor virrey, los cabildos eclesiásticos   —137→   y secular, los colegios, los republicanos, y las señoras mismas, quisieron tomar mucha parte en la dedicación y hacer alarde no tanto de su riqueza, como de su piedad, y lo que acaso pudiera hacerse increíble, de la grande aceptación y general aplauso que en tan pocos años se ha granjeado la Compañía. De la relación de estay fiestas, sacó a luz un tomo el padre Pedro Morales; pero por ser hoy muy exquisito este libro y tener aquí su propio lugar, daremos una idea general, dejando aquellas particularidades que están bien en una circunstanciada relación, y no tienen lugar decente en una historia. Mandáronse imprimir unos breves sumarios de todas las reliquias, de las muchas indulgencias que la Santidad de Gregorio XIII concedía para el día de su colocación, que se señalaba el 1.º del próximo noviembre, y de otra, que había añadido de su parte el señor arzobispo. Con esto se convidaron las cabezas eclesiásticas y seculares, y las personas más distinguidas de esta ciudad. Y pareciéndoles a los diputados poco concurso el de todo México, despacharon fuera de él muchas copias a todas las ciudades y lugares del reino, con una relación del grande aparato que se prevenía. La devoción o la curiosidad fue tanta, que de muy lejos se vieron correr en tropas a la capital, y su notó, no sin admiración que fuese en fuerza del convite, o lo que parece más verosímil, por una rara y misteriosa contingencia, que de todas las catedrales del reino se hallaron para el día 1.º de noviembre algunos capitulares que la iglesia metropolitana, como si fuera de su mismo gremio, abrazó y honró cuanto fue posible con los más distinguidos puestos. La ciudad y ayuntamiento publicó un cartel literario con siete certámenes, señalando ricos premios y jueces que reconociesen el mérito de las piezas y los adjudicasen a las que debían ser coronadas. Este cartel, con el noble acompañamiento de los diputados y algunos otros caballeros, de muchos colegiales de los seminarios, y otros de los más principales de nuestros, estudios, con ricos vestidos y jaeces, al son de trompetas y clarines, se paseó por las calles. Llegando la vistosa caravana a las casas de cabildo, un heraldo lo leyó en alta voz desde el balcón, y al mismo, en un dosel de damasco carmesí con franjas de oro, estuvo puesto algunos días. Se dispusieron diez y nueve relicarios, cuyo adorno fue de cuenta de las más nobles señoras, que con una piadosa porfía procuraron excederse unas a otras, no menos en la disposición y simetría, que en el número y preciosidad de las joyas. El señor virrey mandó venir los caciques de los pueblos comarcanos con sus respectivas   —138→   insignias y música. Trajeron consigo los santos patronos de sus pueblos, y tuvieron a su cargo asear las calles y alfombrarlas de yerbas y llores que aun por noviembre no faltan en la América. Hizo, fuera de esto, Su Excelencia visita de las dos cárceles públicas de la ciudad, y en atención a la solemnidad del día, dio libertad a muchos presos, cuyas causas lo permitían, ofreciéndose Su Excelencia y los reales ministros que lo acompañaban, con grande ejemplo de liberalidad y caridad cristiana, a pagar las deudas que muchos de aquellos infelices eran el único delito que los había conducido a aquel lugar. Acción que enseñó a toda la república, que aquel exterior magnífico no podía ser agradable a los santos, si no le añadían los interiores afectos de piedad, y la práctica de las virtudes cristianas de que ellos nos dejaron tan heroicos ejemplos. Las santas reliquias se condujeron ocultamente de nuestra iglesia a la catedral, de donde debía salir la procesión. Desde aquí hasta nuestro colegio se levantaron cinco arcos triunfales, el que menos de cincuenta pies de alto, todos de muy bella arquitectura de diversos órdenes, con varias pinturas o propias o simbólicas, y sus compartimientos para las tarjas y letras dedicatorias y alusivas, de muy bello gusto. Fuera de estos pusieron los indios a su modo más de otros cincuenta, revestidos de yerba y flores olorosas y adornados de flamillas y gallardetes con varios colores, y de trecho en trecho algunos árboles con sus respectivas frutas, unas naturales, otras fingidas o de cera o de arcilla, y muchos pajarillos, que atados con hilos largos, volaban con alegre inquietud entre las ramas. Las puertas, balcones y ventanas se adornaron con ricas tapicerías y varios doseles de oro y seda. La riqueza de los adornos, y el artificio y disposición fue tal, que el excelentísimo señor don Martín Enríquez, después de verlo todo muy espacio, dijo a los padres y señores que lo acompañaban, que todo el poder del rey en las Indias no era capaz de aventajar lo que en la presente ocasión había hecho la Compañía.

A la mañana concurrieron a la catedral todo el clero y beneficiados comarcanos con sobrepellices, las religiones, los colegios y cofradías con sus diferentes insignias. Los dos cabildos, eclesiástico y secular, y el señor virrey con el gravísimo senado de oidores, alcaldes de corte y demás ministros de real audiencia, toda la nobleza de la ciudad e innumerable pueblo. Ya todo se disponía a la marcha cuando repentinamente llegó a Su Excelencia un correo de Veracruz con la noticia del feliz arribo de la flota a aquel puerto, y vuelto a los circunstantes, ya comenzamos,   —139→   dijo, a experimentar el patrocinio de los santos. Y efectivamente, fuera de ser tan plausible esta nueva en México, lo era mucho más en las circunstancias de estar tan entrado el invierno, y de ser el tiempo de nortes, a cuya violencia se temía que peligrasen los navíos sobre la costa. En acción de gracias se mandó luego entonar el Te Deum con universal regocijo que contribuyó no poco para hacer este día de los más bellos y festivos que ha tenido la América. Comenzó luego a ponerse en orden de concurso. Los diez y ocho relicarios llevaban otros tantos señores prebendados revestidos de riquísimos ornamentes, seguía con la sagrada espina don Francisco Santos, tesorero de la Santa Iglesia e inquisidor, electo después obispo de la nueva Galicia. El ilustrísimo señor don Pedro Moya de Contreras, ocupado en la visita de su diócesis, no pudo hallarse a la función que había sin duda autorizado gustosamente. Con este orden llegó la procesión al primer arco situado en aquel ángulo de la plaza que da fin a las casas del marqués del Valle, y donde desemboca la calle de Tacuba, alto de cincuenta pies y ancho de treinta y ocho. Era de orden toscano, con dos fachadas, una al Sur que miraba a la gran plaza, y otra al Norte hacia la calle de Santo Domingo. Tres hermosas portadas daban paso, dos colaterales y una en medio más alta en un tercio: en el friso que miraba al Sur se veía la dedicatoria a San Hipólito mártir, patrón principal de esta ciudad, por haberse conquistado en su día esta corte de la América. La reliquia de este insigne mártir, junto con otra que se venera en la iglesia catedral, marchaba la primera en un brazo de plata de dos tercias de alto. Al llegar la sagrada reliquia salió del arco una danza de jóvenes vestidos a la antigua mexicana, con mucha seda y hermoso plumaje. Cantaron en alabanza del santo mártir en la lengua del país, con metro castellano, algunos motes al compás de varias escaramuzas que hicieron con mucho aire. Al fin de esta cuadra, en medio de las cuatro esquinas, estaba un majestuoso edificio que se elevaba sobre todas las azoteas en forma de trono, sobre treinta y dos pies de ancho, con cuatro frentes a otras tantas calles. En cuatro gradas se levantaban otras tantas columnas, histreadas de dieciséis pies, y orden jónico, que recibían cuatro airosos arcos. Sobre estos corría al rededor un zoclo en que se leía la dedicatoria a los santos Crispín y Crispiniano, y sustentaba una hermosa cúpula que terminaba en un globo dorado y bellamente bruñido. En las cuatro esquinas se habían dispuesto unos doseles con vistosas tarjas y poesías en alabanza de aquellos ilustres mártires.   —140→   Cuatro pinturas de su martirio adornaban las cuadro frentes del zoclo inferior, y dentro, en un altar riquísimamente adornado, se veían sus estatuas, y se colocaron también sus reliquias mientras se cantaba un villancico, se admiraba su hermosura y se tomaba aliento.

De este edificio volvió la procesión al Oriente por la calle que hoy llaman de los Cordovanes, adornada de ricos tapices y paños de Flandes. Poco después del principio de la cuadra, que tiene de largo setecientos cincuenta pies, se entraba por tres portadas en una bóveda que corría por más de ciento y sesenta, toda curiosamente entretejida de flores y yerbas olorosas, y entre las ramas pendientes muchas frutas. Sobre los arcos de las portadas se veía graciosamente imitado un edificio rústico, y dentro los caciques y gobernadores indios con muchas banderas y gallardetes, y gran golpe de flautas, trompetas y clarines. Al pasar la procesión con varios artificios se desprendían de arriba innumerables flores, se abrían pomos con aguas olorosas, se soltaban pájaros, y brotaban entre la yerba mil juegos de agua diferentes. A los lados de la bóveda se veían muchas tarjas con pinturas y poesías alusivas al martirio de San Juan Bautista, a quien estaba el arco dedicado. En medio de la cuadra estaba un altar magnífico, y se entraba luego en otro arco o bóveda semejante a la primera que los caciques de Chalco y otras provincias habían adornado a competencia. Entrose siguiendo el mismo rumbo en otra cuadra que llaman hoy de Montealegre. Toda ella se veía llena de hermosos cuadros de muy bello pincel, y mucha tapicería de seda y oro. Al fin de ella habían erigido los vecinos otro arco de más de cincuenta pies de alto, sobre treinta y dos de ancho. Era de obra toscana fingido de ladrillo, excepto el cornijamento de piedra parda que hermoseaban algunas fajas plateadas. Era de tres órdenes de muy bella arquitectura: En el tercero, que era de tres arcos sobre el frontispicio del medio, se leía la dedicatoria a la Virgen nuestra Señora y a su Santísima Madre y esposo. A uno y otro lado, dos corredores en forma de tribunas con balaustras doradas cerraban el paso y obligaban a volver hacia el Norte. En estas tribunas se hallan dos coros de música, y llegando allí las sagradas reliquias que venían a los dos lados del preste, ocho de nuestros estudiantes, ricamente vestidos, las recibieron y les dedicaron el arco con bellas poesías y danzas muy curiosas. Entre tanto en la cuadra que mira hacia donde ahora está el convento de religiosos carmelitas, a mano derecha el primer edificio, era el colegio Seminario de San Pedro y San Pablo.   —141→   Esta calle aventajaba a todas las precedentes en la riqueza y gusto de sus adornos. Los seminaristas habían elegido en medio de ella el tercer arco dedicado a sus titulares los príncipes de los apóstoles. Era suntuosísimo, y tal, que cuantos lo vieron aquel día dijeron a una voz no haber visto en la Europa cosa más perfecta en este género.

No ofrecía sino una sola entrada. El alto de todo el edificio era de setenta pies sobre cuarenta y ocho de ancho. Su color remedaba el del mármol, su fábrica de orden dórico, fuera de los balcones y pilastras que eran del rústico o toscano, trabajadas de muchas fases a manera de brillantes. Sobre la cornisa del primer compartimiento estaban las estatuas de los doce apóstoles. El cornijamento de piedra parda con algunas fajas de oro, el claro del arco de en medio, era de quince pies y en proporción duple la altura. La frente del medio era compuesta de cuatro columnas y trascolumnas de jaspe turquesado. En lo bajo de los pedestales algunos de los jeroglíficos dorados de medio relieve.

En los intercolumnios dos encasamentos cuadrados con el frontispicio agudo, y en ellos las estatuas de los dos hermanos San Pedro y San Andrés. Sobre cada estatua una tarja hermosa, y dentro de su óvalo alguna sentencia a propósito que interpretaba un dístico latino en la repisa. A los lados, en unos medallones de cartón plateado, se habían entretejido algunas sentencias en idioma y caracteres griegos y hebreos. Debajo de la cornisa corría un friso de cartón dorado y bien bruñido en que se leía la dedicatoria. Sobre la cornisa de este primer orden subían el segundo y tercero en buena proporción, con varias letras, símbolos y pinturas. La fachada que miraba al Norte era en todo semejante a la primera, fuera de las sentencias, jeroglíficos e imágenes. Todo terminaba en un vaso o copa de oro muy grande, lleno de frutas y flores, y a sus lados dos ángeles. Al llegar las sagradas reliquias, unos niños bien aseados entonaron con voces suavísimas algunos motes alusivos a la solemnidad y al colegio. Detrás de un altar, a que hacía fondo un dosel de terciopelo verde bordado de oro, y de dos ventanas que se abrieron improvisamente a los dos lados del arco, salieron tres jóvenes con traje y hermosura de ángeles, que en verso heroico, representaron un coloquio muy acomodado a las circunstancias del día. Apenas acabaron estos doce seminaristas, vestidos todos de acero al uso de los antiguos romanos, y entretejidas muchas joyas, escaramucearon un rato, haciendo al son de los instrumentos músicos   —142→   las evoluciones militares con una prontitud y gallardía, que fue muy aplaudida de todo el concurso. Jugaron después un torneo quebrando lanzas y regando el aire y el suelo con pomos de aguas olorosas que lo llenaron todo de una suavísima fragancia. Acabó toda la estación en una multitud de pajarillos de varios colores a que repentinamente se dio libertad de lo superior del arco.

Al fin de esta cuadra, donde hoy está la iglesia del colegio, estaba cerrado el paso con un boscaje hermoso. En una gruta que formaba en medio, inicia con bello artificio de una lámpara encendida, una fuente que arrojaba la agua muy alta. Los árboles del contorno estaban llenos de todas las especies de frutas propias del tiempo, y muchas otras remedadas, con algunos otros géneros comestibles que pendían de sus ramas. Volviendo a la derecha hacia el Oriente, se presentaba a la vista el cuarto arco, que a los santos doctores de la iglesia, había consagrado la juventud de nuestros estudios. Ocupaba su fábrica toda la anchura de la calle de más de doce varas. El claro del medio era de doce pies, y diez y ocho de alto: cuatro pilastras, dos a cada lado sostenían un cornijamento jónico, sobre el cual se levantaban siete columnas dóricas con capiteles y cornisas corintias; en el friso se leía con letras de oro: Domus sapientiae. Las columnas sostenían una especie de cúpula. En medio se veía un sol de oro muy bruñido con el santo nombre de Jesús, y en los intercolumnios sobre repisas voladas, estatuas de los cuatro doctores mayores de San Buenaventura y Santo Tomás, cuya reliquia venía en la procesión, y del místico y melifluo San Bernardo, cuyo nombre tenía uno de nuestros seminarios. Sobre la cúpula terminaba una estatua del Arcángel San Miguel, a cuya sombra estaba otro de los colegios. Pasado este cuarto arco, y caminando hacia el Oriente, se llegó a la portería de nuestro colegio, que venía a corresponder, poco más acá de donde está ahora la puerta reglar de San Gregorio, donde está el general. Habíase fingido una portada muy alta, sustentada de dos pilastras, sobre la cornisa se veía un cuadro grande de bellísimo pincel, que representaba al Sumo Pontífice Gregorio XIII, dando a nuestro maestro reverendo padre general el cofre de las santas reliquias, con esta letra: In novan Hispanian. Como sesenta pasos más adelante se levantaba el quinto y último arco. Todo este espacio estaba de uno y otro lado enriquecido de muchas colgaduras, cuadros, emblemas o ingeniosas poesías. De las azoteas pendían los estandartes, banderas y pendones de innumerables pueblos, con sus respectivas armas.   —143→   Se consagró este arco a la sagrada espina y Cruz de nuestro Redentor15. Los jeroglíficos, letras y pinturas, eran todas de la sagrada pasión. La fábrica era de orden jónico, fundada sobre cuatro pedestales de una vara en cuadro, y vara y media de alto. Sobre ellos se levantaban cuatro columnas istriadas, sin basas ni capiteles, que recibían tres arcos escarzanos. Por encima de sus claves corría un friso muy gallardo en que se leía la dedicación, con la arquitrabe y cornisa, que como todo el arco, remedaban el jaspe turquesado con algunos perfiles de oro. Aquí se levantaba un frontispicio plano de doce pies en alto con hermosos símbolos y pinturas. Terminaban el edificio tres ángeles de ocho pies de alto cada uno con una insignia de la pasión. Al fin de la cuadra otro boscaje muy natural impedía la salida, y en medio una fuente con pilar y taja de mármol, cuyas aguas después de haberse levantado mucho al aire, formaban por ocultos conductos varios juegos de mucha diversión.

La iglesia en la riqueza y disposición de los adornos, excedía en mucho todo lo que hasta allí se había visto. Celebró la misa el señor don Francisco Santos, y predicó otro de los señores prebendados. Los tres días siguientes fueron de altar y púlpito por su orden, las tres esclarecidas religiones, de Santo Domingo, San Francisco y San Agustín. Los cuatro últimos hizo la casa. Los más de ellos honró con su asistencia el excelentísimo señor virrey, real audiencia y tribunal de la fe. La capilla de la Catedral y toda la plata de esta iglesia, sirvió en nuestro templo todos los días de la octava.

Para las funciones de la tarde, se dispuso una especie de tablados, y en medio un teatro levantado para las representaciones y coloquios. Los cuatro primeros días hicieron por su orden los colegios seminarios de San Pedro y San Pablo, San Bernardo, San Gregorio y San Miguel. El quinto, los estudiantes seglares. El sexto, con innumerable concurso y aplauso, se leyeron las piezas de retórica y poesía sobre los asuntos que se habían señalado en los certámenes. Los jueces en un tribunal majestuosísimo, que se había erigido a este fin, reconocieron las piezas y repartieron los premios. El séptimo día, se representó la tragedia de la Iglesia perseguida por Diocleciano; y el octavo, su triunfo, bajo el glorioso reinado de Constantino el Grande, con tanta propiedad y viveza, que encantado el pueblo, exclamó muchas veces al concluirse,   —144→   que se repitiera el domingo siguiente, como se hubo de hacer con mucha mayor asistencia, y extraordinaria conmoción de afectos piadosos. Estas dos piezas, eran composiciones de los maestros de latinidad y retórica. Los arcos duraron puestos por toda la octava, y el del colegio de San Pedro por todo el mes de noviembre. Pasada esta solemnidad, se ofrecieron muchos particulares a hacer óvalos de plata y de cristal para algunas reliquias de su mayor devoción, y todas se colocaron con bella simetría en un altar, que para este efecto se dispuso. En el centro de él se colocó una imagen de nuestra Señora del Populo, copia de la que se cree pintada por San Lucas, y se conserva en Roma en el templo llamado de Santa María la Mayor, Santa María ad Nives o Santa Maria ad Presepe. A ruegos de San Francisco de Borja, tercero general de la Compañía, concedió la Santidad de Pío V se sacasen algunos trasuntos, de los cuales se añade haber mandado cuatro a esta provincia el santo general, y ser los que se veneran en el colegio máximo en Pátzcuaro, en Oaxaca y en Puebla.

El padre Francisco de Florencia es el autor de esta distribución, y dice haber venido dichas copias al cuidado del hermano Gregorio Montes. Un antigo manuscrito, dice haber sido encargadas al hermano Alonso Pérez. En todo hay dificultad, lo primero porque ninguno de los dos hermanos venía derechamente de Roma. Lo segundo, porque viniendo en la misma misión siete sacerdotes, no es verosímil que se encomendase de Roma a España el cuidado de ellas algún hermano coadjutor. Fuera de esto, todos convienen que San Francisco de Borja mandó sacar las copias, que las repartió por varias provincias, y que algunas cupieron a la nuestra, que era, digámoslo así, su Benjamín, o la última hija en Jesucristo. Siendo esto así ¿cómo puede decirse que vinieron al cuidado de aquellos padres o hermanos que no vinieron a la América hasta cuatro o cinco años después de muerto el santo Borja? Que dichas imágenes sean, pues trasuntos fielmente sacados del original de San Lucas, no lo dudamos; que esto lo concediese el Soberano Pontífice con privilegio nunca antes visto a los piadosos ruegos de San Francisco de Borja, lo afirman constantemente todos los escritores de su vida. Solo creemos que haya intervenido yerro en el tiempo de su remisión, sobre el cual no podemos aventurar alguna racional conjetura, faltándonos la luz de los antiguos documentos.

A nuestro insigne fundador don Alonso de Villaseca, no le habían dado lugar sus enfermedades de asistir, como deseaba, a la colocación de   —145→   las reliquias. Suplicó que le llevasen las de los apóstoles San Pedro y San Pablo, el Santo Lignum Crucis y la sagrada espina, que veneró con singular piedad. Mandó luego que se hiciesen a su costa tres curiosos relicarios de plata; de los cuales no sabemos por qué causa solo se hizo uno, aunque su muerte no aconteció hasta año y medio después. Se le llevó asimismo carta del padre general, Everardo Mercuriano, en que le daba las gracias de su benevolencia y liberalidad para con la Compañía, y le incluía la patente de fundador, concebida en estos términos:

Everardo Mercuriano, propósito general de la Compañía de Jesús, a todos los que las presentes vieren, salud sempiterna en el Señor. Teniendo entera relación de cierta fundación de un colegio de la misma Compañía, que el ilustrísimo señor Alonso de Villaseca ha hecho en la ciudad de México, en la mejor forma y manera que en derecho haya lugar, por nos y en nombre nuestro y de nuestros antiguos sucesores los propósitos generales de esta dicha Compañía que por tiempo fueron, y de toda ella, por la presente damos amplia facultad al padre doctor Pedro Sánchez, provincial de la dicha Compañía en la provincia de México, para poder contratar con el dicho señor, celebrar el contrato de la dicha dotación y fundación, según y como en el Señor le pareciere; lo cual desde ahora, para cuando fuere otorgado, otorgamos, confirmamos y aprobamos, y aprobaremos, y confirmaremos de nuevo. Y para mayor satisfacción y consolación espiritual en el Señor de dicho señor Alonso de Villaseca, desde luego le admitimos por tal fundador, y concedemos todos los sufragios, privilegios y participación de méritos de la misma Compañía en el mismo Señor, que según las constituciones y privilegios de ella, se conceden a los tales bienhechores y fundadores de los colegios. Rogamos a la infinita bondad de Dios nuestro Señor, que así como ha sido servido darle gracia para llamar a la Compañía y ser el primer fundador de ella en aquellos reinos, así en el cielo le conceda copiosamente la dicha participación con cien doblada retribución. Amén. En fe y testimonio de lo cual, dimos esta nuestra carta patente, firmada de nuestra mano, y sellada con el sello de nuestra Compañía, que en semejantes casos usamos. Fecha en Roma a siete días del mes de marzo del afeo de mil quinientos setenta y ocho.-Everardo.


 

Esta carta le llenó de un sólido consuelo, y desde entonces se aplicó con nuevo fervor a la conclusión de la fábrica, y aun prometió adornar la iglesia, si llegaba a verla dedicada: trataba a los jesuitas con una familiaridad y cariño paternal, muy ajeno de su genio naturalmente   —146→   rígido y austero. Su muerte, que sucedió dos años después, no le dio lugar a cumplir lo mucho que había prometido.

[Aumentos de Pátzcuaro y Valladolid] No había gozado solo México del tesoro de las reliquias, algunas se enviaron también a Oaxaca y Pátzcuaro. Esta ciudad, a quien se había despojado poco antes de las que había mandado traer de Roma, y colocado en su iglesia el señor don Vasco de Quiroga, se llenó de sumo júbilo, cuando las vio reemplazadas por las que se colocaron en nuestra casa, disponiendo así la Providencia, que para merecer la afición de aquella provincia, entrase la Compañía en todos los derechos y acciones de aquel venerable prelado. Sobre todo, les había encantado la benevolencia con que habían querido permanecer entre ellos, aun con pérdida de los bienes temporales. En efecto, el padre provincial Pedro Sánchez, de concierto con los señores capitulares, partió la renta que estos se habían obligado a dar para alimentos del colegio de Pátzcuaro. Viviendo los fundadores, y habiendo sido aquella primera fundación, como provisional, mientras se verificaba la traslación intentada ya desde en tiempo del señor Morales, no se necesitaba más que el consentimiento del padre provincial, quien hubo de condescender, y cuya condescendencia aprobó después el padre general, a quien privativamente pertenecía, según nuestro instituto. Este socorro pareció necesario al colegio de Valladolid que se miraba ya como el principal de aquellas provincias; pero hacía notable falta al de Pátzcuaro. La Providencia del Señor remedió bien pronto esta necesidad. El licenciado don Juan de Arbolancha, noble vizcaíno, y de un conocido afecto a nuestra religión, vino enfermo poco después a la ciudad del partido de Guacana, cuyo pingüe beneficio había obtenido por muchos años. Quiso vivir en el colegio, y pidió con instancia ser admitido en la Compañía. La avanzada edad y enfermedades, no dejaron arbitrio para recibirlo. Sin embargo, el poco tiempo que sobrevivió, se mantuvo en el colegio, a quien quiso dejar por heredero de todos sus bienes. Fue enterrado en el mismo sepulcro de los nuestros, y mandáronsele hacer en la provincia los acostumbrados sufragios, como insigne bienhechor, a quien debió aquella casa las grandes creces que gozó después por largo tiempo. En el colegio de Valladolid pagó también el Señor a los padres la modesta y edificativa alegría que habían mostrado en sus trabajos. Un año pasaron sin más renta que la caritativa limosna de San Francisco y San Agustín, y lo poco que de puerta en puerta mendigaban entre la corta y pobre vecindad, que se veían obligados a partir con algunos   —147→   pocos estudiantes. Informado el señor virrey don Martín Enríquez de semejantes necesidades, conforme a su piedad y afecto a la Compañía, mandó se diesen a aquel colegio mil pesos cada un año de las carnicerías de Páztcuaro. Se comenzó a edificar casa proporcionada con una pequeña pero suficiente y acomodada iglesia, a que se agregó después una huerta capaz y hermosa, de mucha recreación y utilidad, según dejó escrito el mismo padre Juan Sánchez, a cuya actividad e industria debe todo su ser aquel colegio.

[Incomodidades y contradicciones en Puebla] No se pasaba con tanta comodidad en la nueva fundación de Puebla. Se habían juntado entre los vecinos limosnas bastantes para la subsistencia de los sujetos. Don Mateo de Maulión, rico y piadoso caballero, cedió a la casa una deuda de mil pesos, de que se cobró la mayor parte; pero todo esto no era suficiente hallándose empeñados en los nueve mil pesos de las casas a que era forzoso satisfacer. Fuera de eso, se habían ido agregando no sé con que esperanza, algunas otras vecinas, como previendo la futura grandeza de aquel insigne colegio. Estos créditos obligaron al padre rector Diego López de Mesa a salir mendigando por las haciendas y pueblos vecinos: los prebendados se sirvieron de darle muchas cartas de recomendación para los beneficiados de aquellos partidos, que son muchos, y de los más pingües del reino. Sin embargo, después de grandes fatigas y de los no pequeños sonrojos que traía consigo un ministerio tan penoso, volvió a casa con solos quinientos pesos. En medio de tantas estrecheces, se veía en los sujetos una paciencia a prueba de muchos mayores trabajos. No parece que vivían sino de la caridad. El utilísimo ministerio de las cárceles y hospitales, fue el que más procuró promover el padre Diego López, y en que heredándose unos a otros el espíritu, ha florecido hasta ahora singularmente este colegio. Un ejercicio de tan poco brillo a los ojos del mundo, de tanta mortificación y de tan común utilidad, lo veremos luego premiado del cielo con una opulenta dotación, y con la más constante prosperidad en lo temporal, que ha gozado algún otro de los colegios de Nueva-España. En la actualidad, de un tenue motivo de ofensión que soplaban algunos espíritus tumultuosos, pudo levantarse un incendio que no acabara sino con la ruina total de aquella residencia. Uno de nuestros predicadores arrebatado de su celo (quizá también con alguna imprudencia, que no pretendemos santificarlo todo) declamó altamente contra la nimia familiaridad y licencia de ciertas personas, cuya profesión y carácter, decía, por grande y respetable que fuese en   —148→   la Iglesia de Dios, no los ponía, sin embargo, a cubierto de toda sospecha, y cuya conducta en esta parta debía ser por lo mismo tanto más responsable, cuanto más ajena de la pureza y de la santidad que profesar. Esta invectiva pareció mal a cierta persona del auditorio. Creyó que el predicador quería desacreditar a los demás eclesiásticos y religiosas familias para levantarse sobre sus ruinas con estimación de toda la ciudad. Se comenzó a dar mayor extensión a las palabras del orador. Ya se creía ver en ella los caracteres de tal religión, y aun de tal sujeto. Esta calumnia enfrió mucho los ánimos de los republicanos, y atrajo a los padres una suma pobreza y despego de toda la ciudad, que no venció sino después de mucho tiempo la constancia y el silencio.

[Principios del colegio de Veracruz] Entretanto, un nuevo y fecundísimo campo se abría a nuestros operarios de merecimientos y de trabajos en el mismo obispado de la Puebla. Dijimos antes el bello hospedaje que se había hecho a los nuestros en el Puerto de Veracruz, las singulares demostraciones con que fueron recibidos, los ruegos e instancias que obligaron al padre provincial Pedro Sánchez a predicar allí el primer sermón, y que le abrían obligado a dejar en aquella ciudad algunos de sus compañeros, a no ser necesario conforme a la real instrucción presentarse todos al virrey. Estos deseos que la necesidad hacía crecer, les hicieron pedir después misioneros, que en dos cuaresmas predicaron con grande suceso y reforma de las costumbres. A principios del año antecedente había estado allí por algún tiempo el padre Pedro Díaz esperando ocasión de embarque para Europa. La humilde y modesta circunspección del padre procurador, junto con aquellas maneras dulces e insinuantes que fueron siempre su carácter, su prudencia y expedición en las resoluciones de las muchas consultas que a cada paso le hacían, con ocasión de su comercio, todo esto, digo, les hizo formar idea de la suma utilidad de un colegio de sujetos del mismo desinterés, de la misma literatura y del mismo espíritu. Trató la ciudad seriamente de procurar a la Compañía establecimiento en el país, e informado de sus deseos y prudentes medidas, el padre Pedro Díaz antes de partirse para España, escribió al padre provincial cuan justo le parecía condescender con las piadosas intenciones de aquel ayuntamiento. Verosímilmente fuera de México, en ninguna parte parecía más urgente una residencia. Era una población en que necesariamente habían de mantenerse siempre muchos españoles por la comodidad del puerto, el único por donde se comunica   —149→   la Nueva-España con la antigua. El comercio de Europa, que es todo el ser de la pequeña ciudad, aunque la enriquecía muchísimo, le traía en lo moral muy fetales consecuencias. Los soldados y la gente de mar, dos géneros de gentes que hacen como una pública profesión del libertinaje, y los mercaderes y ministros reales, eran todo el vecindario distinguido. Los tratos injustos y usurarios, las extorsiones, el juego, la embriaguez, los homicidios, la blasfemia, dominaban cuasi impunemente como en su región, y eran una continua materia de sobresalto y de dolor para los cuerdos y los piadosos. Se carecía cuasi enteramente de pasto espiritual, no bastando el cura para todo: ninguna de las familias religiosas tenía casa aun en la ciudad, ni era muy fácil acomodarse a un temperamento de los más inclementes de la América. El padre provincial vino gustosamente en la propuesta del padre Pedro Díaz, y petición de la ciudad, a que fuera del provecho y utilidad común, se allegaba la comodidad de tener en aquel puerto algún hospicio o casa donde se recibiesen nuestros misioneros, que después de una navegación tan dilatada, padecían bastante con el rigor e intemperie de aquel clima, o se veían precisados a ser onerosos al vecindario. Se enviaron, pues, a la Veracruz los padres Alonso Guillén y Juan Rogel. Este había estado hasta entonces gobernando el colegio seminario de Oaxaca. Acostumbrado al temple caluroso de la Habana y al genio de la tropa y marineros, pareció el más a propósito para fundar, y dar crédito a la Compañía en un país semejante.

[Descripción del puerto] La ciudad de Veracruz no estaba antiguamente donde hoy está. Su situación era cinco leguas más arriba hacia el Norte a la rivera de un río caudaloso, que a poco menos de una legua, desagua en el mar. Por este río se conducían las mercadurías de Europa a la antigua Veracruz en barcas chatas proporcionadas a la poca profundidad del agua. Su barra varía incesantemente de fondo. El mar excitado de los nortes, más furiosos en esta costa que en alguna otra del mundo, suele cuasi segarla con la mucha arena que mete en la resaca, hasta que estando más sereno, la misma fuerza de la corriente se abre camino, y vuelve a arrojarlas al mar. Sus aguas son muy cristalinas y puras. Abundan varios géneros de pejes: de los más apreciados es el bobo, de que en lo más crudo del invierno se pesca un número increíble. Es también abundantísima la del pámpano a principios de la primavera. El temperamento del país es extremamente cálido y húmedo. Los fríos y calenturas   —150→   son la enfermedad regional. Los mosquitos de varias especies y otros insectos perniciosos, causan a los extranjeros una suma inquietud. Esta antigua población, la primera de españoles en la Nueva-España, la fundó Hernando Cortés por los años de 1519. Le dio el nombre de Veracruz por haber desembarcado en esta región en viernes santo. Algunos le dieron entonces, y no deja de conservar aun entre algunos geógrafos el nombre de Villarica, o a causa de la riqueza que halló entre aquellos indios, o lo que es más verosímil, por la esperanza que le dio de gozar los tesoros de todo el imperio mexicano. Sus primeros alcaldes se dicen haber sido Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, a quien en premio de sus grandes servicios, de que hablaremos después, honró su Majestad con el título de adelantado. Un origen tan noble, parecía prometer mayores progresos que los que ha tenido en la serie. Según parece por las historias de la conquista, había en la vecindad de esta villa, muchas y muy numerosas poblaciones de indios, de que algunas pasaban de setenta mil. Si merece alguna fe Tomás Gage (autor por otra parte infame y de estilo tan corrompido, como lo fueron sus costumbres) en el año que llegó a este lugar, que fue el de 1634, había aun muchos indios, cuyo rendimiento y sumisiones refiere con un aire de sátira. En el día en más de diez leguas alrededor, no se encuentra una población considerable de indios, y por lo demás es el lugar más despreciable del mundo. Cuatro o cinco docenas de chinos y mulatos, que pasan de la pesca, son todas sus familias, sin más españoles que el cura y un teniente de gobernador. Las casas son de cañas y los techos de paja16. En todo el territorio no se podrá descubrir aun el más leve indicio de las ruinas antiguas. El motivo y suceso de esta desolación, tendremos lugar de exponer más oportunamente en otra parte. Por los años de 1568 el pirata Juan Jaween, habiendo entrado en este puerto causó notable cuidado por no haber en él fuerzas suficientes a resistirle. Al día siguiente, 15 de setiembre, llegó con trece navíos de flota el excelentísimo señor don Martín Enríquez, que tuvo el honor de señalar los principios de su gobierno con la expulsión de aquellos famosos corsarios.

Toda la esperanza de un establecimiento cómodo que pudiera fundarse en la riqueza de la pequeña villa, era seguramente muy inferior   —151→   a lo que podían prometerse los jesuitas de la buena voluntad de aquellos republicanos. En ninguna parte habían sido tan constantemente deseados, ni recibidos con más aplauso. Luego se les procuró comprar sitio a su elección. Los padres con la poca experiencia que tenían del terreno, escogieron justamente uno de los peores. Los vecinos, conforme a su promesa, contribuyeron a la fábrica y subsistencia de los sujetos con una liberalidad que fue preciso moderar. Edificose una casa e iglesia con todas las comodidades de que era capaz aquel clima ardiente. Las personas de alguna distinción, fuera de lo mucho que daban en dinero, enviaban a porfía sus esclavos a trabajar en la obra todos los ratos que no hacían falta a su servicio. En breve llegó a su perfección la fábrica, cuyo costo pasaba de diez y seis mil pesos. Ningún colegio había gozado en sus principios de semejante prosperidad, y debemos hacer a aquellos vecinos la justicia de confesar que en ninguna otra parte ha sido siempre tan universal y constante la estimación y aprecio de nuestros ministerios, de que dieron aun en lo de adelante pruebas muy sinceras. Los padres de su parte no se valían de este favor sino para el provecho de sus almas. El padre Juan Rogel predicaba diariamente a los negros y mulatos, de que había un gran número en la ciudad, después de su trabajo. El padre Guillén o los españoles; uno y otro apenas tenían rato libre de muchas y enredadas consultas. Poco a poco se vieron desterrados los tratos inicuos, se exterminaron las deshonestidades, los juramentos y las blasfemias que habían sido hasta entonces común lenguaje de las gentes de mar. Se reconciliaron muchos enemigos, se refrenó la licencia y disolución del juego, se introdujo la frecuencia de sacramentos, y finalmente, de una mezcla confusa de libertinos, se hizo en breve una república cristiana, y en que desde entonces hasta ahora se ha propagado felizmente en las familias la lealtad en los tratos, la tranquilidad y honrada correspondencia entre los bienes, junto con una constante aplicación a los ejercicios de piedad.

[Dase razón de no haberse encargado la Compañía de ministerios de indios] Acaso desde los primeros pasos de la Compañía de Jesús en Nueva-España, se habrá ofrecido a alguno de nuestros lectores una duda a que no podemos pasar adelante sin dar una entera satisfacción. Donde que la caridad del señor don Alonso de Villaseca dotó tan opulentamente al colegio máximo, comenzaron a divulgar con arte algunos espíritus inquietos que aquella fundación no era conveniente en México. Que en el seno de una ciudad suficientemente abastecida de sacerdotes y ministros,   —152→   jamás cumpliríamos nuestro instituto y con las órdenes de su Majestad que no había costeado tan liberalmente nuestro viaje a la América, sino para que nos ocupásemos en la conversión de los infieles, como lo expresaba en su real cédula. Estas sordas murmuraciones tomaron considerable cuerpo después que se vieron ir sucesivamente fundando algunos otros colegios. No conteniéndose en los límites de Nueva-España, pasaron a representaciones a su Majestad en el consejo real de las Indias. Efectivamente, a quien ignorase los motivos y principios de nuestra conducta, no podrían dejar de persuadir unas razones que parecían tener toda la verosimilitud y tanto peso. Los mismos jesuitas recién venidos a Nueva-España parecían haber entrado también en los sentimientos de nuestros émulos. Rehusaban la negligencia e inacción de los primeros fundadores en haberse contenido en el recinto de una u otra ciudad, y no haber corrido luego a llevar la luz del Evangelio a las regiones más remotas en que reinaba aun pacíficamente la idolatría. Sin embargo, no faltaron al padre doctor Pedro Sánchez razones muy fuertes que lo determinaron a tomar este partido, y que puedan en cualquier ánimo desapasionado poner bastantemente a cubierto de todas estas contrarias impresiones el crédito de aquellos primeros padres. Ello es cierto que había mucha gentilidad cuando vino a México la Compañía; pero en todos los lugares accesibles al celo de los misioneros católicos, había ya muchos ministros de otras religiones que trabajaban en su conversión. Estos obreros evangélicos, siguiendo las huellas del Redentor y de sus primeros apóstoles, no habían escogido para sí sino la gente más infeliz y despreciada a los ejes del mundo. Se habían enteramente dedicado al cultivo de los indios, y condenádose por su salud a los más penosos trabajos. Entre tanto ni su ministerio ni su número les daba lugar para ocuparse en la educación de la juventud y en la reforma de las costumbres entre ley españoles. Este doble objeto era entonces de la mayor importancia. Estaba muy fresca aun la memoria, y se llora hasta hoy de cuanto estorbo fueron para la conversión de los indios la codicia y los desórdenes de algunos pocos europeos, y lo mucho que aun en lo temporal perjudicaron a la tranquilidad y provecho de estas conquistas. Nuestros fundadores se persuadieron que ayudando a la reforma de su propia nación, contribuirían mucho a la reducción de los indios y a su temporal felicidad. Por otra parte, con la instrucción de la juventud formaban dignos ministros de los altares de que aquellos tiempos había suma necesidad   —153→   y proveían también a los otros órdenes regulares de sujetos aptos para ocuparse con honor de la religión en los empleos apostólicos. Provecho que dentro de pocos años se comenzó a sentir, y de que solo pudieron ser testigos los que lo habían sido de la escasez y de la ineptitud de muchos de los primeros curas que la necesidad obligó a poner encargo de tanta importancia. Dejamos de esto atrás un grande ejemplo en el primer sujeto que se recibió en esta provincia.

