El Periquillo Sarniento
En
estos cinco capítulos del Periquillo sarniento se toma
como tema principal la educación, desde la aprendida
dentro de la familia hasta la que se aprende en la
escuela según el tipo de maestros y compañeros de
estudio.
El
propósito de el actor principal de la obra, Pedro
Sarmiento al relatar su vida es en cierta forma, el de
educar a sus hijos para que no cometan con sus hijos los
mismos errores que el y sus padres cometieron con el
convirtiéndolo, según el mismo en alguien inútil y todo
esto por la educación que recibió en sus primeros años.
Casi la mayoría de lo relatado en esta poción del libro
es una critica de tanto profesores como las tradiciones
de enseñanza, esta critica es realizada en una época muy
distinta a la nuestra y aun así al leerlo se encuentra
un parecido a la educación actual tanto paternal como
escolar, tal vez por estar desarrollada en nuestro país
se haya heredado hasta nuestros días.
La
mala educación mencionada en estos cinco capítulos
inicia desde la niñez, esto es común verlo en la
actualidad cuando las madres consienten demasiado a sus
hijos y con esto hacen que el niño se acostumbre a
recibir todo lo que quiere, esto no es bueno porque más
adelante en su vida puede que no tengan las mismas
comodidades por lo que serían infelices.
Otra cosa muy cierta y que es mencionada, es como nos
daña la sobreprotección casi siempre maternal al
intentar evitar que nos resfriemos cubriéndonos y
cuidándonos de el frió pero que en vez de ayudarnos nos
perjudican ya que nos vuelven muy delicados.
También menciona lo que se hacía y aun se hace con los
niños pequeños de asustarlos si se portan mal es muy
influyente en su desarrollo no solo escolar sino que
hace que tengan poca autoestima y confianza en si
mismos. Todo esto es muy cierto ya que a la mayoría de
nosotros algunas vez nos asustaron con cuentos y también
es cierto que nos quitaba un poco de confianza, pero con
el tiempo todo esto se va olvidando y desmintiendo.
En
cuanto a el tipo de educación en las escuelas que se
recibía antes, tampoco a variado mucho ya que los tipos
de maestros eran de carácter y manera de enseñar
distintos unos de otros, unos que son infelices
enseñando y que por esto, no se aprende casi nada con
ellos, otros, como el segundo maestro, que intentan que
la educación debe ser rígida y con mucha disciplina
volviéndose como unos verdugos (hipotéticamente
hablando) sin embargo, por último existen los maestro
generosos, que dan confianza y tienen habilidad para
explicar y que los alumnos entiendan.
La
poca organización que manifestaba el primer maestro
colaboro para que todos sus discípulos tomaran malas
costumbres, no se acostumbraran a esforzarse en aprender
ni tampoco en obedecer. Estos maestros hoy podrían ser
conocidos como maestros “barco” ya que son fáciles de
manejar y no incitan a que uno se interese en aprender.
La
rigidez de su segundo maestro mostró que los
pensamientos de ese tipo de maestros es erróneo en
cuanto a la manera de enseñar además de que imponía todo
lo que enseñaba como si no hubiera otra verdad que lo
que el dijera, para el periquillo fue difícil cambiar de
un extremo de holgazanería a otro extremo de disciplina
y trabajo que finalmente no aguanto, creo que nadie
hubiera aguantado tan drástico cambio.
Mostrados los dos limites totalmente contrarios y
fallidos para una buena educación ahora el autor crea e
introduce en la historia a un tipo de maestro que a
simple vista podría ser considerado como algo intermedio
de los otros dos, pero en realidad no me parece así,
este maestro es en realidad el único que merece ser
llamado maestro con el simple hecho de adentrar
confianza e interesar al alumno en lo que va a aprender
tratándolo como lo que es, un niño.
Lo
siguiente de este libro en cuanto a la educación explica
como es que en aquella época eran más importantes para
poder subsistir todo un país las personas que se
dedicaban a oficios (herreros, sastres, plateros,
tejedor, etc.) solo que estas tenían que dejar de
estudiar para poder aprender un oficio en particular y
con este mantenerse ellos y a sus familias. Con todo y
esto, la madre del periquillo no permitió que se le
instruyera a su hijo en algún oficio.
Una cosa que se debe tomar en cuenta es que en aquel
entonces los padres decidían el estudio o instrucción
que recibirían sus hijos especialmente entre la
“nobleza”. Tal vez esa sea la razón de que ahora sea
menos visible esto, ya que los estudiantes deciden que
estudiar o simplemente trabajar.
Después de haber pasado por tres muy diferentes formas
de enseñanza, fue cuando el periquillo toma una actitud
no muy buena en cuanto al estudio, ya que sus
pensamientos empiezan a girar en torno a la hipocresía
de hacer como que aprende sin llegar a importarle para
que le pudiera servir lo aprendido y solo se esforzaba
para obtener una “calificación” y no para aprender.
En
la parte de final de la narración de el transcurso de
sus estudios por fin toma una especialización, pero se
da a notar que ahora su maestro solo se concentraba en
la “carrera”, esto es lo que a cualquiera a esa edad le
parecería bueno, solo especializarse en una ciencia sin
tomar en cuenta a las demás pero esto sería un error ya
que supongo que al madurar y progresar en los estudios
se pueden ir ocupando estos conocimientos que algún día
fueron considerados inútiles para nuestra preparación,
la razón más importante para aprender de todo un poco es
el intentar ser más cultos.