[Principio de ellos en Huixquiluca] Es cierto que uno de los principales motivos de Felipe II, rey católico, en el designio de enviar jesuitas a las Indias fue la conversión de sus naturales, y que este es también el más sublime fin de nuestro santísimo instituto; pero según él mismo, las misiones deben agregarse a algunos colegios, que era preciso fundar desde el principio, donde en virtud y letras se formasen, conforme al espíritu de nuestra Compañía, misioneros aptos para ocuparse después en la reducción de los gentiles, lo que bastantemente declaró su Majestad en la real cédula al excelentísimo señor don Martín Enríquez, virrey de Nueva-España, mandándole que diese e hiciese a la Compañía todo el favor que riese convenir para su fundación, y les señalase sitios y puestos para casa e iglesia. Esta indispensable obligación embargó los primeros años toda la atención de los primeros sujetos que vinieron de Europa, sin dejarles lugar para instruirse en las lenguas de los indios. Fundados los primeros colegios luego se les vio aplicarse con ardor a este penoso ejercicio. Esto es lo que veremos comenzar con suceso en este mismo tiempo, y dentro de pocos años llenar de misioneros jesuitas las vastas regiones de Sinaloa, de Sonora, del Nayarict, de California, y derramar pródigamente su sangre por la salud de los bárbaros, dar a Jesucristo innumerables almas, levantar al verdadero Dios infinitas iglesias, y añadir juntamente inmensos países a la corona del mayor monarca de la tierra. Tal es el nuevo plan que breve se presentará a los ojos en el cuerpo de esta historia, y cuyos principios tuvieron la ocasión que vamos a referir había vacado el beneficio del pueblo de Huixquiluca, situado cuatro leguas al Oeste de México, y poco más de una legua de la hacienda de Jesús del Monte de que arriba hemos hablado. Pareció al padre provincial enviar allá algunos sujetos para aprender la lengua otomí, una de las más universales y la más difícil de toda la América. El señor arzobispo condescendió gustosamente a una petición tan saludable a su rebaño. Se envió por superior al padre Hernán Juárez, y por maestro de lengua al padre Hernán Gómez, y con ellos otros doce   —154→   sujetos. El padre Hernán Gómez había sido beneficiado de un partido semejante, y entrado en la Compañía se había distinguido mucho en la mortificación y celo de las almas. Estos catorce sujetos, sin más ejercicio que el de la oración y estudio de las lenguas, pasaban en aquel desierto una vida semejante a la de los antiguos anacoretas. La región es extremamente fría, la habitación muy estrecha para tantos. No quisieron admitir las obvenciones del beneficio vacante, aunque el padre Hernán Gómez administraba los sacramentos y ejercía con suma exactitud todos los oficios de párroco. Su ordinario sustento era el de los indios, sin probar pan sino de maíz, y con bastante escasez. Todo lo endulzaba el frecuente trato con Dios y el deseo de hacerse dignos instrumentos de su Majestad para la satisfacción de sus escogidos. Se redujo a arte aquella lengua bárbara, se compuso un copioso diccionario que ha sido después de grande alivio a todos los que han sucedido en este ejercicio. Con una aplicación tan constante, en tres meses se hallaron en estado de poder confesar en otomí, y explicar la doctrina cristiana a los ignorantes; estos eran tantos, que aun los más del mismo pueblo no tenían más de cristianos que el bautismo. En algunos había aun muchas reliquias de la antigua superstición. Determinaron los padres salir en peregrinación de dos en dos por los pueblos vecinos de la misma lengua. Estas expediciones eran de un sumo trabajo; se caminaba a pie y con suma pobreza por unos caminos escabrosos. En las poblaciones se juntaban los niños, se cantaba con ellos la doctrina, se hacían fervorosas exhortaciones, se visitaban los enfermos, que eran muchos, por permanecer aun en las cercanías algunas reliquias de la pasada epidemia.

[Nuevo socorro de misioneros] Tal era la ocupación de los padres en Huixquiluca, que podemos llamar un seminario de varones apostólicos, cuando llegó a Veracruz un nuevo socorro de compañeros, que habían de hacer después un gran papel en la provincia. El padre Antonio de Torres, dotado de un singular talento de púlpito, y después de algunos años volvió a la Europa, y a quien hasta hoy reconocen como a su apóstol las islas Terceras. El padre Bernardino de Acosta, de una prudencia consumada en el gobierno, de que gozaron por algunos años los colegios de Valladolid, Oaxaca, Guadalajara y la casa profesa de México. Padre Martín Fernández, insigne ministro de espíritu, de cuyas luces y maternales entrañas se sirvió muchos años la provincia en la importante ocupación de maestro de novicios. El padre Juan Díaz, que después de   —155→   haber leído con aplauso de Córdoba y Sevilla, y ocupado en la Nueva-España puestos muy lustrosos, se redujo a la simplicidad de la infancia, aprendiendo en su vejez las lenguas de los indios, y acomodándose a su rusticidad para ganarlos a Jesucristo. El padre Andrés de Carried incansable operario. Los padres Francisco Ramírez y Juan Ferro, cuya memoria vive aun en olor de suavidad en la provincia de Michoacán y nación de los tarascos, de que pueden llamarse apóstoles, y otros muy distinguidos en letras y en virtud. [Historia del padre Alonso Sánchez] Entre todos merece particular atención el padre Alonso Sánchez, gran siervo de Dios, pero de un espíritu vehemente y austero, que fue necesario a los superiores moderar muchas veces: magnánimo para emprender cosas grandes cuando le parecían conducentes a la gloria de Dios, y constante y tenaz en proseguirlas a pesar de las persecuciones y estorbos que a semejantes empresas nunca deja de oponer el mundo. Para la perfecta inteligencia de lo que habremos de decir, conviene tomar la cosa desde más alto, y hacerles tomar a nuestros lectores una idea justa del carácter de este hombre raro. Estudiando la filosofía en Alcalá el último año de su curso, determinó, a imitación de los antiguos anacoretas, pasar el resto de sus días lejos del bullicio del mundo en la contemplación y el ayuno. Confió su resolución a un clérigo condiscípulo y grande amigo suyo. Era de una singular energía y felicidad en explicarse, y en el ánimo de un sujeto inclinado a la virtud, tuvieron sus discursos toda la eficacia que se había prometido. El buen eclesiástico le aprobó el proyecto y se ofreció a acompañarle. Resolvieron antes de retirarse visitar a algunos de los principales santuarios de España. De Alcalá salieron a Guadalupe, de allí a la Peña de Francia, y luego a Monserrate en el reino de Cataluña. Caminaban a pie y descalzos, si no es a la entrada de los pueblos, en que entraban calzados, por evitar la nota. Mendigaban de puerta en puerta el necesario sustento en traje de peregrinos, y el padre Alonso Sánchez en todo el tiempo de la romería trajo ceñida al cuerpo una soga muy áspera. Iban en silencio y continua oración que no interrumpían sino para tratar algún rato de su principal designio para tomar las medidas conducentes a su ejecución, y animarse a la perseverancia. Tal era la disposición de entrambos ánimos, cuando el sacerdote, hombre más maduro y también más versado en las cosas de Dios, comenzó a disgustarse de aquel género de vida. Parecíale que un género de vida tan irregular y tan extraño, no debían haberlo emprendido sin encomendarlo mucho tiempo al Señor sin haberlo   —156→   pesado muy maduramente, y sin haber consultado algunos sujetos graves y muy versados en el camino del espíritu. Estos pensamientos le atormentaban bastantemente, y sin embargo, se veía precisado a callar y disimular su congoja. Tenía bien conocido el carácter de su compañero, y veía cuanto le había costado aquella resolución, haber cortado el hilo de sus estudios, perdido su colegiatura, y divulgádose ya su ausencia en la universidad, en que era generalmente conocido y estimado por sus talentos nada vulgares. En esta lucha de pensamientos, habían llegado ya a la sierra, en cuya cumbre está el famoso monasterio de San Benito y Santuario de Monserrate. Pareciole al buen clérigo tiempo y lugar oportuno para abrirse a su compañero, manifestándole que le parecía errado aquel camino, que mejor les estaría seguir otra vez el rumbo de sus estudios, o que a lo menos se siguiese el dictamen de hombres cuerdos e ilustrados, que supiesen discernir el carácter de la verdadera vocación de Dios. Que si su Majestad los llamaba a estado más perfecto, tenía la Iglesia religiones santísimas, y diferentes institutos, que podían seguir sin peligro. El padre Alonso Sánchez no pudo oír razones tan graves sin una extrema indignación. Lo trató de cobarde e inconstante en sus resoluciones, añadió otras muchas injurias con un tono agrio e insultante, de que quedó bastantemente mortificado el eclesiástico, que se retiró en silencio y encomendó muy de veras a Dios el éxito de aquella empresa. Visitaron aquel famoso santuario, y el padre Sánchez, que se había apartado gran trecho de su compañero, salió primero de la iglesia, y comenzó a visitar las ermitas que están en lo más alto del monte, en que hacen vida solitaria y penitente algunos de los monjes. La vista sola de aquella santa soledad, aquel silencio, aquella opacidad, todo le inspiraba deseos ardientes de dejar el mundo y retirarse a pasar semejante vida en los desiertos. Con estas disposiciones llegó a la última y más encumbrada ermita, consagrada a San Gerónimo. Halló sentado a la puerta un anciano monje de rostro venerable y macilento, que con un tono grave, entrad, le dijo: haced oración y salid luego, que me conviene hablaros. En efecto, al salir de la pequeña iglesia, le tomó por la mano y llevándolo a una roca algo apartada del camino, le descubrió sus intentos, y lo que había tenido con su compañero en el camino. Le reprendió severamente su dureza de juicio, y le mandó seguir el consejo de aquel piadoso eclesiástico: y no dudéis, le dijo, que haréis en eso la voluntad de Dios.

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El buen joven sobrecogido de temor y persuadido a que Dios para su remedio había manifestado a aquel siervo suyo sus más ocultos pensamientos, prometió obedecerle prontamente. Se juntó con su compañero refiriéndole el caso y pidiéndole con lágrimas perdón de los excesos a que le había conducido su imprudente fervor. Bajaron al monasterio, y después de haberse confesado y recibido la sagrada Eucaristía, volvieron a Alcalá, donde habiendo el padre Sánchez recobrado su colegiatura, y acabado con grande aprovechamiento el curso de artes, determinó y consiguió con facilidad ser admitido en la Compañía. En el noviciado se distinguió luego entre todos, por un extraordinario fervor y excesiva penitencia, en que tuvieron los superiores mucho que corregirle. Concluidos los dos años, reconociéndose en él un fondo de voluntariedad y un espíritu de singularizarse, determinaron que convenía mortificarle en lo más vivo del honor, y hacerle conocer cuanto este género de mortificación es más doloroso y meritorio, que las corporales asperezas. Se le mandó que con sotana parda caminase a pie al colegio de Plasencia a estudiar la ínfima clase de gramática; señaláronle por contrario un niño muy hábil de feliz memoria y de una gran viveza y prontitud en las reglas del arte. Este, con aquella inocencia propia de su edad, le provocaba cada día a la disputa, le corregía con mofa el menor descuido, y argüía con él de aquellas menudencias de tiempos, y de declinaciones como con otro su igual. En un ejercicio de tan sensible humillación perseveró seis meses, con una paciencia y modesta alegría, de que satisfechos los superiores, le mandaron a estudiar la teología al colegio de Alcalá. Aquí fue condiscípulo del padre Juan Sánchez, que confiesa haberse debido toda su aplicación y aprovechamiento en las matemáticas, en que fue aventajado. Salió el padre Alonso Sánchez excelente teólogo, buen latino, buen orador, y con singulares aplausos de poeta latino y castellano. Acabados sus estudios, conforme al decreto de San Pío V, que se guardaba en aquel tiempo, hizo su profesión de tres votos, y se ordenó de sacerdote. Después de algunos años fue elegido rector del colegio de Navalcarnero, cuyo curato estaba a cargo de la Compañía en la diócesis de Toledo. Sus demasiados fervores y la rigidez inflexible de su genio, le atrajeron sobre sí y sobre la Compañía la indignación del gobierno de aquel arzobispado. Para satisfacerle y corregir al padre, lo enviaron con sotana parda a leer gramática al colegio de Caravaca. Este golpe acabó de desengañarlo. Resolvió entregarse del todo a la penitencia y a la oración.   —158→   En ella empleaba constantemente cuantos ratos le dejaba libre la obediencia, cosa que observó después toda su vida. En este intermedio fue señalado de nuestro padre general para esta provincia. De aquí fue nombrado con el padre Antonio Sedeño para la vice-provincia de Filipinas. Pasó después de algunos años a la gran China, con el proyecto de establecer entre este imperio y aquellas islas un comercio franco. Penetró más de setenta leguas de la tierra adentro. Pasó de ahí a Macao, llevando allá la nueva de la muerte del rey don Sebastián, y de haberse incorporado el reino de Portugal a la corona de Castilla, en la persona del rey católico don Felipe II. Sosegó los ánimos conmovidos de aquellos portugueses, y pudo tanto con su autoridad y sus razones, que fue aquella ciudad la primera que en la Asia portuguesa reconoció y juró obediencia a aquel gran príncipe. Navegó al Japón, y habiendo naufragado a la costa de la Formosa, estuvo tres meses en aquellas playas, hasta que de los fragmentos de la nave destrozada, pudieron formar un pequeño barco en que volvió a Filipinas. Todos los órdenes de estas nuevas islas, le nombraron por su procurador a la corte de Esparta, para tratar con su Majestad asuntos importantes al comercio y buen gobierno de aquella república, y singularmente sobre la conquista del imperio de la China. Las sólidas razones del padre, su felicidad en proponerlas, y los arbitrios que le sugerían su imaginación fecunda en este género de expedientes políticos, tenía ya muy inclinado el ánimo del rey y de sus consejeros. Mientras acababan de tomarse las medidas proporcionadas para una empresa de tanta importancia, partió a Roma con la doble comisión de tratar con Su Santidad y con nuestro muy reverendo padre general negocios pertenecientes al gobierno eclesiástico de aquellos países, y al establecimiento de la nueva vice-provincia. Hizo en aquella capital del mundo su profesión de cuarto voto, y enviado a España por el padre general, murió en el colegio de Alcalá.

[Novedades que introducen en lo doméstico] Esta serie de sucesos tan desiguales y tan varios, le había profetizado al padre Alonso Sánchez una persona de sublime virtud y probado espíritu desde que leía gramática en el colegio de Caravaca, y testifica el padre Juan Sánchez haberlo oído de su boca, desde que llegó a esta provincia mucho tiempo antes de que se abriese paso de esta provincia a Filipinas, y sin querer tomar parte alguna en la calificación de su espíritu, debemos decir, que su conducta iba a causar un trastorno universal en toda la provincia. Luego recién llegado de Europa, se le   —159→   observó entregarse con mayor fervor que nunca al retiro, a la penitencia y a la oración. El noviciado estaba entonces en el colegio máximo. El ejemplo de una vida tan austera hizo una fuerte impresión en los novicios y en los más sujetos del colegio, en que parecía haber entrado una reforma, aunque como se conoció muy en breve, nada conforme al espíritu de la Compañía. El padre Alonso Sánchez, como hemos ya notado, tenía una singular dulzura, y no menor energía en explicarse. En sus sermones y en sus conversaciones privadas, pocas, pero eficaces y sostenidas de una conducta tan edificativa y tan constante, extendió muy en breve los ánimos de todos en su imitación. El padre provincial, aunque gozoso de aquel nuevo fervor, tan digno siempre de aprecio y tan recomendado en la iglesia, era sin embargo muy prudente y muy ejercitado en la vida espiritual, para no conocer que una penitencia tan rigurosa y una oración tan continua, no podía dejar de causar un grande atraso a nuestra juventud en los estudios, y un tedio a los ejercicios y ministerios exteriores, muy ajeno de una religión e instituto apostólico. Lleno de estos pensamientos, destinó al padre Alonso Sánchez para rector del colegio Seminario de San Pedro y San Pablo. Aquí, sin testigos, ni arbitrios algunos, se entregó a todos los excesos que le inspiraba su genio rígido y austero, a una abstinencia rigurosísima, a un total retiro, a una penitencia continua, pasaba en oración cuasi todo el día y la mayor parte de la noche, siempre de rodillas, sin dejar esta postura incómoda, aun el poco rato que daba al sueño. Un género de vida tan irregular, hizo un grande ruido entre los seminaristas. En breve se divulgó a toda la ciudad. Muchos quisieron imitarlo, y comenzaban ya a notar que no siguiese el mismo plan el resto de los jesuitas. Entre estos comenzaba a soplar con la diversidad de caminos el espíritu de la disensión. Unos se entregaban mucho a la oración, y entretanto se desamparaban los ministerios más esenciales del confesonario, del catecismo y del púlpito. Otros se daban a muchas y ásperas penitencias, y mientras se enfriaba todo el ardor y empeño tan necesarios para los estudios, que profesa la Compañía, se debilitaba la salud, y muchos se inhabilitaban para las demás funciones necesarias a la santificación de los prójimos, como el tiempo lo dio a conocer bastantemente.

Estos misioneros, habían venido bajo la dirección del padre Pedro Díaz, que con una extrema diligencia concluidos todos sus negocios en entrambas cortes, dio vuelta a la Nueva-España por agosto de 1579.   —160→   La razón de tanta aceleración da el padre Everardo Mercuriano, en carta escrita al padre visitador Juan de la Plaza, quien ya había llegado a México. [Cédula de concordia en los estudios de la real Universidad del colegio máximo] Hase juzgado conveniente, dice, que torne el padre Pedro Díaz, antes de la congregación de procuradores que aquí se hará por el mes de noviembre de este año, porque siendo el primer procurador que viene de esa provincia con la relación del estado de ella, y estando pendiente el asunto de las cosas más principales de esa provincia, nos ha parecido importar más su vuelta tan breve, que no el hacerlo esperar aquí otro año más. La cual cosa no se traerá a consecuencia en lo porvenir, pues ha habido esta causa particular para ello. En el mismo despacho vino real cédula de su Majestad, conforme a lo que se había pedido en la congregación provincial en que daba forma y reglamento a los estudios de la real Universidad y del colegio máximo, en el tenor siguiente: «El rey, don Martín Enríquez, nuestro vice-rey, y capitán general en la Nueva-España, y en vuestra ausencia a la persona o personas a cuyo cargo estuviere el gobierno de aquesa tierra. El padre Francisco de Porras, procurador general de la Compañía de Jesús, nos ha hecho relación que los religiosos de la dicha Compañía, con fin de que los hijos de los vecinos de esa tierra se ocupasen en recibir buena doctrina, y en el ejercicio de las letras, han fundado algunos colegios en esas partes, y principalmente uno en esa ciudad, en que se ha hecho y hace gran fruto; y que los hijos de los habitantes de ella y de otras comarcas, se han empleado y emplean allí en loables ejercicios el tiempo que antes solían pasar en ociosidad, leyéndoles latinidad, retórica, artes, teología y casos de conciencia, con que han descubierto muy buenos sujetos y habilidades, y van con continuación en tendiendo en leerles dichas facultades, y que por estar fundada universidad en esa ciudad, se podían ofrecer algunas dudas entre ella, y los religiosos de la dicha Compañía sobre oír los estudiantes algunas lecciones en los dichos colegios, para residir sus cursos y ser graduados. Por lo cual, no se tomando concordia que a los unos y a los otros estuviese bien, podía resultar algún inconveniente que turbase los buenos efectos que esa república recibe con el buen enseñamiento y doctrina de los dichos religiosos. Suplicándonos, que para que esto se estorbase y esta buena obra pasase adelante, mandásemos, que leyendo los religiosos de la dicha Comparta en sus colegios gratis, sin llevar ningún estipendio, latinidad, retórica, artes y teología, en forma de seminario para universidad y matriculándose todos y graduándose en la dicha   —161→   universidad, y acudiendo a los prestitis, de modo que todo redundase en aumento suyo, pudiesen los estudiantes oír en los dichos colegios las lecciones que se leyesen de dichas facultades, o como la nuestra merced fuese: e visto por los de nuestro consejo de Indias, fue acordado, que se os debía remitir, como por la presente os lo remitimos, y mandamos, que cursando los dichos estudiantes en la universidad, y graduándose en ella en lo demás, concordéis y conforméis a los dichos religiosos y a la universidad, de manera que el fruto que se hace, pase adelante, y tendréis cuidado que las personas que entendieren en la dicha doctrina y enseñamiento, sean siempre muy favorecidas y ayudadas. Fecha en San Lorenzo a catorce de abril de 1579 años. -Yo el rey. -Por mandado de su Majestad, Antonio de Herazo». Presentáronse al excelentísimo señor don Martín Enríquez con esta cédula de su Majestad dos bulas de Pío V y su sucesor Gregorio XIII, expedidas a 10 de marzo de 1571, y a 7 de mayo de 1578, en que los soberanos Pontífices conceden a la Compañía las cátedras de dichas facultades, aun en lugares donde hay universidad, como se lean en distintas horas, sin perjudicarse unos a otros los estudios, e impone a los claustros y sus rectores pena de excomunión, para que de ningún modo impidan o prohíban a la Compañía un ministerio tan esencial a su instituto, y de tanta utilidad como ha confesado y experimentado siempre todo el orbe católico. Instruido el señor virrey de tales documentos, con acuerdo y convenio de entrambas partes, determinó las horas en que hubiesen de leer para que en nada se faltase a los derechos incontestables y primitivos de la real universidad, como se ejecutó y se ha observado después constantemente con la más perfecta armonía.

[Venida del padre visitador Juan de la Plaza, con el hermano Marcos] En este mismo viaje del padre procurador Pedro Díaz, vino también patente de provincial al padre Juan de la Plaza. Este sujeto había sido enviado de visitador al Perú, de donde debía pasar después con la misma comisión a la provincia de México. Había algunos meses que se esperaba en Nueva-España, y la congregación provincial había pedido a nuestro muy reverendo padre que concluida su visita lo dejase en esta provincia. Por otra parte, el padre don Pedro Sánchez, después de ocho años, poco menos, de un gobierno trabajoso en cimentar y echar los primeros fundamentos de tantos colegios, había suplicado al padre general lo dejase gozar del reposo de una vida privada. Así lo hallamos en carta del mismo padre Everardo, su fecha a 31 de enero de 1579. Verá vuestra reverencia (dice) en qué podrá emplear al padre Pedro   —162→   Sánchez cuando haya dejado el gobierno, de cuyo celo y religión aquí estamos edificados, y de las buenas partes que tiene y opinión que de él hay en ese reino. Podrá vuestra reverencia ayudarse de él para buenos efectos. Él me ha pedido con mucha instancia que lo deje reposar sin cuidado de otros algún tiempo, y yo se lo he concedido. En consecuencia de estas dos peticiones, se determinó que el padre Plaza después de su visita, tomase a su cargo el gobierno de la provincia. Y aunque no había llegado aun a Nueva-España cuando vino esta misión, llegó poco después por diciembre de 1579. Desembarcó en el Realejo, puerto del mar del Sur, con el padre Diego García, con el hermano Marcos y el hermano Juan Andrés. El hermano Marcos sabemos haber sido destinado por el santo fundador de la Compañía para compañero de San Francisco de Borja, y a cuyo arbitrio debiese moderar los excesos de su fervor. El mismo San Borja, se dice haberle profetizado algunos años antes su venida a las Indias. El padre Francisco de Florencia, en el libro 4, capítulo 10 de su historia, escribe haber muerto este buen hermano en el colegio de Oaxaca, y asegura lo mismo el padre Andrés de Cazorla. No podemos concordar esta noticia con lo que en el capítulo último de la citada historia, escribe el mismo Florencia. De su venida a México tenemos el testimonio más auténtico en una carta del padre Everardo Mercuriano, fecha en Roma a 25 de febrero de 1580. Esta (le dice) os hallará en México, de donde espero tener aviso de la llegada del padre Plaza, y si le es ese cielo tan propicio, como le ha sido el del Perú, pues ahí su residencia no ha de ser de paso con el Divino favor, etc. En un retazo manuscrito hallamos, que quedando el padre visitador en México, el hermano Marcos navegó otra vez a la Europa, y murió en el camino a Roma. Del Realejo, pasó el padre doctor Plaza a Guatemala. Empeñáronse el presidente y audiencia para que quedase en aquella ciudad el padre Diego García, y aun antes de la venida de estos padres habían pretendido lo mismo con el padre Pedro Sánchez, según consta de informe que hizo la primera congregación a nuestro padre general. No pudo el padre visitador por entonces condescender a los deseos de aquella ilustre ciudad; pero prometió enviarles para el año siguiente misioneros, de cuyo trabajo hablaremos a su tiempo.

[Carácter del padre Plaza] El padre doctor Juan de la Plaza era el hombre más a propósito del mundo que se puede escoger para un empleo de tanta consecuencia. Juntaba a una grande sabiduría, una eminente virtud, mucha experiencia   —163→   e íntimo conocimiento del espíritu de la Compañía. Se había hallado en Roma a tres congregaciones generales, y en la última en que fue electo el padre Everardo Mercuriano, tuvo también para general algunos votos; demostración que prueba bastantemente el concepto que se hacía de su mérito en aquella respetable asamblea. Por orden de la misma congregación se ocupó en rever las actas de ella, juntamente con los padres Claudio Acuaviva, Diego Juiron, Francisco Adorno y Gaspar Balduino, sujetos todos cuya memoria hace grande honor a nuestra religión. Comenzó su visita haciendo tomará muchos de los sujetos unos largos ejercicios, que él mismo se tomó el trabajo de darles con el mayor fervor y exactitud. Mandó observar algunos rigorosos ayunos, e impuso algunas otras penitencias. Es preciso confesar que no era este el remedio que demandaba el estado actual de la provincia. Presto conoció el varón de Dios que venía mal prevenido, creyendo que estaba muy resfriado en Nueva-España el uso santo de la oración y de las corporales asperezas. Se informó de los excesos que había en esta parte, y mudando enteramente de conducta, se aplicó luego a poner en ello la más prudente moderación. En efecto, las austeridades e irregular proceder del padre Alonso Sánchez habían incitado a muchos a seguir un ejemplo de que no eran capaces todos los espíritus y todas las fuerzas. Solía el padre aconsejar algunos modos de oración poco conformes a aquel divino método que la Compañía ha aprendido de su santo fundador, y muy expuesto a las ilusiones del propio y del maligno espíritu, mientras no los caracteriza una vocación particular del Señor, que tal vez fuera de toda regla y diligencia humana, eleva algunas almas puras al ósculo de sus labios en la más sublime contemplación. Esta dulce unión y transportes suavísimos de amor, eran frecuente materia de sus conversaciones, por los cuales se dejaba ya aquel arte metódico y seguro de mover con la meditación las potencias, y de observar aquellas menudas pero importantes adhesiones que nos dejó San Ignacio en el libro admirable de sus ejercicios. Por otra parte, se observó que el padre Sánchez, por aficionar los ánimos a la oración mental, hablaba de las oraciones bocales en estilo poco ventajoso, y con que el vulgo pudiera verlas con desprecio o tenerlas por inútiles. Esto se hizo más notable en algunos de sus sermones, los cuales, oyendo el ilustrísimo señor don Pedro Moya de Contreras, no pudo dejar de decir que la perfección cristiana, aunque altísima, no le parecía tan difícil como la pintaba el padre Sánchez.   —164→   Que la devoción de rezar el Padre nuestro y Ave María había sido siempre usada y venerada en la iglesia como sumamente provechosa, y aun para el pueblo necesaria. Con estas y semejantes especies, es fácil concebir la turbación e inquietud de las conciencias. Había ayudado en gran parte a esta revolución el padre Vicencio Lanuchi, el primero que como vimos, enseñó las letras humanas en el colegio de México, hombre amigo de novedades y demasiadamente pagado de su dictamen. Siendo maestro de retórica, intentó que no se leyese a la juventud los autores profanos. Procuró disuadirlo el padre provincial y que siguiese el estilo común de nuestras escuelas. No sosegándose aun, escribió a Roma, de donde se le respondió con fecha de 8 de abril de 1577: No conviene que se dejen de leer los libros gentiles siendo de buenos autores como se leen en todas las otras partes de la Compañía, y los inconvenientes que vuestra reverencia significa, los maestros los podrán quitar del todo, con el cuidado que tendrán en las ocasiones que se ofrecieren. Pretendió después volver a la Europa con pretexto de pasarse a la Cartuja, y se valió para esto de medios ajenos de nuestro instituto, mendigando la intercesión del regente de Sicilia que se hallaba en la corte de Roma. Estas particularidades sabemos por carta del padre general Everardo, fecha en 31 de enero de 1579. El padre Vicencio Lanuchi, dice, habiendo mostrado hasta ahora mucho contento de estar en esas partes, ahora ha hecho grande instancia para volver por acá, usando del medio de seculares, a quienes ha puesto por intercesores para esto. Vea vuestra reverencia la causa de esta novedad, y procure consolarle y ocuparle, supuesto que no conviene que acá venga. Cuando llegó esta carta ya el padre provincial Pedro Sánchez, importunado de sus ruegos, y viendo que en Nueva-España no podía ser de algún provecho, antes sí de un pernicioso ejemplo, lo había enviado para Europa. Sobre este asunto escribió así a nuestro padre general con fecha de 25 de febrero de 1590. De la venida del padre Vicencio Lanuchi, me ha pesado, no tanto por la falta que hará en esa provincia su ausencia, como por el ejemplo de otros flacos que no faltan, según vuestra reverencia me escribe. Efectivamente, con la ocasión del padre Lanuchi y el amor a la vida austera y solitaria que había encendido en los ánimos el padre Alonso Sánchez, se hallaron muchos tocados del mismo contagio. Como en una nueva provincia escasa de sujetos, era necesario que trabajaren todos igualmente en la salud de sus prójimos, comenzaron algunos   —165→   a volver los ojos a la Europa y a extrañar la quietud de aquellos colegios, en que con menos interrupciones y trato exterior, podían darse más largamente a la oración, y entregarse a todos los excesos de la más rigorosa penitencia. Muchos pretendieron abiertamente pasarse a la Cartuja. El hermoso pretexto de mayor recogimiento y más continua contemplación, no era en realidad sino una fuga vergonzosa de la fatiga y del trabajo, que acompaña los ministerios apostólicos. Había sido muy común esta tentación en algunos misioneros de la India Oriental, y el juicio que formamos de estos jesuitas de la América, es precisamente el mismo que formó la cabeza de la Iglesia San Pío V, y que explicó con palabras gravísimas en su constitución, equum reputamus, expedida el día 17 de enero del año de 1565.

[Pide el señor obispo de Manila jesuitas para Filipinas] Todo este desorden tuvo que remediar el padre Plaza, y lo consiguió con la mayor felicidad, mezclando con maravillosa prudencia la entereza y la dulzura, según las diversas circunstancias. El padre Lanuchi había ya pasado a Europa cuando vino el padre visitador, y por lo que mira al padre Alonso Sánchez, breve le proporcionó ocupación en que emplearse con más extensión y más honor de la Compañía, su celo y sus talentos. Acaso por este mismo tiempo había vuelto de la Europa el excelentísimo reverendísimo señor don fray Domingo de Salazar, del sagrado orden de predicadores, destinado del rey católico para primer obispo de Manila en las islas Filipinas. Este sabio y religioso prelado conoció desde luego todo el trabajo vinculado a aquella alta dignidad, en unas islas recién descubiertas, y en que apenas comenzaba a rayar la luz del Evangelio. Suplicó a su Majestad le permitiese llevar consigo algunos religiosos de la Compañía de cuyo celo, decía, por la salvación de las almas, de cuya utilidad para la Iglesia y fidelidad para con los reyes sus soberanos, podía seguramente prometerse los más felices sucesos en lo espiritual y temporal de aquellas recientes conquistas. Don Felipe II, por sí muy piadoso y singularmente afecto a nuestra Compañía, condescendió gustosamente, mandando que de la provincia de México se le diesen algunos sujetos de conocido espíritu y letras para fundar misiones en las nuevas islas, que a su constante protección, no menos que a la época feliz de su descubrimiento, debieron el nombre de Filipinas. Poco tiempo antes había pretendido esto mismo el excelentísimo señor don Martín Enríquez, como se ve por una carta de nuestro padre general fecha en 31 de enero de 1579, escrita al mismo señor virrey, que dice así: «Excelentísimo señor Por la relación que he tenido hasta   —166→   aquí del padre Pedro Sánchez, y la que de fresco me ha dado el padre Pedro Díaz, entiendo la protección continua que vuesa excelencia tiene de las casas de nuestra Compañía, y las buenas obras que hemos recibido de su mano. Mucho me ha consolado el buen suceso que el Señor ha dado hasta aquí a los ministerios nuestros, y la gran puerta que se abre para emplearnos según el fin de nuestra vocación. El padre Pedro Díaz lleva consigo buena provisión de gente, como la majestad católica me ha pedido, y he señalado algunos que puedan ir a las Filipinas, por haberme escrito de ella que vuesa excelencia lo desea. Es pero que como vuesa excelencia hasta aquí nos ha cuidado, así también lo hará de aquí en adelante, especialmente en lo que yo tanto deseo, de que sean los naturales socorridos como cosa tan propia de la misión de los nuestros a esas partes. Nosotros, como con la gracia divina procuramos de no faltar a nuestra obligación en esta empresa, así también procuraremos reconocer las obligaciones que tenemos a vuesa excelencia, a quien nuestro Señor guarde y prospere, etc.». El padre visitador Juan de la Plaza, en consecuencia de la real orden, señaló a los padres Antonio Sedeño y Alonso Sánchez, con el hermano Gaspar de Toledo, estudiante, y un coadjutor. La asignación del padre Alonso Sánchez, dio el lleno a la predicción que de su viaje a Filipinas había tenido algunos años antes, y aunque en las circunstancias pudiera parecer de alguno resolución nacida de la política y de la prudencia humana, el suceso mostró que era elección de Dios, y que aquel celo ardiente que lo consumía en el retiro de una vida privada, hallando entre los bárbaros una esfera y un pábulo proporcionado a su actividad, había de hacer de él un digno instrumento de la salvación de muchas almas. Seguiremos algún tanto en la Asia las huellas hermosas de estos ministros evangélicos: ni será de extrañar que siendo la provincia de Filipinas una extensión de la de México, e hija suya en el espíritu, extendamos la pluma más de tres mil leguas más allá de la América, pues tan lejos se dispararon sus saetas de salud, y volaron como benéficas nubes sus hijos apostólicos.

[Compendiosa descripción de aquellas islas] Las islas que hoy llamamos Filipinas ignoramos qué nombre tuvieron antes de su conquista, aunque es bastantemente verosímil sean las mismas que llama Ptolomeo Maniolas. El lugar, el número, la longitud, latitud y abundancia de imán con que las caracteriza este famoso astrónomo, no distan mucho de lo que se ha visto después en estas islas. El primer español que las descubrió fue Hernando de Magallanes,   —167→   en aquel célebre viaje en que dio vuelta al mundo por los años de 1521. Después de él tentaron la conquista de este país distintos capitanes, don García de López enviado de España, y Álvaro de Saavedra encargado de esta honrosa expedición por su pariente el marqués del Valle. Los dos murieron en el mar. Don Pedro de Alvarado, adelantado de Guatemala, obtuvo del rey la misma comisión, y murió estando para hacerse a la vela. Don Rui López de Villalobos que le sucedió por orden del virrey de México, después de muchas desgracias ocasionadas de su mala conducta, acabó consumido de tristeza en Amboino el año de 1546. El adelantado Miguel López de Legaspi fue el segundo que desembarcó en Zebú y luego en Manila. Zebú fue la primera población de los españoles en la Asia y el primer obispado de estas islas. Estableciose allí la religión de San Agustín de 1565. La conquista costó muy poca sangre. Después de una breve resistencia, se añadieron todas las islas, fuera de Mindanao que hasta ahora no se ha conquistado enteramente a la corona de Castilla. Los religiosos de San Francisco se fundaron en Manila por los años de 1577. Las más considerables islas de todo este archipiélago, que Magallanes llamó de San Lázaro, son la de Luson o Manila, la de Mindanao, en que predicó en otro tiempo San Francisco Javier, la de Paraguay, Babau y Lette, las de Mindoro, Panai, Isla de negros, Zebú y Bool. Estas están cercadas de otras muchas que pasan por todas de ciento sesenta. Ocupan desde el quinto hasta el vigésimo grado de latitud boreal poco menos. La isla principal de Luson tiene de largo como doscientas leguas, y como de treinta a cuarenta en su mayor anchura. Es de todas la más septentrional y la más poblada. La ciudad de Manila la fundó Miguel López de Legaspi el 21 de junio de 1571. El rey católico le dio armas y título de ciudad el 21 de junio de 1571. Gregorio XIII le hizo ciudad episcopal el de 78, y Clemente VIII la erigió en metropolitana el de 1595. La primera audiencia fue a Manila el año de 1584, y por primer presidente el doctor don Santiago de Vera. Está situada en la embocadura del río Pasig, que nace de la laguna de Bay y corre del Este a Oeste a arrojarse en el océano estragangen en 14 grados y 40 minutos de latitud septentrional. Las calles son anchas y tiradas a cordel. Guarnece la plaza, que es un polígono irregular, una alta y espesa muralla con algunos baluartes y buena artillería, de que hay fundición allí mismo, como también fábrica de pólvora. Tiene muy buenos edificios: los principales son, la catedral, que   —168→   fabricó el ilustrísimo señor don Miguel de Poblete en 1654, los conventos e iglesias de San Agustín, de San Francisco, de Santo Domingo y colegio de la Compañía. Dos colegios seminarios, el de San Juan de Letrán, a cargo de religiosos dominicos, y el colegio real de San José bajo la dirección de los jesuitas. El arzobispo tiene tres sufragáneos, el de Zebú en la ciudad del nombre de Jesús, fundación del mismo Legaspi en la costa oriental de la isla de este nombre, y la primera población de los españoles. El de Camarines en la nueva Caseres, que en memoria de su patria fundó el doctor don Francisco Sandi, segundo gobernador de Filipinas, y fue instituido por Clemente VIII el año de 1595, y el de Cagayán erigido el mismo año, y cuya capital es la Nueva-Segovia, que fundó el tercer gobernador don Gonzalo Ronquillo. Estos dos últimos están en la misma isla de Luson, el primero en la parte austral y el segundo en la septentrional, quedando el arzobispado en el centro del país. El temperamento es bastantemente cálido; pero sin embargo, saludable. El terreno fértil, y abundante de todo lo necesario a la vida, mucha la pesca de varios y exquisitos pejes, con quien compite la caza. Son muchos los animales, las aves y las plantas, no conocidas en la Europa. Los renglones de su comercio son el oro, las perlas, el ámbar, el imán, la algalia, la cera, la miel, la sal, el añil, el palo del Brasil, que allí llaman sibucao, el ébano y otras maderas exquisitas, mucho tabaco, alguna canela y más pimienta, aunque estas dos especies poco o nada se cultivan. Si a esto se junta la seda, la porcelana, el maque, el papel, la cotonía y otras especies preciosas que le vienen de China y del Japón: el clavo, la nuez moscada, el incienso, las chitas, zarazas y otras telas, el marfil, el alcanfor, el nácar, los diamantes y rubíes que vienen de toda la India Oriental y de la Persia. La plata, la grana y otras muchas cosas que llevan de la América, y por ella de la Europa, se formará un conjunto de preciosidades que la hacen una de las más ricas ciudades del mundo. [Descripción de Manila] Esta opulencia atrae allí gentes de todas las naciones. La plaza de Manila es una asamblea de japones, de chinos, de árabes, de persas, de armenios, de malabares, de americanos, de españoles, de portugueses, de holandeses, de franceses, de ingleses y otros muchos de Europa que causan una hermosa variedad de trajes, de idiomas, de profesiones, de fisonomías y de talles. La comodidad y riqueza de estas islas les han atraído la persecución de algunas potencias. Los portugueses resistieron por algún tiempo a su conquista. Limahon, pirata chino,   —169→   la embistió con setenta navíos por los años de 1574. El Cofegn o Pumpuam, famoso corsario de la misma nación, a la mitad del siglo pasado, después de haber echado a los holandeses de Isla Hermosa, mandó intimar a la ciudad que se rindiese, aunque no tuvieron efecto alguno sus amenazas, el año de 1600. Oliverio Wander Nooxt acometió a Maravidez, isla pequeña, frente de la bahía de Manila, y puso en armas a la ciudad, de que salió mal despachado. No desistieron los holandeses de su intento. El gobernador don Juan de Silva los derrotó sobre Playa Honda por los años de 670 y tomó sobre ellos un rico botín. Los sangleyes, por los años de 1605, los japones en número de más de quinientos, en 1606. Los chinos, en número de más de tres mil, por los años de 1639, se amotinaron tomando las armas contra los españoles. Pero unos por arte y otros por fuerza, entraron presto en su deber. Finalmente, en esta última guerra los ingleses, bajo la conducta de un almirante después de haber dado la nación pruebas nada vulgares de su valor y de su fidelidad para con la corona de Castilla, la tomaron por asalto siendo el ilustrísimo señor don Antonio Rojo Río y Vieya, su dignísimo arzobispo y presidente entonces de su real audiencia, hizo en la ocasión cuanto podía esperarse de un prelado vigilante, de un prudente gobernador, y de un consumado general. El padre Murillo da a estas islas todas 900000 cristianos. Tal fue el teatro de los apostólicos sudores de estos dos misioneros, y tal ha sido el copioso fruto de sus trabajos.

[Fundación de Tepotzotlán] Mientras que se preparaban los hijos de esta provincia para el viaje a las islas Filipinas, sobre muy débiles principios comenzó a levantarse uno de los más grandes y útiles colegios de Nueva-España. Con ocasión de haberse proveído por este tiempo el beneficio de Huixquiluca, no juzgó el padre visitador que podía subsistir allí aquella especie de seminario que se había formado para el estudio de las lenguas. Retiráronse todos los sujetos a México, y el padre Plaza suplicó al señor arzobispo señalase si le parecía bien, alguna otra población en que los padres pudiesen servir a los indios y a su Ilustrísima. Vacó en estas circunstancias el beneficio de Tepotzotlán, que pareció a don Pedro Moya de Contreras lugar muy a propósito para los designios de la Compañía. Enviáronse allá los padres Hernán Gómez y Juan de Tobar, insignes en la lengua otomí, masagua y mexicana, con algunos otros sujetos que voluntariamente quisieron dedicarse a este trabajo, de que solo queda memoria de los padres Diego de Torres, Juan Díaz y Vidal.   —170→   Del colegio de México, de donde solo dista siete leguas, se proveían los padres de todo lo necesario, sin recibir cosa alguna de la feligresía, aunque como en Huixquiluca ejercitaban con el mayor cuidado y vigilancia todas las funciones de párrocos. El primer trabajo fue reducir a una sola población las muchas en que estaban repartidos los indios. A estos diferentes cantones, se les iba todos los días de fiesta a decir misa, y a predicarles la doctrina cristiana, con lo que atraídos de la dulzura y suavidad de sus ministros, comenzaron a pasarse a Tepotzotlán muchas familias, lo que cuasi en todo el resto de los pueblos de Nueva-España no había podido conseguirse sin violencia. Uno de aquellos fervorosos neófitos que habían tomado esta resolución, se vio dentro de muy pocos días muy perseguido de sus amigos y parientes, que querían volverlo a sus antiguas poblaciones. Resistió constantemente a todos sus discursos y amenazas, y con esta ocasión descubrió a los padres el motivo de aquellas eficaces instancias. No eran solo la embriaguez y la disolución el único motivo que obligaba a estos indios en no consentir en la traslación de sus familias; había aún entre ellos mucha idolatría, de cuyo ejercicio y profesión se guardaban todos los cómplices un secreto inviolable. Tenían las asambleas para estos misterios de iniquidad, o de noche, o en los bosques más espesos, o en las quebradas y cimas inaccesibles de los montes. La dificultad de la lengua otomí que hablan los más de ellos, y que verosímilmente habían ignorado hasta entonces los beneficiados de aquel pueblo, los ponía bastantemente a cubierto de todas las diligencias conducentes a su conversión. Entre estos infelices se halló una familia cuyo tronco era el jefe, y como el principal autor de toda su desgracia. Este era un indio muy anciano que desde los principios de la conquista, o por odio a los españoles, o por nimia adhesión a su idolatría, se había retirado con todos sus hijos y nietos a lo más alto y escarpado de una sierra vecina. Allí ocultaban todos los recién nacidos para no verse en la precisión de bautizarlos, y cuando por alguna contingencia se veían obligados a exponerlos al bautismo, por no descubrir su irreligión, les daban por padrino otro de los idólatras no bautizados, procurando poner este óbice a la divina eficacia del bautismo. Este infeliz, envejecido en malos días, oyó acaso un día la explicación de la doctrina cristiana, y llevado de una mera curiosidad, continuo algún tiempo en este ejercicio. La gracia del Señor obraba al mismo tiempo en su corazón. Pidió ser bautizado, y descubrió al predicador   —171→   el artificio con que a sí y a todos los suyos había procurado cerrar para siempre el camino de la salud. Entró en el número de los catecúmenos, entre quienes comenzó luego a distinguirse por un extraordinario fervor. A pocos días se sintió herido de un mortal accidento. Se le confirió el bautismo y murió poco después, dejando al misionero un largo catálogo de todos sus descendientes no bautizados, y habiendo antes empleado toda la autoridad que se había tomado sobre ellos, para persuadirles que bajasen al pueblo y se apartasen del culto de los ídolos. Efectivamente, todos ellos se avecindaron en Tepotzotlán, se bautizaron, y fueron después ejemplares cristianos.