Según el propio periquillo sarniento para cuando obtuvo
su titulo en realidad no había aprendido nada y habla de
sus estudios como algo que no le había servido para
nada, cuando en realidad manifiesta una contradicción ya
que con la forma en que escribe y narra su vida denota
una cultura altamente desarrollada, con el simple hecho
de que le enseñaran a leer y escribir es como debiera de
agradecer a todos esos maestros que malos o buenos el
aprendió algo de todos ellos. Esto me dice que en la
parte restante del libro el personaje, fracasa.
Lo
que me parece que intenta hacer el autor es una critica
totalmente negativa de la educación de México en aquel
entonces sin tocar ni una sola parte positiva y útil de
esa educación que ayer, hoy y siempre será un lujo poder
tenerla.
Como lo menciona al principio el personaje, la narración
que hace no es con un solo estilo, a veces me hacía
reír, en partes no entendía de lo que hablaba, otras se
manifiesta enojado y mayormente se presentaba como
consejero para que sus hijos no comentan errores como
padres con sus hijos.
El libro consta de 5
tomos, pero por el momento solo está disponible el
primer tomo completo
Capítulo I
Comienza
Periquillo escribiendo el motivo que tuvo para dejar a
sus hijos estos cuadernos, y da razón de sus padres,
patria, nacimiento y demás ocurrencias de su infancia
Postrado en una cama muchos meses hace,
batallando con los médicos y enfermedades, y esperando
con resignación el día en que, cumplido el orden de la
Divina Providencia, hayáis de cerrar mis ojos, queridos
hijos míos, he pensado dejaros escritos los nada raros
sucesos de mi vida, para que os sepáis guardar y
precaver de muchos de los peligros que amenazan, y aun
lastiman al hombre en el discurso de sus días.
Deseo que en esta lectura aprendáis a desechar
muchos errores que notaréis admitidos por mí y por
otros, y que, prevenidos con mis lecciones, no os
expongáis a sufrir los malos tratamientos que yo he
sufrido por mi culpa; satisfechos de [2] que mejor es
aprovechar el desengaño en las cabezas ajenas que en la
propia.
Os suplico encarecidamente que no os
escandalicéis con los extravíos de mi mocedad, que os
contaré sin rebozo, y con bastante confusión; pues mi
deseo es instruiros y alejaros de los escollos donde
tantas veces se estrelló mi juventud, y a cuyo mismo
peligro quedáis expuestos.
No creáis que la lectura de mi vida os será
demasiado fastidiosa, pues como yo sé bien que la
variedad deleita el entendimiento, procuraré evitar
aquella monotonía o igualdad de estilo, que regularmente
enfada a los lectores. Así es, que unas veces me
advertiréis tan serio y sentencioso como un Catón, y
otras tan trivial y bufón como un Bertoldo. Ya leeréis
en mis discursos, retazos de erudición y rasgos de
elocuencia; y ya veréis seguido un estilo popular
mezclado con los refranes y paparruchadas del
vulgo.
También os prometo que todo esto será sin
afectación ni pedantismo, sino según me ocurra a la
memoria, de donde pasará luego al papel, cuyo método me
parece el más análogo con nuestra natural veleidad.
Últimamente, os mando y encargo que estos
cuadernos no salgan de vuestras manos, porque no se
hagan el objeto de la maledicencia, de los necios o de
los inmorales; pero si tenéis la debilidad de prestarlos
alguna vez, os suplico no los prestéis a esos señores,
ni a las viejas hipócritas, ni a los curas interesables,
y que saben hacer negocio con sus feligreses vivos y
muertos, ni a los médicos y abogados chapuceros, ni a
los escribanos, agentes, relatores y procuradores
ladrones, ni a los comerciantes usureros, ni a los
albaceas herederos, ni a los padres y madres indolentes
en la educación de su familia, ni a las beatas necias y
supersticiosas, ni a los jueces venales, ni a los
corchetes pícaros, ni a los alcaides tiranos, ni a los
poetas y escritores remendones como yo, ni a los
oficiales de [3] la guerra y soldados fanfarrones y
hazañeros, ni a los ricos avaros, necios, soberbios y
tiranos de los hombres, ni a los pobres que lo son por
flojera, inutilidad o mala conducta, ni a los mendigos
fingidos; ni los prestéis tampoco a las muchachas que se
alquilan, ni a las mozas que se corren, ni a las viejas
que se afeitan, ni... pero va larga esta lista. Basta
deciros que no los prestéis ni por un minuto a ninguno
de cuantos advirtiereis que les tocan las generales en
lo que leyeren; pues sin embargo de lo que asiento en mi
prólogo, al momento que vean sus interiores retratados
por mi pluma, y al punto que lean alguna opinión que
para ellos sea nueva o no conforme con sus extraviadas o
depravadas ideas, a ese mismo instante me calificarán de
un necio, harán que se escandalizan de mis discursos, y
aun habrá quien pretenda quizá que soy hereje, y tratará
de delatarme por tal, aunque ya esté convertido en
polvo. ¡Tanta es la fuerza de la malicia, de la
preocupación o la ignorancia!