[Mudanza en el seminario de San Pedro y San Pablo] Establecida con tanto provecho de las almas la residencia de Tepotzotlán, había satisfecho el padre procurador uno de sus mayores cuidados, que era emplear algunos sujetos de la Compañía en la instrucción y culto de las indias, sin perjuicio de las demás religiones que desde muchos años antes tenían fundadas doctrinas. Con el mismo celo se atendía en todas partes al provecho de los españoles. En México se ocupaban todos en los ministerios con un nuevo fervor, serenada ya del todo la turbación e inquietud que había causado la diversidad de espíritus el año antecedente, obra en que se mostró bien la prudencia y magisterio místico del padre doctor Juan de la Plaza. Solo ofrecía alguna ocasión de disturbio la administración del colegio seminario de San Pedro y San Pablo. Desde que se fundó por setiembre de 73 este insigne colegio, había hecho oficio de rector, aunque sin formal nombramiento, el licenciado Gerónimo López Ponce, docto y piadoso sacerdote. A este mismo, cuyo celo, fidelidad y entereza tenían ya bastantemente reconocida, nombraron por rector los señores patronos, a quienes privativamente pertenecía en una junta o cabildo, tenido a 9 de marzo de 1574, con asignación de cien pesos anuales a que en 7 de marzo de 1576 añadieron ciento y cincuenta. Gobernó este hasta el 5 de enero del siguiente año de 1577, en que entró en la Compañía. En consecuencia de su renuncia suplicaron los señores del cabildo al padre provincial Pedro Sánchez, que se dignase tomar a su cargo la Compañía la dirección de aquel seminario, como tenía muchos en la Europa. El padre provincial agradeció mucho su confianza, y respondió que en un asunto de tanta importancia, le parecía deberse pesar con más atención, y que entretanto quizá habría llegado el padre visitador Juan de la Plaza, a quien se esperaba del Perú; que su reverencia mejor informado de las intenciones del padre general, podía resolver lo más conveniente. Instáronle   —172→   que a lo menos señalase una persona de su satisfacción que lo administrase en el ínterin. Con el consentimiento de los mismos patronos señaló al licenciado Felipe Osorio, que con la renta de ciento y cincuenta pesos y los réditos de una capellanía vinculada de oficio, perseveró en él hasta 2 de marzo de 1578. En este día, viendo que tardaba aun el padre Plaza y lo mucho que perdía la juventud en virtud y letras, bajo la conducta de la Compañía, instaron segunda vez al padre provincial para que señalase algún padre para rector de aquel colegio, y no pudiendo dejar de condescender, señaló por vice-rector al padre Vicencio Lanuchi. Este, después de un año, pretendió pasar a la Europa con motivo de entrar en la Cartuja; y efectivamente, se embarcó para España a la mitad de 79, y entró en su lugar el padre Alonso Ruiz. Había pocos meses que administraba, cuando los patronos, no sabemos por qué ocasión, se presentaron en un cabildo al padre visitador pidiendo que la Compañía deshiciese los otros seminarios que tenía México, o dejase la administración del de San Pedro. A una proposición tan irregular y tan atrevida que hizo bastante eco en el honrado proceder del padre visitador y del padre Alonso Ruiz, se le respondió que no convenía deshacer los otros seminarios de que tanto bien resultaba a la ciudad, ni había fundamento alguno para una resolución tan improvisa. Que por lo que miraba al de San Pedro y San Pablo, podían desde luego señalar persona de su confianza a quien se diesen las cuentas. En acabando el padre Plaza de proferir estas palabras, tomó las llaves del colegio, y poniéndolas sobre la mesa, a vista de aquellos señores se retiró con los otros padres, y el seminario volvió a su antiguo gobierno en que no pudo permanecer largo tiempo.

Libro tercero

Sumario

Órdenes precisas de Roma sobre la administración del Seminario de San Pedro. Congregación de la Anunciata en el colegio máximo, y efectos de los ministerios. Raros ejemplos de virtud en los indios de Tepotzotlán. Frutos del colegio de la Puebla. Misión a Zacatecas y principios de aquel colegio. Viene de visitador el padre Diego de Avellaneda y su carácter. Principio de las misiones de Sinaloa, descripción de aquel país y sucinta relación de su descubrimiento y conquista. Pasa el noviciado al colegio de la Puebla, y casos singulares de sus ministerios y misiones. Congregación de la Anunciata en Oaxaca. Principios de la fundación de la casa profesa. Celébrase la tercera congregación provincial, en que es elegido procurador a entrambas cortes el padre doctor Pedro de Morales. Muerte de don Melchor de Covarrubias, su elogio y testamento. Muerte del padre Hernán Vázquez. Misión a Guatemala y petición de la ciudad al rey para que funde allí la Compañía. Misión a Guadalajara. Encomienda el virrey a la Compañía la reducción de los serranos de Guayacocotla. Sucesos de Sinaloa y primera entrada a Topía. Peste entre los indios. Temblor de tierra y sus buenos efectos. Principios del colegio de Guadiana.   —218→   Progresos de la Profesa y principios de sus congregaciones. Muerte de algunos sujetos en el colegio máximo. Ministerios y misiones en México, en Puebla, en Valladolid, Tepotzotlán y Veracruz. Encarga el virrey a la Compañía la reducción de los chichimecas en San Luis de la Paz. Primera entrada a la Laguna de San Pedro, y descripción de este país. Progresos de Sinaloa. Conspiración contra el padre Tapia y su castigo. Conspiración de Nacaveba, muerte del padre Tapia y su elogio. Consecuencias de este alzamiento. Arribo de nuevos misioneros, y estado de la misión. Estado del pleito sobre el sitio y fundación de la Profesa. Muerte del padre Diego de Herrera. Celébrase la cuarta congregación provincial. Ministerios y estudios del colegio máximo. Cátedra de escritura. Frutos de los demás colegios. Raros ejemplos de virtud en los indios de Pátzcuaro y en Tepotzotlán. Muerte del padre Carlos de Villalta. Misión a Acapulco y pretensión de un colegio. Sucesos de los chichimecas. Reducción de los Guasabes en Sinaloa, y de los fugitivos a sus pueblos. Pídense jesuitas para la conversión del Nuevo-México y para Californias. Progresos de las congregaciones del Salvador y la Anunciata. Misión de San Gregorio y sus efectos. Calumnias contra los jesuitas en la Puebla, peste en Oaxaca y salud milagrosa en nombre de San Francisco de Borja. Muerte del padre Gerónimo López. Pretende el cabildo de Valladolid se encargue la Compañía del Seminario de San Nicolás. Inquietudes en Sinaloa. Principios de las misiones de Tepehuanes y sus primeros frutos en el pueblo de Papátzcuaro. Sucesos de la misión de la Laguna y de San Luis de la Paz.

 

[Mutación en el Seminario de San Pedro y San Pablo] El colegio Seminario de San Pedro y San Pablo estaba en una situación que no podía durar mucho tiempo sin alterarse la constitución de su gobierno. La Compañía lo había tomado segunda vez a su cargo por orden de la real audiencia, como dejamos ya escrito; pero aun este superior respeto no fue bastante para que en los siguientes cabildos no intentasen los patronos algunas novedades a que no se podía condescender sin deshonor. Informado nuestro muy reverendo padre general Claudio Acuaviva, envió órdenes muy apretadas al padre provincial Antonio de Mendoza, en que le mandaba que si aquellos señores (salvo el derecho de presentación) no cedían a la Compañía todos los temas, cuanto a la temporal administración y gobierno económico del seminario, se dejase del todo la dirección y se quitase aquel motivo de   —219→   discordias que podían ser de muy perniciosas consecuencias a toda la provincia. En consecuencia de esta orden, juntos en cabildo los patronos a 30 de julio de 1588, propuso el padre provincial las instrucciones que se habían recibido de Roma, bien seguro que no estaban los ánimos en disposición de admitir tan duras condiciones. Efectivamente, habiendo escuchado aun la simple propuesta, no sin muestras de indignación, el padre Juan de Loaiza, que era entonces rector, entregó las llaves del colegio, y volvió este a su antiguo estado, bajo la administración y dirección del licenciado Francisco Núñez.

Mientras que así vacilaba, y amenazaba próxima ruina el colegio de San Pedro y San Pablo, los dos seminarios de San Bernardo y San Miguel, felizmente reunidos, bajo el nombre de San Ildefonso, que se vio desde entonces como un presagio dichoso de su duración y de sus aumentos, florecían cada día más en letras y en virtudes. Para el cultivo de estas en que ha puesto siempre la Compañía su principal atención, se había emprendido algunos años antes una congregación formada de los mismos estudiantes, bajo el amparo y advocación de la Santísima Virgen María en el ministerio de su Anunciación, que honraban con particulares ejercicios. Estas piadosas congregaciones eran ya muy frecuentes en Francia, en España, Italia y Alemania. La que se había fundado en Roma, en nuestro colegio de estudios, era muy sobresaliente para que pudiese ocultarse a la paternal benevolencia del Sumo Pontífice Gregorio XIII, fundador de aquel insigne colegio. Había tenido principio desde el año de 1563; en el siguiente se le dio el nombre de la Anunciata, con que hasta ahora florece. La frecuencia de los Sacramentos, la asistencia de las exhortaciones que les hacía su prefecto, la lección diaria de algún libro piadoso, algunos ratos de oración, la devoción al santo sacrificio y al Rosario, y otras oraciones en honra de la Santísima Virgen, eran sus principales ocupaciones. Los domingos, después de vísperas, acompañados de sus maestros, visitaban las estaciones de Roma o los hospitales y las cárceles, con una modestia y una fragancia de virtud que encantaba a toda la ciudad. El Soberano Pontífice, gozoso de ver en su colegio, no solo la regular observancia de los nuestros, pero aun en la más tierna juventud, obras de tanta edificación, la enriqueció con muchas indulgencias por bula expedida a 5 de diciembre de 1584. Después Sixto V, por bula expedida a 5 de enero de 1586, concedió al general de la Compañía poder erigir en todos y cada uno de los colegios o casas, una o muchas congregaciones   —220→   bajo el mismo o diferente título y facultad para agregarlas a la primaria de la Anunciata de Roma, y concederles las mismas indulgencias que aquella goza. En nuestro colegio máximo de México, cuasi con los primeros estudios de gramática que allí se establecieron, había también florecido esta piadosa congregación. Tomó un nuevo lustre y formalidad, después que juntamente con las sagradas reliquias se colocó en nuestra iglesia la bellísima imagen de Nuestra Señora, de que arriba hablamos, y a cuyo altar quedaron vinculados sus devotos ejercicios. Aun después de concluidos sus estudios, permanecían asistiendo a todas las funciones de la congregación, con la misma puntualidad y exactitud los sacerdotes y personas constituidas en dignidad. Así lo practicaron, dando heroicos ejemplos de virtud por muchos años los ilustrísimo señores don Juan Ladrón de Guevara, arzobispo después de la Isla Española; el ilustrísimo don Bartolomé González Soltero, inquisidor de México, su patria, y obispo de Guatemala; el ilustrísimo don Nicolás de la Torre, deán de la Santa Iglesia Metropolitana de México y obispo de Cuba; el ilustrísimo don Alonso de la Cueva Dávalos, deán de la misma iglesia de México, y su dignísimo arzobispo, después de obispo de Oaxaca; el ilustrísimo don Miguel de Poblete, arzobispo de Manila, y su hermano el doctor don Juan de Poblete, deán de la santa iglesia de México. Los sacerdotes fuera de los ejercicios comunes de la congregación, tenían, o alguna conferencia sobre casos prácticos del moral, o sobre los sagrados ritos y ceremonias de la misa, de que, para común utilidad, imprimieron en nombre de la congregación un utilísimo tratado. Imprimieron también catecismos de la doctrina cristiana para la instrucción de la juventud y gente ruda, y consecutivamente algunos otros piadosos libros, entre los cuales no tuvo el ínfimo lugar uno intitulado: Sacra Poesis, con versos muy ingeniosos a varios asuntos sagrados; obra de los más bellos ingenios de nuestros estudios, capaz de servir de antídoto al veneno que suele beberse dulcemente en los más de los poetas, y que abría en la Nueva-España el camino de conciliar el amor de las musas con una solida piedad; a la manera que en otros siglos lo habían mostrado San Gregorio Nacianceno y algunos otros de los santos padres.

Si los gloriosos trabajos de nuestros operarios y maestros así fructificaban en nuestros domésticos estudios, se puede imaginar fácilmente cual sería la pública utilidad en los demás fervorosos ministerios, en que lograba su celo mayor esfera y más proporcionado pábulo. Muchos   —221→   casos particulares refiere la annua del año de 1589 con ricos de milagrosa providencia, que referiríamos gustosamente si no escribiéramos en un siglo en que la libertad de la crítica ha cuasi degenerado en una irreligiosa incredulidad, y por otra parte nos persuadimos a que los ejemplos de sólidas virtudes con que más instruye la historia, aunque sin el brillo estertor, no tienen menos de milagros, y alientan más a la imitación. Había hecho en nuestro colegio, pocos días antes, confesión general, y proseguía frecuentando los Sacramentos uno de los capitanes que había entonces en la ciudad. Pasaba acaso por una calle acompañado de algunos de sus soldados, cuando un hombre temerario le disparó de muy cerca una pistola, aunque con poco o ningún efecto. Corrían ya los soldados a apoderarse del asesino y vengar la injuria de su capitán; pero éste, lleno de dulzura y caridad cristiana, los detuvo dando tiempo a su enemigo de ponerse en salvo, diciendo a sus compañeros: ¿cómo pretendería yo que el Señor me perdonase mis culpas si no perdonara la ofensa que a mí me hace un hombre? Esta moderación de ánimo fue tanto más heroica en este sujeto, cuanto era más alto el carácter que lo distinguía en la república. Habíase encendido en aquel tiempo sobre no sé que competencia de jurisdicción, el fuego de la discordia entre el excelentísimo señor don Álvaro Manríquez de Zúñiga, virrey de México, y la audiencia real de Guadalajara. La revolución había ya prorrumpido en guerra intestina, y de una y otra parte se había llegado a las manos. Roto el freno de la veneración y del respeto con que deben mirarse, y se han mirado siempre en la Nueva-España, las personas que su Majestad pone en su lugar para el gobierno de estos reinos, todo caminaba a una sedición general: comenzó a envilecerse la autoridad viendo que se le podía oponer impunemente. Una persona distinguida de la ciudad lo faltó públicamente al respeto con palabras poco decorosas y cuasi amenazadoras. El virrey lo había mandado poner preso, y se había mostrado inexorable a todas las súplicas e intercesiones de sus más favorecidos. Entre tanto oyó predicar aquella cuaresma a uno de nuestros operarios sobre el perdón de las injurias, y saliendo del sermón mandó luego poner en libertad a aquel ilustre preso, y lo trató con las mayores muestras de benevolencia y de amistad, aun sabiendo muy bien lo que él y otros de la ciudad habían escrito contra él a la corte, y que fueron la causa de que a fines de aquel mismo año, cortado violentamente el tiempo de su gobierno, volviese a España sin honor y sin bienes, que se le mandaron confiscar.

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No es tanto admirable este ejercicio de virtud en personas cultas y tan arraigadas en las máximas santas del Evangelio; los indios del pueblo de Tepotzotlán las practicaban de un modo que sería muy digno de atención aun en siglos más felices. Se vio una india doncella amenazada de un puñal si no condescendía a las torpes solicitaciones de un joven lascivo, responderle con serenidad y valor: Yo, Señor, sería dichosa con morir por la defensa de mi virginidad, y tengo entendido que esta sería para mí una especie de martirio muy agradable a los ojos de Dios. Otra que había heroicamente resistido varios asaltos, padeció del mismo que la solicitaba los más crueles tratamientos. Arrastrada por los cabellos, herida y bañada en sangre vino a la iglesia muy gozosa a dar como dijo a uno de los padres, gracias a nuestro Señor de haberle dado tanta fortaleza para guardar sus mandamientos y padecer por Su Majestad. Prometía un español perdidamente apasionado por una mujer, no sé qué suma de dinero a una virtuosa india para que practicase una diligencia conducente a su perverso designio; pero ella horrorizada; ¿y qué?, le dijo, ¿tan poco pensáis que vale mi alma que haya yo de venderla al demonio por tan bajo precio? Una india forastera, huyendo de las persecuciones de sus deudos que querían casarla, se había refugiado en el pueblo de Tepotzotlán, donde sabía que otras muchas servían al Señor en sus mismos santos propósitos. Se acogió a la casa de otra doncella muy parecida a sí en el espíritu; pero no faltándole a una y otra graves persecuciones, determinaron dirigir todas sus buenas y fervorosas obras para alcanzar del cielo una pronta muerte en virginidad y pureza; así lo habían tratado con su confesor, y esta era la más frecuente y la materia más dulce de sus conversaciones. Con ocasión de un nuevo matrimonio que en aquellos mismos días se proporcionaba a una de ellas, y que su mismo confesor, temeroso de los peligros del mundo le proponía con eficacia, fue necesario apartarlas y poner a la forastera en casa de una honrada y virtuosa española. La misma aflicción y lucha de su espíritu le encendió una calentura de que murió a los cinco días. Su piadosa compañera había cuasi al mismo tiempo gravemente enfermado, y hablando en el delirio de su enfermedad aquel mismo día, se le oyó repetir varias veces: ¿dónde vas hermana mía?, ¿dónde vas?, ¿por qué me dejas? Espérame, ya te sigo. No dudaron los circunstantes que hablaba con su querida compañera que acababa de morir poco antes, y el suceso comprobó la verdad, pues habiendo dado aquella tarde grandes muestras de un pronto   —223→   alivio, al día siguiente murió, y fueron, a lo que podemos verosímilmente prometernos, a seguir juntas al Cordero de Dios, único esposo de sus bellas almas. Otra de la misma profesión, asaltada de un ligero achaque, afirmaba sin embargo que había de morir dentro de poco. No le falló su esperanza; llegó muy en breve a los términos de la vida: por sus acciones y cortadas palabras, creyeron los asistentes que la había favorecido el Señor con alguna celestial visión. En efecto, poco después de aquella especie de rapto volvió en sí, y entonando la Salve de nuestra Señora con la gracia y dulzura de un ángel en el semblante y en la voz, expiró plácidamente en brazos de su divino Esposo. Su cuerpo se halló entero e incorrupto después de un año, y aun lo que es más, (añade en su manuscrito el padre Martín Fernández) frescas las flores de la guirnalda que en testimonio de su virginal pureza había llevado al sepulcro.

Aunque en un sexo tan débil parezcan con tanto esplendor las fuerzas de la gracia, no es menos digna de admiración la virtud de un rico y noble mancebo, ni prueba menos el floreciente estado de la cristiandad de Tepotzotlán. Era este un joven de las primeras familias entre los indios, y en quien por der echo recaía después de la muerte de su padre el señorío de la populosa ciudad de Cholula, y sus contornos. Había discurrido algún tiempo sin más fin que el de la diversión y curiosidad por muchos de los lugares cercanos. Pensaba ya volverse a su país cuando llegó a Tepotzotlán. La policía en que vivían aquellos indios, la aplicación al trabajo, la instrucción y caritativa asistencia de los padres, y la quietud y hermanable unión de tantas familias, le encantó, y determinó quedarse en el Seminario de San Martín. Su capacidad nada vulgar, su juicio, aun en los pocos años, bastantemente maduro, y aquel género de circunspección y medida de acciones, que aun en las naciones unas groseras suele ser el carácter de la nobleza, le hizo muy presto distinguirse en todo el pueblo, tanto en la política como en el ejercicio de la virtud; estuvo algún tiempo en el seminario, y apenas salió cuando tuvo noticia de la muerte de su padre, y como lo buscaban con ansia por todas partes para sucederle en aquella especie de gobierno, que aun permanecía vinculado a su ilustre familia, el virtuoso, conociendo bien cuanta fuerza tiene el atractivo de la riqueza y la dulzura del señorío para mudar el corazón más recto, renunció generosamente a todo cuanto le prometía el mundo, y escogió vivir desconocido y pobre en Tepotzotlán para no exponer su alma y   —224→   su virtud a una prueba tan dudosa. Se acomodó por un moderado salario en la tienda de un sastre en que pasó un poco de tiempo, dando admirables ejemplos de cristiana piedad. El Señor, siempre rico en misericordias, no dejó muchos días sin premio una acción tan heroica. De allí a poco, acometido de una enfermedad, entre tiernísimos coloquios y actos heroicos de todas las virtudes, pasó con una admirable tranquilidad a recibir el ciento por uno de lo que en la tierra había tan gustosamente sacrificado al amor de la virtud y al servicio de su Majestad. A vista de tan grandes ejemplos de virtudes heroicas, a nadie se hará increíble que una diosa infame que cerca de aquel pueblo se veneraba en la gentilidad, la viese uno de los más fervorosos neófitos desvanecerse en negro humo, quejándose de que la obligaban a desamparar aquel sitio, y de que aun los tiernos niños de los cristianos se burlasen de lo que sus padres habían adorado por tantos siglos. Tenían estos dichosos indios por un principio muy asentado, y lo confirmaba bastantemente la ajustada conducta de su vida, que el que comulgaba una vez no había de volver jamás a las culpas pasadas.

Con tan bellas máximas se gobernaba aquella floreciente iglesia; y ya que hemos propuesto estos generosos ejemplares a la imitación de todo género de personas, no será razón que pasemos en silencio un caso de que podemos sacar bastante instrucción nosotros mismos, los que por la misericordia de Dios hemos sido llamados a la vida religiosa, y singularmente a la Compañía. Hemos dicho ya más de una vez el singular esmero con que el colegio de la Puebla, desde los principios de su fundación, se había aplicado al utilísimo ministerio de los hospitales, de los obrajes y las cárceles; visitábanlas con frecuencia, procurábanles socorros de personas piadosas, y se les llevaban del colegio luego que estuvo en estado de poderlo hacer; pero en ninguna otra ocasión lucía tanto la caridad de nuestros operarios como cuando algunos debían ser ajusticiados por sus delitos. Pasaban a su lado el día y la noche, haciéndoles aprovechar cada uno de aquellos preciosos momentos. Estaba ya en este triste estado un hombre, y llegándose la hora de sacarlo al suplicio, dirigiendo en particular su oración hacia los muchos jesuitas que se hallaban presentes, habló de esta manera, interrumpiendo a cada paso el discurso por la abundancia de las lágrimas: «Quiero decir a vuestras reverencias, padres, en este último trance de mi vida, una cosa en que pueda resarcir con el escarmiento, el escándalo que di con mis malos ejemplos. Yo, Miserable de mí, viví algún tiempo   —225→   en la Compañía de Jesús; viví quieto y tranquilo todo aquel tiempo que me apliqué con fervor a la observancia de aquellas menudas y santísimas reglas. Sobre todo, experimenté un singular consuelo y aliento para la perfección en dar a los superiores una exacta y sincera cuenta de mi conciencia; pero Adán no estuvo largo tiempo en el paraíso. Me acompañé con uno de aquellos sujetos, que no contentos con su tibieza, procuran apartar a otros del fervor. Comenzó a inspirarme más con el ejemplo que con las palabras, sus fatales máximas, y entre todas aquella perniciosísima de que las reglas de la Compañía no obligan a pecado, y que no se debía hacer mucho escrúpulo de quebrantarlas. Yo, infeliz de mí, fui poco a poco perdiendo el miedo a la transgresión de las reglas, me enfrié en la oración, comencé a recatarme de los superiores, sin dar más cuenta de mi conciencia que en aquellas inexcusables ocasiones, y entonces no con la exactitud y sinceridad que debía. Finalmente, conforme a aquella sentencia del Espíritu Santo, tan experimentada en la vida espiritual, el desprecio de las cosas pequeñas me condujo insensiblemente a otras mayores, hasta que despedido de la Compañía me entregué a todo género de vicios, que me han traído a un estado tan infeliz como el de concluir mi vida con un vergonzosísimo suplicio». Así acabó aquel miserable, dejándonos la más importante lección, que ojalá no hubiésemos visto después confirmada con tantos y tan espantosos ejemplares.

En las demás partes en que había colegios o residencias de la Compañía se habían hecho misiones seguidas con aquel fruto que acompaña siempre a la fecunda semilla de la palabra cuando se predica con pureza y con fervor. De la que se hizo por este mismo tiempo a la ciudad de Zacatecas tuvo principio la fundación del utilísimo colegio que tiene allí la Compañía. Desde muy recién fundada la provincia vimos ya las fervorosas expediciones del padre Hernando de la Concha en este real de minas con mucho consuelo del venerable prelado don Francisco de Mendiola, y mucha utilidad de aquel pueblo que desde entonces había pretendido con instancia fijasen allí residencia los jesuitas. Al padre provincial Pedro Sánchez, que fue personalmente a reconocer el estado de aquella fundación, no pareció por entonces oportuna, aunque para satisfacer a la piedad de aquellos ciudadanos continuó enviando algunas cuaresmas al mismo padre Concha, de que tan alta idea se habían formado aquellas gentes, y otros sujetos muy semejantes a él en el espíritu apostólico. Después de establecida la Compañía   —226→   en Guadalajara, había más oportunidad para frecuentar estas correrías, que tuvieron siempre muy felices sucesos. A instancia del ilustrísimo señor don fray Domingo de Arzola, el padre Pedro Díaz, rector de Guadalajara, envió esta cuaresma a los padres Pedro Mercado y Martín de Salamanca. El ardiente celo de estos dos misioneros, junto con las repetidas pruebas que tenían de la piedad, el desinterés y la caridad de los jesuitas, movió últimamente a los ciudadanos a destinar una casa a que añadieron un sitio cercano a una ermita de San Sebastián, y solar muy capaz de que desde luego hicieron donación para alojamiento fijo de los padres, siempre que viniesen a hacer misión a la ciudad, y algún dinero para el necesario acomodo de las piezas. No pretendieron por entonces más, aunque no los engañó su inocente artificio, con que creyeron tener después más fácil entrada a su pretensión de que lograron el éxito cumplido al año siguiente.

En efecto, vino el año de 1590 por visitador de la provincia el padre Diego de Avellaneda, rector que había sido algunos años del colegio recién fundado en Madrid. Era el padre visitador uno de los mayores hombres en letras y virtud, que había venido a las Indias. Asistió con voto a la congregación general en que fue electo el padre Diego Laines, y este sapientísimo varón, que también podía conocer sus fondos, lo detuvo en Roma para leer teología en el colegio romano, y ser uno de los fundadores de aquellos estudios proporcionados al cultivo y grandeza de la capital del mundo. Vuelto a España no pudo ocultarse el resplandor de su literatura y su piedad a los ojos del señor don Felipe II, que en compañía de su embajador el excelentísimo señor don Francisco de Mendoza, conde de Monteagudo, lo hizo pasar a Alemania, en que consiguió gloriosísimos triunfos a nuestra santa fe, especialmente en una nobilísima princesa que trajo de la secta luterana al gremio de la iglesia, y en su seguimiento otras 120 personas de no muy inferior calidad. Mientras se detuvo el padre en la corte de Viena se efectuó el matrimonio de la serenísima infanta doña Isabel, hija de Maximiliano II, con Carlos IX, rey de Francia. El emperador, deseando que tuviese al lado un sujeto de tan alta virtud y consumada prudencia, no tuvo que deliberar, y le dio por confesor al padre Diego de Avellaneda, que en efecto acompañó a la reina hasta las fronteras de Francia. En el viaje no pudo menos que conocer la sombra que hacia su presencia a los príncipes y nobleza de Francia, que formaban aquella augusta caravana. La celosa política de esta nación no pudo disimular   —227→   la pena que le ocasionaba ver a un español, aunque de tanto mérito, introducido en el palacio de sus reyes. Con este motivo el prudente y religioso padre habló a su Majestad, y huyendo aquel honor que siempre había mirado como carga, alcanzó de ella licencia para volverse a Viena, en que dejó al emperador Maximiliano no menos edificado de su religiosidad, que admirado de su prudencia.

Tal era el nuevo visitador de la provincia de México, bajo cuya conducta comenzaremos ya a ver con nuevo semblante las cosas de la Compañía en Nueva-España, y extender esta vid hermosa sus vástagos y sus pámpanos del uno al otro mar en el descubrimiento y conquista de nuevas naciones al imperio de Jesucristo. Poco después de su llegada, sabiendo la bella disposición de los ánimos, y singular benevolencia que habían siempre mostrado a la Compañía la ciudad y real de minas de Zacatecas, envió allá a los padres Agustín Cano y Juan de la Cagina, hombre de una rara elocuencia y talento singular de manejar los corazones y aficionarlos a la virtud. Dioles orden para que admitiesen aquella tenue donación y fijasen allí su residencia, como se ejecutó efectivamente a fines del mismo año; consiguiendo de la ciudad se nos diese la vecina ermita de San Sebastián para el ejercicio de nuestros ministerios, y añadiendo los más distinguidos sujetos de aquella república copiosas limosnas para el sustento de los padres, y para el adorno y necesidades de la pequeña iglesia. Los padres comenzaron luego a hacer un gran fruto, tanto en los españoles como en los indios y otras gentes, que en gran número se empleaban en el servicio de las minas. Estas han sido las más antiguas y las más fecundas de Nueva-España. [Descripción de Zacatecas] La provincia de Zacatecas, que dio el nombre a la ciudad, tiene al Norte la Nueva-Vizcaya, al Poniente las provincias de Culiacán y Chiametlán, al Sur las de Guadalajara, y al Oriente las tierras de Pánuco. Estas regiones, como las de Pánuco, Jalisco y Culiacán, las descubrió y conquistó Nuño de Guzmán, o según otros, Lope de Mendoza, a quien Nuño había dejado por su teniente en Pánuco, con orden de salir a descubrir por el lado del Poniente. La ciudad se fundó algunos años después con ocasión de sus ricas minas, en cuya explotación eran muy incomodados por los chichimecas, gente belicosísima, y que por armas no fue posible sujetar en muchos años. Los primeros pobladores de Zacatecas se dice haber sido Cristóbal de Oñate, que había acompañado en su expedición a Nuño de Guzmán y Diego de Ibarra. Aun después   —228→   de poblado por los españoles el país no dejaron de hacer por muchos años continuas correrías los bárbaros que tenían infestados todos los caminos. Está situada la ciudad en 23 grados y 15 minutos de latitud septentrional24. La región es extremamente fría y seca, sumamente escasa de trigo, maíz y frutas, fuera de tunas de varias especies de que están cubiertos siempre los campos. El terreno es desigual y quebrado, penetrado todo de riquísimas vetas de plata. Al Norte tiene un alto monte que llaman la Bufa, de que nacen tres hermosísimas fuentes de muy bellas aguas. De esta ciudad salió por los años de 1554 don Francisco de Ibarra, por orden del excelentísimo señor don Luis de Velasco, el primero, al descubrimiento y población de las minas de Abiño, Sombrerete, San Martín, Nombre de Dios, el Fresnillo; y por medio de Alonso Pacheco, uno de sus más bravos oficiales, envió una colonia de españoles al valle de Guadiana, de que tuvo origen la ciudad de Durango, que después, erigida en obispado, fue capital de la Nueva-Vizcaya. El camino que hoy se trajina por Zacatecas, se dice haberlo abierto en los viajes de su limosna el venerable siervo de Dios fray Sebastián de Aparicio, religioso franciscano, cuya memoria respira aun en toda aquella tierra un olor de suavidad, ni menos la del venerable padre fray Antonio Margil, misionero apostólico del orden seráfico en la recolección de la Santa Cruz de Querétaro. El estático varón Gregorio López puso allí también los primeros fundamentos de aquella vida admirable, que después continuó por tantos años en Santa Fe, pequeño pueblo tres leguas al Oeste de México, en cuya catedral descansa su cuerpo. Los primeros que predicaron la fe de Jesucristo, y fundaron convento en este país, como en los más de la América, fueron los religiosos de San Francisco. El convento de Zacatecas fue erigido en cabeza de provincia en el capítulo general de Toledo, año de 1606. La ennoblecen igualmente las familias de Santo Domingo, San Agustín, la Merced; San Juan de Dios, un colegio de misioneros apostólicos con la advocación de nuestra Señora de Guadalupe, que fundó el venerable fray Antonio   —229→   Margil, colegio de la Compañía de Jesús, y un seminario de estudios de moderna fundación, a cargo de la misma Compañía. No faltaron perseguidores a los jesuitas que procuraron impedir su establecimiento sembrando rumores poco decorosos a su nombre; pero al paso que para herir se ocultaba la envidia, la evangélica simplicidad protegida de la inocencia, se manifestaba abiertamente de un modo que no es capaz de remedar la hipocresía, y que añadido a la estimación de lo más noble y lucido de la ciudad, bastó para que por sí mismas se disiparan aquellas calumnias, que como aves nocturnas no podían sostener la presencia de la luz.

Entretanto se había proporcionado este año lo que había tantos que se deseaba de poder nuestros operarios ocuparse en la conversión de los infieles, uno de los principales motivos que había tenido el rey católico para solicitar su venida a Nueva-España, y que había contribuido en gran manera para que tantos y tan sabios maestros, dejadas las comodidades de los colegios de España, se hubieran sacrificado con gusto a las penalidades de tan largos viajes. Entró a gobernar la provincia de Sinaloa don Rodrigo del Río y Loza, cuyos distinguidos servicios en el descubrimiento y pacificación de aquellas mismas regiones lo habían merecido de la majestad del señor don Felipe II el honor del hábito de Santiago. La historia de estas gloriosas expediciones escribió difusamente hasta su tiempo el padre Andrés Pérez de Rivas en un tomo de folio, intitulado Triunfo de la fe, que dio a luz a la mitad del siglo antecedente. Este autor tiene la recomendación de haber florecido a los principios de la fundación de estas misiones, y haber conocido a los sujetos de que trata, o tenido de ellos muy recientes aun las noticias. Se halló por otra parte sobre aquellos mismos lugares de que escribe, y fue testigo de los maravillosos progresos de la fe en aquellas regiones, que cultivó en cualidad de misionero algunos años, et quorum pars magna fuit. Su relación es exacta, sincera y bastantemente metódica. Debe estarle en un sumo agradecimiento nuestra provincia por el cuidado que tuvo en conservarnos las memorias de los antiguos sucesos, haciéndose lugar para escribir, en medio de las grandes ocupaciones de misionero de provincia, y de procurador a Roma dos veces, no solo la dicha Historia de Sinaloa, sino otros dos tomos manuscritos de las fundaciones de todos los colegios, que hasta su tiempo había en Nueva-España. Los pocos ejemplares que en el día se hallan de la historia del padre Rivas, su difusión, y el no defraudar esta general   —230→   historia de la más bella, y más gloriosa parte de sus apostólicos trabajos, nos obliga a insertarla aquí, aunque más reducida, e interpolada con los demás sucesos de nuestra provincia, según el plan de cronología que hasta ahora hemos seguido.

[Descripción de Sinaloa] La provincia de Sinaloa está como trescientas leguas al Noroeste de México, y se entiende como ciento y treinta leguas a lo largo de la costa oriental del golfo de Cortés o seno de la California. Por el Norte tiene por límite a la provincia de Sonora: por el Sur la provincia de Culiacán, y una parte del mar Bermejo o seno californio, que la limita también al Oeste. Por el Oriente tiene la Taraumara y una parte de la provincia Tepehuana; la Calimaya, dice el padre Rivas, comienza desde 27 grados de latitud Septentrional, y se extiende el país donde se ha predicado el Evangelio hasta los 32. El padre siguió verosímilmente la demarcación de Laet de algunos otros antiguos geógrafos, y comprendió bajo el nombre de Sinaloa una gran parte de la provincia de Sonora, en que ya desde su tiempo tenía la Compañía varias misiones, como se ve en el capítulo 18 del libro de su historia. Los últimos mapas de nuestros misioneros no dan a Sinaloa sino 4 grados de extensión por la costa desde 24, 20 hasta 28, 15. Toda la provincia de Sudeste a Noroeste, está partida por una cordillera de montes muy altos que llaman Sierra Madre, que con poca interrupción corre por toda la costa de una y otra América, hasta el estrecho de Magallanes. Esta división ha sido causa de que la nación de los Chinipas, que cae al Oriente de dicha serranía, se mire alguna vez como provincia separada de la ciudad, quedando este nombre a solo aquellos valles que corren entre el mar y la sierra, y que riegan los cinco ríos en que están partidas todas estas naciones. Todos ellos tienen su origen a la falda de los montes, y todos desembocan igualmente en el golfo de California. El más septentrional y más caudaloso es el Yaqui, que nace en la parte oriental de la sierra, y después de haber formado por la Sonora un vasto semicírculo, y enriquecido con las aguas de otros ríos, desemboca por Sinaloa, como a los 27 grados y 10 minutos. El segundo hacia el Sur, es el Mayo que sale al mar en 27 grados, aumentado con cuatrocientos cinco ríos menores. El tercero el Zuague, a cuya rivera austral estuvo en otro tiempo la villa de San Juan Bautista de Carapoa, que después fabricado el fuerte de Montesclaros, se llamó Río del Fuerte, y el padre Andrés Pérez llama por antonomasia el río de Sinaloa. En esta entra por el Sur el río de   —231→   Ocoroni, y juntos desembocan a los 25 grados y 20 minutos. El cuarto es el río de Petatlán, ahora comúnmente conocido de los geógrafos por el río de Sinaloa, por haberse fabricado allí la capital de la provincia con el nombre de San Felipe y Santiago, después de la ruina de Carapoa. Llámanle también río de la Villa, y antiguamente tuvo el nombre de Tamotchala, con que le llama Laet, o Tamazuela, pequeño pueblo por donde se arroja al mar con altura de 24 grados y 38 minutos. El quinto es el pequeño río de Mocorito, así llamado a causa de un pueblo situado a pocas leguas de su origen. Antiguamente se llamó de Sebastián de Evora, y algunos lo han confundido con el de Petatlán, y aun con el de Piaztla, muchas leguas distante. El río de Mecorito es el límite de Topía y Sinaloa, y sale al mar en altura de 24 grados y 20 minutos. Estos ríos en tiempo de las lluvias, aunque en la costa no son muy copiosas, engrosados con las vertientes de la sierra, tienen como el Nilo sus desbordes periódicos, con que mudan y fertilizan las campiñas cercanas hasta dos y tres leguas. Por lo demás, el terreno, aunque plano, es por sí mismo seco, y el temple caloroso como en cuasi todas las costas de la América. En estos valles hay selvas y bosques de tres y seis leguas en que se encuentra el palo del Brasil, y no es muy escaso el ébano. Son abundantes de caza, como los ríos de pesca, singularmente en su embocadura, en que afirma como testigo de vista el padre Rivas, haber sacado los indios en menos de dos horas más de cincuenta arrobas de pescado. La tierra misma en sus arcabucos y sus breñas, está mostrando la riqueza que oculta en minas, de que se tuvo noticia muy a los principios de su descubrimiento, y que la pobreza de sus habitadores no ha podido cultivar después.

[Usos y costumbres morales de estos indios] Habitan estos vastos países muchas diferentes, aunque poco numerosas naciones. La diversidad la causa por lo común, el idioma o la situación de sus rancherías, y muchas veces la sola enemistad, aun entre pueblos de una misma lengua. Las casas son por lo general de bejucos entretejidos o de esteras de caña, que sostienen con horcones a proporcionada distancia, y visten de barro. Las cubiertas de madera son alguna tierra o barro encima. En los pueblos de la sierra y en algún otro de los más inquietos y guerreros, fuera de estos particulares edificios, solía haber dos casas de piedra comunes a toda la nación y bastantemente grandes. En una se recogían de noche las mujeres y en otra los hombres con sus armas, para mayor seguridad y desembarazo, en caso de alguna sorpresa. Pasado el tiempo de las fundaciones,   —232→   que duran pocos días antes de que el trato de los españoles les enseñara otras precauciones, formaban entre las ramas de algunos árboles muy cercanos una especie de tablados con tierra encima para poder encender fuego; incomodidad que aun después de conquistados estos países han pasado tal vez los misioneros, cuando la repentina inundación no ha dado en la noche lugar a más oportuna providencia. Las puertas de sus moradas son ordinariamente muy bajas, y todas tienen alguna enramada o cobertizo como portal, en que pasan los calores del día, y en cuya parte superior secan y conservan sus frutos. Los que principalmente cultivan estas gentes, es el maíz, el frijol y algunas otras groseras semillas, que precisamente siembran a una corta distancia de sus chozas, y que cogen tres meses después de haber sembrado. Las semillas de Europa y las frutas que han plantado los misioneros, se han dado con bastante felicidad. En su gentilidad no conocían más que las tunas, las pitayas, y tal cual frutilla silvestre que contaban entre sus mayores delicias. De todas estas plantas, y principalmente del maguey, destilaban vinos o licores fuertes para sus solemnidades, y celebración de sus victorias. La embriaguez no era aquí, como es frecuente en otras naciones, vicio vergonzoso de algunos particulares, sino público y común, que autorizaba todo el cuerpo de la nación. Usábanlo especialmente en aquellas juntas en que se resolvía la guerra contra algún otro partido, y el día mismo que habían de salir a campaña para adquirir mayor brío. Vueltos de la acción plantaban en alguna pica o lanza, el pie, cabeza, o brazo de los enemigos muertos, bailaban con una bárbara música de tambores y descompasados gritos al rededor de aquellos despojos. La letra común del canto era alabar su brazo o de su nación, y afrentar a los vencidos. Al baile, en que también entraban las mujeres y los jóvenes, seguían los brindis en que no era permitido tener parte sino a las gentes de una edad varonil, excluidas las personas del sexo. Se convidaban después mutuamente al tabaco que usaban en unas cañas delgadas y huecas, con poca diferencia a manera de las pipas que usan otras naciones. Si esta ceremonia se practicaba con gentes de distinta nación, no podían admitirla sin contraer una solemne alianza, cuya transgresión se procuraba vengar con el mayor rigor. En la guerra sus armas ofensivas eran el arco y la flecha, untadas del jugo venenoso de algunas yerbas, que en siendo fresco, por poco que penetre la flecha, no lo cura antídoto alguno; usaban también para de cerca, macanas de leño muy pesado, y los principales   —233→   de picas o chuzos de palo del Brasil. Su arma defensiva era una especie de escudo o adarga de cuero de caimán, que de alguna distancia resiste bien a las flechas. Para salir a campaña se pintaban el rostro y algunas otras partes del cuerpo, y adornaban la cabeza con vistosas plumas de guacamayas, aves muy hermosas de las Indias, que procuraban criar con el mayor cuidado.

La deshonestidad sigue muy de cerca a la embriaguez; sin embargo, entre estos pueblos tenía particular estimación la virginidad. Las doncellas usan en algunos de estos pueblos una concha de nácar, curiosamente labrada, como para señal de su condición, que les era muy afrentoso perder antes del matrimonio. Este no lo contraían sino con expreso consentimiento de los padres, y lo contrario sería entre ellos una monstruosidad inaudita. El marido quita a la nueva esposa, en presencia de sus padres y parientes, aquella concha que traen pendiente al cuello las vírgenes. Repudian con pequeño pretexto a sus mujeres; pero la pluralidad no es común sino entre los jefes o caciques de la nación; una india doncella anda sola por los campos y los caminos, y pasa de unas a otras naciones sin temor de algún insulto: parecería esta una prueba evidente de continencia y circunspección admirable aun entre naciones más cultas, si no se hubieren hallado en estas gentes resquicios de otras infinitamente más abominables torpezas, aunque no tan autorizadas, como en Culiacán y Chiametlán; en Sinaloa, bien que no fuesen muy raros los ejemplares, se miraban sin embargo con horror las gentes de esta infame profesión. La sujeción de las leyes era absolutamente ignorada, como toda especie de gobierno. La autoridad de los caciques solo consistía en ciertas distinciones vinculadas a su nobleza, y en la facultad de convocar las asambleas del pueblo para convocar la guerra, o para contraer alguna alianza. La ancianidad daba entre ellos la misma prerrogativa que la sangre, y una y otra aventajaba la valentía, y la gloria de las armas. La liberalidad y la hospitalidad, la practicaban indiferentemente con todos los de su pueblo, y aun de los forasteros, como no fuesen declarados enemigos, o como si fueran hermanos, aunque jamás se hubiesen visto. Las mujeres se cubren de la cintura para abajo con mantas que tejen de algodón; los hombres rara vez las usaban, y por lo común andaban enteramente desnudos. Entre los de un mismo pueblo o sus aliados, jamás se veían pleitos o riña alguna. El homicidio, el hurto, el engaño, el trato inicuo, no tenía cuasi ejemplar entre ellos. El vicio de comer carne humana   —234→   no era general sino entre los pueblos serranos, que vivían absolutamente como otros tantos brutos. En las más de estas naciones no se hallaron ídolos algunos, ni altar, o alguna especie de adoración y de sacrificio. Ninguna divinidad, ninguna especie reconocían. Si no eran puros ateístas de entendimiento, por lo menos su tal cual especie de religión solo consistía en el miedo grande que tenían a sus médicos25, si merecen este nombre, ciertos viejos hechiceros que tenían el afecto de algunas misteriosas apariencias con que engañaban a estos infelices. Puede creerse por una religiosa ceremonia la de sus sermones. Estos hacían por lo común sus hechiceros y sus caciques, y los asuntos eran solo aquellos que interesaban a todo el cuerpo de la nación. Encendíase una grande hoguera en medio de la plaza; sentábanse todos al derredor, y convidábanse mutuamente con cañas de tabaco. Después se levantaba el de más autoridad. [Elocuencia varonil de estos indios] Un profundo silencio reinaba en toda la asamblea. El orador con voz mesurada comenzaba su discurso, dando al mismo tiempo vuelta a la plaza con paso lento y majestuoso. Conforme a la fuerza de la oración, crecía también la aceleración del paso y el tono de la voz, que llegaba a oírse con el silencio de la noche en todo el distrito del pueblo. Acabada su arenga volvía aquel a sentarse a su lugar. Los circunstantes lo recibían con grande aplauso. Mi abuelo (le decían si era anciano) has hablado con acierto, te agradecemos tu doctrina; tu corazón y el nuestro están muy de acuerdo en todo cuanto has dicho. Luego le ofrecían de nuevo caña de tabaco, y otro se levantaba y hacía otro discurso en la misma forma. Cada uno hablaba poco más de media hora, y en siendo de importancia la materia, pasaban en esto la mayor parte de la noche. Los oradores no perdían jamás el fruto de su trabajo. El auditorio quedaba siempre persuadido y resuelto. Tanto aun en medio de su barbarie era viva y enérgica su elocuencia. Sus expresiones, aunque muy sencillas, eran de una simplicidad noble y hermosa, y movían los afectos con tanta mayor fuerza, cuanto el orador mismo tomaba una gran parte en el asunto, y estaba enteramente poseído de la verdad, para proponerla con viveza. Los Ahomes, decían en una ocasión de estas, han entrado en nuestras tierras, se han divertido y han bailado al derredor de las cabezas de nuestros hermanos, de nuestros más bravos guerreros. Mirad sus casas desamparadas: ahí tenéis a sus pobres   —235→   mujeres viudas, a sus chicuelos huérfanos. Hablad vosotros, hijos míos. ¿Mas qué han de hablar? Su desolación, sus lágrimas ¿no están pidiendo venganza? ¿No se interesa en ello el honor de los Tehuecos? ¿Son mejores sus arcos, son más penetrantes sus flechas, son más fuertes sus brazos, más robustos sus cuerpos? ¿No los hemos vencido en tal y tal campaña? ¿No tiemblan los Ahomes (decían nombrando algunos de los más valientes) no tiemblan del arco de nuestro padre N., de la macana de nuestro hermano N.? Salid contra ellos, salid a defender vuestros hogares y vuestros maíces, poned en seguro vuestras mujeres y vuestros hijos. Aseguradnos con vuestro valor la posesión de este hermoso río, que riega nuestras sementeras, que hace tan envidiable a los enemigos nuestra morada. Ya me parece que veo sobre las picas sus cabezas y sus brazos que nos han causado tanto daño. Breve, si no me engaña mi corazón y vuestros semblantes, breve he de bailar y he de beber en este mismo lugar, mirando con gusto y con escarnio sus cuerpos destrozados. Tales eran los sermones de los indios de Sinaloa, según la relación del padre Martín Pérez, el primero de nuestra Compañía que entró en aquellos países, por donde se ve que el interés propio, el amor del bien público, la solidez de los asuntos, y el deseo de persuadirlos, es el origen de la retórica, y que el carácter de la verdadera elocuencia, es el mismo en todas las naciones.

Aunque el padre Andrés Pérez y todos los manuscritos de donde este autor tomó las noticias, afirman constantemente no haber sido descubierta por los españoles la provincia de Sinaloa hasta los años de 1537, no es menester más que leer las Décadas de Herrera para certificarse, que Nuño de Guzmán, desde el año de 1532, había entrado en Sinaloa y penetrado hasta el río Yaqui, que aquel cronista con poca alteración llama Yaquimi. Y aun antes de él había llegado hasta el río de Tamotchala, o Tamazula, que ahora se llama de Sinaloa, el capitán Hurtado, que descubriendo la costa por orden del marqués del Valle, y habiendo saltado en tierra, obligado de la necesidad con poca gente, fue muerto a manos de los indios, entre quienes halló después Nuño de Guzmán señas muy recientes. Pasaron algunos años sin que se pensara en la conquista de estos países, hasta que se excitó la curiosidad con la ocasión que vamos a referir, que aunque tiene un cierto aire de aventura fabulosa, es universalmente contestada por todos los impresos y manuscritos que han tratado esta materia. Había, como dejamos escrito al principio de esta historia, entrado a la conquista de   —236→   la Florida Pánfilo de Narváez26, por los años de 1529. La infelicidad siguió siempre muy de cerca los pasos de este capitán. El terreno, los mantenimientos, el clima, el furor de unos bárbaros, y la mala fe de los otros, acabaron muy en breve con todo el ejército, de que solo quedaron cuatro hombres, y fueron, Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, Alonso del Castillo, Diego de Orantes, y un negro llamado Estevan. Estos infelices solos en medio de innumerables naciones bárbaras, sabiendo que estaban en tierra firme, y que no podían dejar de salir a tierra de españoles, tomaron la atrevida resolución de salir de aquel país, sin noticia de los indios, como en efecto lo ejecutaron a los 14 de setiembre, verosímilmente del siguiente año de 1529. Los trabajos de esta peregrinación, y el modo admirable con que atravesaron tan inmensas distancias, no solo sin persecuciones de parte de los indios, pero aun con su ayuda y socorro, cuenta difusamente don Antonio de Herrera, a quien remitimos al curioso. No nos ha conservado la historia el tiempo que gastaron en esta peregrinación, y solo sabemos que llegaron a México, siendo virrey don Antonio de Mendoza, a 22 de julio del año de 1536, aunque Grijalva escribe 35. El piadoso virrey les procuró todo regalo, y quiso informarse de todas las particularidades de su viaje, de las regiones, de los ríos, de los montes, de la naturaleza, idiomas, y costumbres de todas las naciones por donde habían pasado tan sensiblemente protegidos del cielo. Habiéndole ellos alabado mucho la fertilidad, la abundancia y géneros de Sinaloa, donde habían sido bien recibidos, y que el mismo júbilo de verse tan cerca de españoles, les había pintado como un paraíso, quedó el virrey determinado a enviar exploradores a aquellas tierras. Efectivamente, por los años de 1538 envió por gobernador de la nueva Galicia a Francisco Vázquez, y con él algunos religiosos de San Francisco, que sin el ruido de las armas entrasen descubriendo todo el país al Norte de Culiacán. Fray Marcos de Niza, uno de aquellos religiosos, partió de la villa de San Miguel, a 7 de marzo de 1539. Acompañábale por orden del virrey el negro Estevan, compañero de Álvaro Núñez. Fueron bien recibidos de los indios, a quienes procuraba inspirar conocimiento del verdadero Dios; y aunque no se sabe que bautizase algunos, sin embargo la pobreza, la benignidad y la dulzura del religioso varón, se hicieron respetar de aquellos bárbaros que le llamaban en su lengua hombre del cielo. Este piadoso   —237→   explorador, habiendo avanzado mucho al Norte, de Sinaloa, desamparado de Estevan, que o le mataron, o se le escondió y quedó perdido entre aquellas selvas, y aun amenazado de los indios, que no se hallaban de humor de seguirle tan lejos de sus tierras, volvió a Compostela a fines de aquel año, y dio cuenta de su expedición al virrey en una relación maravillosa, que puede verse en muchos otros autores, y no pertenece a nuestro asunto.

El famoso viaje de fray Marcos de Niza, hizo concebir a todos muy altas esperanzas de una conquista tan gloriosa. El virrey don Antonio de Mendoza, el marqués del Valle por capitán general y gobernador de las armas, y el adelantado don Pedro de Alvarado, en virtud de cierto asiento que tenia hecho con su Majestad para el descubrimiento de las costas del mar de California, disputaron algún tiempo a quién pertenecía semejante expedición. Se dio más prisa que todos el virrey, y a principios del año siguiente puso en pie un ejército de doscientos infantes y ciento cincuenta caballos, bajo la conducta de don Francisco Vázquez Coronado. Por mayo salió de Culiacán el campo, y a cuatro jornadas llegaron al río de Petatlán, de allí, en tres, al de Zuaque, llama do entonces de Sinaloa. El general despachó de aquí diez caballos, que doblando las jornadas, llegasen al Arroyo de Cedros, de donde deberían seguir al Nordeste por una abra que hace la Sierra hacia aquella parte. Siguiendo este rumbo llegaron al arroyo y valle de los Corazones, nombre que le habían puesto los compañeros de Álvaro Núñez. Este arroyo y valle pensamos sea aquel que corriendo de Oeste a Este desemboca en el río que llaman hoy de los Mulatos, a cuya orilla está ahora el pueblo de Yecora. Lo cierto es que el valle y río estaba en los confines de Sinaloa y Sonora, como lo significan todas las relaciones. En los manuscritos hallamos haberse aquí fundado una villa con cuarenta españoles que llamaron Pueblo de los Corazones, en que quedo por alcalde y justicia mayor Diego de Alcaraz, hombre altivo e inhumano. Entre tanto pasó adelante el ejército en busca de las grandes ciudades de que había dado noticias tan alegres fray Marcos de Niza. Alcaraz comenzó a tratar con dureza a los indios, hacíalos esclavos contra las órdenes de su Majestad e intenciones del piadoso virrey. Para poblar la nueva villa, robaba las hijas y mujeres que la simplicidad del país permitía andar solas por los campos. Una conducta tan bárbara irritó a los indios. Sorprendieron la villa en una obscura noche: de cuarenta no escaparon sino seis de sus manos. Dos salieron al ejército;   —238→   de los otros cuatro mataron al uno, y los otros dos, con un clérigo que había quedado de cura, fueron a dar a Culiacán. Este éxito tuvo la primera población de los españoles en Sinaloa. El resto del ejército no fue más feliz. Después de largas peregrinaciones, que por la mayor parte habían burlado sus esperanzas, recibió un gran golpe el general cayendo de un caballo de que según algunos, murió, y según otros, le quedó perturbado el juicio. Herrera da a entender que el deseo de volver a su casa y la dulzura del gobierno, le hizo fingir mayor enfermedad, con murmuraciones de sus mejores capitanes, y no poca indignación de don Antonio de Mendoza.

En muchos años no se pensó en poblar a Sinaloa, hasta que gobernando la Nueva-España don Luis de Velasco el viejo, envió por primer gobernador de la Nueva-Vizcaya a don Francisco de Ibarra. Este, a persuasión de don Pedro Tovar, oficial que había sido de mucha distinción en el ejército de Coronado, después de haber atravesado con grandes penalidades y trabajos la Sierra de Topía, entró en Sinaloa con algunos religiosos de San Francisco, y a la rivera austral del río Zuaqui, fabricó la villa de San Juan Bautista de Carapoa, a trece leguas de la costa, en una hermosa península que forma este río con el de Ocoroiri, que en él desagua. Dejó por gobernador a don Pedro Ochoa de Garraga, y por cura al licenciado Hernando de Pedroza con algunos religiosos franciscanos. El general Ibarra había pasado con su campo muy dentro de la Sonora. Los indios le recibían generalmente bien, y hubiera desde luego procurado a la corona y a la religión establecimientos muy sólidos; pero en el mayor ardor de sus descubrimientos recibió cartas de Guadalajara en que le decían, que habiéndose descubierto riquísimos minerales en Chiametlán, había dado el virrey al oidor Maroñez la comisión de cuidar de su cultura. Que viniendo en diligencia podría prevenir la llegada del oidor, y aprovecharse de tan útil descubrimiento. Con esta noticia, doblando las marchas, volvió precipitadamente a Chiametlán. Poco después de su vuelta los indios de Ocoroiri y los Zuaques dieron cruelmente la muerte a fray Pablo de Acevedo y a fray Juan de Herrera. Lo mismo hicieron con quince españoles que habían venido a comprar maíz a sus pueblos, después de haberlos falsamente acariciado con algunos víveres de que estaban muy necesitados. Prendieron fuego a la villa por dos o tres partes, y huyeron al monte. Los pocos que habían quedado en ella se retiraron a un fortín de madera que fabricaron con prisa. El alimento no se conseguía sino a costa de   —239→   alguna sangre: crecía la necesidad y con ella el brío de los indios. Se determinaron a dar aviso a Culiacán, de donde efectivamente se envió un pronto socorro; pero cuando llegó, ya los españoles habían desamparado el fuerte y la villa de Carapoa, y retirádose al río de Petatlán donde podían ser fácilmente favorecidos.

Algunos años habían pasado con quietud los moradores de Petatlán cuando don Pedro de Montoya, soldado veterano y práctico, alcanzó del gobernador de la Vizcaya, que era entonces don Hernando de Trejo, facultad de entrar con gente en Sinaloa. Se alistaron en Culiacán treinta soldados, y quiso acompañarlos el licenciado Hernando de Pedroza que había antes estado en Europa. Salieron de San Miguel a fines de enero de 1583. Entrando por el valle de San Sebastián de Ebora, Orabatu y Mocorito, vieron con dolor las poblaciones quemadas y vacías. Los indios, temerosos al arribo de los españoles, huyeron a la Sierra, hasta que asegurados por un intérprete, dejaron las armas y volvieron a sus pueblos después de algunos sustos fueron bien recibidos en Bacoburitu y Chicoratu, a una y otra costa del río de Petatlán, y se pensó en el descubrimiento de minas. Se dio asiento a la nueva villa víspera de San Felipe y Santiago, de que se tomó posesión en nombre de su Majestad católica sacando el pendón con descarga de la arcabucería y algazara militar. Se le dio el nombre de San Felipe y Santiago de Carapoa en memoria de la antigua, aunque no en el mismo sitio. A don Pedro de Montoya, gobernando ya la Nueva-Vizcaya don Herrando Bazán, dieron alevosa muerte los Zuaques, de quienes incautamente había querido fiarse a pesar de los prudentes avisos de los capitanes Gonzalo Martín y Bartolomé Mondragón. Murieron con él algunos doce soldados. Se recurrió por socorro a Culiacán, de donde vino con prontitud a cargo de don Gaspar Osorio que no pudo haber a las manos sino a algunos de los agresores. Pareció a este capitán que debía desampararse aquel punto, y hechos en toda forma los requerimientos, la justicia y regimiento resolvieron todos desalojar, como se ejecutó, comenzando a marchar para Culiacán a 15 de agosto de 1584: al llegar al río de Petatlán encontraron veinte españoles a cargo de don Juan López de Quijada, que venía por capitán de Sinaloa, con orden que se les notificó de don Hernando Bazán, y so pena de la vida volviesen luego a poblar la villa de San Felipe y Santiago, a que prontamente obedecieron: repasando el río y fortificándose lo mejor que pudieron, esperaron la venida del gobernador.

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Este, por mucha prisa que se dio, no pudo llegar hasta abril del año siguiente en el día de jueves santo. Trajo consigo cien españoles y algunos indios amigos. Se detuvo en la villa quince días, y marchó luego al río de Zuaque en busca de los agresores. Dividió su pequeño ejército en dos partes; dio la vanguardia a su teniente Juan López Quijada, y él llevaba la retaguardia. Llegando a la antigua villa de Darapoa, envió por delante a Gonzalo Martín con diez y ocho soldados a explorar la tierra. Estos, siguiendo en una mañana de mucha niebla las huellas de algunos caballos que habían faltado en el ejército, se empeñaron en una espesura en que fue necesario echar pie a tierra. En lo más interior del bosque hacía un grande y descombrado plano que tenían acordonado los enemigos. Luego que entraron en él los españoles cerraron los bárbaros con grandes árboles la entrada, y descargaron sobre ellos una nube de flechas. Conocida la emboscada quisieron retirarse, pero hallaron impedido el camino. Gonzalo Martín, con cuatro de sus compañeros, muertos ya algunos de sus soldados, sostuvo animosamente la retirada de los demás. Los primeros que salieron sin más autor que el propio susto, dijeron que todos los demás habían muerto. Tomaron sus caballos y dieron vuelta al camino. Gonzalo Martín y sus compañeros salieron los últimos después de haber hecho en los bárbaros una horrible carnicería. A la salida del monte se hallaron sin los caballos y sin pólvora. Cargaron los enemigos sobre ellos y los españoles vendieron muy caras sus vidas. Duró el combate hasta el medio día, en que faltos de sangre y fuerzas, teniendo que combatir con nuevas tropas que venían de refresco, y acometidos de los bárbaros con flechas y con chuzos largos por el temor de sus espadas, cayeron aquellos cinco bravos sobre montones de cadáveres que habían muerto a sus manos. Los bárbaros Zuaques, orgullosos de su victoria, siguieron con diligencia el alcance de los fugitivos. Los más de ellos habían errado el camino de los reales, y murieron a sus flechas. Diego Pérez, muerto el indio capitán y muchos otros de los más valientes Zuaques, se abrió camino con la espada, y Diego Martínez, después de haber pasado el día escondido en un charco, llegó al campo con sus armas y caballo. Hernando de Bazán salió al día siguiente con el ejército en busca del enemigo; pero éste, contentándose con algunas ligeras y repentinas descargas en que se mataron algunos, no quiso empeñarse en una acción general. Pasó al lugar de la batalla, halló los cuerpos puestos en orden sin cabeza, y aun el del   —241→   capitán Gonzalo enteramente descarnado, porque según confesaron algunos prisioneros, habían entre sí los bárbaros repartido el cadáver y comídolo para hacerse, decían, tan valientes como aquel generoso español. El gobernador se contentó con poner fuego a sus sementeras y poblaciones, y pasó al río de Mayo. Esta buena gente lo recibió de paz, y le proveyó abundantemente de víveres; pero él, o porque en realidad los creyese cómplices en la conspiración de los Zuaques, o por una avaricia muy autorizada en aquel tiempo, aunque enteramente opuesta a la dulzura y piedad de nuestros reyes, fue poniendo en cadena a los indios e indias que entraban cargados de la vitualla en las tiendas. Conducta bárbara que desaprobó después el virrey marqués de Villamanrique, mandando conforme a las reales cédulas poner en libertad a los indios, y privándolo del gobierno, de que por esta y muchas acciones se había hecho indigno. Había dejado por capitán en Sinaloa a Melchor Téllez, que poco después tuvo por sucesor a don Pedro Tovar, que distando del país se vino luego a Culiacán. Los vecinos españoles fueron siguiendo el pernicioso ejemplo de su jefe. Solo quedaron cinco en la villa: Bartolomé Mondragón, Juan Martínez del Castillo, Tomás de Soberanis, Juan Caballero y Antonio Ruiz, de cuyos comentarios bastantemente exactos hemos tomado estas noticias.

Entre tanto, don Antonio de Monroy que había sucedido a Bazán vino a San Miguel, y a petición de los pocos vecinos que habían ido a recibirle a Atotonilco, señaló por gobernador de Sinaloa a Bartolomé de Mondragón, que había quedado en San Felipe, donde los diputados llegaron con instrucciones muy útiles a la subsistencia y gobierno de la nueva población, a 29 de junio de 1589. Este tiempo no se empleó sino en dos entradas que hicieron en busca de minas en la provincia de Chinipa, con poca utilidad y mucho riesgo.

A mitad del siguiente año fue señalado gobernador de Nueva-Vizcaya don Rodrigo del Río y Loza, hombre que juntaba al valor y a la nobleza de sus cunas, una rara piedad y mucho conocimiento de la tierra a que había entrado muchos años antes en compañía de don Francisco de Ibarra. Envió la villa a Antonio Ruiz a cumplimentarle a Chiametlán, donde había llegado por diciembre del mismo año. Oyó con no poco dolor el infeliz estado de la provincia y de la villa de San Felipe, y determinó aplicarse todo el cultivo y aumento de Sinaloa. Luego que se vio electo gobernador de la Vizcaya había pedido con instancias al padre provincial Antonio de Mendoza algunos misioneros   —242→   de la Compañía para la instrucción de las naciones vecinas. El padre provincial, que no deseaba otra cosa que ver abierta la puerta a la conversión de los gentiles, señaló prontamente dos sujetos de un celo ardiente y de una piedad y fervor a prueba de los mayores trabajos. El padre Gonzalo de Tapia y el padre Martín Pérez, partieron a Guadiana, en que debían presentarse al gobernador y estar a sus órdenes. Cuando llegaron, ya el gobernador había mudado de dictamen; y recibiendo con demostraciones singulares de aprecio y de veneración a los misioneros: «Yo, padres míos, les dijo, había suplicado al padre provincial enviase a vuestras reverencias para que trabajasen en el cultivo de estos pueblos vecinos, que Dios y el rey han puesto a mi cargo; pero he sabido que hay países más necesitados en que vuestras reverencias puedan emplear su celo con mayor provecho y mayor mérito. Yo me he sentido vivamente inspirado a proponer a vuestras reverencias la conversión de las provincias de Sinaloa. Esta debe de ser la voluntad de nuestro Señor, a quien yo sacrifico de buena voluntad el gusto que tendría con la presencia y dirección de vuestras reverencias». Los hombres de Dios oyeron con increíble consuelo las palabras del gobernador, en que les pareció oír la voz de Dios que los destinaba a aquellas regiones, tanto más agradables cuanto más fértiles de penalidades y de cruces. Luego, llenos de gozo, se encaminaron para Culiacán, aunque por caminos escusados y mucho más largos a causa de la guerra en que ardían entonces los valles de Topía. Caminadas más de doscientas leguas, y dejando por todos los pueblos una alta reputación de su virtud y un gran fruto en las almas, llegaron a fines de junio a la villa de San Miguel de Culiacán. Aquí se detuvieron algunos días ejercitando los misterios con todo género de personas, con notable edificación y provecho. Escribieron a la villa de San Felipe dando razón de su destino y del sublime motivo que los conducía a sus tierras, sin otro interés que la eterna salud de sus almas y de las naciones vecinas. Luego se determinó que Juan del Castillo y Antonio Ruiz, españoles, con algunos de los caciques aliados fuesen a conducir en seguridad a los dos misioneros que entraron cerca de Capirato, a diez leguas de San Miguel. Fue muy sensible en los españoles y los indios el regocijo con que recibieron a los padres. Los indios (dice Antonio Ruiz, testigo ocular en su relación) hincadas en tierra las rodillas, les pidieron a voces el bautismo. Llegaron el día siguiente al Palmar, cuatro leguas antes de Mocorito. El cacique de este pueblo, que era cristiano, sabida por   —243→   uno de sus hijos la cercanía de los padres, dio orden que se juntasen todos los niños del pueblo que no hubiesen recibido el bautismo. Se puso en marcha a la noche con aquella inocente caravana, que caminando con lentitud llegó a media noche al Palmar en que dormían los misioneros. Aunque muy necesitados de aquel descanso, lo interrumpieron gustosísimos de ver aquellas primicias de la gentilidad que el Señor les ponía a las manos, y de que podían prometerse un agüero tan feliz de sus piadosas fatigas. A la punta del día se formó una enramada en que dijeron misa los padres con admiración de los indios. Se administró después el bautismo a los párvulos, y se detuvieron en aquel incómodo lugar dos días. De aquí pasaron a Orobatu donde había una antigua iglesia de madera cubierta de paja. Aquí hablaron los padres a muchos indios que habían concurrido por medio de un intérprete. Nosotros, dijeron, no venimos a buscar el oro y la plata a vuestras tierras, ni a hacer esclavos a vuestros hijos y mujeres. Veisnos aquí solos, pocos y desarmados, y que solo venimos a daros a conocer al Criador del cielo y de la tierra, sin cuya fe seréis perpetuamente infelices. Los indios de su parte, a pesar de su barbarie, parecieron sensibles a una prueba tan clara de sincerísimo amor. Se mostraron agradecidos y prometieron ser dóciles a sus consejos. Al otro día entraron en la villa de Sinaloa con grande acompañamiento de indios, y un grandísimo consuelo de aquellos pocos españoles. Estos, dice Antonio Ruiz, antes de la venida de los padres pasaban todo el año sin oír misa, y aun para confesarse la cuaresma llamaban algún sacerdote de Culiacán, o se veían precisados a carecer de aquel espiritual alimento.

No crecía menos el centro de la provincia en fundaciones que hubieran de traerle en lo venidero un grande lustre, y en obras insignes de piedad en lo interior de sus colegios. En el de México se veían florecer con extraordinario concurso los estudios. En la annua de este año se dice pasaron de cuatrocientos los jóvenes que cursaban nuestras escuelas. En el Seminario de San Gregorio se cultivaban con incansable esmero los indios. Los caciques de los pueblos vecinos entregaban a porfía sus hijos a la dirección de los nuestros, y se veía entre los mexicanos una devoción y un fervor en la frecuencia de los Sacramentos, que sería digna de grande alabanza entre los pueblos más cultos y más antiguos cristianos de la Europa. Determinó por esto mismo el padre visitador Diego de Avellaneda, pasar el noviciado y casa de   —244→   probación del pueblo de Tepotzotlán al colegio del Espíritu Santo de Puebla, movido no solo de los mayores fondos de este colegio, sino persuadido también y enseñado de la experiencia en las muchas provincias que había visto en la Europa, que a vista de las ciudades populosas, y en medio de todo el atractivo del gran mundo, se hacen con más fervor, con mayor edificación y con más perseverancia aquellos exteriores actos de mortificación y de humildad que lleva la austera vida de muchos noviciados, y se acomete y se vence el mundo, digámoslo así, en sus trincheras mismas. Apenas habían puesto el pie en la Puebla nuestros novicios, quiso el Señor ofrecerles una grande cosecha de humillación y de méritos. Habíase encendido una peste en muchos recién venidos de España, de que estaban llenos dos grandes hospitales de la ciudad. Por espacio de tres meses acudían todos los días seis novicios a cada uno, consolaban a los enfermos, barrían las salas, aseaban las camas, y hacían todos los demás oficios de caridad con un fervor y una alegría que se mostraba aun en los semblantes. Para acrisolar más su virtud, permitió el Señor que en uno de los hospitales fuesen mal recibidos del mayordomo y de los enfermos. Mirábanlos con aquel horror con que se suele ver la afectación y la hipocresía. Si pedían en nombre de algún enfermo alguna cosa, eran despedidos con dureza, muchas veces les quitaban de las manos las escobas o les impedían sus demás caritativos ministerios. En ocasiones los trataban mal de palabras, con no poco sentimiento y edificación de los mismos enfermos. Finalmente, venció la paciencia y la constancia de los buenos hermanos, y aquellos mismos fueron después los testigos y los aplaudidores de tanta devoción y caridad. Entre los demás enfermos hubo un caballero principal y letrado de algún crédito. Era este sumamente desafecto a la Compañía, y padecía una enfermedad tan horrible y asquerosa, que ningún enfermero del hospital se atrevía aun a acercarse a su lecho. Doble motivo para que nuestros novicios se aplicasen con particular solicitud a su alivio. Efectivamente, eran los únicos que lo servían y ayudaban hasta tomarlo en sus brazos y darle por sus mismas manos el alimento; con horror de la naturaleza oficios de maternal cariño que admiraban todos, servían solo para agriar más el ánimo del enfermo que cada día los recibía con más sequedad; pero esta no pudo durar mucho combatida tan poderosamente de obras de tanto amor. Después de haber luchado algunos días con la dureza de su corazón, vino a confesar a voces su ingratitud, a reconocer la caridad de sus bienhechores,   —245→   protestando, que si vivía no se ocuparía en otra cosa que en servir a los padres como el más humilde coadjutor. Se contentó el Señor con la buena voluntad, porque agravado el accidente sin más efectos ni más voces que alabanzas a Dios y deseos ardentísimos de verlo, en medio de actos heroicos de contrición y de humildad, con extraordinario consuelo de verse morir en un hospital y coronado su lecho de jesuitas, murió dejando muy seguras esperanzas de su eterna salud.

De esta manera triunfaba de la indiferencia y de la ingratitud el celo y caridad de nuestros novicios; victoria que se repitió más de una vez con bastante mérito suyo y edificación de los asistentes. Entre tanto, algunos otros padres del mismo colegio hacían sus piadosas excursiones por los lugares vecinos. Llegaron en una de estas a un lugar a catorce leguas de Puebla, cuyo ministro, aunque celoso, impedido de una prolija enfermedad, no había podido mucho tiempo visitarlo. Este, usando del tedio más oportuno, instruyó a un indio que le pareció más capaz en los misterios y preceptos de nuestra ley para que en ausencia los enseñase a los demás; pero o fuese negligencia o poca autoridad del catequista, a la llegada de nuestros misioneros era el único que sabía suficientemente las obligaciones santas del cristianismo. A la sombra de esta común ignorancia reinaba la impunidad de todos los delitos. La embriaguez, la torpeza, y aun la superstición eran vicio común de todo el pueblo. Presto se vio mudar de semblante el vecindario: instruidos a tarde y a mañana, ya desde el púlpito, ya en las familiares conversaciones, se movieron a confesarse con grandes muestras de dolor. Entre estos vino a confesarse un joven a quien tenía cuasi en puntos de expirar una melancolía. Una infame mujer que vivía en su misma casa, poseída de un torpe y furioso amor, había procurado hacerlo condescender a sus deseos. La resistencia heroica del casto joven había irritado más su pasión, y roto enteramente el freno del pudor y decoro propio de su sexo: no le dejaba sosegar un punto día y noche presentándosele en todos tiempos, ya con ruegos, ya con amenazas, ya con otros medios aun más provocativos y capaces de inclinarlo a algún impuro consentimiento. En este continuo combate, pareciendo al buen joven que no podía perseverar en su santo propósito, determinó acabar con un lazo, como en efecto lo puso en ejecución con una piadosa temeridad; pero el Señor, que quiso premiarle su amor a la pureza, permitió que reventase la soga. Cayó en el suelo,   —246→   y hallándole fuera de sentido, la mala mujer, que sabía muy bien que era la causa de una resolución tan inhumana, aconsejada solamente de su loca pasión, determinó no sobrevivir a su amado y acabar con el mismo lazo sus días. La soga, que se había cortado para testimonio de la inocencia, quitó la vida a aquella deshonesta; y volviendo de su aturdimiento el joven vio delante de sí el cadáver suspenso, y en él un grande ejemplar de los altísimos juicios de Dios y del rigor de su justicia. Este funesto espectáculo, que no podía apartar de su memoria, le había consumido las fuerzas del espíritu, y aun las del cuerpo. Pero consolado y animado del sabio confesor pareció volver a la vida, y emprendió dedicarse al divino servicio con un extraordinario fervor.

La congregación de la Anunciata, que pocos años antes con la licencia de nuestro padre general se había planteado en México, se extendió este año al colegio de Oaxaca. Se leyeron las bulas, y se hizo la fundación primera de la congregación el mismo día 25 de mayo en que se celebra este misterio, con asistencia del ilustrísimo señor don fray Bartolomé de Ledesma, del orden de predicadores, y su vicario general, del deán, y muchas otras personas de uno y otro cabildo, que fueron los primeros admitidos en la congregación, y se excitaban en sus piadosos ministerios, con mucha edificación del público, y singularmente de nuestros estudiantes, que se esforzaban a imitar tan ilustres ejemplos. A los indios se les predicaba en la iglesia de señor San José, que estaba a cargo de la Compañía, en lengua mexicana, y se comenzó a aprender la zapoteca. La iglesia de señor San José, que acabamos de decir, se había fundado en un solar que para este efecto había dado una india principal, y a una acción de tanta piedad, correspondía muy mal el resto de su vida. Vivía en un estado infeliz con pernicioso ejemplo de todo aquel partido. Cayó en una grave enfermedad; pero poseída de una vergüenza irracional, no podía resolverse a llamar confesor y declararle sus culpas, de que era testigo todo el pueblo; pero el Santísimo Patriarca, a quien con tanta liberalidad había cedido sus tierras, quiso premiarle este pequeño obsequio. Le pareció en un parasismo, que era llevada al tribunal de Dios, donde aguardaba ya la sentencia de su condenación. En este inexplicable susto le parecía ver que el Castísimo Esposo de María pedía a su Hijo Santísimo la salud de aquella alma. Efectivamente, volvió en sí, llamando a uno de los padres, se confesó con muchas lágrimas, y consiguiendo con la salud de la alma poco después la   —247→   del cuerpo, vivió algunos años en ejercicios de muy amarga penitencia, acumulando gran tesoro de méritos con los continuos asaltos, que le fue necesario vencer para perseverar en la virtud. La necesidad del colegio obligó por este tiempo a que saliesen dos sujetos de casa a recoger limosna por todo el obispado, ejercitando igualmente en todos los lugares sus ministerios apostólicos. Hallaron en una de las haciendas vecinas a la costa del Sur un hombre rico, que sin haber jamás tratado, o visto sujeto alguno de la Compañía, los recibió con singulares demostraciones de regocijo. Los siervos de Dios, que conforme a su santísima regla, después de las comunes salutaciones, comenzaron luego a tratar cosas del cielo y de provecho de la alma, quedaron a pocas palabras admirados de encontrar en aquel buen anciano un hombre perfectamente instruido en la vida espiritual, de una sublime oración, de un admirable recogimiento interior, y pureza de conciencia. El piadoso varón, que no pudo dejar de conocer su sorpresa, satisfizo a su piadosa curiosidad, diciendo: «Mucho tiempo antes que aquí vinierais, tuve noticia de vuestro instituto y vuestras reglas, y os vi acompañados y protegidos de la Reina del cielo, en la misma forma y traje en que ahora os veo, y esta es la causa de mi júbilo. La misma Señora qua tanto os favorece, me ha significado vuestra necesidad y me ha mandado que os socorra, como lo haré con buena voluntad. En efecto, no contento con haberles dado entonces una buena limosna, les hizo una obligación de más de mil y quinientos pesos, hipotecando para ello su hacienda, y prometiendo dar cien pesos en cada un año: y el darlos en esta forma (añadió) es por tener los pocos años que viviere, el consuelo de ver en este pueblo y en mi casa, a unos hombres que el cielo tan sensiblemente protege».

En los colegios de Pátzcuaro, Valladolid, Tepotzotlán y Guadalajara, fue también muy considerable, este año el fruto de las misiones, y grande el trabajo de los operarios, por la epidemia que padecieron los naturales, y en que como todo el mundo es testigo en semejantes ocasiones, hicieron en todas partes los jesuitas todos los oficios de caridad en lo espiritual y corporal, que podían esperarse de unos hombres enteramente consagrados por su instituto al servicio del público. En la residencia de Veracruz, fuera del continuo trabajo de la ciudad y estancias vecinas, se destinaron dos padres a la isla de San Juan de Ulúa para la asistencia y cuidado de los muchos enfermos, a quienes lo ejecutivo de su mal no daba lugar para pasar al continente. En la nueva   —248→   habitación de Zacatecas, fue necesario añadir, a instancias de aquellos republicanos, otros dos sujetos, uno para la escuela de leer y escribir, y otro para los rudimentos de la gramática. Así en tantos y en tan distantes hogares, en púlpitos, cátedras, confesonarios, hospitales y cárceles, ayudaban los incansables operarios a ricos y pobres, sin excepción alguna de tiempo, de país, o de personas, con un orden y una conformidad de operaciones, que solo puede producir el espíritu de Dios, y de la caridad que lo animaba.