Por tanto, o leed para vosotros solos mis
cuadernos, o en caso de prestarlos sea únicamente a los
verdaderos hombres de bien, pues éstos, aunque como
frágiles yerren o hayan errado, conocerán el peso de la
verdad sin darse por agraviados, advirtiendo que no
hablo con ninguno determinadamente, sino con todos los
que traspasan los límites de la justicia; mas a los
primeros (si al fin leyeren mi obra) cuando se incomoden
o se burlen de ella, podréis decirles, con satisfacción
de que quedarán corridos: «¿De qué te alteras? ¿Qué
mofas, si con distinto nombre de ti habla la vida de
este hombre desreglado?»
(14)
Hijos míos, después de mi muerte leeréis por
primera vez estos escritos. Dirigid entonces vuestros
votos por mí al trono [4] de las misericordias;
escarmentad en mis locuras; no os dejéis seducir por las
falsedades de los hombres; aprended las máximas que os
enseño, acordándoos que las aprendí a costa de muy
dolorosas experiencias; jamás alabéis mi obra, pues ha
tenido más parte en ella el deseo de aprovecharos; y
empapados en estas consideraciones, comenzad a leer.
Mi patria, padres, nacimiento y primera
educación
Nací en México, capital de la América
Septentrional, en la Nueva-España. Ningunos elogios
serían bastantes en mi boca para dedicarlos a mi cara
patria; pero, por serlo, ningunos más sospechosos. Los
que la habitan y los extranjeros que la han visto,
pueden hacer su panegírico más creíble, pues no tienen
el estorbo de la parcialidad, cuyo lente de aumento
puede a veces disfrazar los defectos, o poner en grande
las ventajas de la patria aun a los mismos naturales; y
así, dejando la descripción de México para los curiosos
imparciales, digo: que nací en esta rica y populosa
ciudad por los años de 1771 a 73 de unos padres no
opulentos, pero no constituidos en la miseria; al mismo
tiempo que eran de una limpia sangre, la hacían lucir y
conocer por su virtud. ¡Oh, si siempre los hijos
siguieran constantemente los buenos ejemplos de sus
padres!
Luego que nací, después de las lavadas y demás
diligencias de aquella hora, mis tías, mis abuelas y
otras viejas del antiguo cuño querían amarrarme las
manos, y fajarme o liarme como un cohete, alegando que
si me las dejaban sueltas, estaba yo propenso a ser muy
manilargo
(15) de grande, y por último, y como la
razón de más peso y el argumento más incontrastable,
decían que éste era el modo con [5] que a ellas las
habían criado, y que por tanto, era el mejor y el que se
debía seguir como más seguro, sin meterse a disputar
para nada del asunto; porque los viejos eran en todo más
sabios que los del día, y pues ellos amarraban las manos
a sus hijos, se debía seguir su ejemplo a ojos cerrados.
A seguida, sacaron de un canastito una cincha de
listón que llamaban faja de dijes, guarnecida
con manitas de azabache, el ojo del venado,
colmillo de caimán, y otras baratijas de esta
clase, dizque para engalanarme con estas reliquias del
supersticioso paganismo el mismo día que se había
señalado para que en boca de mis padrinos fuera yo a
profesar la fe y santa religión de Jesucristo.
¡Válgame Dios cuánto tuvo mi padre que batallar
con las preocupaciones de las benditas viejas! ¡Cuánta
saliva no gastó para hacerles ver que era una quimera y
un absurdo pernicioso el liar y atar las manos a las
criaturas! ¡Y qué trabajo no lo costó persuadir a estas
ancianas inocentes a que el azabache, el hueso, la
piedra, ni otros amuletos de esta ni ninguna clase, no
tienen virtud alguna contra el aire, rabia, mal de ojo,
y semejantes faramallas!
Así me lo contó su merced muchas veces, como
también el triunfo que logró de todas ellas, que a
fuerza o de grado accedieron a no aprisionarme, a no
adornarme sino con un rosario, la santa cruz, un
relicario y los cuatro evangelios, y luego se trató de
bautizarme.
Mis padres ya habían citado los padrinos, y no
pobres, sencillamente persuadidos a que en el caso de
orfandad me servirían de apoyo.
Tenían los pobres viejos menos conocimiento de
mundo que el que yo he adquirido, pues tengo muy
profunda experiencia de que los más de los padrinos no
saben las obligaciones que contraen respecto de los
ahijados, y así creen que hacen mucho con darles medio
real cuando los ven, y si sus padres [6] mueren, se
acuerdan de ellos como si nunca los hubieran visto. Bien
es verdad, que hay algunos padrinos que cumplen con su
obligación exactamente, y aun se anticipan a sus propios
padres en proteger y educar a sus ahijados. ¡Gloria
eterna a semejantes padrinos!
En efecto, los míos ricos me sirvieron tanto
como si jamás me hubieran visto; bastante motivo para
que no me vuelva a acordar de ellos. Ciertamente que
fueron tan mezquinos, indolentes y mentecatos, que por
lo que toca a lo poco o nada que les debí ni de chico ni
de grande, parece que mis padres los fueron a escoger de
los más miserables del hospicio de pobres. Reniego de
semejantes padrinos, y más reniego de los padres que
haciendo comercio del Sacramento del Bautismo, no
solicitan padrinos virtuosos y honrados, sino que
posponen éstos a los compadres ricos o de rango, o ya
por el rastrero interés de que les den alguna friolera a
la hora del bautismo, o ya neciamente confiados en que
quizá, pues, por una contingencia o extravagancia del
orden o desorden común, serán útiles a sus hijos después
de sus días. Perdonad, pedazos míos, estas digresiones
que rebozan naturalmente de mi pluma, y no serán muy de
tarde en tarde en el discurso de mi obra.