Estos saludables ministerios que se veían repartidos por los demás colegios de la provincia, se hallaban reunidos como en su centro, en el colegio máximo de San Pedro y San Pablo de México. Aquí se atendía juntamente a todas las necesidades de la más populosa ciudad de la América, y se proveían de sujetos los demás colegios. Se formaban los predicadores, los confesores y los teólogos. Las bellas letras, la filosofía y los ministerios, todo tenía su lugar, y a todo se daba sucesivamente el tiempo y la atención proporcionada. Sin embargo, se comenzaba a temer justamente, que creciendo cada día más el número de los colegios, y debiendo respectivamente aumentarse los domésticos estudios, no se embarazasen en un mismo colegio estas diversas ocupaciones, que la admirable y celestial prudencia del fundador de la Compañía quiso que se ejercitasen en casas diferentes. Añadíase que la situación del colegio, muy acomodada para los estudios, no lo era para los ejercicios que practica la Compañía para utilidad del público. Con esta ocasión, se pensó fundar en México, conforme al instituto, una casa profesa, quedando el colegio máximo para las tareas literarias; y ya desde el año de 1584, don Hernando Núñez de Obregón, deudo cercano del padre Pedro Mercado había en su testamento dejado cuatro mil pesos, sobre unas casas que habían sido noble cuna del mismo padre, y estaban situadas en lo mejor de la ciudad, con el designio de que entrando en su posesión la Compañía, se edificase allí casa profesa. En efecto, se compraron dichas casas, y el padre Antonio de Mendoza, entonces provincial, valiéndose del favor del ilustrísimo señor don Pedro Moya de Contreras, arzobispo y virrey, obtuvo licencia para la fundación de dicha casa, que en nombre de su Majestad concedió el año de 1585. [Posesión del sitio de la casa profesa] Algunos años después don Juan Luis de Rivera, tesorero de la Posesión de la real casa de moneda, y doña Juana Gutiérrez, su esposa, hicieron a la Compañía donación de cincuenta mil pesos para el edificio y fábrica de la Profesa. Se dudó algún tiempo admitir la donación, hasta que   —249→   siendo visitador el padre Diego de Avellaneda, y provincial el padre Pedro Díaz, se admitió e hizo solemne escritura a 3 de febrero del año de 1592. El excelentísimo señor don Luis de Velasco el joven, confirmó de nuevo la licencia que había dado don Pedro Mora de Contreras, y puntualmente aquella misma noche se pasaron a la nueva habitación cuatro padres, cuyos nombres conservan los manuscritos, y parece justo poner aquí, y fueron el padre doctor Pedro de Morales, el padre Juan Sánchez, el padre Juan de Loaiza, y el padre Alonso Guillén, con un hermano coadjutor que sirviese de sacristán y portero. Presentose luego el padre provincial al doctor don Sancho Sánchez Muñoz, maestre escucha y gobernador del arzobispado, pidiendo a mayor abundamiento se sirviese su señoría aprobar lo hecho, y mandase dar a la Compañía posesión jurídica del sitio y casa para la dicha fundación, como se efectuó prontamente, pasando a nuestra casa el licenciado Pablo Mateo, promotor fiscal, que en presencia de un notario, el día 5 de febrero a las diez horas de la mañana, dio al padre provincial posesión en toda forma, y lo mismo en la pequeña iglesia, que conforme a la cortedad del sitio se había dispuesto en el zaguán de la casa, con todas las solemnidades del derecho, y pidiendo al notario el padre provincial Pedro Díaz testimonio de lo actuado, que se le dio luego no sin particular providencia, que le inspiró usar de todas estas formalidades de que no había usado la Compañía en las demás fundaciones, y que se reconocieron después muy necesarias para el ruidoso pleito que se movió en esta ocasión.

En efecto, el sitio que se nos había dado para casa profesa, siendo cuasi el centro de la ciudad, vino a estar juntamente dentro de las canas de las tres sagradas religiones, Santo Domingo, San Francisco y San Agustín. Aunque en la fundación del colegio máximo se había ya resuelto este punto en favor de la Compañía, y con mayor ruido aun en la fundación de Oaxaca, de los cuales litigios hacía expresa mención la bula Salvatoris de nuestro Santísimo Padre Gregorio XIII, confirmando de nuevo los privilegios que en esta parte había concedido a la Compañía su predecesor Sixto V; sin embargo, la autoridad de las tres religiones colitigantes, hizo, como debía, mucho peso en la consideración de los doctos y los discretos. Las tres religiosísimas familias se presentaron, de común acuerdo, a la real audiencia, suplicando de lo proveído por el señor virrey y gobernador del arzobispado, y pidiendo que la Compañía exhibiese las bulas y privilegios y demás documentos, en   —250→   virtud de los cuales, pretendía edificar en aquel sitio con notorio perjuicio de sus conventos. Añadían que esta no solo era causa suya, sino también del monasterio de Santa Clara y aun de la santa iglesia catedral de que el pretendido edificio no distaba más de una cuadra. Concluían pidiendo se mandase cerrar dicha casa o iglesia, ínterin se resolvía en justicia lo conveniente. Para esforzar más esta petición, pretendieron agregar e interesar en el negocio al cabildo eclesiástico. Este gremio venerable, después de examinada seriamente la causa, viendo que la Compañía de Jesús no percibía obtenciones algunas, por misas, sermones, ni entierros, ni tenía capellanías, ni otros emolumentos del altar, y que por otra parte procedía en esto escudada con tan singular favor de la silla apostólica, no quisieron mezclarse en este asunto, ni hacer oposición alguna, antes procuraron singularmente favorecerla, como lo hicieron con particularidad el señor arcediano don Juan de Cervantes, el señor maestre escuela don Sancho Sánchez Muñoz, y el señor don Fernando Ruiz de Hinojosa, canónigo y catedrático de prima en la real universidad. El cabildo secular, aunque había antes aprobado y aun agradecido a don Juan Luis de Rivera la escritura de donación en favor de la casa profesa, de que como miembro de aquel ilustre ayuntamiento le había dado parte; sin embargo, mudada la determinación, acordó seguir el partido de las tres religiones, y contradecir la fundación con escrito, que en nombre de todo el cuerpo se presentó a la real audiencia. Este tribunal, oída la respuesta de la Compañía, determinó cuanto a lo substancial de la causa se remitiese a juez eclesiástico, a quien de derecho pertenecía. Mantuvo a la Compañía en posesión del sitio, casa e iglesia; pero mandando que antes de la definitiva, no se extendiese más el edificio, ni se comenzase en él alguna fábrica. En consecuencia de esta resolución, el padre visitador ordenó que el padre Alonso Guillén saliese luego de México para Veracruz a embarcarse en un aviso, que debía hacerse a la vela muy en breve. Las tres religiones colitigantes, habían, de común acuerdo, elegido por su procurador, o instruido de sus poderes y necesarios documentos, al reverendísimo padre fray Bartolomé Martel, varón muy autorizado y docto de la religión de San Francisco. Este, aunque se había embarcado muchos días antes que nuestro procurador, tuvo la desgracia de caer en manos de los moros, que lo cautivaron en las costas de Berbería, de donde no pudo salir hasta más de la mitad del año siguiente, en que las mismas religiones que lo habían enviado a España,   —251→   lo rescataron con grande liberalidad, y llegó a Nueva-España mucho tiempo después de que el padre Alonso Guillén, a quien el rey había recibido con mucha benignidad, así por el singular amor con que miraba a la Compañía y a esta provincia, que a su real piedad y magnificencia debía todo su ser, como por las cartas del padre Avellaneda, sujeto tan conocido en la corte, y de cuyos talentos y méritos había formado su Majestad un altísimo concepto. Entretanto, era un espectáculo de mucha edificación a toda la ciudad, que mientras las cuatro ejemplarísimas religiones, con tanto ardor litigaban por la defensa de sus exenciones y privilegios, sin que la integridad de la justicia hubiese apagado o resfriado algún tanto la caridad, se daban mutuamente las más sinceras pruebas de benevolencia y de amor, y habiendo cumplido unas y otras con lo que debían a su religión, esperaban con admirable igualdad de ánimo la resolución, que ya fuese adversa o próspera, parecía habían de quedar, como con efecto quedaron, sin algún resentimiento. El verdadero celo sostenido de la prudencia y de la caridad, está muy lejos de aquella amargura que los mundanos quieren que acompañe siempre a la justicia, como si las virtudes hubieran de tener entre sí la misma enemistad que con el vicio. En todo el tiempo del pleito, que duró hasta el año de 1595, asistieron los padres aunque con grande incomodidad, por la estrechez de la habitación, pero con mucho consuelo de la piadosa devoción y concurso de los fieles, al pequeño templo, sacando singular fruto de los sermones, con que el Señor coronaba su celo. A principios del año se había celebrado en el colegio máximo la tercera congregación provincial, en que siendo secretario el padre Francisco Ramírez, fueron elegidos procuradores el día 23 de enero los padres Pedro de Morales, rector del colegio de la Puebla, y el padre Diego García, que pasó después a Filipinas.

La elección del padre Pedro de Morales parecía haber de ser muy perjudicial al colegio de la Puebla, que le debía todo su ser, especialmente cuando pocos meses después tuvo que sufrir el golpe más sensible en la muerte de su piadoso fundador don Melchor de Covarrubias: según lo que hemos podido entresacar de varios antiguos papeles, parece haber sido sus padres Pedro Pastor de Valencia y Catarina de Covarrubias, de quien tomó el apellido, vecinos uno y otro de un lugar cercano a la ciudad de Burgos en Castilla la vieja. Se cree haber sido sus padres de los primeros pobladores que pasaron a la América, que vivieron algún tiempo en Michoacán, donde consta que el ilustrísimo   —252→   señor don Vasco de Quiroga ordenó a don Melchor de Covarrubias de primera tonsura el año de 1539. Después se pasaron a la villa de Carrión, en el valle de Atlixco, en que según carta de 10 de abril de 1614 escrita por el padre Pedro de Anzuren al padre doctor Pedro de Morales, vivieron algunos años, y murieron en humildad y pobreza, aunque siempre en opinión de nobles, como parece en efecto por el testimonio de Diego de Urbina, rey de armas y regidor de la villa de Madrid, autorizado en 24 de enero de 1585. Por otras cartas y papeles consta haber sido sus muy cercanos deudos el ilustrísimo señor doctor don Diego de Covarrubias y Leyba, obispo de Segovia, varón doctísimo, como muestran sus grandes obras, y el ilustrísimo señor doctor don fray Baltasar de Covarrubias, del orden de San Agustín, obispo de Michoacán y de otras iglesias, que así lo afirma en carta propia, fecha en Valladolid a 18 de mayo de 1514. Por los años de 1581, fue don Melchor de Covarrubias alcalde ordinario de primer voto en la ciudad de los Ángeles, y el año antecedente de 1579, se halla un testimonio autorizado por Francisco Ruiz, escribano real, en 19 de octubre, de haber sido nombrado y elegido de aquel ilustre cabildo para capitán de cierta expedición al puerto de Veracruz, a que correspondió con toda exactitud. Se hallaron entre sus papeles cartas de los señores virreyes, dándole de gracias; ya, por la fundación del colegio de la Compañía; ya, por un pronto socorro de diez mil pesos que dio liberalmente a su Majestad para los católicos de Francia. El rey don Felipe II, en cédula de 15 de setiembre de 1590, recomienda al ilustrísimo señor marqués de Villa Manrique, la persona, méritos y servicios de don Melchor de Covarrubias. Fue muy liberal para con Dios y con los pobres. Solo las limosnas dadas a los conventos de San Agustín, del Carmen y Santa Catarina de Sena llegaron a treinta y odio mil pesos. Entre sus parientes y extraños pobres pasaron de veinte mil. En su última enfermedad, aunque aconsejado para lo contrario, dejó por heredero a su colegio en el testamento que otorgó el día 16 de mayo, cuya cláusula nos ha parecido insertar aquí como un monumento eterno de su piedad y de su amor.

«Y después de cumplido y pagado este mi testamento, y todas las cláusulas y mandas de él, en el remanente que quedare e fincare de todos mis bienes, derechos y acciones, atento a que no tengo heredero ascendiente, ni descendiente, ni he sido ni soy casado, y que como patrón que soy del colegio y casa de la Compañía de Jesús de esta ciudad, pretendo su aumento y acrecentamiento, de mi libre y espontánea   —253→   voluntad, por el tenue de la presente, dejo e nombro por mi universal heredero al colegio, casa e iglesia de la dicha Compañía de Jesús de esta ciudad do los Ángeles, para que lo haya y herede enteramente, para su aumento y edificio de su iglesia y casa, y sustento de los padres de la Compañía, del todo lo cual de dicho remanente, es mi voluntad que el rector e todos los padres del colegio lo hayan en posesiones, haciendas o rentas, o en lo que mejor a ellos pareciere, para que vaya siempre en aumento la dicha mi fundación del colegio, que ansí tengo hecha, con declaración o gravamen, que si algunos deudos o parientes míos, y quisieren aplicarse a estudiar y entrar en el colegio de San Gerónimo de esta ciudad, que la dicha Compañía tiene para estudios, y ser colegiales, en tal caso el dicho colegio y casa dicha Compañía, mi heredero, sean obligados a les sustentar y dar estudios, de comer vestir y calzar, todo el tiempo que estudiaren en el dicho colegio, con tal que no exceda el número de cuatro personas las que estuvieren juntas en el dicho colegio, y esto se guarde para siempre jamás, con que los tales mis deudos sean virtuosos e recogidos, e no lo siendo puedan sor despedidos por el rector e padres de dicho colegio, e siempre favorezcan lo posible a los que fueren virtuosos. E para la averiguación de que sean mis deudos, o personas virtuosas o no, el padre rector o demás religiosos de dicho mi colegio de la Compañía (conozcan) sin que se entremeta en ello ningún juez eclesiástico ni seglar, sino que los tales mis deudos ocurran a lo averiguar ante el rector, e padres de esta casa de la Compañía, e con estas calidades y declaraciones, dejo al dicho mi colegio e casa de la Compañía por mi heredero en lo remanente de todos los dichos mis bienes, etc.». A más del remanente, que fueron en dinero efectivo cuarenta y dos mil y ochenta y seis pesos, cedió a su colegio una escritura de trece mil. Allegáronse las casas avaluadas en cuatro mil, las preseas, cadenas de oro, armas, etc., en novecientos treinta y tres, algunas piezas de esclavos y otras alhajas, en ochocientos cincuenta; que todo suma la cantidad de sesenta mil ochocientos sesenta y nueve, a que añadidos los veintiocho mil que había dado para la fundación, vienen a ser ochenta y ocho mil ochocientos sesenta y nueve pesos, en los que el magnífico fundador dotó a este colegio. La vajilla de plata dispuso que no se vendiese, sino que en memoria suya sirviese cada año en refectorio el día de su amada patrona Santa María Magdalena. El padre doctor Pedro de Morales, estando de procurador de la provincia en Roma, alcanzó de la Santidad de Clemente VIII   —254→   una licencia viviae vocis oraculo la cual el Sumo Pontífice conmutó este legado, en que se dedicara toda aquella plata a vasos sagrados, en que se sirviese diariamente el Pan de los Ángeles. Hízole su colegio unas exequias correspondientes al mérito del difunto, y al agradecimiento que a sus bienhechores profesa la Compañía. Murió a 25 de mayo de 1592.

Murió también por este mismo tiempo el padre Hernán Vázquez, peritísimo en las lenguas de los indios, e infatigable operario de esta humilde gente. Anduvo siempre en un continuo movimiento por los pueblos vecinos, supliendo el fervor del espíritu la debilidad del cuerpo. El tiempo que estaba en la ciudad era frecuente en los obrajes, en las cárceles y en las plazas. Fue uno de los que más promovieron la importante obra de la capilla de San Miguel, para la asistencia y socorro espiritual de los indios, en que se consiguieron admirables frutos. Su muerte fue muy sentida de los naturales, que sin noticia alguna de los padres, le hicieron a su modo en la capilla de San Miguel las honras, en que la sinceridad de sus lágrimas le hizo más honor que el lucido aparato y lisonjeras inscripciones a los grandes del mundo. A pocos días (le su muerte vino una india que había vivido en mal estado algunos años, y llamando a un padre, le dijo que el padre Vázquez se le había aparecido y dádole a conocer la enormidad de sus culpas, mandándole que prontamente viniese a confesarse, como lo ejecutó con muchas demostraciones de sincerísimo dolor. Estas dos grandes pérdidas recompensó la piedad divina con singular aumento de espirituales consuelos en la promoción de los estudios y ministerios, en provecho de los prójimos. El número y progresos de los estudiantes fue tal, que pareció necesario añadir a las clases de gramática y retórica, la de filosofía, que se comenzó a leer aquel mismo octubre. Y no cultivándose jamás provechosamente las letras sin el amor de la virtud, ni este sin la tierna devoción para con la Madre de Dios, se pusieron nuestros jóvenes bajo su protección y amparo, erigiéndose la congregación de la Anunciata en aquel colegio, y otras dos para los indios en su capilla de San Miguel, cuyos piadosos ejercicios de la explicación de la doctrina cristiana, continuas exhortaciones, frecuencia de Sacramentos, visitas de cárceles y hospitales, y otros semejantes, encendían tanto en nuestros religiosos como en los congregantes un nuevo fervor, y llenaban toda la ciudad del buen olor de tan edificativo ejemplo.

Del colegio de Oaxaca se emprendió misión a Guatemala, que había   —255→   mostrado siempre un singular afecto a la Compañía. El fruto correspondió muy bien a la hambre piadosa de los oyentes, y a la alta idea que se habían formando de nuestros misioneros. Esta nobilísima ciudad había en otras diversas ocasiones mostrado grandes deseos de que fundase allí la Compañía, y en la presente instaron mucho más y llevaron muy adelante la negociación. Aunque los padres, como al estilo santo de nuestros mayores, no habían querido otra morada que la de un hospital, les fue necesario condescender muchas veces con las instancias del presidente de aquella real audiencia, y otros señores que quisieron honrarlos con su mesa. Este regio tribunal, como los señores del cabildo eclesiástico y secular, y los más distinguidos republicanos, eran los primeros en asistir a los sermones, y en los fervorosos ejercicios de la misión, que las más veces honró con su presencia el ilustrísimo señor don García Gómez Fernández de Córdova, monje jerónimo, su dignísimo obispo. El celoso pastor y el presidente, no contentos con las expresiones más vivas, y las más sinceras demostraciones de aprecio, escribieron de común acuerdo a su Majestad, cuanto importaba al servicio de nuestro señor y del rey un colegio de la Compañía en Guatemala. El arcediano de aquella santa iglesia mostró grande inclinación a dar para este fin la mayor parte de su cuantioso caudal. Otra dignidad ofreció desde luego sus casas; otra prometió en cada un año cien hanegas de trigo. Cuatro caballeros de les más ilustres de la ciudad prometieron mil pesos cada uno. Tanto era el anhelo de aquellos ciudadanos porque se estableciese allí nuestra religión, lo que sin embargo no se pudo ejecutar por entonces.

[Misión del padre Gerónimo López] Aunque no tan lustrosa a los ojos del mundo, no fue menos provechosa excursión la que por aquella misma primavera hizo en el obispado de Guadalajara el fervoroso padre Gerónimo López. A petición del cabildo eclesiástico y del provisor de aquella diócesis, hubo el misionero de detenerse algunos días en un pueblo que había mucho tiempo carecía de párroco. A pocas exhortaciones que les hizo con aquella fuerza de espíritu y aquella elegancia de su idioma, que el padre poseía en grado eminente, quisieron todos los indios confesarse; pero tuvo el dolor de hallar en ellos una profunda ignorancia de los más necesarios misterios. Instruidos en lo que para confesarse debían saber y entender de la doctrina, se aplicaron con tanta diligencia, que muchos en un día, muchos en dos, y cuasi dentro de muy breve tiempo, estuvieron capaces de recibir aquel necesario sacramento. En espacio de cuarenta   —256→   días, dice la sencilla relación del mismo padre, he confesado más un mil y trescientas personas, y como suele suceder en estas ocasiones, las mil habrán sido confesiones generales. Lo que más encantaba a los indios era el grande apostólico desinterés del misionero. Exhortando a un indio en cierto asunto bastantemente contrario a sus inclinaciones y a sus costumbres, aunque me muera (dijo) no he de volver a hacer costa semejante: ¿y cómo podría yo negarte a ti cosa alguna si veo que todo el día predicas, confiesas, que nos dices cada día misa, entierras nuestros muertos, y nos tratas en todo con tanto amor, sin querer jamás admitir de nosotros el don más mínimo? Bien se conoce que no es tu interés, sino nuestro provecho, el que te ha hecho cargarte de tantos trabajos. Así habló aquel indio, y la enmienda de las costumbres que en todos los demás seguía prontamente a la corrección paternal del misionero, mostraba bien cuan poderosa es esta arma para conquistar o inspirar en los corazones el amor de la virtud, y un sublime concepto de las verdades de la religión. Otro, solicitado de sus compañeros al vicio de la embriaguez, en que antes había dado graves escándalos, respondió a sus perversos amigos: ved vosotros, los que no habéis oído lo que el padre dice de los castigos de la otra vida. Hallaba mayor dificultad el misionero en persuadirles la santa comunión, y las ocasiones que la aconsejaba a los mejor dispuestos, experimentaba una resistencia y un horror, que parecía respeto y era ignorancia y preocupación, que vencieron finalmente, llegándose al altar con una devoción y una pureza de conciencia admirable. Muchos casos pudiéramos referir semejantes de misiones en Pátzcuaro y Valladolid. En esta ciudad tenía la Compañía en el ilustrísimo señor don fray Alonso Guerra, del orden de predicadores, un padre y protector amantísimo. Confesábase con uno de los nuestros, de quienes se varía en todos los asuntos de alguna importancia, singularmente en ciertos disturbios con su ilustre cabildo, que se compusieron con grande satisfacción de entre ambas partes. En los últimos años de su vida, aunque afligido con gravísimos dolores de una larga y penosa enfermedad, no tenía de ellos algún sentimiento, cuando veía algunos de los nuestros, y trataba con ellos de cosas concernientes al bien de su alma, o al provecho de su amado rebaño.

No era menor la estimación y aprecio que hizo siempre de la Compañía el excelentísimo señor don Luis de Velasco, el joven. Este caballero, no contento con la grande confianza que había hecho de los jesuitas, fiando,   —257→   a su cuidado la educación de tres hijos suyos en el colegio de San Ildefonso, se servía de los nuestros en todos los negocios graves del servicio de Dios y del rey. Tenía muy encarado la católica majestad que los indios repartidos en muchas aldeas y pequeñas poblaciones por toda la vasta extensión de sus dominios en una y otra América, se redujesen a algunos lugares grandes, con el piadoso designio de que fuesen más fácilmente instruidos en la fe, y a administrados por sus párrocos después de bautizados. Noticioso el virrey de la felicidad con que sin el ruido de las armas habían conseguido esto los misioneros de la Compañía en el partido de Tepozotlán, y sabiendo que había en aquel colegio muchos operarios peritos en la lengua otomí, la más difícil de la América, pidió al padre provincial Pedro Díaz, que dos de aquellos padres pasasen a la reducción de la provincia de Guayacocotla. Se pusieron luego en marcha acompañados de un noble caballero que el prudente virrey les dio para que les ayudase con su nombre y autoridad en la ejecución de aquel gran proyecto. Después de un no tan largo como penoso camino, llegaron a la provincia que hallaron numerosa de más de dos mil y ochocientos indios, repartidos en cincuenta lugarejos pequeños, y a grande distancia unos de otros, para cuya administración espiritual no había sino dos clérigos. La imposibilidad de asistirles, o por la multitud, o por la distancia de los lugares, o por la incomodidad de su situación, que por lo común era o en lo más espeso de los bosques, o en los picachos de los montes, o en las profundidades de los barrancos, les había hecho descuidar enteramente de su cultivo. Luego que se traslució, tanto a los moradores del país, como a sus pastores, el fin de la venida, sintieron nacer una general oposición de todas partes, y cada día nuevas dificultades. Las mayores provenían de parte de los mismos ministros, de que informado el virrey, tomó la resolución de sacarlos de allí con algún honroso pretexto, mientras se llevaba a debido cumplimiento el orden de su Majestad. Los indios, con el desinterés, con el trato dulce y caritativo, y paternal asistencia de nuestros misioneros a todas sus necesidades, les cobraron un tiernísimo amor, y aunque muy lentamente fueron accediendo a su dictamen. Lograron los siervos de Dios, a fuerza de tiempo, de paciencia heroica, y de una constante caridad y beneficencia, que en poco más de un año todos aquellos lugares se redujesen a cuatro grandes pueblos, con grande satisfacción del excelentísimo, y admiración de todos los que eran capaces de conocer la dificultad de semejante empresa. Los indios, que   —258→   al principio habían tanto resistido, después de conocidas las ventajas del nuevo establecimiento, y doctrinados en los misterios de nuestra religión, no pudieron resolverse a dejar a sus amados padres, y vinieron muchos de los principales a pretender con el señor virrey que su diese a los nuestros la administración de aquel partido. Solo en esto no pudo hallar su excelencia a los jesuitas dóciles. Se negó el padre provincial abiertamente, como se habían negado tantas veces a los de Tepotzotlán sus antecesores, y el virrey, edificado, añadió, por consejo de los padres mismos, un nuevo ministro y los dos que antes trabajaban entre aquellas naciones.

El campo que lograban nuestros operarios en estas ciudades y poblaciones vecinas a la capital, era muy corto, respecto a las mieses que se veían blanquear en las vastísimas regiones de Sinaloa. Los dos varones apostólicos que allí dejamos, luego que pusieron el pie en la villa de San Felipe, sin esperar a saber perfectamente la lengua, compusieron, sirviendo de intérpretes los antiguos pobladores e indios ladinos, un catecismo, y repartieron entre sí los pueblos vecinos, que parecían estar en mejor disposición. El padre Martín Pérez tomó a su cargo las poblaciones de Cubiri y Bamóa, a poca distancia de la villa, río abajo. El pueblo de Bamóa estaba a seis leguas de San Felipe, donde se habían establecido los indios que vinieron con Álvaro Núñez en su famoso viaje, y que por tanto, como los más fieles aliados de los españoles, parecían más dóciles. El padre Gonzalo de Tapia se encargó de los pueblos, río arriba, Baboria, Deboropa, Lopoche, Matapan y Ocoroiri, lugar considerable a la orilla de otro pequeño río, que desemboca en el Zuaque, o río del Fuerte. El destierro, la soledad, la habitación, los alimentos extraños y escasos, los continuos sobresaltos de parte de unos bárbaros, tanto más cavilosos y desconfiados, cuanto menos capaces de sentir la cualidad y sublimes motivos que dirigían las acciones de sus nuevos huéspedes, eran unas consecuencias necesarias del ministerio apostólico, y que los hombres de Dios toleraban con una alegría y sinceridad de ánimo que admiraba a los mismos indios. Estos a los principios se recataban mucho de los padres, pensando que fuese su conducta como la de los primeros españoles que habían entrado a la tierra. Desengañados con la afabilidad y dulzura de su trato, se les oía decir en sus asambleas, que aquellos parecían Yoris (así llamaban a los españoles) pero no lo eran más que en el color. Estos, decían, no traen armas de fuego, ni dan voces para pedir el maíz y el   —259→   sustento. Contentos con lo que nosotros voluntariamente les ofrecemos, no hablan ni tratan de minas, ni de esclavos, ni de mujeres, ni de otra cosa alguna, sino de Virigeva, que era el nombre que daban a Dios. Verdaderamente (concluían) deben de ser sus hijos o hermanos. Con esta opinión, que en breve se divulgó entre ellos, comenzaron a venir en tropas de veinte y treinta; los padres, que a costa de en sumo trabajo podían ya explicarse medianamente en su idioma, y ayudándose también del catecismo, les daban a entender su lamentable ignorancia, y suavemente procuraban irles inspirando las verdades de nuestra santa religión. El fruto fue conforme a su celo. En el primer año se bautizaron, de solos los dos primeros ríos, de Sebastián, de Evora, o Mocorito y Petatlán, olas de dos mil, entre párvulos y adultos. De los primeros que se bautizaban, fueron muchas mujeres que vivían entre los españoles mismos en cualidad de criadas y aun de esposas, y de que muchas lo fueron después, elevando a Sacramento aquel comercio infame. Los indios gustaban mucho y tenían a grande honor que fuesen los españoles sus padrinos para el bautismo, sucediendo este santo y espiritual parentesco a una especie de bárbara adopción, de que hablaremos más largamente, en otra parte.

El padre Gonzalo de Tapia, luego que le pareció estar bastantemente hábil en la lengua más universal del país, determinó llevado de su caridad, penetrar la tierra dentro. Llegó en esta expedición hasta el río del Fuerte. Bautizó muchos párvulos y muy pocos adultos, entre muchos que ardientemente lo pretendían; pero el padre, no pudiendo permanecer entre ellos, ni teniendo otro ministro que enviarles, quiso antes dilatarlos este consuelo, que exponer a la profanación de la idolatría aquel divino carácter. Prometió volver a visitarlos y procurarles algún padre que los cultivase, y dio la vuelta a sus primeros cristianos.

Aquí no lo fue posible trabajar mucho tiempo. Los españoles que trabajaban las minas en el real de Topía, en quienes la avaricia y el libertinaje que reina por lo común en semejantes lugares, no había aun sofocado enteramente todo sentimiento de piedad, sabiendo que había en Sinaloa, distante como cincuenta leguas al Oroeste ministros tan celosos, y careciendo ellos entre aquellas serranías de todo pasto espiritual, escribieron al padre Gonzalo para que pasase a favorecerlos, añadiendo que fuera de los españoles, tendría bien en que emplearse su celo, en muchos pueblos de indios, que encontraría sobre su camino,   —260→   y muchos otros de que estaba lleno aquel valle. El fervoroso padre se puso luego en marcha, no sin grande sentimiento de sus neófitos, de que algunos quisieron acompañarle. En el real de Topía pasó aquella semana santa, celebrando entre les suyos los sagrados misterios de nuestra redención con singular consuelo. Predicó aquellos días y confesó a todos los europeos; halló entre ellos muchos indios tarascos que trabajaban las minas, cuyo idioma hablaba con elegancia, a quienes con particular amor consoló con los santos Sacramentos, animó a la virtud con fervorosas exhortaciones. Bajó prontamente al valle; recorrió los pueblos que había de antiguos cristianos, que en nada lo eran sino en el nombre, y dejando alguna forma de cristiandad en aquellas desamparadas naciones, y borradas muchas huellas de la antigua superstición, singularmente un ídolo de aquellos montes vecinos que santificó, colocando solamente la insignia santa de la Cruz, dejando en todas partes señales nada equívocas de aquel fuego que interiormente lo consumía; dio con la mayor brevedad que pudo vuelta a su amada Sinaloa, cuyos pueblos en su ausencia había visitado y mantenido en su primitivo fervor, y aun aumentado con algunos bautismos el padre Martín Pérez, añadiendo cuasi enteros los pueblos de Ures, Guazave y Sisimicari, al rebaño de Jesucristo.

Cuanto más florecía la misión, tanto se aumentaba el trabajo de los padres, sobre quienes cargaba todo aquel gran peso. El catecismo era ocupación de todo el día. Se explicaba la doctrina por la mañana en la pequeña iglesia. A esto seguía salir el misionero a visitar las rancherías, a consolar a los enfermos, a inquirir de una en otra choza los pleitos, las supersticiones, los escándalos, a impedir los abusos, y animarlos al trabajo. Las más veces era necesario salir el padre con ellos a sus cortas sementeras, y enseñarles el manejo de algunos instrumentos que les había procurado. Ínterin los hombres estaban en su trabajo, volvía el misionero al pueblo, se juntaban los niños y niñas, se les enseñaba el catecismo, o dejando este cuidado a alguno de los más fervorosos catequistas, era necesario ir a recorrer los demás pueblos, repitiendo en todos este mismo ejercicio. El santo sacrificio, el rezo, la oración, un escasísimo y muy grosero alimento, a que no sin horror llegaba a acostumbrarse el estómago, y un corto e interrumpido sueño partían lo restante del día y de la noche; y aun en estos pequeños intervalos tenían mucho que ofrecer a Dios, o en la piedad importuna de los neófitos, o en las irracionales sospechas de los gentiles, o en la   —261→   grosera curiosidad de unos y otros, que todo el día habían de estar al derredor y cuasi sobre el padre, admirando todas sus acciones e interpretándolas, o ya con superstición que era preciso corregir, o con necedades que era necesario disimular. Todo esto tropel de incomodidades pasaban con una celestial alegría los padres Martín Pérez y Gonzalo de Tapia, hasta que teniéndose en México individuales noticias de sus gloriosísimos trabajos, se les enviaron por cuaresma del afeo siguiente nuevos compañeros, muy semejantes en el espíritu, que fueron los padres Alonso de Santiago y Juan Bautista de Velasco; se le encomendó al primero el Río de Sebastián de Evora, con los pueblos de Bacoburitu y Orobatu, y algunos otros menores, y se fijó su residencia en Mocorito. El padre Martín quedó con los pueblos del segundo Río, como antes estaba. Al padre Alonso de Santiago encomendó el padre Gonzalo de Tapia los pueblos de Lopoche y demás que tenía a su cuidado, mientras para negocios importantes de la misión, partía a México, como prontamente lo ejecutó. El virrey don Luis de Velasco recibió al padre y a algunos indios que trajo consigo con suma dignación, los mandó vestir, y concedió al hombre apostólico cuanto pretendía para la fundación y aumento de aquella nueva cristiandad. Diole algunos ornamentos, campanas e instrumentos músicos, de que mostraban mucho gusto los indios, y de las cajas reales señaló a cada misionero trescientos pesos por año. Dio el padre con suma diligencia la vuelta a Sinaloa, y ciertamente era allí muy necesaria su presencia.

Había el Señor por sus justos juicios afligido a aquella recién nacida iglesia con una epidemia, hasta entonces no conocida entre los indios. Acometíales una fiebre violenta, que después de dos o tres días de un furioso delirio, prorrumpía en unas pústulas o viruelas pestilentes que los cubrían todo el cuerpo. Muchos fuera de sí salían de sus casas, y obrando en ellos la costumbre, se echaban a bañar en los ríos, otros se retiraban a los bosques, especialmente en los pueblos distantes de la cabecera, y allí postrados debajo de los árboles, se hallaban llenas las llagas de gusanos. Algunos que huyendo del contagio se acogían a los picachos y concavidades de los montes, allí acometidos del mal acababan sus vidas, y se hallaban después sus cuerpos comidos de las fieras. Tal era el estado de las misiones cuando llegó el padre Gonzalo. No llegaban los padres a puerta de alguna choza, donde no oyesen dolorosos lamentos de las familias en la muerte de sus hijos, no se veía mujer alguna que no tuviese cortado el cabello, ni hombre que   —262→   no lo trajese trenzado, o que se adornase de sartas o de plumas, que son las ceremonias de su luto. Los misioneros en estos días de aflicción, después de ofrecer por sus amados hijos el adorable sacrificio, salían a recorrer todas las casas del pueblo. Bautizaban a los párvulos, catequizaban a los adultos cuanto permitían las circunstancias, confesaban a unos, ayudaban a otros, a otros enterraban. Dábanles por su misma mano muchas veces el alimento, proveíanles de algunas medicinas; y finalmente, practicaban con sus hijos en Jesucristo cuanto les inspiraba el amor y la ternura. El padre Juan Bautista de Velasco, hablando de la epidemia, dice así en carta escrita al padre provincial: «Habemos hecho lo que se ha podido para ayudar a estos pobrecitos en su enfermedad, buscando a unos en los montes, a otros en los arenales. Yo fui a un pueblo donde bauticé como doscientos niños con mucho gusto de sus padres, y con la poca lengua que se puede catequizar a algunos adultos que estaban en peligro y bautizarlos, y como era la primero vez que oían hablar en su lengua de los misterios de nuestra fe, era notable su admiración, atención y gusto, trayéndome con mucha ansia de unas casas a otras, y acudiendo con muchos enfermos párvulos y adultos, medio arrastrando y medio cargándolos, como podían, pidiéndome con mucha instancia que los bautizase. Y algunos que con la fuerza del dolor no atendían tanto a lo que yo les decía, si querían ser bautizados y tardaban en responder, los parientes que allí tenían con grandísima ansia y eficacia, les decían que dijesen hiro, que en nuestra lengua quiere decir , repitiéndoselo muchas veces. De los muchos que allí bauticé; se llevó para sí nuestro Señor grandísimo número. Lo que quiebra el corazón es ver que mueren muchos gentiles, sin bautismo, por ser nosotros tan pocos y ser imposible acudir a todos».

Entre tantos motivos de dolor, ninguno tocaba a los misioneros más al vivo como el que de tantos indios que se bautizaban, poquísimos o ningunos había que pasaran de treinta años. Los que habían ya envejecido en días malos, perseveraban en su obstinación y causaban no poco daño en los demás que los miraban siempre con respeto, si alguna vez se les trataba de bautismo, aun en lance extremo respondían que querían ir donde estaban sus antepasados, y a la horrenda pintura que los padres les hacían del infierno, solo decían con frialdad: ha hu haca bu, queriendo dar a entender que aunque los atormentaran querían seguirlos. Pero movido el Señor a piedad, les mudo cuasi repentinamente los corazones. Así se explica el mismo padre Velasco en otra carta:   —263→   «Las mortificaciones que nuestro Señor nos envía llevándonos estos recién bautizados, nos ha recompensado en parte con un grande consuelo en las enfermedades y muertes de los viejos, sacándonos del cuidado en que estábamos deseándolos bautizar, y no satisfaciéndonos de su disposición, en este artículo nos contentamos con la precisamente necesaria, y su Majestad, que debe de quererlos para sí, se los lleva en bautizándolos, dejándonos muchas prendas de su salvación. Ocasión ha tenido el demonio con estas enfermedades de hacer guerra al Evangelio, y en la rusticidad de estos indios, es cosa sobrenatural, que advirtiendo ellos mismos que las enfermedades habían venido después que aquí entramos, y tratando esto entre sí, ni por eso extrañan ni dejan de bautizarse, antes ellos mismos se responden que no mueren por nuestra causa, pues en sus enfermedades antes los buscamos y les procuramos todo alivio. El padre Tapia fue a un pueblo en que no había habido peste. En comenzándose a bautizar, comenzaron a morir aprisa, y van muriendo tantos, que nos causa no poca lástima, aunque por otra parte consuelo de verlos ir bautizados... Son tantos y tan maravillosos los efectos que cada día se ven de la predestinación en esta peste, que en parte nos suaviza el dolor de ver morir tantos, y se hace suavísimo el trabajo que se pasa en andarlos a buscar por los montes, espesos bosques, arenales y sementeras: yo hice una salida a unos pueblos de gentiles, cuya lengua no sabía. En llegando, me ofrecieron con muy buena y alegre voluntad más de doscientos y cincuenta niños que bauticé, y para ayudar a los adultos, hice un catecismo en su lengua por medio de intérprete, y con cuatro palabras que les decía de nuestro Señor, y las más por el papel, era grande la atención con que oían. Bauticé algunos enfermos, por pedirlo ellos con instancia, y cuando por no hallar mayor peligro dilataba el bautismo a alguno, para instruirlo mejor, quedaban ellos y sus deudos muy desconsolados diciéndome que los bautizase, pues estaban enfermos y habían venido a eso. Bauticé una gran cantidad de adultos, que me pareció tener peligro, sin los niños que se ha dicho, y casi todos los bautizados murieron». Hasta aquí el fervoroso padre Juan Bautista de Velasco.

Ni fue la peste el único azote con que Dios quiso castigar a estos pueblos, si castigo puede llamarse el que les trajo tantos bienes: otro con menos estrago no dejó de hacer en ellos mucha y saludable conmoción. Apenas iba mitigando un poco el furor de la epidemia, unos súbitos y violentos temblores de tierras se hicieron sentir por toda la extensión   —264→   de la Sinaloa. Este fenómeno nunca antes visto entre ellos, los llenó de susto y admiración, singularmente a los Zuaques, en cuyo pueblo principal llamado Mochicagui un montecillo vecino de viva roca, partiéndose a la violencia del movimiento arrojó por la abertura mucha agua. Los habitadores de Mochicagui, menos bárbaros que los antiguos romanos en los tiempos de Curcio, se contentaron con echar en aquella caverna algunas mantas, y otros de sus más preciosos adornos. Poco después persuadidos a que aquella calamidad les había sobrevenido por no tratar de bautizarse y seguir los consejos del hijo de Virigeva, que así llamaban por veneración al padre Gonzalo de Tapia, vinieron a aplacar su cólera ofreciéndole muchos frutos de la tierra. El santo hombre tomó de aquí ocasión para desengañarlos de su grosero error, y darles a conocer el poder y majestad del Dios que adoraba y que había venido a predicarles, y a quien jamás podrían tener propicio, sino recibiendo el santo bautismo. El susto de que estaban sobrecogidos, les hizo prometer por entonces lo que verosímilmente no se hallaban en ánimo de cumplir. Algo más se aprovecharon los Sinaloas, nación numerosa a las orillas del mismo río del Fuerte, de quien tomó el nombre toda la provincia. Estos, con algunas más luces enviaron semejante diputación, pidiendo al padre Tapia que pasase a sus pueblos, y bautizase siquiera a sus párvulos. No juzgó el padre deber desconfiar de aquellas gentes que parecían obrar de buena fe. Se puso en camino, y como a diez o doce leguas de la villa, encontró una Cruz. Unos gentiles que encontró sobre su derrota, le dijeron, que ellos habían colocado aquella santa señal, instruidos de unos cristianos que se habían retirado allí de Culiacán, huyendo del duro trato que les daban algunos españoles: que a sus nuevos huéspedes debían algunas noticias de la doctrina santa, y que noticiosos de su viaje, le habían preparado una enramada en que descansase. Sobrevinieron entre tanto los cristianos de Culiacán suplicando al padre que quedase allí aquella noche, prometiéndole para acabarlo de persuadir, que le fabricarían otra enramada semejante en que pudiese a la mañana decir misa, que había algunos años que no oían. Condescendió el padre con la piedad de aquellos fieles, bautizó algunos, y celebrado el santo sacrificio que oyeron con grandes demostraciones de devoción e interior consuelo, los exhortó a cumplir con las obligaciones de cristianos y a procurar la salvación de otros muchos, y con promesa de volverlos a visitar y de proveerles de un ministro, pasó   —265→   a los pueblos de los Sinaloas. Examinó las disposiciones de aquellas gentes que le parecieron no estar muy distantes del reino de Dios, y con algunas más noticias por la vecindad de la antigua villa de Carapoa. Les hizo algunas exhortaciones, que parecían oír con gusto, promovió volver de espacio, y bautizó algunos párvulos, y dio con diligencia la vuelta a Ocoroiri.

Por diciembre de este año, se juntaron todos los padres a celebrar la pascua de Navidad. Estas pequeñas asambleas que apenas podían ser más de una vez al año, eran de un extraordinario consuelo a aquellos ejemplarísimos varones, que aunque agobiados al peso de tantas apostólicas fatigas, hacían un grande aprecio de las menudas observancias de su santísima regla. En ellas daban al superior exactísima cuenta de su conciencia: conferenciaban el modo de proceder uniformemente en la labor de aquella viña: renovaban en manos del superior sus votos religiosos, y con los ejercicios de nuestra caridad y espirituales coloquios, salían animados y encendidos en nuevos deseos de emplearse únicamente en la obra del Señor. Tal es la edificativa idea que de la junta de esta pascua nos dé el padre Alonso de Santiago en una suya en que dice así: «En uno de estos días de pascua, antes de amanecer, renovarnos nosotros los votos, precediendo la confesión general, y el dar cuenta de la conciencia, y aunque somos poquitos no fue pequeño sino muy extraordinario el consuelo y gozo espiritual que sentimos, etc.». Fuera de los misioneros, se habían embocado todos los españoles de la villa, y todos los cristianos de los tres primeros ríos, de Mocorito, Petatlán y Ocoroiri. Se convidaron también los gentiles de los pueblos vecinos, para cuyo hospedaje se dispusieron grandes enramadas. Era un espectáculo de mucho consuelo para nuestros operarios, y de admiración para los mismos indios, verse muchos centenares de hombres tan hermanados y tan unidos en unos mismos sentimientos de piadosísima alegría, que antes no se veían jamás juntos, sino para las guerras y para las más atroces hostilidades. Cuando estaban fabricando las enramadas, se oyó un indio venerable por su ancianidad, y muy fervoroso cristiano hablar a los demás de esta manera: «Trabajemos, hijos y hermanos míos, con mucho gusto y alegría para la fiesta grande del Señor. Ya se acabaron las enemistades y las guerras; ya somos como los españoles, y no tenemos más que un corazón con que nos amamos mutuamente. Esto es lo que han hecho en nosotros nuestros amados padres por el santo bautismo, nos han quitado nuestros malos corazones, y nos   —266→   han dado a todos uno mismo, lleno de caridad y de amor. ¡Cuánto agradecimiento debemos a estos hombres que sin más interés que el de nuestro bien, han dejado sus tierras, sus casas grandes, sus manjares delicados, por venirnos a enseñar el camino del cielo». Así habló aquel neófito con atención y aplauso de los demás. Sin embargo, como la dulzura con que el Señor anima a sus siervos en el mundo, jamás está separada de la Cruz, permitió su Majestad que aquella misma noche no careciesen de un gran susto. Un indio llamado Alonso Sobota, que en años pasados se había bautizado, y apostatado después de la fe, sabiendo que para la mayor solemnidad se habían convidado los gentiles Zuaques, se fue a ellos y les dijo: «Yo soy vuestro amigo y no puedo daros mayor prueba, que revelaros un secreto en que se interesa vuestra vida. El convite que los padres nos han hecho, no es sino para acabar con nosotros. Intentan poner fuego a las enramadas en lo mejor de vuestro sueño. Los españoles armados cercarán las casas y darán la muerte o harán esclavos a los que perdonaren las llamas. El padre Gonzalo de Tapia es el autor de este ardid, que ya en otra ocasión le salió bien en México a costa de la vida de muchos indios incautos. Si por no dar sospecha a los españoles hubieren de ir algunos de vuestros pueblos, sean pocos y prevenidos para no entrar en la iglesia, ni dormir en las casas que tienen preparadas. Dejad que perezcan solo los de Ocoroiri, que son vuestros enemigos y han querido fiarse de semejante gente. Los Zuaques no dejaron de pasar la noticia a algunos de Ocoroiri. El cacique de este pueblo respondió que él y todos los de su pueblo estaban muy satisfechos de las piadosas intenciones de sus amados padres; pero a pesar de esta generosa respuesta, no dejó de echar aquel aviso alguna impresión en los ánimos. Asistieron pocos a los maitines, que se cantaron a son de instrumentos con grande sorpresa y gusto de los asistentes. Entre tanto, en el aposento del padre Gonzalo, vecino a la iglesia en que todo era de paja y de leña, con la luz que acaso quedó encendida, prendió fuego la mesa, que era del mismo material. Este pequeño accidente iba a arruinar del todo la obra de Dios y cerrar la puerta al Evangelio. El fuego habría consumido muy en breve la casa, la iglesia y ornamentos. Los indios se habrían confirmado en la traición de que los previno el malvado apóstata y hubieran dado muerte a los padres y los españoles, o huido para siempre a los montes. La providencia del Señor previno tanto daño disponiendo que al mismo tiempo entrara un indio que servía al padre y apagara fácilmente el incendio».

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Después de celebrado el santo sacrificio, les hizo el padre Martín Pérez una declaración del misterio tiernísimo de aquella noche y una fervorosa exhortación. El resto de la noche, ya recobrados del susto y desengañados, la gastaron los más de ellos en danzas y en bailes que era su modo de celebrar las fiestas. «El padre Tapia y yo (dice en una suya el padre Martín Pérez) vimos muchos indios, que adornados de plumajes y cascabeles, entraban y salían bailando en una casa vecina. Fuimos temerosos de alguna superstición, y hallamos muchos sentados cerca de un círculo de arena, mayor que un mapa-mundi, en que tenían pintadas con colores varios muchas figuras de animales, y entre ellos la de un hombre, una mujer y un niño. Dijeron que aquellas figuras representaban a Dios padre y a la Virgen con su niño. Esta, añadieron, es la sementera; este es el río; esta es tal culebra o tal animal. Pedimos al Señor y a la Virgen, y a su hijo, como nos dijiste esta noche, que nos libre de que crezca el río y de que nos ofendan estos animales, y que cuiden de nuestras sementeras». Sin embargo de una interpretación tan piadosa, no juzgaron los padres deberles permitir una ceremonia tan semejante a la antigua superstición. Dijéronles que en la iglesia estaba el niño con su madre muy hermosa, y como ellos no podrían jamás pintarla, que allá podían ir a danzarle y pedirle el remedio de sus necesidades. Estos grandes círculos de arena, estas figuras y esta danza por ocho días continuos, era el rito con que celebraban una especie de adopción en su gentilidad; pero a más de esto añadían entonces algunas otras ocasiones no menos simbólicas que las figuras, los que habían de ser adoptados estaban recogidos aquellos ocho días en otra casa semejante frente de aquella en que se hacían los círculos, y en las cuales en todo ese tiempo no podía entrar mujer alguna. Pasados estos días venían a tomar cada uno sus adoptivos, les armaban del arco, les abrían mucho los ojos demostrando la vigilancia necesaria para ver venir y evitar las flechas enemigas. De allí, convidándolos con cañas de tabaco, los llevaban a la casa de enfrente, borraban las figuras y les fregaban el cuerpo con la arena, y en una especie de procesión los pasaban luego a sus casas donde los cuidaban sin diferencia alguna a sus hijos naturales.

La misión de Sinaloa, en que ya había fundadas como veinte iglesias, no podía sostenerse sin un cercano colegio, a que en caso de enfermedades o semejante otro acontecimiento, se retirasen los sujetos, y a que reconociesen por cabeza. Algunos años antes de ser destinado   —268→   a Sinaloa el padre Gonzalo de Tapia, había hecho con el padre Nicolás de Ardaya una fervorosa misión en la ciudad de Guadiana, que preció el lugar más a propósito, donde desde entonces habían quedado los ánimos muy propicios a nuestra religión. Esto movió a su gobernador don Rodrigo del Río y Loza a pedir al padre visitador a los dos padres, que después, mudada la determinación, se destinaron a Sinaloa. Por los años de 1593, con ocasión de cierto negocio, pareció necesario enviar a aquella ciudad al padre Martín Pérez con otro compañero. Estos religiosísimos padres, persuadidos a que en la Compañía ningún oficio o comisión debe quitar el tiempo a los ministerios que ceden en provecho de las almas, todo el tiempo que les fue forzoso detenerse en Guadiana, lo ocuparon en la diaria explicación de la doctrina cristiana, en las exhortaciones y confesiones. Compusieron por medio de intérpretes un catecismo en la lengua más universal del país para la instrucción de los indios. Entre los españoles, y singularmente entre personas de distinción, se compusieron varias enemistades ruidosas. De la ciudad se extendió su celo a los lugares vecinos. En uno de estos, dos personas ricas y principales fomentaban entre sí más había de ocho años, un odio mortal. La gente popular, que con poco motivo toma partido en casos semejantes, estaba dividida en dos facciones. Llegaba a tanto el rencor, que no habiendo más de una iglesia en el pueblo dejaban de asistir al santo sacrificio aun en los días de precepto las dos familias, por no concurrir con sus enemigos en el templo; bien se deja entender el escándalo y las fatales consecuencias de tan loca pasión. Muchas personas celosas habían procurado inútilmente el remedio. El padre Martín Pérez, después de algunos sermones y conversaciones privadas, lo consiguió con facilidad. Los dos jefes de partido convinieron en ciertas capitulaciones, se abrazaron públicamente, y comieron juntos a una mesa con asombro y edificación de todo el lugar. Había entrado en poder de un hombre rico no pequeña parte de los bienes de un difunto; pero tomándole juramento lo negó todo abiertamente. Se le conminó primero y se le reconvino después con excomunión. Nada bastó; antes sin hacer caso alguno de las censuras, asistía con horror del pueblo a los divinos oficios cada día más obstinado. El padre le habló a solas; le presentó con viveza el funesto estado de su alma, y el pernicioso ejemplo que daba al pueblo. Resistiose con bastante dureza algún tiempo; finalmente, tocado interiormente de la gracia por medio de los ruegos de las súplicas, de las amenazas,   —269→   y de todos los artificios de una elocuencia viva y penetrante, confesó haber entrado en su poder nueve mil pesos, que restituyó luego al mismo padre, pidiendo con muchas lágrimas misericordia a la Santa Iglesia, y absolución de la censura. Estos y otros muchos casos semejantes habían sido muy públicos para que no se conociera la utilidad de un instituto que formaba hombres tan provechosos. Habiendo de partir para México el padre Martín Pérez y su compañero, fue necesario satisfacer a sus piadosas instancias, enviándoles otro padre que perpetuase el fruto. El gobernador y algunos otros de los más distinguidos ciudadanos, ofrecían para la fundación veintidós mil pesos y unas casas. Escribieron también de su parte a nuestro muy reverendo padre general, y el padre provincial Pedro Díaz en carta de 31 de marzo de 1594, esfuerza bastantemente la utilidad de aquel establecimiento. En efecto, la ciudad de Guadiana es la puerta de los vastos países en que para la salud de innumerables almas ha trabajado tantos años la Compañía de Jesús. Las provincias de Tepehuana, Taraumara, Sinaloa, Topía, Nayarith y Nuevo-México, cuyos límites hacia el Norte no están aun conocidos, son de su jurisdicción, especialmente después que por los años de 1621 se dividió entre Durango y Guadalajara el obispado de la Nueva-Galicia. Este país conquistó por los años de 1551, de orden del virrey don Luis de Velasco, el primero, Francisco de Ibarra, cuyo nombre conservó algún tiempo. Desde Zacatecas, por medio de Alfonso Pacheco, uno de sus mejores oficiales, mandó una colonia al valle de Guadiana, que fue después la capital de la Nueva-Vizcaya. Esta tierra, bastantemente fértil de todo género de frutos de Europa y de América, la riegan muchos ríos, entre quienes las principales son el de Conchos, que desemboca en el río grande del Norte, el de las Nasas, que forma la gran laguna de San Pedro, y el de la punta, que desagua en el mar del Sur. Los ríos del Norte y el Conchos se juntan como a noventa leguas al Nordeste de Chihuahua, pequeña villa en la provincia de Taraumara. El terreno hasta ahora conocido se extiende desde los veinticinco hasta los treinta y tres grados de latitud septentrional. El primer obispo de esta diócesis fue el ilustrísimo señor don fray Gonzalo de Hermosilla. Todo el país generalmente es montuoso y preñado de las más ricas minas de la América. Las más famosas son las de Indehé de Guanacevi, las de Topía y muchas en el Nuevo-México y la Sonora, singularmente la de Arizona, de que en estos últimos años, según la relación del ilustrísimo señor don Pedro Tamaron, se han sacado pedazos   —270→   de plata hasta de ciento y cuarenta arrobas27. La ciudad tiene conventos de San Francisco, San Agustín, San Juan de Dios, colegio de la Compañía, y un seminario a dirección de los mismos padres, a que está adjunto el Tridentino con doce becas que mantiene la mitra. Villaseñor da a Durango como veinticinco mil almas fuera de los indios. En este obispado, dice el maestro Gil González Dávila, la religión de la Compañía de Jesús con la solicitud de sus piadosos y vigilantes obreros, ha cogido abundantes y maravillosos frutos para el cielo, asistiendo en sus provincias por orden de su Majestad, que de sus rentas reales sustenta en ellas setenta y cinco religiosos sacerdotes. Han convertido en ellas más de trescientas mil almas, edificado más de cien iglesias, y con su blandura y paciencia cristiana han amansado la fiereza de infinitos bárbaros, persuadiéndoles a vivir en poblado, con ley, religión y gobierno.

Estos bellos progresos de la fundación de Guadiana se debían a las expediciones continuas que hacían nuestros operarios desde la residencia de Zacatecas. Aquí se vio una nueva experiencia de aquella verdad tan averiguada en todas nuestras historias, y nunca para nuestro consuelo bastantemente repetida, que nunca son más gloriosos ni más útiles nuestros ministerios que cuando los fecundizan las aguas de las muchas tribulaciones. Las murmuraciones privadas y aun públicos sonrojos que en esta ciudad habían sufrido con heroica paciencia los padres, acabaron de manifestar a los vecinos todo el fondo de su caridad, y les granjearon mayor estimación. A instancias de los más nobles españoles, que nada apreciaban más de la Compañía que el cuidado de la educación de la juventud, se puso este año un maestro de gramática, y poco tiempo después se agregó otro, que tomando desde más alto el cultivo de aquellas tiernas plantas, les diese con los principios de leer y escribir los primeros elementos de la virtud. Con este nuevo motivo de frecuentar nuestra habitación vinieron los mismos ciudadanos en conocimiento de su incomodidad. Estaba algo distante para la diaria asistencia de los niños, y en el declive de un cerro de los muchos que coronan a esta ciudad y que la enriquecen con sus minas.

Suplemento primero a la Historia de la Compañía de Jesús en Nueva-España

Escrita por el padre Francisco Javier Alegre

 El departamento del Nuevo-México es hoy bastante conocido por los aventureros tejanos, y objeto de sus especulaciones mercantiles, principalmente desde que se ha puesto en contacto con los Estados Unidos del Norte: se ha abierto un camino por el que transitan numerosas caravanas de mercaderes, y por medio de las cuales se fomenta el contrabando, se introducen efectos de primera necesidad y de lujo, y por precios muy cómodos. El abandono en que el gobierno español tuvo aquellos pueblos, y por lo que carecieron de muchos auxilios y artículos necesarios a la vida, ha hecho que sus habitantes tengan por un gran bien lo que considerado exactamente es un verdadero mal, y que envidiando la suerte de los establecimientos anglo-americanos, crean que no pueden ser libres y felices sino a la sombra de aquel pabellón, renunciando a la verdadera felicidad que hoy disfrutan por una facticia y quimérica. Conviene, por tanto, que el gobierno conozca el mérito de aquellas regiones, de donde puede sacar grande aprovechamiento por medio de una administración liberal a par que justa, y con cuyo objeto nos proponemos dar aquí una ligera idea. Tenemos a la vista un manuscrito precioso que disfrutaremos en este suplemento y llenará nuestro objeto; mas para ello es indispensable formar la relación, aunque sucinta, tomándola desde que conquistaron aquellas regiones los españoles y predicaron el Evangelio los religiosos franciscanos.

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[ Situación geográfica. Descubrimiento, conquista del Norte. México y sus revoluciones] Se conoce por territorio del Nuevo-México desde el grado 23 de latitud boreal hasta el 45; pero rigorosamente se ignoran sus límites al Norte32. Al Mediodía tiene la provincia de Chihuahua, al Oriente la Luisiana y provincia de Tejas, y al Occidente parte de Sonora y California Alta. Su temperamento es frío, pero el terreno muy fértil por las muchas nieves que caen en invierno. Es común opinión que este territorio es el más parecido a la península española por su feracidad, temperamento y producciones. Es despejado y ameno, y participa de la Sierra Madre que se tiene por un manantial de oro33 y plata, y sería el país más próspero si no tuviera tan cerca la gentilidad.

La conquista de esta tierra privilegiada tuvo los mismos principios que la de la provincia de Coahuila: toda fue obra de la Providencia. Por los años de 1532 se encontró la sección de tropa que puso Nuño de Guzmán a las órdenes de Pedro Chirinos a seis españoles que en la invasión de Pánfilo de Narváez a la Florida se extraviaron en los montes, y se encontraron con una nación que a la vez padecía una epidemia que la desolaba, y habiendo aquellos españoles acertado prodigiosamente con arbitrios eficaces para su curación, la contuvieron. Este feliz suceso los defendió de la fiereza de los bárbaros, los cuales no los dejaron salir del país por el interés de que los curaran en sus enfermedades. Ellos no perdieron la ocasión oportuna de catequizar a los indígenas que pudieron en los principios religiosos, y buscando arbitrios y modo para salir de su cautiverio promovieron con los indios amigos una expedición a la parte occidental del territorio, en donde suponían encontrar a sus compañeros. En las dilatadas mansiones que hicieron se detuvieron mucho tiempo en Nuevo-México, y de allí entraron a Sonora donde se reunieron a los españoles.

La fecunda semilla de religión que habían dejado en unos corazones tan bien dispuestos como los de los indios, se conservó hasta el arto de 1591 en que entró al Nuevo-México el padre fray Agustín Ruiz, misionero franciscano. Este religioso residía en una misión del territorio de Chihuahua, y fue avisado de unos indios conchos amigos, que   —327→   no lejos de allí había muchas naciones, y entre ellas algunos indígenas que ya tenían noticia de la religión católica. Trató luego el padre Ruiz de buscar a estos indios con empuño, y en breves días logró su objeto, catequizando y bautizando a aquellas afortunadas gentes. Luego procuró el auxilio de algunos compañeros, que felizmente se le proporcionaron de las misiones de Sonora. Cuando el virrey de México supo los nuevos descubrimientos y sus progresos, mandó a don Antonio Espejo con alguna gente y socorros para proteger las misiones. Por algunos alborotos que se suscitaron entre las tribus inmediatas, fue de necesidad que se pidiese más tropa para fundar algunos presidios, y salió de México una nueva partida a las órdenes de don Juan de Oñate, pariente de los conquistadores de Jalisco; el cual llegó a su destino en 1595. A los cincuenta años, es decir, en el de 1644, hubo una sublevación general de las naciones del territorio, en que murieron todos los misioneros, y aun el gobernador español a manos de los bárbaros: solo escaparon muy pocos habitantes que se refugiaron en el Paso del Norte. Desde allí se hicieron nuevas solicitudes al virrey para que se reconquistase lo perdido, y muchos de los descendientes de los primeros defensores del país se reunieron a la gente que salió de Zacatecas y otros puntos a la reconquista de tan recomendables posesiones el año de 1694, a las órdenes de don Diego Vargas.

Esta revolución la refiere más detalladamente el padre Andrés Cabo en su Historia34, diciendo, que los indios ya reducidos del Nuevo-México, subían a veinticinco mil, y estaban avecindados en veinticuatro pueblos: se convinieron con los gentiles que estaban extendidos por aquellas tierras en dar sobre los españoles. Para ejecutar esto con el secreto que el negocio pedía, hubo en diversas partes varias juntas. Ignórase si los indios ya convertidos movieron a los idólatras, o estos a aquellos: lo que consta es que la trama se urdió tan bien y que se guardó tal secreto, que aquella conjuración que poco a poco se había ido disponiendo y que se extendió por más de ciento cincuenta leguas, fue ignorada de los españoles, hasta que el día 10 de agosto, improvisamente a una misma hora los asaltaron, dejando muertos veintiún padres franciscanos, que cuidaban de aquellos pueblos y trabajaban en la reducción   —328→   de los infieles y a todos los españoles que andaban por aquellas vastas provincias.

Desembarazados los indios de estos, tuvieron la audacia de sitiar el fuerte de la capital de Santa Fe, donde residen los gobernadores. Por medio de algunos naturales fieles, los soldados de aquella guarnición fueron avisados de que los enemigos se acercaban a la plaza: así que, poniendo en son los pocos morteretes y fusiles que había, se aprestaron para detener el ímpetu de los conjurados, que luego aparecieron dando grandes alaridos a su usanza. Los soldados los dejaron acercar; pero cuando estuvieron a tiro, las descargas hicieron en ellos tanto estrago, que el terreno quedó cubierto de cadáveres; mas no por esto aquellos bravos indios se acobardaron: soldados frescos entraron a substituir a los muertos que disparaban diluvios de flechas contra los españoles. En estas vicisitudes pasaron los días sin que aquellos indios se movieran de sus puestos, esperanzados de que su constancia haría rendir la plaza. Al cabo de este tiempo, consumidas las provisiones de boca y guerra, y no pudiendo los españoles tolerar la hediondez que despedían los montones de muertos debajo del fuerte, determinaron abandonarlo con la población, y a media noche por caminos secretos y despoblados salieron de Santa Fe, y se retiraron al presidio del Paso del Norte, que distaba doscientas leguas, desde donde dieron aviso al virrey35 de lo que pasaba. Entre tanto, aquellos indios al día siguiente, viendo que el fuego había cesado, se creyeron que consumida la pólvora se les rendirían los españoles; pero como advirtieron que no se oía ruido ni había   —329→   indicio de gente, contentos de haberlos obligado a huir, y sin pensar en seguirlos, quemaron todos los edificios. El virrey, temeroso de que aquella rebelión cundiera por las provincias confinantes, mandó hacer levas y tomar todas las disposiciones para recobrar en el siguiente año lo perdido.

Al principio del siguiente, marcharon de México los escuadrones destinados a la expedición. Ordenóseles juntar gente de aquellos presidios y sentar el cuartel general en el Paso del Norte, en donde por las diligencias de aquel gobernador hallaron dispuestas todas las cosas para hacer aquella jornada que emprendían con todo el arte militar. De aquí salieron en busca de los enemigos; pero sus diligencias fueron inútiles, porque estos jamás midieron sus fuerzas con los españoles, y bien que tuvieron diversos campos, estos los habían sentado en puntos inaccesibles, donde espiaban la coyuntura de que algunos soldados se desbandasen para dar sobre ellos. Este modo de guerrear, el más seguro para quebrantar las fuerzas de los españoles mantuvieron los indios en aquella campaña, de lo que aburridos los castellanos, quemadas sus rancherías y maizales, se volvieron al presidio. Hasta aquí el padre Cabo.

A merced de paciencia y constancia, se recobró después el Nuevo-México; pero no toda la parte que antes poseía el gobierno español, que hoy está poseída por naciones bárbaras limítrofes, que no han cesado de hacer irrupciones, y que serán mayores en lo sucesivo, por estar auxiliadas con armamentos de que los han provisto los anglo-americanos. Hoy no son aquellos bárbaros que solo peleaban con macanas, hondas y flechas: hoy hacen la guerra con rifles y fusiles, guardan las formaciones militares, y necesitamos para combatirlos igualdad en el armamento, e igualdad numérica en nuestros soldados; reflexión importante que no debe despreciar nuestro gobierno, si no quiere perder una inmensa extensión de terreno rico por la vegetación, no menos que por los tesoros de oro y plata de sus minas. El gobierno español no supo sacar el aprovechamiento que, debiera de aquellas posesiones, y puede decirse que las condenó al olvido. La ignorancia en que sus habitantes se han visto sumergidos, es igual a la escasez y miseria a que se han visto condenados. ¿Quién creerá que hasta el año de 1833 no se vio en Nuevo-México una imprenta ni un periódico? Pues ello es cierto, y podría presentar pruebas de esta verdad. Entre tanto, aprovechándose los norteamericanos de tales circunstancias, los han abastecido   —330→   de cuanto necesitaban, ora sea de lujo, ora de necesidad, y por bajos precios. Los emisarios y corresponsales de estos, situados en Santa Fe y en otros puntos, ponderándoles las ventajas de su constitución los han seducido, hasta pretender agregarse al gobierno norteamericano inspirándoles odio mortal contra el gobierno de México, llegando al extremo de asesinar al gobernador don Alvino Pérez en un motín militar las mismas tropas de su mando. Los excesos habrían pasado hasta efectuar de todo punto su emancipación, si la Providencia no hubiera deparado allí un genio de la guerra y de la política en la persona del señor general don Manuel Armijo, que ha logrado restablecer el orden interior y batir con gloria la horda de aventureros tejanos que marchaban poco ha a ocupar todo el Nuevo-México.

El resultado que da esta relación es que el gobierno debe ocuparse seriamente en reducir a todas aquellas naciones bárbaras por medio, no de soldados, que ni tiene en número bastante ni dinero para pagarlos, sino por medio de misioneros que sepan atraer con la dulzura y suavidad evangélica a aquellos indios ferocísimos. No estamos hoy en el siglo doce en que San Francisco de Asís a poco de haber establecido su orden celebró su primer capítulo general en el campo de las esteras o petates (entre Asís y la Porciúncula) reuniendo allí más de cinco mil frailes36. Tampoco vivimos en el siglo dieciséis en que un hijo natural de Carlos V vino de lego a San Francisco (el padre Gante) a establecer el Evangelio, quebrando más de quince mil ídolos mexicanos, y no queriendo admitir la mitra de México con que se le brindaba; pasó esa época dorada en que el espíritu de la predicación se había generalizado por todo el mundo, e hizo que se presentase en la India un Xavier, y que el ardor de la caridad de San Ignacio incendiase el orbe comunicándose a sus buenos hijos. Los tiempos, repito, son muy diversos, casi se ha extinguido aun en los hijos de los que entonces lo practicaron... Hay por hoy, frailes convidados para llevar el Evangelio a las Californias, para fundar una nueva iglesia y evitar los progresos que hacen allí los sacerdotes protestantes, se le resisten al gobierno y a sus prelados para marchar a aquellas regiones, diciendo... Que en los votos hechos al   —331→   tiempo de su profesión no hicieron el de misionar entre bárbaros, y esto ha detenido las remisiones de operarios que se pretendía hacer de México. Solamente se presentan en la palestra los hijos de San Ignacio reanimados hoy del espíritu de su santo fundador, y dicen... «Aquí estamos... Volaremos a las partes más remotas del universo a publicar el Evangelio y a morir por su nombre y su verdad:... mandadnos... nada exigimos de vosotros, nos basta un breviario, un crucifijo y un calzado; nuestra subsistencia corre de cuenta de aquel Señor providentísimo que viste al pájaro y lo adorna con colores más hermosos y brillantes que la púrpura de Salomón en día de gala, y lo alimenta sin sembrar el trigo que lo sustenta... mandadnos, haremos felices a los hombres, los sacaremos del seno de la muerte eterna, sobre cuyo borde de un profundo abismo están colocados, les enseñaremos las artes, las ciencias, y la gran ciencia de entrar en una patria dichosa eternamente y para que han sido criados». Yo no me avergüenzo de implorar hoy este auxilio a favor de unas naciones bárbaras, a quien es acto de caridad sublime el dárselo, ni a presencia de un gobierno que ha jurado proteger esta religión que profesamos, así para dicha de los pueblos, como del mismo estado; sí, lo repito, no me avergüenzo de hablar y abogar por esta noble causa a presencia del general Santa-Anna que por lo mismo ha merecido los elogios de un escritor extranjero37; que ha protestado guardar la religión de sus mayores, ofreciendo además no faltarle en lo más mínimo ni en sus dogmas, ni en sus altares, ni en sus ministros, ni en su culto, ni usurparle sus bienes tan codiciados38. Mucho menos me avergüenzo de tomar la defensa de unos religiosos, que a despecho de sus enemigos, de esos hombres que no creen hoy parecer sabios si no los deturpan, si no los calumnian, y si no reproducen cuanto se ha escrito contra ellos, y de quienes ha triunfado completamente en nuestros días la verdad, vindicándolos además completamente, un autor moderno que ha escrito revisando cuanto contra ellos se había proferido para hacerlos   —332→   desaparecer de la faz del mundo39. En confirmación de la necesidad urgentísima en que estamos de evangelizar las bárbaras naciones del Nuevo-México, presentaré un bosquejo de sus costumbres e idolatría, que no podrá menos de entristecernos, y hacer que con toda la efusión de un corazón cristiano pidamos al gobierno su socorro moral.

[Población] Lo que está poblado de Sur a Norte tiene de distancia setenta y seis leguas, y de Este a Oeste ciento seis, cuyo espacio encierra veinticinco pueblos de indios reducidos, inclusas las tres villas de Santa Fe, Santa Cruz de la Cañada y San Felipe Neri de Alburquerque. Se contienen en los términos dichos las poblaciones de los españoles ó vecinos, cuyo número de familias sube a seis mil. La tierra restante la habitan los gentiles independientes que no obedecen más que a sus pasiones particulares, entre cuyas tribus hay algunas que se comen a sus enemigos, otras los queman, otras los mutilan; algunas están en continua guerra y otras viven pacíficas. El odio de los primeros indios sublevados a los españoles de que hemos hablado, lo han heredado sus descendientes, y como no ha habido el esmero que debía en educarlos en las máximas religiosas, ellos continúan en sus antiguos desórdenes. Aunque las naciones reducidas se diferencian en sus idiomas, convienen en todo lo demás en el vestido: se embijan de colores, se arman y gritan de un mismo modo. Su color es cobrizo, son corpulentos y briosos, pero mal agestados, las orejas largas, de las que cuelgan anillos, uñas de animales y pedazos de concha; tienen poca barba, son muy ligeros en la carrera, y aunque el clima es frío están casi desnudos, porque sus vestidos se componen de unas botas, un mediano delantal que cubre sus vergüenzas, y un cotón, todo de pieles; las mujeres usan una manta cuadrada de lana negra muy estrecha, que andan con trabajo. Su alimento es el maíz; gustan mucho del trigo, del que hacen pan y tortillas; mas para ellos es plato regaladísimo el de ratones del campo asados o cocidos, y toda especie de insectos. Sus casas tienen dos y tres altos, pero son muy pequeñas y con la puerta a la azotea, acaso por temor de sus enemigos.

[Sus bailes] Tienen además de las casas en que habitan, en cada pueblo, una, dos, o más casas subalternas, capaces de poder abrigar dentro de su   —333→   espacio a todo el pueblo, a las que llaman estufas, que más propiamente deberían llamar sinagogas. En estas hacen sus juntas, forman sus conciliábulos, y ensayan sus bailes a puerta cerrada. Los bailes supersticiosos son entre otros el de la tortuga, fortuna y cachina, que precisamente celebran en viernes con la asistencia del pueblo: el segundo lo bailan en obsequio de sus ídolos, y al que llaman Dios de la fortuna, de cuya mano creen que depende el buen éxito de sus empresas en la guerra, el logro de sus cosechas, la felicidad del parto de sus mujeres, y el acierto de sus tiros en la caza. Para este baile se embijan de negro hasta cien indios gandules, y puestos en cuatro líneas que forman cuadro, esperan el nacimiento del sol para dar principio a su canto, que arreglan al son de una calabaza, y de esta manera, sin moverse de un lugar a otro, siguen su baile hasta ponerse el sol que se retiran a cumplir con las últimas abominables ceremonias de su función. Los dos bailes restantes solo se diferencian de este en el canto, y en el desorden con que se encierran de noche hombres y mujeres en la estufa cuando bailan; siendo los movimientos de sus danzas otras tantas posturas lascivas, y gestos indecentes.

[Baile de la cabellera] Siempre que estos indios salen a campaña y consiguen matar algún enemigo, entre todos le quitan la cabellera, beben de su sangre, manchan con ella sus vestidos, y se raspan el rostro: se mojan las manos hasta empaparlas, particularmente la derecha, porque a su parecer consiguen por medio de esta inhumana ceremonia desterrar la flaqueza, desterrar la pusilanimidad, y repudiar el apocamiento. Acabado este acto le quitan la cabellera con el pedazo que le corresponde de la piel y la ponen en las manos del indio que primero se llegó al enemigo, al que llaman Matador, y miran desde aquel día con particular distinción, aun cuando no haya sido él el que le quitó la vida. Guarda este la cabellera, y no le es lícito descubrirla hasta el día que llegan a su pueblo, cuya entrada se solemniza con la asistencia de los viejos, mujeres y niños que salen a recibirlos adornados lo mejor que pueden. Luego que se incorporan estos con los que vienen de la campaña, descubre el matador la cabellera, y tomando el mejor lugar de la comitiva, da principio al canto que llaman de guerra, el que siguen todos hasta llegar a su pueblo, en cuya plaza dan una vuelta que termina en la puerta de la estufa. Allí entrega el matador la cabellera a dos indios ancianos que el pueblo elige para que la guarden, y se retira para su casa acompañado de sus deudos que lo llevan de la mano, pero sin hablarle, porque   —334→   no les es lícito hacerlo hasta no lavarle los pies, brazos, y el rostro. Con esta ridícula ceremonia terminan su entrada, y desde entonces comienzan los ensayos del canto y baile para estar más diestros el día de la función. Esta dura dos días que emplean en saltar y danzar al son de un tambor que llaman tumbé; siendo todos los movimientos de sus danzas otras tantas posturas indecentes. Arrojan a los que bailan tortillas, carne, fajas, tiras de cuero, flechas, camusus, y algunos son tan pródigos en estos obsequios, que tiran cuanto encuentran en sus casas, y quedan careciendo de todo. El matador asiste a este baile infernal vestido de negro, y con sus armas en la mano; pero tan feo y horrible como pudiera parecer un demonio. No come en los dos días cosa alguna, y aunque está asistido de los viejos del pueblo y deudos más cercanos, no habla con ninguno, ni tampoco le es permitido mover la vista, baila poco; pero con mucha gravedad, y solo al tiempo de bailar la flecha que él mismo entrega a una india que sale para este fin, que adornan con plumas de diversos colores y otras alhajas para ellos preciosas, como conchas, cuentas chalchivites40 y cascabeles, todo en tanto número, que más bien le sirven de peso que de adorno. Sale con el pelo suelto, descalzo, y con el labio inferior pintado de negro. Cuando baila esta la flecha, se coloca en medio de dos líneas que forman dos indios del baile, y puesta en cruz con la flecha en la mano comienza a dar saltos con arreglo a los golpes del tumbé que le avisa también cuándo debe parar, y cuándo correr con ligereza de uno a otro extremo. Con este baile termina la función de la cabellera, y se retiran a comer a la estufa; pero el matador no puede hacerlo hasta otro día.

[Baile de la Neñeca] Este baile se hace solo el día de viernes santo en lugar retirado del pueblo41, que por lo regular es una montaña. Lo hacen al diablo, pues esto significa la palabra Neñeca. Los que lo hacen se visten con unas máscaras de anta gorda (cuero de ciervo mayor que el común, cuya cornamenta se divide en dedos como los de la mano, según nuestro diccionario). Dichas máscaras rematan en punta semejante a la coroza: con ellas figuran los ojos con unas bolas de camusa rellenas de lana, y en el lugar que corresponde a la barba colocan crines de caballo, cuyo   —335→   extremo arrastran hasta el suelo: ¡figura diabólica, vive Dios! Se ponen colas y aferran el cuerpo con pieles de oso. Vestidos de este modo dan principio a la fiesta rodeando todos una tinaja llena de agua que colocan en el medio. No se ha podido averiguar más de este baile, ni el objeto de su institución.

[Baile de Ochistecos] Este lo forma una junta de truhanes vestidos de ridículo y autorizados por los viejos del pueblo para cometer los mayores desórdenes, y gustan tanto de estos hechos, que ni los maridos reparan las infamias que cometen con sus mujeres, ni las que resultan en perjuicio de las hijas42.

[Bailes corrientes] Para solemnizar la función del santo patrono del pueblo, días de pascua, y fiestas de los gobernadores, usan de un baile como especie de contradanza, en el que hacen muchas figuras, y lo arreglan a los golpes del tumbé, al que sigue el canto de una multitud de indios que salen con este fin en tanto número de hombres como de mujeres: estas vestidas con decencia y honestidad, y los hombres no tanto; pero este baile nada tiene de indecencia.

[Partos] Luego que una india siente los dolores del parto, se retira al rincón, más escondido de su choza, y aunque la acompaña una vieja partera, pare sin su auxilio, y solo lo sirve para cantarle y llamar desde lejos a la criatura. Luego que sale a luz esta, sale la vieja de aquel lugar con la mano puesta en los ojos, y no se descubre hasta que no haya dado una vuelta fuera de la casa, y el objeto que primero se le presenta a la vista, es el nombre que se lo pone, a la criatura; de modo que si vio un perro, perro se llama, y si piedra, piedra se le pone. Generalmente los más de los indios se desentienden del nombre que se les impuso en el bautismo por llamarse sal, venado, piojo, cerro, etc. Esto lo tienen bien probado los antiguos padres misioneros que los manejaban.

[Abusos del bautismo] Más bien por el temor de no ser castigados los indios que por el de que sus hijos sean cristianos los llevan a bautizar; y el primer abuso que se descubre en ellos es el no querer sean los hombres padrinos de   —336→   las criaturas. Por lo regular lo es una mujer, lo cual luego que sale de la iglesia ya bautizado el niño, se va con toda violencia para su casa, y allí poniendo su boca con la del infante, la chupa con toda diligencia para extraerle la sal que se le echó en el bautismo. Después le lava la cabeza hasta mudar seis o siete aguas, con lo que lo parece que no le queda la más pequeña reliquia ni virtud de cristiano.

[Confesión y comunión] Estos indios jamás cumplen con el precepto anual de la Iglesia, y solo en el artículo de la muerte suelen confesarse algunos; los demás mueren sin este auxilio porque no llaman al padre si no es cuando lo advierten difunto43.

[Entierros] Cuando muere algún indio, dan prontamente aviso al padre misionero para que lo sepulte, y juntando sus deudos todas las alhajas de su peculio, se las ponen y de esta manera lo envuelven en una piel de cíbolo y lo llevan a enterrar. Así es que cuando se abre una sepultura se encuentran cuentas, cascabeles, conchas, pedazos de fierro, etc. Hácenlo con el fin de que se encuentren con los necesarios en el otro mundo, a donde pasan a vivir: tal es la idea de la inmortalidad del alma, que hoy niegan muchos llamados sabios de la Europa, que pertenecen a la secta de los indiferentes.

[Naciones ya reducidas] Tihuas, Keras, Moquinos, Pecos, Tanos, Temez, Taos, Picuries, Zuñis, Moquis. Esta última, no ha muchos años que se sublevó, y hasta hoy lo está. Mataron al padre misionero en 1809. Se encontró en campaña en aquel pueblo destruido un cáliz, y con él se servían los indios para beber agua, y lo recogió el comandante don Lorenzo Gutiérrez, honrado y valiente oficial que dio honor a nuestras armas, y a quien se debe la conquista de la belicosa nación Nabajó, y por su conducta mereció el aprecio aun de los mismos bárbaros. Era digno de recompensa, y de que a su familia se le diese el monte pío de que carece con agravio de la justicia.

[Naciones bárbaras de indios que circundan a Nuevo-México] Yutas, Caiguas, Xicarillas, Chaguanos, Faraones, Nabajóes, Xileños, Apaches mescaleros, Lipaines, Timpanogos, Mimbrereños, Comandus, Pucaras, Sios, Pananas y otras. Esta última está al Norte confinante   —337→   con los anglo-americanos, de quienes recibe abundantes provisiones de armas de fuego, pólvora y toda clase de víveres a cambio de caballos.

Los veinticinco pueblos dichos, inclusas las tres villas, ocupan casi el terreno que hay útil para labor, y por esta causa se hallan las poblaciones de los vecinos situadas en los suelos más estériles, de que se sigue la carestía que regularmente padecen. Un buen gobierno las haría participantes de la mucha tierra que los indios dejan sin sembrar, pues solo lo hacen de lo muy preciso para suplir la primera necesidad, de modo que no siembran ni la cuarta parte, porque el pueblo que tiene más familias no pasa de ciento. Por el contrario, los vecinos se han multiplicado considerablemente; son gente robusta y bien formada, de algún cultivo y hacienda.

La cría de ganado en el Nuevo-México padece considerables desfalcos, porque los enemigos la consumen, y aun los pastores suelen ser más bien que pastores, guardas de los ganados mercenarios de aquellos.

El Nuevo-México es muy interesante a la república y debe ser objeto de mucha atención del gobierno, tanto por ser un puerto terrestre a tierra firme del Norte de América, cuyos establecimientos van avanzando cada día a hacia dicho territorio por los ríos Napeste y Colorado, como por los abundantes elementos y producciones de este suelo en animales, vegetales y minerales, y de estos está enteramente virgen. En el camino de Zuñí, en un paraje llamado los Gigantes, está, completamente indicado el abundante oro que encierran aquellas lomas, y lo mismo en otras muchas partes. Por lo que parece indudable, que si no se toman en tiempo providencias por el gobierno, los angloamericanos disfrutarán a placer de estas riquezas.

He trazado el horrible cuadro de idolatría, abominaciones y supersticiones que abundan en el Nuevo-México. Un corazón cristiano no puede tolerarlas sin clamar por un pronto remedio; este consiste en el restablecimiento de las misiones, que poco pueden costar al gobierno, y rendirle en breve mucho aprovechamiento. El hombre civilizado es el ente más útil a la sociedad... ¡Ah!, si con un rasgo de pluma no hubiese proscrito Carlos III la Compañía de Jesús, hoy serían cristianas y civilizadas estas naciones, y no sostendríamos de presente una guerra a muerte con los bárbaros, a quienes no podemos oponer fuerzas armadas en el número necesario. Cuando supe la emigración de los frailes de España por las revueltas causadas en estos tiempos, solicité   —338→   que se les diese asilo a los emigrados; para poner con ellos un cordón de misioneros que contuviesen aquellas irrupciones; mas el gobierno del señor Bustamante en vez de condescender con esta súplica, por el contrario mandó que se reembarcasen cuantos se presentasen en nuestros puertos, pidiendo una hospitalidad cristiana. ¡Providencia cruel, salvaje, e inhumana!... ¡Tal ha sido el desenlace del drama político en que este honrado y apreciabilísimo jefe (bajo otros aspectos) hizo de primer actor! No se ha obrado así en el Perú, pues se han costeado remesas de frailes para regenerar aquellos pueblos que retrogradaban al gentilismo, y en Buenos Aires, donde el jesuita mexicano Peña, con unos cuantos misioneros jesuitas, está obrando maravillas. ¡Cuándo conocerán los gobiernos que no pueden ser felices si no protegen la religión y sus ministros? La América data la fecha de sus desgracias desde la noche fatal del día 25 de junio de 1767, en que en la casa profesa se intimó el decreto de expulsión de los jesuitas, que oyeron hincados de rodillas; noche terrible de la que puede decirse lo mismo que Cristóbal de Thou, primer presidente del Parlamento de París, lamentando una desgracia, con estos hermosos versos de Estacio:


 

Excidat illa dies aevo, nec postera credant

 

 

 

Saecula, nos certe taceamus, et obruta multa

 

 

 

Nocte tegi propriae patiamur crimina gentes.