Bautizáronme, por fin, y pusiéronme por nombre
Pedro, llevando después, como es uso, al
apellido de mi padre, que era Sarmiento.
Mi madre era bonita, y mi padre la amaba con
extremo; con esto, y con la persuasión de mis discretas
tías, se determinó nemine discrepante
(16), a darme nodriza o chichigua como
acá decimos. [7]
¡Ay hijos! Si os casareis algún día y tuviereis
sucesión, no la encomendéis a los cuidados mercenarios
de esta clase de gentes; lo uno, porque regularmente son
abandonadas, y al menor descuido son causa de que se
enfermen los niños; pues como no los aman, y sólo los
alimentan por su mercenario interés, no se guardan de
hacer cóleras, de comer mil cosas que dañan su salud, y
de consiguiente la de las criaturas que se les confían,
ni de cometer otros excesos perjudiciales, que no digo
por no ofender vuestra modestia; y lo otro, porque es
una cosa que escandaliza a la naturaleza que una madre
racional haga lo que no hace una burra, una gata, una
perra, ni ninguna hembra puramente animal y destituida
de razón.
¿Cuál de éstas fía el cuidado de sus hijos a
otro bruto, ni aun al hombre mismo? ¿Y el hombre dotado
de razón ha de atropellar las leyes de la naturaleza, y
abandonar a sus hijos en los brazos alquilados de
cualquiera india, negra o blanca, sana o enferma, de
buenas o depravadas costumbres, puesto que en teniendo
leche, de nada más se informan los padres, con escándalo
de la perra, de la gata, de la burra y de todas las
madres irracionales?
¡Ah! Si estas pobres criaturas de quienes hablo
tuvieran sindéresis, al instante que se vieran las
inocentes abandonadas de sus madres, cómo dirían llenas
de dolor y entusiasmo: mujeres crueles, ¿por qué tenéis
el descaro y la insolencia de llamaros madres? ¿Conocéis
acaso la alta dignidad de una madre? ¿Sabéis las señales
que la caracterizan? ¿Habéis atendido alguna vez a los
afanes que le cuesta a una gallina la conservación de
sus pollitos? ¡Ah! No. Vosotras nos concebisteis por
apetito, nos paristeis por necesidad, nos llamáis hijos
por costumbre, nos acariciáis tal cual vez por
cumplimiento, y nos abandonáis por un demasiado amor
propio o por una execrable lujuria. Sí, nos avergonzamos
de decirlo; pero señalad con verdad, si os atrevéis, la
causa porque os somos fastidiosos. [8] A excepción de un
caso gravísimo en que se interese vuestra salud, y cuya
certidumbre es preciso que la autorice un médico sabio,
virtuoso y no forjado a vuestro gusto, decidnos: ¿os
mueven a este abandono otros motivos más paliados que el
de no enfermaros y aniquilar vuestra hermosura?
Ciertamente no son otros vuestros criminales
pretextos, madres crueles, indignas de tan amable
nombre; ya conocemos el amor que nos tenéis, ya sabemos
que nos sufristeis en vuestro vientre por la fuerza, y
ya nos juzgamos desobligados del precepto de la
gratitud; pues apenas podéis, nos arrojáis en los brazos
de una extraña, cosa que no hace el bruto más atroz. Así
se produjeran estos pobrecillos si tuvieran expeditos
los usos de la razón y de la lengua.
Quedé, pues, encomendado al cuidado o descuido
de mi chichigua, quien seguramente carecía de
buen natural, esto es, de un espíritu bien formado;
porque si es cierto que los primeros alimentos que nos
nutren, nos hacen adquirir alguna propiedad de quien nos
los ministra, de suerte que el niño a quien ha criado
una cabra no será mucho que salga demasiado travieso y
saltador como se ha visto; si es cierto esto, digo: que
mi primera nodriza era de un genio maldito, según que yo
salí de mal intencionado, y mucho más cuando no fue una
sola la que me dio sus pechos, sino hoy una, mañana
otra, pasado mañana otra, y todas, o las más, a cual
peores; porque la que no era borracha, era golosa; la
que no era golosa, estaba gálica; la que no tenía este
mal, tenía otro; y la que estaba sana, de repente
resultaba en cinta; y esto era por lo que toca a las
enfermedades del cuerpo, que por lo que toca a las del
espíritu, rara sería la que estaría aliviada. Si las
madres advirtieran, a lo menos, estas resultas de su
abandono, quizá no fueran tan indolentes con sus hijos.
No sólo consiguieron mis padres hacerme un mal
genio con su abandono, sino también enfermizo con su
cuidado. Mis [9] nodrizas comenzaron a debilitar mi
salud, y hacerme resabido, soberbio e impertinente con
sus desarreglos y descuidos, y mis padres la acabaron de
destruir con su prolijo y mal entendido cuidado y
cariño; porque luego que me quitaron el pecho, que no
costó poco trabajo, se trató de criarme demasiado
regalón y delicado; pero siempre sin dirección ni tino.
Es menester que sepáis, hijos míos, (por si no
os lo he dicho) que mi padre era de mucho juicio, nada
vulgar, y por lo mismo se oponía a todas las candideces
de mi madre; pero algunas veces, por no decir las más,
flaqueaba en cuanto la veía afligirse o incomodarse
demasiado, y ésta fue la causa porque yo me crié entre
bien y mal, no sólo con perjuicio de mi educación moral,
sino también de mi constitución física.