 

 


 


 

Otro rasgo de pluma, u otro decreto de salud será el que únicamente podrá curar nuestros males... ¡Dichoso y muy dichoso el hombre a quien sea dado prestarte este inefable beneficio, o cara patria mía! El editor.



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Libro cuarto

SUMARIO

Fiestas en la canonización de San Jacinto. Muerte del padre Alonso López, y frutos de la congregación de la Anunciata. Ejemplos de virtud en los indios de San Gregorio de Tepotzotlán. Misión a Zumpahuacán. Misión a Huitzitzilapán, y muerte del padre Francisco Zarfate. Diferentes misiones a otros partidos. Sucesos de Oaxaca y Veracruz. Alzamiento de los guazaves y reducción de los ures. Guerra de ocoroiris y tehuecos. Otros singulares sucesos de Sinaloa. Misión a Culiacán. Progresos de la misión de Tepehuanes. Nuevos establecimientos en la misma provincia. Raros sucesos de los chichimecas. Pretende el venerable arzobispo de la Nueva-Granada llevar consigo algunos jesuitas. Sosiegan una tempestad con la reliquia de San Ignacio. Padecen nuevos trabajos, y llegan a Cartagena. Descripción del nuevo reino y de sus principales ciudades y naciones. Ministerios de los padres en Santa Fe. Muerte del padre Diego de Villegas. Don fray Domingo de Ulloa, obispo de Michoacán. Licencia para un fuerte en Sinaloa. Nuevas conquistas en Topía y la Laguna. Agregación de la congregación del Salvador a la primaria de Roma y sus frutos.   —340→   Diversos establecimientos y ministerios del colegio máximo. Quinta congregación provincial. Ministerios en Puebla. Caso admirable del ministerio de las doctrinas. Sucesos de Valladolid y Tepotzotlán. Muerte de Nacabeba, y estado de Sinaloa. Misión de Topía y San Andrés. Misión de la Laguna, y nuevos establecimientos. Muerte del hermano Francisco de Villareal. Dedicación del Espíritu Santo. Sucesos de la misión del nuevo reino. Pide todo él a su Majestad la Compañía. Reducción de los guazaves. Expedición de las minas de Chinipa. Otra intentada a California. Fundación de la provincia de Santa Fe. Muerte del padre doctor Plaza. Misión del Espíritu Santo. Misión de Topía y noticia del país. Muerte del padre Juan Agustín. Dedicación de la Iglesia del colegio máximo. Sexta congregación provincial y dos notables postulados. Castigo de los zuaques. Raros ejemplos del marqués de Montesclaros en la congregación del Salvador. Pretende la Compañía establecimiento a los religiosos de San Juan de Dios. Ministerios en cárceles y hospitales. Caso raro de San Gregorio. Calamidades del colegio de Oaxaca. Milagros de San Ignacio. Estado de los Tepehuanes. Progresos de Parras. Alzamiento de los serranos acaxees. Sucesos de los sobaibos. Inundación en Sinaloa y fuga de los indios viaje a México del capitán Hurdaide y sus resultas. Pretensión de los tehuecos y otras naciones. Primera entrada a los zuaques. Fundación del colegio de Tepotzotlán. Principios de Guatemala. Descripción de la ciudad y sus contornos. Recibimiento de los padres. Inundación de México. Peligro de la ciudad y sus reparos. Resolución del desagüe. Encomiéndase a la Compañía el cuidado de los trabajadores. Principio del Jubileo de cuarenta horas. Muerte del padre Hernando Suárez de la Concha. Elogio del hermano Gerónimo López. Frutos de la congregación de la Anunciata. Sermón del padre Martín Peláez y sus resultas. Diferentes misiones a Sultepec y otros partidos. Peste en Tepotzotlán. Peste en Guatemala. Temblor en la misma ciudad. Sucesos de la misión de Parras. Superstición acerca de los cometas. Raros sucesos de los indios. Bautismo de tepehuanes y raros ejemplos de su fervor. Peste en la misma provincia y primera entrada a la de Taraumara. Misión en San Andrés. Raros ejemplos de estos neófitos. Misión de Baymoa, y trabajos de su ministro. Gloriosas fatigas de los misioneros de Topía. Reducción de los sinaloas y otras naciones de la Sierra.


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[Fiestas en la canonización de San Jacinto] Damos principio al cuarto libro de nuestra historia con una relación en que entramos tanto más gustosos, cuanto su conocimiento contribuirá, puede ser, al fomento de la religiosa caridad, de que a pesar de las preocupaciones del vulgo, han dado siempre ilustres ejemplos las dos sagradas familias de Santo Domingo y la sagrada Compañía de Jesús. Había la Santidad de Clemente VIII, el día 16 de abril de 1594, sublimado de los altares al ínclito confesor San Jacinto, del orden de predicadores. Pistos religiosísimos padres, queriendo que entrasen a la parte de su júbilo las demás familias religiosas de México, repartieron entre ellas y algunos otros cuerpos respetables los días de la octava, dejando el último para la Compañía, a quien quisieron distinguir con este singular favor. Se procuró desempeñar la obligación en que nos ponía una demostración tan sensible de estimación y de amistad. El día primero de la solemne octava se llevó la estatua del Santo, de la catedral al imperial convento, tomando el rumbo por nuestra casa profesa. A la puerta de nuestra iglesia se levantaba un hermosísimo edificio sobre dos arcos de bella arquitectura, y en medio un altar ricamente adornado en que descansase la imagen. Todo el largo de la calle, de las más vistosas y capaces de México, se había procurado colgar de cortinas y tapicerías que pendían de los balcones y ventanas. La parte inferior, que estuvo a cargo de la noble juventud de nuestros estudios, se veía llena de doseles magníficos y galoneados de oro y plata, con tarjas, carteles, pinturas de diversas invenciones, de emblemas, empresas, enigmas, epigramas, himnos, y gran diversidad de ruedas, laberintos, acrósticos y otro género de versos exquisitos, los más en lengua latina, italiana y castellana, y algunos en griego y en hebreo44. Llegando a nuestra iglesia la procesión salieron a recibirla todos los padres de aquella casa y del colegio máximo con luces encendidas. Seguíanlos dos docenas de jóvenes los más distinguidos entre nuestros estudiantes, gallardamente vestidos, con cirios en las manos, y tras de ellos otros cuatro, que con mucha viveza y gracia, dieron aun en un diálogo en verso el parabién al Santo de su nueva gloria, y a la religión por la que recibía de un hijo tan ilustre. El siguiente viernes, sexto día de la octava, que celebró el cabildo de la santa iglesia catedral, y asistió después a la mesa, tuvieron aquellos religiosos padres   —342→   la benignidad de oír a uno de nuestros hermanos teólogos, que en tiempo del refectorio recitó con grande aplauso de los oyentes, una oración latina en alabanzas del glorioso San Jacinto. La misma tarde, tres colegiales del seminario representaron al mismo asunto, sobre un teatro majestuoso que se había erigido en la misma iglesia, una pieza panegírica repartida en tres cantos de poesía española, cuyos intervalos ocupaba la música. Obra en que el ilustre cabildo quiso mostrar no menos el aprecio que hacía de la esclarecida religión de Santo Domingo, que la confianza y alto concepto que formaba de nuestros estudiantes, a quienes quiso se encomendase el desempeño de aquella lucidísima función. El domingo, que era el día señalado a nuestra religión, celebró la misa el padre rector del colegio máximo, y predicó el padre prepósito Pedro Sánchez con aquella elocuencia y energía que acompañaba siempre a sus discursos, asistiendo toda la comunidad, como después al refectorio, en que uno de nuestros hermanos teólogos recitó un bello panegírico en verso latino. Después se ordenó una procesión que presidió con la capa de coro el padre rector del colegio máximo, anduvo al derredor del claustro interior y de la iglesia, cargando la estatua los jesuitas hasta colocarla en un magnífico retablo que le estaba destinado. Tal fue la honra que a la misma Compañía quiso hacer la insigne orden de predicadores. No contentos aquellos religiosos y sabios varones con una tan pública demostración, quisieron aumentar el honor imprimiendo la relación de aquellas solemnes fiestas, con tantos elogios de la Compañía, cuanto pudo sugerirles su amor y su elocuencia, y apenas nos permite leer el rubor.

[Muerte del hermano Alonso López y frutos de la congregación de la Anunciata] El colegio máximo perdió muy a los principios de este año un grande ejemplar de virtud en el hermano Alonso López. No podemos dejarnos de admirar que el menologio de nuestra provincia no haga memoria de este hombre admirable. Un breve elogio se halla en la parte 5.ª, libro 24, párrafo 16 de la historia general, de donde lo tomó el padre Oviedo en sus elogios de coadjutores, y el padre Petrignani. Lo que escriben estos autores da una idea muy inferior a la que nos hacen formar los antiguos manuscritos de nuestra provincia, que esperamos representar con toda su luz en lugar más oportuno. Murió a 15 de enero del año de 1597. Los grandes ejemplos de virtud que se veían en los congregantes de la Anunciata eran muy superiores al progreso de los estudios, de que sin embargo habían dado este año pruebas tan brillantes. Un joven, acometido de tres mujeres lascivas, las reprendió   —343→   con gravísimas palabras, y no bastando este medio para reprimir el atrevimiento de una de ellas, o más apasionada o más desenvuelta, la apartó de sí con un golpe. Otro más feliz, solicitado de una doncella de noble nacimiento, no solo resistió al doble atractivo de la esperanza y la hermosura, sino que extraordinariamente favorecido de la gracia, hizo delante de ella al Señor voto de perpetua virginidad, y a ella le persuadió que imitase un acto tan heroico tomando por esposo a Jesucristo en un religiosísimo monasterio.

[Ejemplos de virtud en los indios de San Gregorio de Tepotzotlán] Esta fortaleza es mucho más admirable en personas del sexo, y mucho en la pusilanimidad y flaqueza de las indias, especialmente solicitadas de los españoles, a quienes la reverencia y el temor a que se acostumbraron desde los principios de la conquista les hace mirar siempre como los árbitros de su fortuna. Sin embargo, sostenidas de la divina gracia las indias débiles han conseguido gloriosísimas victorias. Diecinueve años resistió una que frecuentaba los sacramentos en San Gregorio de México a las dádivas, a los ruegos y a las amenazas de una persona de grande autoridad, que pudiera atraerle mucho mal, y que por las obligaciones de su estado, debiera darle ejemplos muy contrarios. Otra, hallándose sola en despoblado, y acometida de un lascivo, no bastando sus razones y sus ruegos para apagar el fuego de aquella brutal pasión, se quitó el rosario que traía al cuello con una medalla de la reina de las vírgenes, y poniéndosela a los ojos, le dijo con vehementísimo afecto: por amor de la Virgen Santísima, cuyo rosario es este, te suplico, Señor, que me dejes y no quieras hacerme tan grave injuria. Esta tierna súplica fue un rayo que hizo hacer volver en sí a aquel malvado. No solo dejó libre a la virtuosa doncella, sino que dándole cuanto llevaba por el respeto y reverencia al augusto nombre de que se había valido, él, tocado de la reina del cielo, a quien había hecho aquel pequeño obsequio después de veinte años de una vida desarregladísima, se entró por un monte pidiendo al Señor misericordia, y a la Virgen madre que lo sacase de aquel estado infeliz, aunque fuese a costa de una enfermedad o de algún trabajo. Oyó la piadosa Virgen sus ruegos, y quitándole la vista del cuerpo le dio la del alma, trayéndole, después de muchas inquietudes a nuestro colegio, donde hizo una confesión general. Pasó este fervoroso penitente, después de grande pobreza y penalidades; pero con una tranquilidad y una alegría que causaba admiración, recibiéndolas todas, y principalmente la ceguedad, como otras tantas prendas de la remisión de sus culpas y de la gloria   —344→   que esperaba. Hubo en la cristiandad de Tepotzotlán quien olvidada de su debilidad se armase de un leño y hiciese salir avergonzado al ladrón de su virginidad. Caminaba por la calle una doncella cuando le salió al paso uno de su nación, diciéndole que un español la seguía y deseaba hablarle. Ella, recelosa, no tengo, dijo, para qué esperarlo. Entre tanto, había llegado el español, y entre los dos pretendían hacerla entrar en una casa vecina. Por fortuna vio de lejos a un indio, y volviéndose a los circunstantes; mirad lo que hacéis, les dijo, que viene allí mi marido. Dejáronla al punto, y ella, con un inocente equívoco de su idioma, triunfó de su malicia y conservó la castidad.

[Misión a Zumpahuacán] Tenía en aquel tiempo el colegio de Tepotzotlán sujetos muy a propósito para inspirar a los indios estas generosas resoluciones. El padre Gaspar de Meneses era un hombre incansable, y animado de un celo por la salud de los indios, que todas las tribulaciones del mundo no eran capaces de resfriar. Todos los beneficiados vecinos solicitaban con ansia que hiciese misión en su partido, creyendo que entraba con él en los pueblos la reforma de las costumbres, la devoción y la piedad. Este año pareció más que nunca el ascendiente que se había adquirido sobre los ánimos más obstinados en el éxito que tuvo la misión de Zumpahuacán. Partió para aquellos países llamado del propio pastor que era muy vigilante y muy devoto, y a cuyo rebaño, bajo una hermosa apariencia de tranquilidad y de fervor, hacía el común enemigo la guerra más perniciosa y más sangrienta. En efecto, halló el misionero unos indios los más quietos y los más dóciles, los más bien instruidos del mundo, devotos en el templo en tiempo del santo sacrificio, asistentes a todos los sermones y explicación de la santa doctrina. Nada entre ellos de disolución, nada de embriaguez; pero bajo este bello exterior ocultaban la más abominable idolatría, habiendo hallado a su parecer modo de juntar la luz con las tinieblas y a Jesucristo con Belial. Adoraban al Señor y a los santos; mas para alcanzar las felicidades temporales recurrían a unos idolillos que traían siempre ocultos consigo, y que ponían en sus telares, en sus sementeras y en sus trojes. Adoraban algunos cerros de particular configuración y altura, singularmente una sierra nevada, en que creían habitaba la diosa Chicomecoatl, que era para ellos lo que Ceres para con los antiguos romanos. Ofrecían inciensos y otros perfumes al fuego, a quien con alusión al más arcano misterio de nuestra fe, llamaban unas veces Dios Padre, con nombre poco diferente del que le daban en su gentilidad, y otras   —345→   veces Dios Espíritu Santo, por lo que habían oído predicar de la venida de este divino Espíritu el día de Pentecostés. Antes de llevar a bautizar los párvulos conforme al rito de la iglesia, les daban otra especie de bautismo sacrílego, bailándolos con agua en presencia del fuego, e imponiéndoles otro nombre profano, por donde fuesen conocidos en sus impías asambleas. Estas las celebraban siempre de noche y en los lugares más remotos y solitarios, sin admitir a ellas joven alguno o doncella que por flaqueza o inconsideración pudiese descubrir sus misterios de iniquidad. El diligente y coloso beneficiado quedó penetrado del más vivo dolor cuando supo las abominaciones con que era ofendido el Señor por aquellos mismos que él tanto amaba, y temiendo prudentemente que el temor les hiciese ocultar los lugares y los cómplices de aquella secta infame, se valió del favor del padre Meneses, a quien los indios singularmente amaban. No le engañó su confianza: el padre, prometiéndoles una entera seguridad, consiguió que le revelasen todos sus secretos y se confesasen todos los cómplices, trabajo, que cargando únicamente sobre el misionero por el respeto que debían al propio pastor, que era juntamente juez, lo hubiera gloriosamente agobiado si no se le hubiera enviado compañero que le ayudase a recoger una mies tan abundante. Los indios probaron bien la sinceridad de su conversión, entregando a los padres innumerables de aquellos idolillos, y haciendo por muchos días públicas demostraciones de penitencia en procesiones de sangre y otros actos de mortificación que les sugería su fervor con sumo agradecimiento del piadoso beneficiado, que no cesaba de dar gracias en repetidas cartas al padre provincial y a los superiores de Tepotzotlán y del colegio máximo.

[Misión a Huitzitzilapa y muerte del padre Zarfate] Otra semejante misión al partido de Huitzitzilapa ocasionó la muerte al padre Francisco Zarfate. Los curas de muchos partidos, que por espacio de algunos años había corrido en sus misiones, no le daban otro nombre más que el de apóstol, y solían decir que en sus pueblos había otras tantas semanas santas, cuantas estaba allí el padre Zarfate, tanto por la frecuencia de sus confesiones y comuniones, como por otros actos de piedad y ejercicios de penitencia, en que hacía entrar a cuantos oían sus sermones. Despidiéndose para salir a la misión, se percibió bastantemente que había conocido sería aquella la última de su vida, y lo afirmó así después en presencia de algunas personas. Efectivamente, llegando al pueblo de Xilotzingo predicó consecutivamente   —346→   muchos sermones, preparando los ánimos de sus oyentes para la cercana pascua de Espíritu Santo. En los tres días precedentes oyó muchas confesiones. El día de pascua dio la comunión a más de quinientas perdonas, haciendo antes y después de la comunión fervorosas exhortaciones. Bajando del púlpito, más fatigado que otras veces, le llamaron para una confesión a un pueblo algo distante. La estación era rigorosa, la hora incómoda, el clima nada favorable. Todo esto, añadido a la interior fatiga y a una salud bastantemente quebrantada, le ocasionó una fiebre maligna de que se sintió herido luego que volvió a Xilotzingo. Lo procuraron de la estancia vecina un colchoncillo (que aun de este pequeño alivio jamás usó el apostólico misionero); mas el dueño de aquella estancia, no contento con enviárselo, vino en persona a llevar al padre a su casa y curarle en su enfermedad. Hubo de condescender el siervo de Dios después de alguna resistencia que le hizo hacer el amor de la pobreza. Se enviaron con diligencia del colegio de México un padre y un hermano que cuidasen de su salud, acción que aunque muy conforme a la caridad que con los enfermos prescriben nuestras reglas, el humilde padre la agradeció como un favor extraordinario; y abrazando lleno de gozo a sus hermanos, gracias a Dios, dijo, que no nos halla la muerte ociosos, sino ocupados en cosas de la obediencia y de tanto servicio de nuestro Señor, como es el bien de estos pobres indios. Al octavo día de su enfermedad, viéndolo el padre que lo asistía enteramente agravado, y temiendo que muriese sin la extrema unción, aunque ya habían partido a traerla de un pueblo vecino, le dijo con alguna congoja. Ruegue vuestra reverencia al Señor que no le lleve antes de recibir este último sacramento; y el padre Zarfate, con una serenidad admirable, le respondió: Esté vuestra reverencia cierto que Dios me ha de hacer esa merced. En efecto, vivió después dos días dando grandes ejemplos de paciencia. Pocas horas antes de morir pidió perdón al beneficiado de las faltas que pudiese haber tenido en las funciones de su ministerio, y que de limosna le diese un rincón en que ser enterrado; pero sabiendo que había orden del padre rector de que fuese su cadáver llevado a México, se alegró mucho, y añadió: Yo rogaré a nuestro Señor morir ahora en que pueda hacerse sin notable incomodidad. Así fue, porque el día 6 de junio a las tres de la tarde, entre actos fervorosísimos de fe, esperanza y caridad, entregó su alma al Criador a los treinta y cuatro años de edad y dieciséis de Compañía.

[Célebres misiones a otros partidos] Se hizo también misión a los pueblos de Teoloyuca y Huehuetoca, en   —347→   que fue muy semejante el fruto de las almas y el trabajo de nuestros operarios. Fue muy singular en esta parte la que se hizo por petición del ilustrísimo señor obispo de la Puebla a la provincia de Totonocapa. Hallaron los misioneros en los pueblos de Xonotla, Hueitlalpán, Xuxupango, Chumtatlán y Xontepec. Formaron desde luego de la lengua totonaca, que a más de la mexicana se hablaba en aquel país, un catecismo y un compendio de las cosas muy necesarias y más frecuentes en la confesión, que fue de mucha utilidad a todos los pastores de almas. Publicaron el jubileo que a las misiones de la Compañía había concedido la Santidad de Clemente VIII. No tenían aquellos indios dificultad alguna en la confesión de sus culpas. El trabajo de los padres fue persuadirlos a la santa comunión del cuerpo y sangre de Jesucristo. El demonio, bajo la hermosa apariencia del respeto debido a tan adorable Sacramento, les había infundido un horror muy pernicioso a su salud. Decían que ellos eran unos idiotas criados entre los montes: que no sabían leer los libros, ni comprender la sublimidad de aquel misterio; que no tenían monedas que ofrecer cuando comulgasen, ni vestiduras blancas con que adornarse para parecer en la presencia del Señor; que en recibiendo una vez a su Majestad, si por su desgracia volvían a caer en alguna culpa, habían de condenarse sin remedio. No favorecía poco a este error la conducta que habían tenido hasta entonces los párrocos de aquellos pueblos. Estos, llevados de un celo santo (aunque no el más discreto en lugares de muchos vecinos) apenas daban licencia de comulgar a cuatro o cinco una vez al año. Los indios estaban más obstinados en esta parte; mas querían levantarse sin absolución de los pies del confesor, que obligarse a llegar a la sagrada mesa. En realidad, la misma adhesión a sus vicios, singularmente a la deshonestidad y a la embriaguez, era la verdadera causa de su resistencia. Triunfó sin embargo la constancia de los padres de toda su dureza, y animados del ejemplo de algunos más dóciles, llegaron a beber de las fuentes del Salvador y gustar el Pan de los Ángeles con gran consuelo de sus almas, que aumentó el beneficiado de Hueitlalpán, haciendo un solemne convite en su casa, y sirviendo él mismo con el padre misionero a la mesa a todos los que habían comulgado. En Chumatlán, todos los hombres que habían de comulgar, se juntaron la víspera al ponerse el sol y tomaron en la iglesia una disciplina. En Xonotlán, depuesta aquella falsa preocupación, de que si comulgaban habían de condenarse infaliblemente porque no habían de poder abstenerse   —348→   de las culpas, quedaron por el contrario muy persuadidos, a que no había de volver jamás a la deshonestidad, quien había tenido la felicidad de gustar el vino que engendra vírgenes. Esto lo confirma maravillosamente lo que dos años después experimentó y escribió agradecido a uno de los padres el cura de aquel pueblo. Confesaba a una india soltera y bien ocasionada, y examinándola con diligencia sobre el sexto, siempre respondió que en aquella materia no le reprendía cosa alguna su conciencia; porque después (añadió) que recibí la sagrada comunión por consejo de un padre de la Compañía que predicó en este pueblo ahora dos años, propuse firmísimamente en mi corazón, no ofender más a mi Dios y a mi padre con ese género de culpas, y por su misericordia así lo he cumplido.

[Frutos del colegio de Oaxaca] En Oaxaca desde la mitad del acto antecedente se había ofrecido bastante cosecha de penalidades y merecimientos en el servicio de los apestados, a que se procuró asistir, singularmente a la gente pobre en todo género de espirituales y temporales alivios. Pero aun fue de más edificación y utilidad el importante obsequio que hicieron dos de nuestros religiosos a aquella ciudad en los principios de este año. Sobre no sé qué competencia de jurisdicción (fuente ordinaria de semejantes discordias) hubo alguna disensión entre las dos cabezas eclesiástica y secular, como suele suceder: los partidarios de uno y otro gremio llevaban más lejos los excesos de su pasión, coloreada bajo el nombre de justicia. Hervía aquella república en chismes e historietas indignas de la nobleza y de la cristiandad de sus cabezas. Después de varias tentativas, un padre de los nuestros ganando primero los ánimos con la suavidad y la dulzura, compuso entre sí a los principales interesados, cuyo ejemplo siguieron fácilmente los demás. No tuvo que luchar con pasión tan débil, ni con espíritus tan racionales otro sujeto del colegio. Era muy pública y muy antigua la enemistad de un eclesiástico con un secular, de quien seis años antes había recibido una injuria. El clérigo, hombre poderoso, había seguido la demanda según todo el rigor de la justicia; había traído de México un juez pesquisidor; había hecho pasar a su enemigo por la pena del tribunal eclesiástico, y dejándolo inhábil para representar jamás algún papel en la república. Sin embargo, aun no se daba por satisfecha su cólera y mortal rencor. Tanto, es verdad que ningunos son más obstinados en el vicio que los que por su profesión y su carácter están más obligados a la virtud, cuando una vez han degenerado de su primer esplendor. Un religioso conocido   —349→   en toda la ciudad por su eminente virtud encontrándolo en la calle, había pedídole hincado de rodillas con lágrimas que perdonase a su enemigo y no diese al pueblo aquel escándalo. No bastando estas razones ni el crédito del suplicante, saco un crucifijo representándole aquel grande ejemplar de la tolerancia y mansedumbre cristiana. Nada bastó, y aquel hombre endurecido, antes recibió como nuevo agravio un oficio de tanta caridad. El señor obispo había emprendido la misma conquista, añadiendo a la razón todo el peso de la autoridad, pero por ciertas dificultades que sobrevinieron, hubo de ceder y encomendar a uno de la Compañía aquella negociación. El padre comenzó por ganar la voluntad de aquel hombre protervo. Las veces que hablaba con él de este asunto, o no contestaba a la conversación, o parecía favorecer a su pasión no contradiciendo; pero cuando se proporcionaba tratar de lo mismo en otra persona, le pintaba con los colores más negros la dureza del corazón, haciéndosela ver como una pasión infame y muy ajena, no solo de la religión, sino aun de la dignidad y nobleza del espíritu humano. Con este inocente artificio repetido siempre en aquellas ocasiones en que por no tocar inmediatamente a su persona le hallaba más dócil, fue insensiblemente disponiéndole el ánimo, hasta que hablándole abiertamente, consiguió de él cuanto pretendía, quedando muy agradecido a su benefactor, y toda la ciudad muy edificada de las demostraciones de benevolencia y de amistad con que procuró resarcir los pasados escándalos.

[Frutos del colegio de Veracruz] Los ciudadanos de la Veracruz manifestaron bien por este mismo tiempo aquel sólido aprecio de la Compañía, en que se ha distinguido después tanto esta ciudad. Con la falta de las flotas se había comenzado a sentir tanta pobreza y carestía de lo necesario, que los religiosos de otras dos religiones se vieron precisados a desamparar la tierra, dejando en sus conventos uno o dos sujetos. Las personas más ricas y más principales de aquella república, recelando que los de la Compañía, obligados de la necesidad no tomasen la misma resolución, pasaron prontamente al colegio, ofreciendo a los padres, en nombre del cabildo todo lo necesario, no solo para los sujetos que había al presente, sino para otros muchos que vinieran. Muy presto se presentó la ocasión en que los jesuitas mostrasen a la ciudad su agradecimiento. Había a principios de aquel mismo año el pirata inglés Guillermo Parker, sorprendido el puerto de San Francisco de Campeche, como a ciento veinte leguas de Veracruz, en la península de Yucatán. Se temía   —350→   que se dejase caer sobre Veracruz, y dando el miedo cuerpo a la aprensión, se había ya tocado arrebato una noche, creyendo haber las naves inglesas dado fondo en la costa. Se avisó a México, de donde bajaron prontamente doscientos soldados. Poco después, habiéndose visto de muy lejos algunas velas, y no pudiéndose distinguir la bandera, se volvió a conmover toda la ciudad, y ya se disponían a marchar a la costa algunas compañías para impedir el desembarco. Los padres fueron a ofrecerse al gobernador para acompañar la tropa y servir de capellanes, sin más sueldo que el que promete Jesucristo a sus soldados en las incomodidades y las cruces. Quedó la ciudad muy agradecida a esta prontitud de ánimo, aunque viendo después ser de España las naves que el susto había figurado enemigas, no pasó de la voluntad el obsequio. Sin embargo, los que no habían sacrificado sus vidas a los trabajos y a los peligros de la guerra, la sacrificaron bien presto a los rigores de la epidemia, que prendió violentamente en los soldados que habían venido de México, y los recién venidos de Europa. Los jesuitas, no contentos con los ministerios espirituales, en que sin interrupción se ocupaban día y noche de las limosnas que la liberalidad de los vecinos ofrecía al colegio, mantenían, curaban y proveían de lo necesario a algunos otros, para que en Jalapa o en otro lugar menos dañoso a su salud, se preservasen de la enfermedad, o se restableciesen en la salud. Resplandeció mucho en esta ocasión la caridad y fervor del padre Juan Rogel. Este anciano, cerca de los setenta años de su edad, endurecido en los ejercicios de la vida apostólica, se encargó de los galeones, y residió en San Juan de Ulúa, predicando incesantemente y confesando a toda gente de mar, a quien el general, con ánimo de volver a España dentro de quince días, no había permitido poner pie en tierra. El padre Rogel, con la actividad de un joven asistía a todo, consolaba a los enfermos, predicaba a los sanos, confesaba a los penitentes, ayudaba a los moribundos, con una alegría y expedición que pasmaba.

[Alzamiento de los guazaves y reducción de los ures] La tranquilidad de que a fines del año antecedente se había comenzado a gozar en Sinaloa, no podía ser muy constante mientras se procedía en los informes e inquisición de los delincuentes. Los guazaves, cuanto más dóciles para el bien, tanto más fáciles a las siniestras impresiones de sus ancianos, habían, por instigación de uno de estos, conspirado en acabar con los padres. Tuvo aviso por un indio fiel don Diego de Quiroz, capitán y alcalde mayor de la villa, y partió luego   —351→   con quince soldados. El jefe de los rebelados salió a recibirlos a la frente de más de doscientos indios, que se pusieron en fuga a la primera descarga, dejando a su caudillo en manos de los españoles. Los fugitivos llevaron el espanto y la consternación a su pueblo, en que todos dejaron sus casas y se acogieron a la nación de los ures. Estos no bien seguros de las intenciones del español capitán, salieron a recibirlo en número de cuatrocientos, armados; pero hablándoles el padre por medio de un intérprete, supieron aprovecharse con una prontitud admirable de aquel momento oportuno. Mostraron mucho gusto a las proposiciones del padre, y prometieron hacer iglesias y vivir en quietud. Volviendo algunos días después el misionero, tuvo el consuelo de hallarlos muy confirmados en su primera resolución. Ellos de su voluntad habían juntado los párvulos en número de más de ciento cuarenta, que ofrecieron para el bautismo; y siendo la nación de las más numerosas, se repartieron en cuatro o cinco pueblos, cuyas situaciones demarcó el padre Villafañe, haciendo todos los oficios de padre y fundador de aquellas colonias, con que dilataba el imperio de Jesucristo. En todas se fabricaron iglesias, y se dio principio a su doctrina. Los guazaves, vueltos de su temor, y asegurados del capitán y del mismo padre que habían entrado a buscarlos, se restituyeron luego a su país, y en las siguientes ocasiones ayudaron con más fidelidad que algunos otros a los españoles en sus expediciones militares. Restablecida por este lado la serenidad, se levantó por otro la reciente tormenta. Los de Ocoroiri, en defensa de una mujer de su país, habían dado muerte a un cacique de los tehuecos, que con violencia pretendía sacarla de su casa. Esta nación numerosa y guerrera resolvió tomar una ruidosa venganza. [Guerra de ocoroiris y tehuecos] Jamás se había visto entre aquellas gentes expedición más bien concertada. Convocaron a todos sus pueblos, y señalaron el lugar donde habían de juntarse, y el día de la marcha, con tanto silencio y precaución que no pudieron los ocoroiris penetrar sus designios hasta que los tuvieron sobre los brazos. Dividieron su ejército en dos trozos, sostenidos unos y otros de algunos caballos que habían ya comenzado a multiplicarse en el país. Marcharon todo el día y la noche; pero por diligencias que hicieron no pudieron llegar a Ocoroiri hasta la punta del día. Flecharon a un indio que había madrugado a su pesca, lisonjeándose que sorprenderían el resto de los moradores sepultados aun en el sueño. El indio, aunque mal herido corrió a dar noticia al padre Pedro Méndez, que se hallaba en el pueblo.   —352→   Los tehuecos habían dispuesto su gente, de manera que la una parte acometiese a la frente del pueblo, quedándose la otra en emboscada por el lado contrario, a cubierto de una arboleda, de donde no debía salir hasta estar los ocoroiris empeñados en la acción, sin que tuviesen más aviso que el incendio de sus casas, y el alarido de las mujeres y los niños. Si la prudencia del cacique de Ocoroiri no hubiera trastornado un proyecto tan bien discurrido, aquel día hubiera sido perniciosísimo a la cristiandad de Sinaloa, y habría acabado con una de las más quietas y más fervorosas poblaciones. Él, o porque hubiese tenido noticia de la situación del enemigo, o por uno de aquellos rasgos de la providencia, poco comunes en su nación, viendo a sus gentes correr en tropel, donde los llamaba la algazara del enemigo, los contuvo, diciendo que no dejasen el pueblo, sus mujeres y sus hijos, expuestos a la invasión de los tehuecos, que podían dividirse, y amparados del bosque acometer la población. Efectivamente, mientras unos marcharon a los enemigos, quedó otro cuerpo de reserva para defensa del lugar. Los tehuecos que habían quedado en el monte corrieron en furia a prender fuego a las casas; pero la sorpresa de ver descubierta y prevenida su estratagema les hizo perder el valor. A vista de sus prendas más queridas, los ocoroiris, acometieron con un ímpetu a que fue imposible resistir. Huyeron en desorden de una y otra parte los tehuecos, dejando muchos muertos y muchos prisioneros en manos de los bravos ocoroiris, que prácticos en aquellos caminos les inquietaron mucho, siguiendo el alcance hasta el medio día.

[Otros sucesos de Sinaloa] Había venido poco antes noticia al alcalde mayor, que a seis leguas de la villa se veían algunas sementeras que por no estar vecinas a alguno de los pueblos, parecían ser de los indios fugitivos, homicidas del venerable padre Tapia. Aumentaba la sospecha que los pocos indios que solían verse en ellas, se ocultaban luego y se retiraban con diligencia a lo interior del monte. Envió el capitán algunos españoles e indios amigos a reconocer la gente. Los rebeldes, o por aviso que tuvieron, o porque su poca seguridad los hacía estar siempre prevenidos, se habían ocultado entre las sementeras. Repentinamente cayó sobre los pocos españoles una nube de flechas, de que quedaron dos heridos. El resto con los indios aliados acometieron a los fugitivos, que con poca pérdida se salvaron en los montes. De los españoles heridos sanó el uno después de muchos años. El otro, cristianamente preparado, murió a las dos horas, aunque había muy poco penetrado en el muslo la   —353→   flecha emponzoñada. Fue cosa singular que cavando en la villa la sepultura un criado, a quien el difunto amaba tiernamente, cayó repentinamente muerto y bañado en lágrimas en la sepultura que preparaba a su amo, donde como uno de aquellos ejemplos de fidelidad que rara vez se ven en el mundo, fueron juntamente enterrados. En medio de estas revoluciones no dejaban de recoger muchas mieses los fervorosos obreros. Habían pasado de cuatro mil los bautismos entre párvulos y adultos. Los nuevos cristianos se veían avanzar sensiblemente en el amor y adhesión de las santas prácticas de nuestra ley. A un niño de pocos años, después de haberse confesado, preguntó el padre quién podía sanarle de aquellas enfermedades del alma, a que respondió muy afectuosamente: «Nadie, padre, en el mundo sino Dios, y tú en virtud de su palabra». Un indio de la sierra en que habían entrado los padres, hallándose acometido de una grave enfermedad, y no teniendo algún padre con quien confesarse, anteponiendo la salud espiritual a la del cuerpo, caminó muchas leguas por confesarse, creyendo que había de hallar en el Sacramento de la penitencia la quietud de su conciencia y el remedio de su enfermedad, como lo halló efectivamente, cooperando el Señor a la firmeza de su fe. Sabíanse un poco excedido en la bebida algunos neófitos, inducidos de un perverso anciano: reprendió el padre la acción agriamente en el púlpito, y luego los delincuentes, hincándose de rodillas en presencia de todo el pueblo, confesaron su culpa y se condenaron a tomar una disciplina para satisfacer a la divina justicia. Faltaba uno de los culpados, y advirtiéndolo un viejo deudo suyo, le hizo que viniese al otro día a la iglesia e imitase en la penitencia a los que había seguido en la disolución. Tuvo un indio apasionado el atrevimiento de entrar a casa de una india a horas que estaba sola. Ella, revestida de indignación al proponerle su torpe deseo, se le acercó disimulando el enojo, y quebrándole la flecha que traía en la mano, le quitó el arco y le dio con él muchos golpes, diciéndole... ¿Y qué no sabes que soy cristiana, que nuestra santa ley prohíbe toda impureza, que oigo la palabra del Señor y recibo su santo cuerpo? Así recompensaba el Señor con espirituales y sólidos frutos a sus ministros de lo mucho que cada día tenían que sufrir en los continuos movimientos e inquietudes de los bárbaros.

[Misión a Culiacán] En uno de aquellos intervalos, en que la fuga de los indios les dejó algún tanto desocupados, como no sabe acomodarse bien con la inacción aquel fuego que consume a los hombres apostólicos, el padre Hernando   —354→   de Santarén con otro compañero, partió a Culiacán, donde había dejado grande opinión desde la vez primera que visitó aquella provincia. En los españoles y en los indios se hizo un fruto copiosísimo con la publicación del santo Jubileo. De ahí llamados de unos en otros pueblos, pasaron a la provincia de Topía y real de San Andrés. Los indios, por no perder la doctrina celestial de que estaban hambrientos, seguían a los padres de unos lugares a otros. En todos ellos salían a recibirlos con cruces altas cantando a coros la doctrina. Treinta poblaciones recorrieron, y hubo algunas en que pasaron de ochocientas las comuniones. La disciplina y el uso del santísimo Rosario, abrazaron con tanto fervor, que aun después de cerrada la iglesia venían muchos a disciplinarse o a rezar en el cementerio. El vicario de Culiacán, algún tiempo después de acabada la misión, escribe así: «Es de dar gracias a nuestro Señor, y después a vuestras reverencias, que los indios e indias de repartimiento que vienen por tanda de sus pueblos a servir a los españoles, traen muy de ordinario los rosarios en la mano, y que el indio con su carga a cuestas, y la india con su cántaro al hombro, van y vienen rezando con harto ejemplo, y aun confusión de sus amos». El desinterés y el dulce trato de los misioneros, robó de tal suerte los ánimos de los indios, que enviaron a Sinaloa cuatro diputados con una carta muy expresiva al padre Martín Pérez, superior de Sinaloa, para que la Compañía se encargase de aquellos pueblos, ofreciendo ellos pasar a México a negociarlo con el señor virrey y con el padre provincial.

[Progresos de la misión de Tepehuanes] Lo que la cercanía de los españoles no permitió lograr a los tahues, conseguían con grande utilidad suya los tepehuanes. El padre Francisco Ramírez avanzó este año hasta el valle de Atotonilco. Hay en él cinco pueblos que recibieron al padre con extrema alegría. Celebrados allí en la semana santa los sagrados misterios y reducidos a determinada población algunos montaraces, de ahí volvió a la Sauceda, en que la hambre había obligado a bajar de sus sierras un gran número de bárbaros, que oyeren por la primera vez las palabras de salud. Aquí tuvo noticia el fervoroso misionero de una pequeña población no muy distante, en que hasta entonces no había sido anunciado el reino de Jesucristo. Partió luego para allá, y preguntando a los moradores por qué no iban a la iglesia a oír, como los demás la palabra de Dios, y a pedir el santo bautismo, respondiéronle que no iban a la iglesia por no morirse: que los vivos no podían estar seguros entre los muertos; que ellos estaban en sus casas y los muertos en la suya; así llamaban a la   —355→   iglesia por haber visto que en ella se daba sepultura a los cadáveres. El padre tomó de aquí ocasión para desengañarlos de su error y hablarles de la necesidad que tenemos todos de morir y de la esperanza que alienta a los cristianos de la vida eterna e inmortal para que Dios crio al hombre. Oyéronle con suma atención, y el padre les envió luego una Cruz y un catequista que les enseñase la doctrina. Colocáronla en medio de sus pobres chozas, y al rededor de ella se juntaban dos veces al día para disponerse al bautismo. De aquí pasó a un monte cercano, en que como otras tantas fieras vivían los indios en las cuevas y las aberturas de las rocas entre quebradas impracticables. El primer día, después de mucha fatiga y cansancio, vio un indio en lo más alto de la roca. Subió luego con inmenso trabajo y poco fruto, porque el bárbaro, armado de arco y flecha en una mano, y con una sarta de pescado en la otra, a la presencia de un hombre desconocido, sin hablar palabra, le puso delante el pescado, y corrió con admirable velocidad a ocultarse en la espesura. Quedó sumamente desconsolado el varón de Dios; sin embargo, perseveró ocho días buscando entre aquellas grutas y picachos inaccesibles las preciosas almas. Bendijo el Señor su constancia, porque con una docilidad cuasi sin ejemplo, al fin de este tiempo bajaron siguiendo al misionero cargados de sus hijuelos y sus pobres alhajas a poblarse en el valle. Fabricaron chozas y una pequeña capilla en que asistían a la doctrina. En uno de aquellos días, en presencia de los salvajes y de algunos españoles que habían venido a misa, llegó de un pueblo distante seis leguas una india joven, vestida decentemente al uso mexicano, y acompañada de muchos de sus deudos a pedir el bautismo. Díjosele que no podía recibirlo sin estar suficientemente instruida en la creencia y obligaciones de nuestra religión. Bien sé todo eso (respondió) y he procurado disponerme para este favor, sin el cual he resuelto no volver a mi patria. El padre, después de algunas preguntas, hallándola perfectamente capaz, le confirió el bautismo con mucho consuelo suyo y piadosa emulación de los catecúmenos, a quienes dejó confusos la suficiencia y fervor de la extranjera.

[Nuevos establecimientos] A pocos días pasó el padre, como había prometido, al pueblo de aquella nueva neófita en que había estado de espacio el año antes. Sus antiguos hijos en Jesucristo salieron a recibirle colmados de gozo, singularmente el viejo de quien hemos hablado antecedentemente, que besando al padre la mano le dijo con lágrimas: Muchos años ha que trato   —356→   con españoles sin que hagan caso de mí: tú solo me estimaste, me socorriste con el santo bautismo, y me diste la mismo nombre. Yo practico lo que me has mandado y hago oración a Dios, y le doy voces cuando me veo solo por esos campos, pidiéndole de todo mi corazón que me perdone mis pecados y salve mi alma. Se logró que se estableciesen en Papatzquiaro algunos serranos que la hambre había obligado a bajar de sus picachos, y se dio alguna forma de gobierno político a esta población, que ha sido después la principal de los tepehuanes. Más dificultad costó la fundación de otro pueblo no muy distante. Había en su vecindad algunos salvajes los más fieros y desconfiados de toda la provincia, exhortábales el padre a que dejaran los bosques y las rocas y poblasen en sitio acomodado: después de muchos consejos, permanecían en su dureza, y hubieran permanecido largo tiempo, si una buena mujer, interrumpiendo al misionero, no les hubiera persuadido con sus voces e incitado con su ejemplo a la fundación de la nueva colonia, a que se dio principio a los 16 de julio con el nombre de Santa Catarina. Para el día próximo de Santiago Apóstol se dispuso un solemne bautismo de muchos párvulos y adultos, entre los cuales iba un cacique joven que había seguido al padre desde Guanacevi, distinguiéndose entre los demás catecúmenos, no tanto por su nobleza, por la gentil disposición de cuerpo y por las bellas prendas de su espíritu, como por un singular afecto al padre, y un extraordinario fervor. El padre Ramírez formó de él un catequista diligente, y un coadjutor fidelísimo de su ministerio apostólico. Predicaba a los suyos con una claridad y una vehemencia que el mismo padre admiraba, a sus exhortaciones, sostenidas de una vida ejemplar y de la autoridad que le daba entre ellos su nacimiento, contribuyeron mucho a la cristiandad, que se vio florecer muy presto en aquel pueblo. Sus padres, gentiles, atraídos con sus consejos, y de la estimación que se hacía de su hijo, determinaron alojarse en el mismo pueblo en que después fueron ejemplares cristianos.

[Raros sucesos a los chichimecas] Aun con mayor felicidad Grecia la semilla del Evangelio entre los chichimecas de San Luis de la Paz. El excelentísimo conde de Monterey, formado de la utilidad de esta misión, había mandado fabricar, a costa de la real hacienda, la casa y templo de la Compañía en que estaban de asiento dos padres y un hermano. Había juntamente relevado a los indios que quisiesen establecerse allí de todo tributo y servicio personal fuera de la ropa, carne y maíz con que se había comprado de ellos la paz la seguridad desde el tiempo de su antecesor don Luis de Velasco.   —357→   Con estos piadosos arbitrios eran muchos los que cada día se avecindaban en el lugar. El seminario de indizuelos que allí tenía la Compañía, era juntamente un seminario de virtud, y un atractivo para los padres, hermanos y parientes de aquellos niños, que los veían salir de allí mudados en otros hombres. Grande ejemplo fue, así del propio aprovechamiento como del aprecio que hacían de la educación que se daba a sus hijos, lo que aconteció por este tiempo con un indio muy racional y principal cacique del pueblo. Cayó por su desgracia en un exceso de que él solía corregir a los suyos. Estos, o llevados del mismo fervor, o de una perniciosa complacencia de venganza, lo despidieron sin dejarlo entrar a su casa cargándolo de injurias. Sufrió humildemente aquellos ultrajes, que en otro tiempo hubiera lavado con sangre, y corrió a buscar consuelo en los padres. No halló en ellos mejor acogida: prevenidos de su arribo habían mandado cerrar la puerta y decirle que no admitían en su casa ebrios y escandalosos. Extremadamente afligido fue al alcalde mayor para que los padres le recibiesen en su gracia. En efecto, lo recibieron con una grave reprensión; pero observan de el buen cacique que no le trataban con aquella misma dulzura y confianza que antes, y sabiendo que diez leguas de allí estaba un alcalde de corte que había ido de México, partió a verlo para que interpusiese su autoridad y los padres le perdonasen enteramente, y no le hiciesen la injuria de desconfiar de su arrepentimiento. Con la recomendación de aquella persona, de quien trajo cartas, y unas muestras tan seguras de la enmienda que prometía, volvió muy consolado a su pueblo y a la antigua estimación de los padres. Habíase huido en el tiempo que faltó de San Luis un hijo suyo que estudiaba en nuestra casa, y el cacique, extremamente afligido de esta desgracia. Todo cuanto habéis hecho conmigo, padres, (les dijo) de no permitir que entrase en esta casa y haberme excluido de vuestra amistad, no ha sido para mí tan sensible como el saber que por mi maldad hayáis despedido a mi hijo. ¿Qué culpa tiene él de lo que yo hice? Si yo pequé me hubierais reprendido a mí, y no despidierais de vuestra casa a mi hijo, pues lo habéis criado en ella, y educado tan cristianamente lejos de los malos ejemplos que ahora lo conducirán a la perdición. Los padres le desengañaron que no habían sido, ni jamás serían tan inhumanos que castigasen en un hijo inocente el crimen de su padre. Que el niño se había huido, y que después de muchas diligencias no habían podido descubrirle: que siempre que volviese sería recibido con el mismo agrado.   —358→   Esta aventura, y otras muchas que pudieran referirse de este género aunque de poca importancia entre personas cultas y criadas a los pechos de la religión, pero en la barbarie y austeridad de una de las naciones más feroces y más sangrientas del mundo, da a los que tienen ojos una idea bastantemente clara de la eficacia y suavidad de la divina palabra que con tanta facilidad saca miel y óleo suavísimo de las más duras rocas, y hace de las piedras hijos de Abraham. La situación de San Luis de la Paz era por otra parte ventajosa para excursiones frecuentes a San Luis Potosí. A nuestra Señora del Palmar, a las minas de Sichú, y algunos otros lugares en que no las necesitaban menos los españoles que los indios, y en que a unos y otros se ayudaba con igual caridad.

[El señor arzobispo de Nueva Granada pretende llevar a su diócesis algunos jesuitas] Las misiones de la provincia de Nueva-España no eran solo para fundar nuevas cristiandades entre naciones en los confines de la América septentrional, aunque tan vastos. Después de haber enviado operarios infatigables, primero hacia el Poniente hasta las Islas Filipinas, en que ya quedaba fundada una vice-provincia utilísima para las regiones de la Asia, y de haberse extendido por el Norte hasta trescientas leguas adelante de México, en partes donde jamás se había oído el adorable nombre de Jesucristo, se dispararon este año sus saetas de salud a las dilatadísimas regiones de la América meridional, en que con el sólido cimiento de la pobreza y de la incomodidad y tribulación, dieron principio a una de las más floridas y religiosas provincias de la Compañía en aquellas regiones. Hallábase en México de inquisidor mayor, y electo arzobispo de Granada, el ilustrísimo señor don Bartolomé Lobo Guerrero, hombre de un grande mérito y de un singular afecto a la Compañía. No juzgó poder satisfacer mejor a las grandes obligaciones de su nuevo carácter que llevando consigo algunos de ella, que en la Europa y en México había visto ejercitarse con tan conocida utilidad en servicio de las almas. Y a la verdad las necesidades de su iglesia pedían un socorro muy pronto. Aunque en la provincia no sobraban sujetos, era grande la autoridad y afecto del pretendiente, y mayor la importancia de la empresa para que no se hubiese de condescender de parte del padre provincial. Destinó, pues, el Padre Esteban Páez para esta expedición al padre Alonso Medrano, que por diez años continuos había ejercitado en esta provincia el oficio de misionero, y acostumbrádose a la fatiga y ministerios de la vida apostólica, y por compañero al padre Francisco Figueroa, poco antes   —359→   venido de la Europa, y que daba muchas esperanzas, según la virtud y prendas que le asistían, de ser heredero del doble espíritu del padre Medrano; partieron del puerto de Veracruz el día de Santa Catarina, 31 de abril de 1598. No fue muy favorable a los navegantes el mar hasta la Habana; pero pudo tenerse por muy feliz esta primera navegación, respecto de los grandes trabajos con que quiso Dios probar su paciencia en lo que les restaba. Tuvieron que huir con bastante susto algún tiempo seguidos de un pirata inglés que infestaba aquellos mares. A la altura de Jamaica pareció haberse desencadenado todos los vientos. El cielo por once días antes había estado continuamente cubierto de negras nubes que no dejaban observar el sol ni las estrellas, como amenazando con una de las más espantosas borrascas. Sobrevino en efecto con tal furia, que a pocas horas habían ya perdido el palo del trinquete, y poco después el mayor. Procuraron remediarse con los que llevaban de respeto; pero no era este aun el mayor trabajo. El golpe del árbol mayor y del trinquete había quebrantado mucho el navío, y hacía por muchas partes tanta agua, que muchos hombres condenados día y noche al continuo ejercicio de la bomba, no podían agotarla. Fue necesario echar a la agua mucha carga, y entre los primeros baúles que se alijaron, hubieron de ser aquellos en que llevaban los padres su poca ropa, sus papeles y sus libros, para que aun después de pasada aquella tribulación tuviesen que sentir los efectos de la santa pobreza. [Sosiegan la tempestad con una reliquia de San Ignacio] Ya no parecía quedar esperanza alguna de remedio. El ilustrísimo había hecho confesión general y lo mismo los padres, y muchos de los navegantes. Por el espacio de cuarenta y ocho horas se habían mudado sobre el bajel todos los vientos, y todos igualmente furiosos. La confusión y el espanto de un próximo inevitable naufragio, había hecho callar y volver dentro de sí aun a las gentes más licenciosas. En medio de este triste silencio y turbación saludable de los ánimos, el padre Medrano después de haberlos exhortado con un crucifijo en las manos a fervorosos actos de contrición, les hizo poner toda su confianza en la intercesión de nuestro bienaventurado padre Ignacio. Les refirió para animarlos algunos casos de su admirable vida, singularmente aquel en que volviendo de Palestina se perdió el navío que no quiso recibirle a su bordo, y se salvó aquel en que fue recibido el Santo peregrino. Diciendo esto, ató a un cordel un pedazo de cilicio con que el santo había afligido su carne y lo arrojó a las olas, clamando el arzobispo y todos a una voz: Santo   —360→   padre Ignacio, ayúdanos. Efectivamente, desde aquel mismo instante amainó la furia del viento y dentro de muy poco volvió la serenidad deseada. El ilustrísimo autenticó en toda forma la maravilla, y remitió el proceso al padre general Claudio Acuaviva, prometiendo celebrar al santo anual fiesta en su iglesia, siempre que la Sede Apostólica lo juzgase digno de los altares.

[Padecen nuevos trabajos y llegan a Cartagena] Mas aun no era esta la última calamidad que les faltaba que sufrir. Sosegada la furia del mar y de los vientos, y vueltos en sí de aquella confusión, se hallaron sin saber a donde dirigir el rumbo después de trece días que los pilotos no habían podido observar, con el barco maltratado y haciendo continuamente mucha agua, las calmas grandes y continuas, y lo peor de todo, tan faltos de agua, que el día del seráfico patriarca San Francisco se hallaron cuarenta y cinco personas con solas nueve botijas. No permitió el Señor quedase burlada la esperanza que en su siervo Ignacio habían puesto los navegantes. Al día siguiente sopló un viento favorable, descubrieron tierra, y dentro de pocas horas se hallaron, sin saberlo, dentro del puerto que buscaban de Cartagena. El encuentro y la vista de otros más infelices los consoló bien presto de todas sus pasadas congojas. Hallaron en Cartagena dos padres portugueses que navegaban a la India oriental, y a quienes una violenta tempestad sobre el Cabo de Buena Esperanza arrojó hasta el Brasil. Del Brasil a las Terceras, de allí a Puerto Rico, luego a Santo Domingo, de donde habían venido a Cartagena para volverse a Lisboa. Consoláronse con la mutua relación de los trabajos que con tanta resignación pasaban por Jesucristo, y partiendo los unos para Europa, caminaron los otros a Santa Fe en compañía del ilustrísimo. Dispuso la Providencia para el éxito feliz de la propagación del Evangelio, y establecimiento de la nueva provincia, que gobernase por entonces el nuevo reino de Granada, en calidad de comandante general y presidente de la real audiencia, un hombre de la misma actividad, de la misma religión y el mismo celo que el ilustrísimo arzobispo. Era este el doctor don Francisco Sande, caballero del hábito de Santiago, cuya probidad y literatura había premiado el rey católico con los distinguidos empleos de alcalde de corte y oidor de la real audiencia de México, de gobernador, capitán general y presidente de la real audiencia de Filipinas, y luego de Guatemala. En todas partes había sabido hermanar el servicio de Dios con el del César, y la severidad con la prudencia. El antiguo afecto que tenía a nuestra religión   —361→   creyó le daba derecho para llevar a su casa a los dos padres. Excusáronse estos con las obligaciones que debían al ilustrísimo, a cuyas súplicas no habían sin embargo cedido en esta parte, y con amorosas quejas y mucha edificación de uno y otro, prefirieron, según la costumbre santa de nuestros mayores, el hospital de la ciudad a las comodidades de los palacios. Es verdad que el amor ingenioso del arzobispo y del presidente supo procurarles en el hospital toda la comodidad de que era capaz aquel pobre hospicio, contribuyendo con todo lo que necesitaban para el sustento y el vestido.

[Descripción de la Nueva Granada] El descubrimiento de estas regiones se debe a Gonzalo Jiménez de Quesada, que por mandato de don Pedro Fernández de Lugo, adelantado de Canarias, entró en Santa Marta por el río de la Magdalena el año de 1536, y aunque hubo alguna competencia entre él, Sebastián de Belalcázar y Nicolás Federmar, que habiendo partido el uno de Quito y el otro de Venezuela, vinieron sin noticia alguna a juntarse en las riberas del mismo río; prevaleció sin embargo el derecho de Gonzalo Jiménez, que en memoria de su patria impuso a estas regiones el nombre de Nuevo Reino de Granada. Antiguamente no se comprendían bajo este título sino los señoríos de Tunja y Bogotá. Después que fue erigida en chancillería se extiende su jurisdicción de Oeste a Este del golfo de Darién hasta la embocadura del famoso Orinoco, en que están los gobiernos de Cartagena, Santa Marta, Venezuela, Caracas, y Dorado o Nueva Extremadura. Tiene toda esta región de Este a Oeste como 400 leguas de largo y 260 poco menos de Norte a Sur, y comprende los obispados de Santa Fe, Popayán, Cartagena, Santa Marta y Caracas. El temperamento es de una perpetua primavera con poca variación, y declina un poco a frío, la tierra extremadamente fértil tanto de semillas, frutas y legumbres, como de oro y de esmeraldas. La tierra es montuosa, y la divide por medio de una larga cordillera desde Popayán hasta Pamplona, en que partiéndose en dos brazos corre la una hacia la gran laguna de Macaraibo, y la otra hacia Caracas. Riegan la región muchos y caudalosos ríos, y cuasi todos traen sus vertientes de la Sierra. Los que nacen de la parte septentrional corren al mar del Norte, de que son los más famosos, el Cauca, el de la Magdalena y el de la Hacha. Los que nacen de la parte austral, que son innumerables, enriquecen con sus aguas al Orinoco. Del descubrimiento, curso, grandeza y propiedades de este célebre río, uno de los más grandes del mundo, no pretendemos   —362→   hablar desde lugares tan distantes, en que nada podríamos añadir a la circunstanciada relación de un hábil escritor que ha pasado cultivando aquellas naciones vecinas la mayor parte de su vida.

Las principales ciudades, y que propiamente pertenecen a la Nueva Granada son Santa Fe de Bogotá, Tunja y Vélez, que por los años de 1537 y 38 fundó el mismo descubridor Gonzalo Jiménez. A la de Trinidad la fundó Luis Lanchero el año de 1547 a 24 leguas de Bogotá. Pedro de Ursúa por el mismo tiempo fundó a Tudela. La Palma tuvo principio por los años de 1572. Tocaima el de 1595, y cuasi por el mismo tiempo Pamplona, Mérida y Mariquita. La relación que el padre Alonso Medrano presentó a su Majestad y al general de la Compañía en orden a la fundación del colegio de Santa Fe es muy autorizada y muy digna de la curiosidad de nuestros lectores para que podamos omitirla. Es (dice) el nuevo reino de Granada una de las tierras más fértiles y ricas de todo aquel nuevo mundo. Su temple es maravilloso, que siendo una perpetua primavera declina un poco a frío, de modo que con moderado abrigo no se hace mudanza de vestido en todo el año. Tiene el cielo alegre, la tierra es sana, y produce en grande abundancia trigo, cebada, maíz y todo género de granos de Indias y Castilla, mucha diversidad y abundancia de frutas, y todo género de legumbres. Hay muchos ingenios de azúcar, y muchas aves y toda especie de caza. Es casi innumerable el ganado mayor y menor de que se proveen las costas de Cartagena, Santa Marta y Venezuela, y las embarcaciones que llegan a esos puertos, a donde es muy fácil la conducción por el río de la Magdalena, que está muy cercano a Santa Fe, y por otro vecino a la ciudad de Mérida que desagua en la laguna de Maracaibo. Fuera de esto es la tierra más rica de oro que se sabe haya hoy en el día en lo descubierto, porque en solos cuatro asientos de minas principales que tiene, llamados Zaragoza, los Remedios, el Río de Oro de Pamplona, y los Llanos, se saca cada año lo más del oro que va en las armadas reales a Europa, que de solo el reino es más de medio millón. En el pueblo llamado la Trinidad de los Mussos están las famosas minas de esmeraldas, que son las más abundantes y las mejores que se sabe haya descubiertas ab initio mundi, pues siendo ellas finísimas, no han disminuido por ser muchas el precio de este género de piedras tan preciosas, y se llevan en grande cantidad por todas las Indias y a la Europa cada año. Finalmente el temple de todo el reino es tal, que se vive de ordinario con mucha salud.   —363→   Apenas se conoce enfermedad, y los más mueren de vejez, como se experimenta cada día. Tiene grande abundancia de ríos caudalosos, y fuentes de bellísimas aguas, por ser todas de minerales de oro. También cría muchas y grandes mulas, y mucha y muy fina pita, que es un género de hilo muy estimado en las Indias y en Europa.

Aunque en todo el reino se comprenden muchas naciones, tres son las principales que están recogidas y puede cultivar la Compañía desde uno o dos colegios. La primera y principal es la provincia de los indios Moscas que comprende a Tunja (que en otro tiempo se llamó Granada) y Bogotá con sus grandes distritos hasta Pamplona, que son poco menos de cien leguas. Su lengua es la general de todo el reino, por haber sido de esta nación los antiguos reyes y haber estado en ellos el sumo sacerdocio. Es gente de buena capacidad, valientes en la guerra, y ricos, porque guardan para mañana fuera del común de los indios. La segunda nación es la de los Panches, que se extiende por Tocaima, Bague, Mariquita y la Villeta al Noroeste de Bogotá. Su lengua es hermosa y muy fácil de aprenderse. La tercera es la de los indios Colimas, que corre por la Palma, Tudela y la Trinidad hasta Vélez, como 50 leguas al Norte de Santa Fe. Son los Moscas más de cuarenta mil tributarios. Los Colimas veinte mil, y de doce mil los Panches, fuera de las demás naciones extendidas por otras ciudades, que por todos tendrán de tributarios otros cuarenta mil. Las tres naciones están en distrito de poco más de cien leguas de pueblos comarcanos unos con otros, como en España y Francia. De suerte, que siendo el número dicho de solo tributarios, que son los indios casados y cabezas de familia, se puede hacer juicio de doscientas mil almas en el reino de Granada, y que sin extenderse la Compañía a misiones apartadas (de que habría muchas como en el Perú) tendrá que doctrinar alrededor de sus colegios el dicho número de indios, fuera de un grande número de españoles; y para que mejor se vea, se dirá algo en particular de cada uno de los lugares principales.

Santa Fe de Bogotá es la más grande y principal ciudad del reino, y residencia del señor arzobispo y del gobernador y presidente de la real audiencia. El arzobispo tiene por sufragáneos los obispos de Popayán, Cartagena y Santa Marta a que se añadió después el de Caracas. La ciudad está situada a los 3 grados 78 minutos de latitud septentrional, y a los 307 y 30 minutos de longitud a la ribera del río Pati. Su audiencia es la tercera de las Indias después de México y Lima.   —364→   Cuando entraron en ella los primeros jesuitas, habría como tres mil vecinos españoles y veinte mil indios, tres conventos, de Santo Domingo, San Francisco y San Agustín, y uno de monjas con el título de la Concepción, un hospital y cuatro parroquias con la catedral. Está la ciudad cercada de muy bellas huertas, muchos pueblos de indios que la abastecen de todo lo necesario, aguas muy saludables y copiosa pesca, por la vecindad del río de la Magdalena. Son los edificios de Santa Fe de piedra y cal, por la mayor parte altos y hermosos, y de muy buena habitación. De los pueblos vecinos concurren en gran frecuencia cada tercero día con sus mercadurías a una feria a la plaza mayor de la ciudad. Hay fuera de estos indios otros dos mil que vienen cada semana a alquilarse al servicio de los españoles. Unos y otros carecen de quien les explique en su lengua los misterios de nuestra santa fe, y así viven como bárbaros. Tunja es una ciudad poco más de 20 leguas cuasi al Este de Santa Fe, de no menor nobleza que ella. Tiene como trescientos vecinos españoles, y veinte mil de indios. Las tierras en contorno son muy fértiles y abundantes de todo género de ganado. Los españoles son allí los más ricos del reino. La iglesia parroquial es muy bello edificio. Hay religiosos de Santo Domingo, San Francisco y San Agustín, templos muy bien edificados, y monasterios de la Concepción y Santa Clara. Tiene muchos pueblos cercanos y obrajes en que se labran lanas y paños de todos géneros. Pamplona es una ciudad como a 80 leguas al Noroeste de Santa Fe, de mil vecinos españoles y muchos más indios. Está cercada de muchas minas de oro, y es muy celebrada la cría de mulas que de aquí se llevan al Perú y a otras partes. Tiene las mismas religiones y un monasterio de Santa Clara. Mérida es una ciudad de seiscientos vecinos españoles, cerca de 50 leguas de Pamplona al Noroeste, situada en los confines de Nueva Granada y Venezuela, a la ribera de un río que desagua en el gran lago de Maracaibo. La Trinidad de los Mussos es ciudad de españoles y muchos indios. Está en ella la más famosa mina de esmeraldas, que siendo las mejores se dan como piedras comunes y se sacan para toda la tierra. Los españoles en su primer a entrada se repartieron entre sí siete mil, y entre ellas muchas de gran valor. Tiene iglesia parroquial y convento de San Francisco. La ciudad de la Palma es tan grande como la Trinidad. Hay en ella gran labor de lienzo que abastece toda la tierra. Tiene muchos ingenios de azúcar de que se provee todo el reino, y las armadas de Cartagena   —365→   llevan en grande abundancia. Vélez es ciudad de españoles del mismo tamaño y calidad de la Palma. Ibague es lo mismo, y solo se aventaja en crías de ganado mayor. Mariquita, es lugar de españoles, de quinientos vecinos y muchos indios. En ella son las minas más famosas de plata que hay en todo el reino. Tocaima es ciudad de españoles igual a Mariquita. Es famosa por lo delicado de sus frutas, y de buenos edificios, aunque suelen serle muy perniciosas las inundaciones del río, por lo cual está menos habitada que antiguamente. Caseres, la Gruta y la Victoria son pequeños lugares de muchas minas de oro, no muy ricas ni pobladas por falta de indios que las cultiven. Los Remedios, por otro nombre las Quebradas, es un asiento de minas de oro que se saca continuamente por el beneficio de mil y quinientos negros esclavos. Zaragoza es ciudad de mil vecinos españoles muy ricos, por las minas de oro más abundantes de todo el reino. Hállase aquí el metal no en vetas, sino en unas como bolsas o socavones de la tierra en que trabajan tres mil negros esclavos. La tierra es mal sana. Sogamoso es un insigne pueblo de diez mil indios, grandes idólatras, por haber estado aquí el más famoso adoratorio de su infidelidad, gente inculta, dada a hechicerías y enteramente ignorante de nuestra santa ley, aunque ha setenta años que se bautizaron. En la vega de Santa Fe, hay diez o doce pueblos de indios de tres mil almas cada uno, y treinta semejantes en la comarca de Tunja.

[Casas raras de aquel país] Volviendo a lo interior del nuevo reino, (prosigue el mismo padre) es constante tradición entre los indios que habrá mil y quinientos años, los cuales cuentan como nosotros por el sol, que vino a esta su tierra del Oriente, un hombre venerable de color blanco, vestido talar, y cabello rubio hasta los hombros, que les predicó la verdadera ley y les enseñó a bautizar los niños, de que conservan hasta hoy la ceremonia de bañar los recién nacidos en el río. Dicen que caminaba en un camello, de que dan las señas puntuales, siendo así que nunca los hubo en esta tierra. Este hombre fue tenido de ellos en grande veneración, y refieren que cuando iba a predicar de unos pueblos a otros se le abrían las rocas y le formaban caminos llanos. Esta especie de calzadas, como las vías romanas, duran hasta hoy, y les llaman las carretas, y de ellas he visto dos. La una en un pueblo llamado Bojaca, de tres leguas de largo, muy ancha y pareja, y lo más de ella va por la ladera de una grande y áspera sierra. Verdaderamente si no   —366→   fue hecha con milagro, es de las obras más grandes que se pueden ver de la antigüedad. La otra es en un pueblo de Bogotá a cuatro leguas de la capital de Santa Fe, y de donde ella tomó el nombre. Tendrá legua y media de largo, y de ancho poco más de un tiro de piedra, tan pareja y derecha como si se hubiera hecho a cordel. Otras muchas hay en varias partes, a que los indios tienen tanta veneración, que aunque los españoles caminen por ellas, ellos se apartan a un lado, como lo he observado muchas veces. Las mayores están en la provincia de Sagamoso, donde es tradición que murió aquel hombre admirable, y que allí está su cuerpo y el del camello enterrados. Si esto no es fábula, se puede creer que los discípulos de los apóstoles hubiesen algunos pasado a estas regiones, como se refiere de los indios del Cuzco en el Perú, que tienen semejante tradición. Después dicen haberse aparecido entre ellos una mujer anciana que les predicó dogmas contrarios a los de aquel hombre santo, aunque ni de unos ni de otros dan razón. Dejó esta mujer cuatro hijos, llamados Cuza, Chibchacum, Bochica y Chiminiguagua. A estos como a su madre, que llamaron la diosa Bagué, erigieron templos y estatuas como a dioses, ofreciéndoles oro, esmeraldas, plumería, frutas, y todo cuanto lleva la tierra. De aquí pasaron como los romanos a dar estos mismos honores a los que morían de sus caciques. A sus sacerdotes los creen descendientes del sol. A esta dignidad se preparan con grande ayunos y terribles penitencias. No son casados, y en habiendo llegado a mujer quedan contaminados e inmundos para no poder ejercer el ministerio de su sacerdocio. Este, como el principado secular, no pasa entre ellos de padres a hijos, sino de tíos a sobrinos. Tienen dioses abogados de todo, enfermedades, partos, frutas, guerra, sementeras. Los ídolos son de palo, piedra, algodón, pluma, y muchísimos de oro, de cuya destrucción ha habido más celosos que de los demás. A todos los ídolos llaman Tunjos, del nombre de un famoso cacique que lo dio también a la ciudad. Algunos traen al pecho una lámina de oro con los nombres de muchos de sus dioses, y a estas nóminas o listas llaman Chagualas.

Todo esto es del padre Alonso Medrano. Sin embargo de lo mucho que habían poblado los españoles, permanecían siempre los indios después de setenta y un años de conquistados, en sus mismas supersticiones. La causa es fácil de descubrir en una tierra de tanto oro que deslumbraba, digámoslo así, los ojos de los descubridores para no dejarles   —367→   atender a otra cosa. Las guerras con los panches y otras naciones en los primeros diez años, no dieron lugar a solidarse los indios bautizados en la doctrina del Evangelio. La primera audiencia vino a Santa Fe por los años de 1547. Las religiones que sobrevinieron a la conquista, y que en tantas otras partes de la América habían predicado con tanto fruto, no podían, a pesar de su celo, conseguir alguno en unos indios que por ser los más ricos, eran también contra repetidas órdenes de su Majestad, los más oprimidos. Allégase haber por mucho tiempo carecido el reino de propio pastor, sujeto al obispo de Santa Marta, más de ciento y cuarenta leguas distinto. La catedral no se erigió hasta el año de 1564. El primer arzobispo fue don fray Juan de Barrios y Toledo. Este celosísimo pastor, informado de tan graves daños, juntó para proveer a su remedio un concilio provincial de sus obispos sufragáneos de Santa Marta, Cartagena y Popayán. Una pequeña diferencia entre estos no dejó asistir a uno de ellos, y se disiparon sin efecto las buenas intenciones de aquel prelado, que murió poco después. Su sucesor, el ilustrísimo señor don fray Luis de Zapata, de común consejo del presidente, audiencia real, y todas las personas autorizadas del reino, determinó hacer una visita general de toda su diócesis. A pocos pasos descubrió la mucha idolatría que dominaba aun a los indios. Cuatrocientos de sus sacerdotes y maestros fueron castigados en auto público. El mucho oro de los ídolos y de los templos impidió el éxito de la empresa. Los ministros y demás familia que acompañaban al ilustrísimo no tenían un celo tan puro como el suyo. Sin saberlo el piadoso arzobispo tornaban para sí mucho de aquel oro, entrándose por las casas y ermitas de los indios a quitar los ídolos y cuanto a ellos se ofrecía de algún valor; este desorden hacía persuadir a los naturales que la guerra se hacía más contra sus riquezas, que contra la religión de sus mayores. Por otra parte, los ministros reales que veían defraudarse de una gran parte de aquel tesoro procuraron impedir que se prosiguiese la visita, e informaron de ello al consejo. Murió algún tiempo después el arzobispo, penetrado del más vivo dolor, y estuvo vacante la sede diez años, en que echó profundísimas raíces el mal. En este intermedio había venido por presidente de aquella real audiencia el doctor don Antonio González, y noticioso de la triste situación de aquellas provincias, pidió a los superiores algunos religiosos de la Compañía. Concediéronsele los padres Francisco de Victoria y Francisco Linero con el hermano Juan Martínez que estaban para navegar a la provincia del Perú. El tiempo que estuvieron   —368→   en Santa Fe hizo el presidente las más vivas diligencias por que fundase allí la Compañía. Los ciudadanos que siempre han mostrado un extraordinario afecto a nuestra religión, les dieron proporcionada habitación y una capilla para el ejercicio de sus ministerios. El padre Antonio Martínez había bajado del Perú para gobernar aquel pequeño colegio. Con tan bellos principios de fundación no sabemos por qué causa, vuelto a España don Antonio González, los padres desampararon la tierra y pasaron al Perú conforme a su primer destino.

[Ocupaciones de los padres en Santa Fe] Tal era el estado del nuevo reino de Granada cuando llegaron a él los dos misioneros de la provincia de México. Sostenidos con toda la autoridad del arzobispo y presidente, comenzaron a ejercitar sus ministerios con una aplicación y un fervor que causaba espanto a cuantos veían a dos hombres solos haciendo guerra a todos los vicios y desórdenes de una populosa ciudad. Recogidos en la pobre habitación del hospital, no se les veía jamás en la calle sino para cosas de la gloria de Dios. Su distribución, según escribe el padre Medrano, era esta. Por la mañana, después de haber celebrado el santo sacrificio, visitaban los enfermos del hospital: si había algunos que quisiesen confesarse, servíanlos y consolábanlos, poniendo por cimiento del día este ejercicio de humildad. Luego se sentaban a oír confesiones hasta las ocho o nueve de la mañana. De aquí partían sus ocupaciones. El padre Medrano hacía una lección de teología moral a los clérigos y ministros de indios que por orden del ilustrísimo se juntaban a este efecto cada día. El padre Figueroa leía gramática a los pajes del señor arzobispo y algunos otros españolitos de lo más lucido de la ciudad. El rato que quedaba de la mañana lo empleaban en sus domésticas distribuciones, si les daba lugar el tropel de consultas de parte del señor arzobispo, presidente y oidores, u otras semejantes personas. Algunos ratos empleaban en aprender uno la lengua Moxca, otro la Pancha. A la tarde salían por las calles acompañados de los niños y los indios, cantando por las calles la doctrina cristiana hasta la plaza, en que uno explicaba algún punto del catecismo, y otro hacía una exhortación moral. Por lo común no volvían a casa sino acompañados de algunos penitentes, con cuyas lágrimas y sincera conversión, bendecía el Señor sus trabajos y los animaba para proseguir con nuevo fervor al día siguiente. Antes de recogerse volvían a visitar los enfermos del hospital, y las más noches interrumpían el tenue descanso levantándose a confesiones para que eran buscados de toda la ciudad. Los domingos y los días de fiesta   —369→   añadían por la mañana otro sermón en la iglesia del hospital.

[Muerte del padre Diego de Villegas] Lo interior de la provincia no ofrece este año cosa particular, ni debemos cansar la atención de nuestros lectores con la repetición de unos mismos ministerios, siempre útiles, siempre gloriosísimos; pero que suponemos bastantemente conocidos. El colegio de Guadalajara perdió esto año al padre rector Diego de Villegas, en quien la virtud había obscurecido la nobleza de sus cunas. Hombre verdaderamente religioso e irreprensible en sus palabras, que jamás fueron sino muy necesarias y muy útiles, tiernamente devoto de la Virgen Santísima, abrazó al padre que lo dio la noticia de su cercana muerte. En pocos meses que estuvo en aquella ciudad mereció la veneración de todo género de personas que se mostró bien en su muerte. El convento de monjas y los superiores de las religiones, no contentos con otras públicas demostraciones, le hicieron honras en sus iglesias. El cabildo eclesiástico hizo el oficio sepulcral, y los distinguidos republicanos pretendían algunas de sus pobres alhajas como prendas de un hombre que juzgaban gozaba ya del Señor.

[Don fray Domingo de Ulloa obispo de Michoacán] En Michoacán había ocupado la silla episcopal el ilustrísimo señor don fray Domingo de Ulloa, del orden de predicadores. Este prelado parecía traer vinculado en su misma sangre y apellido el amor y afición a la Compañía y el motivo de nuestra confianza y agradecimiento, siendo hermano de la ilustre señora Doña Magdalena de Ulloa, fundadora de los tres insignes colegios de Oviedo, Santander y Villa García, en la provincia de Castilla. Parece que presintieron algunos émulos el favor que pretendía hacer a la Compañía el ilustrísimo, y se armaron desde muy temprano de mil imposturas para prevenirlo. Todas las disipó la presencia del padre rector, que salió más de una jornada a recibir al señor obispo. Las personas más autorizadas del cabildo habían querido servirse de la habilidad de nuestros estudiantes y dirección de nuestros maestros para algunas funciones castellanas y latinas con que felicitar a su pastor. Halló modo de embarazarlo la envidia; pero no pudo impedir sin embargo que por tres días continuos, con certámenes poéticos, con panegíricos en prosa y en verso, y otras amenísimas invenciones fuese celebrado en nuestro colegio. Esta quiso su señoría ilustrísima que fuese su primera visita, y no contento con una demostración de tanto honor, sabiendo por algunos de los capitulares el poco tiempo en que se habían prevenido aquellos festejos, y lo que no les habían permitido hacer para mostrar el gozo que sentían de su llegada, concibió tan alta   —370→   estimación de nuestros estudios, que desde luego destinó a uno de los padres por examinador sinodal de órdenes y beneficios. Servíase de ellos en todos los negocios de importancia, y para dar un gaje más seguro de su tierno amor a la Compañía, dio tres mil pesos para que en la iglesia que entonces comenzaba a fabricarse, se labrase a su costa una capilla, en que después de la muerte descansase su cuerpo. ¡Cómo en esas veces ha contribuido la envidia a hacer brillar más el mérito de aquellos que persigue!

[Licencia para la fábrica de un fuerte en Sinaloa] El excelentísimo señor conde de Monterey había por este mismo tiempo condescendido a las instancias de don Alonso Díaz, capitán de Sinaloa, concediéndole veinticinco soldados que estuviesen de asiento en la villa de San Felipe y Santiago. Partieron escoltados de esta pequeña tropa a la misma provincia un padre y un hermano. El arribo de los soldados y los padres, causó grande regocijo a los españoles a los indios amigos. Solo Nacabeba cada día más atrevido con el favor de los tehuecos se oponía con nuevos insultos a cuantos medios se tomaban para asegurar la tranquilidad. A pocos días de llegados los nuevos presidiarios, tuvieron los tehuecos el atrevimiento de poner fuego a las iglesias de Matapan y Bavoria. El día mismo de la pascua amanecieron en las cercanías de la villa flechados cinco caballos. Estos pequeños sustos los contrapesaba el Señor con grandes consuelos en la quietud, la devoción y la piedad de los pueblos pacíficos. En la semana santa se celebró la memoria de nuestra redención con todo aquel aparato de músicas, procesiones, penitencias públicas, confesiones y comuniones, que pudieran verse en ciudades de muy antiguos cristianos. Solo el padre Juan Bautista de Velasco, en carta al padre provincial, dice haber confesado esta cuaresma más de quinientos indios. Se pretendió, en atención a los buenos efectos de este presidio, se pusiese otro semejante en el río de Zuaque. Dio buenas esperanzas de hacerlo el conde de Monterey, aunque no llegó a ejecutarlo sino su sucesor, como tendremos lugar de verlo en otra parte.

[Nuevas conquistas en Topía y la Laguna] En la Sierra de Topía el padre Hernando de Santarén, y el padre Juan Agustín en la Laguna, ganaban a Dios muchas almas: el primero trabajaba con algunos gentiles y muchos malos cristianos. El segundo, trabajaba con mucho más provecho entre los paganos. Bautizó esto año más de cien adultos, y muchos más párvulos, y casó treinta pares, fuera de muchos otros que redujo a vivir con sus mujeres, las cuales tomaban y dejaban con la misma facilidad. El principal fruto de fruto de este   —371→   año fue la población de Santa María de las Parras, a poca distancia de la Laguna de San Pedro. Este proyecto formado e intentado desde la primera entrada de los misioneros, no había, por la barbarie e incapacidad de los indios tenido efecto alguno. La constancia y la dulzura del padre Juan Agustín, venció al fin la obstinación de los naturales y el amor a aquellos bosques en que habían nacido, como consta de un antiguo instrumento otorgado ante Martín Zapata, por mandado del capitán Diego de Robles, en 18 de febrero de 1593. A principios de este año, quince caciques los más cristianos, con todas las gentes don su dependencia, se habían pasado a la nueva colonia y formado un pueblo de cerca de dos mil moradores. Habían fabricado una pequeña iglesia y casa para el padre, de que él había hecho un hospital en que personalmente asistía y curaba a los enfermos. Esta caritativa providencia le obliga a tomar la superstición temida de algunos de los indios, y singularmente de la nación de los payos. Estos, no atreviéndose a ver morir alguno por temor de que luego había de venir sobre ellos la muerte, no aguardaban la última hora para enterrarlos, y pocos días antes supo que una india muy anciana, creyendo que no había de sobrevenirle más enfermedad que les sirviese de aviso, la enterraron buena y sana para librarse del continuo susto en que los tenía de hallarla muerta. No podemos concluir mejor la narración de los apostólicos trabajos del padre Juan Agustín, que con un breve rasgo de una de sus cartas. «Fuera (dice) del continuo ejercicio de la doctrina y catecismo le tengo de bautizar, confesar, casar y pacificar no solo a los indios, sino a extranjeros y españoles, y lo hago con mucho gusto y confusión mía de ver cuan a manos llenas me da el Señor en que servirle, y cuan mal y poco me dispongo a ser instrumento digno de su divina Majestad para salvar las almas. Guerra me hace el demonio, y algunas veces muy cruda. Pocos días ha me vi tan lleno de tristeza y sequedad, que taedebat animan meam vitae meae. ¡O qué paciencia y confianza en Dios es menester para estos ministerios! En esta tierra, ¡qué no hay de ocasiones! ¡qué soledad! ¡qué caminos! ¡qué desamparos! ¡qué hombres! ¡qué aguas amargas y de mal olor! ¡qué serenos y noches al aire! ¡qué soles, qué mosquitos, qué espinas, qué gentes, qué contradicciones! Pero si todo fueran flores, mi padre, ¿qué nos quedaría para gozar en el cielo? Hágase en mí la voluntad del Señor. En ella quiero andar y no en la mía perversa, en sus manos que por nos puso en la cruz, y no en las mías pecadoras. Quedo animado como vuestra reverencia me manda hasta que venga   —372→   el ángel de luz que ha de venir por mi compañero. Padecerá mucho y ganará a Dios muchas almas, y consolarme y animarme ha. Yo le amaré, le serviré y obedeceré, pues que con otras almas ayudará también la mía a caminar al cielo. Por la misericordia de Dios cada día espero la muerte, y para recibirla pido a mi Dios el espíritu contribulado, el corazón contrito y humillado, que con esto el sacrificio de mi alma le será acepto, y suplirá el sacramento si faltare quien me le administre, pues cuatro meses ha que no veo un sacerdote con quien poderme confesar». Hasta aquí este fervorosísimo misionero pintando tan vivamente en su persona lo que tendríamos por inútil repetir en cada uno de los que todo lo sacrificaban al servicio del Señor y ayuda de las almas.

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