Bastaba que yo manifestara deseo de alguna cosa
para que mi madre hiciera por ponérmela en las manos,
aunque fuera injustamente. Supongamos: quería yo su
rosario, el dedal con que cosía, un dulcecito que otro
niño de casa tuviera en la mano, o cosa semejante, se me
había de dar en el instante, y cuenta como se me negaba,
porque aturdía yo el barrio a gritos; y como me
enseñaron a darme cuanto gusto quería porque no llorara,
yo lloraba por cuanto se me antojaba para que se me
diera pronto.
Si alguna criada me incomodaba, hacía mi madre
que la castigaba, como para satisfacerme, y esto no era
otra cosa que enseñarme a soberbio y vengativo.
Me daban de comer cuanto quería, indistintamente
a todas horas, sin orden ni regla en la cantidad y
calidad de los alimentos, y con tan bonito método
lograron verme dentro de pocos meses cursiento, barrigón
y descolorido.
Yo, a más de esto, dormía hasta las quinientas,
y cuando me despertaban, me vestían y envolvían como un
tamal de pies a cabeza; de manera que, según me
contaron, yo jamás me levantaba de la cama sin zapatos,
ni salía del jonuco sin la cabeza [10]
entrapajada. A más de esto, aunque mis padres eran
pobres, no tanto que carecieran de proporciones para no
tener sus vidrieritas; teníanlas en efecto, y yo no era
dueño de salir al corredor o al balcón sino por un raro
accidente, y eso ya entrado el día. Me economizaban los
baños terriblemente, y cuando me bañaban por campanada
de vacante, era en la recámara muy abrigada y con una
agua bien caliente.
De esta suerte fue mi primera educación física;
¿y qué podía resultar de la observancia de tantas
preocupaciones juntas, sino el criarme demasiado débil y
enfermizo? Como jamás, o pocas veces me franqueaban el
aire, ni mi cuerpo estaba acostumbrado a recibir sus
saludables impresiones, al menor descuido las extrañaba
mi naturaleza, y ya a los dos y tres años padecía
catarros y constipados con frecuencia, lo que me hizo
medio raquítico. ¡Ah!, no saben las madres el daño que
hacen a sus hijos con semejante método de vida. Se debe
acostumbrar a los niños a comer lo menos que puedan, y
alimentos de fácil digestión proporcionados a la tierna
elasticidad de sus estómagos; deben familiarizarlos con
el aire y demás intemperies, hacerlos levantar a una
hora regular, andar descalzos, con la cabeza sin
pañuelos ni aforros, vestir sin ligaduras para que sus
fluidos corran sin embarazo, dejarlos travesear cuanto
quieran, y siempre que se pueda al aire fresco, para que
se agiliten y robustezcan sus nerviecillos, y por fin,
hacerlos bañar con frecuencia, y si es posible en agua
fría, o cuando no, tibia o quebrantada, como dicen. Es
increíble el beneficio que resultaría a los niños con
este plan de vida. Todos los médicos sabios lo encargan,
y en México ya lo vemos observado por muchos señores de
proporciones y despreocupados, y ya notamos en las
calles multitud de niños de ambos sexos vestidos muy
sencillamente, con sus cabecitas al aire, y sin más
abrigo en las piernas que el túnico o pantaloncito
flojo. ¡Quiera Dios que se haga general esta moda para
[11] que las criaturas logren ser hombres robustos, y
útiles por esta parte a la sociedad!
Otra candidez tuvo la pobrecita de mi madre, y
fue llenarme la fantasía de cocos, viejos
y macacos, con cuyos extravagantes nombres me
intimidaba cuando estaba enojada y yo no quería callar,
dormir o cosa semejante. Esta corruptela me formó un
espíritu cobarde y afeminado, de manera que aun ya de
ocho o diez años, yo no podía oír un ruidito a media
noche sin espantarme, ni ver un bulto que no
distinguiera, ni un entierro, ni entrar en un cuarto
oscuro, porque todo me llenaba de pavor; y aunque no
creía entonces en el coco, pero sí estaba
persuadido de que los muertos se aparecían a los vivos
cada rato, que los diablos salían a rasguñarnos y
apretarnos el pescuezo con la cola cada vez que estaban
para ello, que había bultos que se nos echaban encima,
que andaban las ánimas en penas mendigando nuestros
sufragios, y creía otras majaderías de esta clase, más
que los artículos de la fe. ¡Gracias a un puñado de
viejas necias que o ya en clase de criadas o de visitas
procuraban entretener al niño con cuentos de sus
espantos, visiones y apariciones intolerables! ¡Ah, qué
daño me hicieron estas viejas! ¡De cuántas
supersticiones llenaron mi cabeza! ¡Qué concepto tan
injurioso formé entonces de la divinidad, y cuán
ventajoso y respetable hacia los diablos y los muertos!
Si os casareis, hijos míos, no permitáis a los vuestros
que se familiaricen con estas viejas supersticiosas, a
quienes yo vea quemadas con todas sus fábulas y
embelecos en mis días; ni les permitáis tampoco las
pláticas y sociedades con gente idiota, pues lejos de
enseñarles alguna cosa de provecho, los imbuirán, en mil
errores y necedades que se pegan a nuestra imaginación
más que unas garrapatas, pues en la edad pueril aprenden
los niños lo bueno y lo malo con la mayor tenacidad, y
en la adulta, tal vez no bastan ni los libros ni los
sabios para desimpresionarlos de aquellos primeros
errores con que se nutrió su espíritu. [12]
De aquí proviene que todos los días vemos
hombres en quienes respetamos alguna autoridad o
carácter, y en quienes reconocemos bastante talento y
estudio; y sin embargo los notamos caprichosamente
adheridos a ciertas vulgaridades ridículas, y lo peor es
que están más aferrados a ellas que el codicioso Creso a
sus tesoros; y así suelen morir abrazados con sus
envejecidas ignorancias; siendo esto como natural, pues
como dijo Horacio: la vasija guarda por mucho tiempo
el olor del primer aroma en que se infurtió cuando
nueva.
Mi padre era, como he dicho, un hombre muy
juicioso y muy prudente; siempre se incomodaba con estas
boberías; era demasiadamente opuesto a ellas; pero amaba
a mi madre con extremo, y este excesivo amor era causa
de que por no darle pesadumbre, sufriera y tolerara, a
su pesar, casi todas sus extravagantes ideas, y
permitiera, sin mala intención, que mi madre y mis tías
se conjuraran en mi daño. ¡Válgame Dios, y qué
consentido y mal criado me educaron! ¿A mí negarme lo
que pedía, aunque fuera una cosa ilícita en mi edad o
perniciosa a mi salud? Era imposible. ¿Reñirme por mis
primeras groserías? De ningún modo. ¿Refrenar los
ímpetus primeros de mis pasiones? Nunca. Todo lo
contrario. Mis venganzas, mis glotonerías, mis necedades
y todas mis boberas pasaban por gracias propias de la
edad, como si la edad primera no fuera la más propia
para imprimirnos las ideas de la virtud y del honor.
Todos disculpaban mis extravíos y canonizaban
mis toscos errores con la antigua y mal repetida
cantinela de déjelo usted, es niño, es propio de su
edad, no sabe lo que hace, ¿cómo ha de comenzar por
donde nosotros acabamos? y otras tonteras de este
jaez, con cuyas indulgencias se pervertía más mi madre,
y mi padre tenía que ceder a su impertinente cariño.
¡Qué mal hacen los hombres que se dejan dominar de sus
mujeres, acerca de la crianza o educación de sus hijos!
[13]
Finalmente, así viví en mi casa los seis años
primeros que vi el mundo. Es decir, viví como un mero
animal, sin saber lo que me importaba saber, y no
ignorando mucho de lo que me convenía ignorar.
Llegó por fin el plazo de separarme de casa por
algunos ratos, quiero decir: me pusieron en la escuela,
y en ella ni logré saber lo que debía, y supe, como
siempre, lo que nunca había de haber sabido, y todo esto
por la irreflexiva disposición de mi querida madre; pero
los acaecimientos de esta época os los escribiré en el
capítulo siguiente.
Capítulo II
En el que
Periquillo da razón de su ingreso a la escuela, los
progresos que hizo en ella, y otras particularidades que
sabrá el que las leyere, las oyere leer, o las
preguntare
Hizo sus mohínas mi padre, sus pucheritos mi
madre, y yo un montón de alharacas, y berrinches
revueltos con mil lágrimas y gritos; pero nada valió
para que mi padre revocara su decreto. Me encajaron en
la escuela mal de mi grado.
El maestro era muy hombre de bien; pero no tenía
los requisitos necesarios para el caso. En primer lugar
era un pobre, y emprendió este ejercicio por mera
necesidad, y sin consultar su inclinación y habilidad;
no era mucho que estuviera disgustado como estaba, y aun
avergonzado en el destino.
Los hombres creen (no sé por qué) que los
muchachos por serlo, no se entretienen en escuchar sus
conversaciones ni las comprenden; y fiados en este
error, no se cuidan de hablar delante de ellos muchas
cosas que alguna vez les salen a la cara, y entonces
conocen que los niños son muy curiosos, y observativos.
[14]
Yo era uno de tantos, y cumplía con mis deberes
exactamente. Me sentaba mi maestro junto a sí, ya por
especial recomendación de mi padre, o ya porque era yo
el más bien tratadito de ropa que había entre sus
alumnos.
No sé que tiene un buen exterior que se respeta
hasta en los muchachos.
Con esta inmediación a su persona no perdía yo
palabra de cuantas profería con sus amigos. Una vez le
oí decir platicando con uno de ellos: «sólo la maldita
pobreza me puede haber metido a escuelero; ya no tengo
vida con tanto muchacho condenado; ¡qué traviesos que
son y qué tontos! Por más que hago, no puedo ver uno
aprovechado. ¡Ah, fucha en el oficio tan
maldito! ¡Sobre que ser maestro de escuela es la última
droga que nos puede hacer el diablo!...» Así se producía
mi buen maestro, y por sus palabras conoceréis el candor
de su corazón, su poco talento y el concepto tan vil que
tenía formado de un ejercicio tan noble y recomendable
por sí mismo, pues el enseñar y dirigir la juventud es
un cargo de muy alta dignidad, y por eso los reyes y los
gobiernos han colmado de honores y privilegios a los
sabios profesores; pero mi pobre maestro ignoraba todo
esto, y así no era mucho que formara tan vil concepto de
una tan honrada profesión.
En segundo lugar, carecía, como dije, de
disposición para ella, o de lo que se dice genio. Tenía
un corazón muy sensible, le era repugnante el afligir a
nadie, y este suave carácter lo hacía ser demasiado
indulgente con sus discípulos. Rara vez les reñía con
aspereza, y más rara los castigaba. La palmeta y
disciplina tenían poco que hacer por su dictamen; con
esto los muchachos estaban en sus glorias, y yo entre
ellos, porque hacíamos lo que se nos antojaba
impunemente.
Ya ustedes verán, hijos míos, que este hombre,
aunque bueno de por sí, era malísimo para maestro y
padre de familias; pues así como no se debe andar todo
el día sobre los niños con [15] el azote en la mano como
cómitre de presidio, así tampoco se les debe levantar
del todo. Bueno es que el castigo sea de tarde en tarde,
que sea moderado, que no tenga visos de venganza, que
sea proporcionado al delito, y siempre después de haber
probado todos los medios de la suavidad y la dulzura
para la enmienda; pero si éstos no valen, es muy bueno
usar del rigor según la edad, la malicia y condición del
niño. No digo que los padres y maestros sean unos
tiranos, pero tampoco unos apoyos o consentidores de sus
hijos o encargados. Platón decía, que no siempre se
han de refrenar las pasiones de los niños con la
severidad, ni siempre se han de acostumbrar a los mimos
y caricias.
(17)
La prudencia consiste en poner medio entre los
extremos.
Por otra parte, mi maestro carecía de toda la
habilidad que se requiere para desempeñar este título.
Sabía leer y escribir, cuando más, para entender y darse
a entender; pero no para enseñar. No todos los que leen
saben leer. Hay muchos modos de leer, según los estilos
de las escrituras. No se han de leer las oraciones de
Cicerón como los anales de Tácito, ni el panegírico de
Plinio como las comedias de Moreto. Quiero decir, que el
que lee debe saber distinguir los estilos en que se
escribe, para animar con su tono la lectura, y entonces
manifestará que entiende lo que lee, y que sabe leer.
Muchos creen que leer bien consiste en leer
aprisa, y con tal método hablan mil disparates. Otros
piensan (y son los más) que en leyendo conforme a la
ortografía con que se escribe, quedan perfectamente.
Otros leen así, pero escuchándose y con tal pausa, que
molestan a los que los atienden. Otros por fin, leen
todo género de escritos con mucha afectación, pero con
cierta monotonía o igualdad de tono que fastidia. Éstos
son los modos más comunes de leer, y vosotros iréis
experimentando [16] mi verdad, y veréis que no son los
buenos lectores tan comunes como parece.
Cuando oyereis a uno que lee un sermón como
quien predica, una historia como quien refiere, una
comedia como quien representa, etc., de suerte que si
cerráis los ojos os parece que estáis oyendo a un orador
en el púlpito, a un individuo en un estrado, a un cómico
en un teatro, etc., decid: éste sí lee bien; mas si
escucháis a uno que lee con sonsonete, o mascando las
palabras, o atropellando los renglones, o con una misma
modulación de voz; de manera que lo mismo lea las
noches de Young que el todo fiel cristiano
del catecismo, decid sin el menor escrúpulo, Fulano no
sabe leer, como lo digo ahora de mi primer maestro. Ya
se ve, era de los que deletreaban c, a, ca; c, e, que;
c, i, qui, etc., ¿qué se podía esperar?
Y si esto era por lo tocante a leer, por lo que
respecta a escribir, ¿qué tal sería? Tantito peor, y no
podía ser de otra suerte; porque sobre cimientos falsos
no se levantan jamás fábricas firmes.
Es verdad que tenía su tintura en aquella parte
de la escritura que se llama calografía; porque
lo que eran trazos, finales, perfiles, distancias,
proporciones, etc., en una palabra, pintaba muy bonitas
letras; pero en esto de ortografía no había
nada. Él adornaba sus escritos con puntos, comas,
interrogaciones y demás señales de éstas; mas sin orden,
método, ni instrucción; con esto salían algunas cosas
suyas tan ridículas, que mejor le hubiera sido no
haberlas puesto ni una coma. El que se mete a hacer lo
que no entiende, acertará una vez, como el burro que
tocó la flauta por casualidad; pero las más
ocasiones echará a perder todo lo que haga, como le
sucedía a mi maestro en ese particular, que donde había
de poner dos puntos ponía coma; en donde ésta tenía
lugar, la omitía; y donde debía poner dos puntos, solía
poner punto final; razón clara para conocer desde luego
que erraba cuanto escribía; y no hubiera sido [17] lo
peor que sólo hubieran resultado disparates ridículos de
su maldita puntuación; pero algunas veces salían unas
blasfemias escandalosas.
Tenía una hermosa imagen de la Concepción, y le
puso al pie una redondilla que desde luego debía decir
así:
|
Pues del Padre
celestial |
|
|
|
fue María la
Hija querida, |
|
|
|
¿no había de ser
concebida |
|
|
|
sin pecado
original? |
|
|
Pero el infeliz hombre erró de medio a medio la
colocación de los caracteres ortográficos, según que lo
tenía de costumbre, y escribió un desatino endemoniado y
digno de una mordaza, si lo hubiera hecho con la más
leve advertencia, porque puso:
|
¿Pues del Padre
celestial |
|
|
|
fue María la
Hija querida? |
|
|
|
No, había de ser
concebida |
|
|
|
sin pecado
original. |
|
|
Ya ven ustedes qué expuesto está a escribir mil
desatinos el que carece de instrucción en la ortografía,
y cuán necesario es que en este punto no os descuidéis
con vuestros hijos.
Es una lástima la poca aplicación que se nota
sobre este ramo en nuestro reino. No se ven sino mil
groseros barbarismos todos los días escritos
públicamente en las velerías, chocolaterías,
estanquillos, papeles de las esquinas, y aun en el
cartel del coliseo. Es corriente ver una mayúscula
entremetida en la mitad de un nombre o verbo, unas
letras por otras, etc. Como (verbigracia)
ChocolaTería famosa, Rial estanquiyo de puros y
cigaros, El Barbero de Cebilla, La
Horgullosa, El Sebero Dictador, y otras
impropiedades de este tamaño, que no sólo manifiestan de
a legua la ignorancia de los escribientes, sino lo
abandonado de la policía de la capital en esta parte.
[18]
¿Qué juicio tan mezquino formará un extranjero
de nuestra ilustración cuando vea semejantes
despilfarros escritos y consentidos públicamente, no ya
en un pueblo, sino nada menos que en México, en la
capital de las Indias Septentrionales, y a vista y
paciencia de tanta respetable autoridad, y de un número
de sabios tan acreditados en todas facultades? ¿Qué ha
de decir, ni qué concepto ha de formar, sino de que el
común del pueblo (y eso si piensa con equidad) es de lo
más vulgar e ignorante, y que está enteramente
desatendido el cuidado de su ilustración por aquellos a
quienes está confiada?
Sería de desear que no se permitiera escribir
estos públicos barbarismos que contribuyen no poco a
desacreditarnos
(18).
Pues aún no es esto todo lo malo que hay en el
particular, porque es una lástima ver que este defecto
de ortografía se extiende a muchas personas de fina
educación, de talentos no vulgares, y que tal vez han
pasado su juventud en los colegios y universidades, de
manera que no es muy raro oír un bello discurso a un
orador, y notar en este mismo discurso escrito por su
mano, sesenta mil defectos ortográficos; y a mí me
parece que esta falta se debe atribuir a los maestros de
primeras letras, que o miran este punto tan principal de
la escritura como mera curiosidad, o como requisito no
necesario, y por eso se descuidan de enseñarlo a sus
discípulos, o enteramente lo ignoran, como mi maestro, y
así no lo pueden enseñar.
Ya ustedes verán ¿qué aprendería yo con un
maestro tan hábil? [19] Nada seguramente. Un año estuve
en su compañía, y en él supe leer de corrido,
según decía mi cándido preceptor, aunque yo leía hasta
galopado; porque como él no reparaba en niñerías de
enseñarnos a leer con puntuación, saltábamos nosotros
los puntos, paréntesis, admiraciones y demás cositas de
estas con más ligereza que un gato; y esto nos
celebraban mi maestro y otros sus iguales.
También olvidé en pocos días aquellas tales
cuales máximas de buena crianza que mi padre me había
enseñado en medio del consentimiento de mi madre; pero
en cambio de lo poco que olvidé, aprendí otras cosillas
de gusto, como (verbigracia) ser desvergonzado, mal
criado, pleitista, tracalero, hablador y jugadorcillo.
La tal escuela era, a más de pobre, mal
dirigida; con esto sólo la cursaban los muchachos
ordinarios, con cuya compañía y ejemplo, ayudado del
abandono de mi maestro y de mi buena disposición para lo
malo, salí aprovechadísimo en las gracias que os he
dicho. Una de ellas fue el acostumbrarme a poner malos
nombres, no sólo a los muchachos mis condiscípulos, sino
a cuantos conocidos tenía por mi barrio, sin exceptuar a
los viejos más respetables. ¡Costumbre o corruptela
indigna de toda gente bien nacida!, pero vicio casi
generalmente introducido en las más escuelas, en los
colegios, cuarteles y otras casas de comunidad; y vicio
tan común en los pueblos, que nadie se libra de llevar
su mal nombre a retaguardia. En mi escuela se nos
olvidaban nuestros nombres propios por llamarnos con los
injuriosos que nos poníamos. Uno se conocía por el
tuerto, otro por el corcovado, éste por el lagañoso,
aquél por el roto. Quien había que entendía muy bien por
loco, quien por burro, quien por guajolote, y así todos.
Entre tantos padrinos no me podía yo quedar sin
mi pronombre. Tenía cuando fui a la escuela una chupita
verde y calzón amarillo. Estos colores, y el llamarme mi
maestro algunas [20] veces por cariño Pedrillo,
facilitaron a mis amigos mi mal nombre, que fue
Periquillo; pero me faltaba un adjetivo que me
distinguiera de otro Perico que había entre
nosotros, y este adjetivo o apellido no tardé en
lograrlo. Contraje una enfermedad de sarna, y apenas lo
advirtieron, cuando acordándose de mi legítimo apellido
me encajaron el retumbante título de Sarniento,
y heme aquí ya conocido no sólo en la escuela ni de
muchacho, sino ya hombre y en todas partes, por
Periquillo Sarniento.
Entonces no se me dio cuidado, contentándome con
corresponder a mis nombradores con cuantos apodos podía;
pero cuando en el discurso de mi vida eché de ver qué
cosa tan odiosa y tan mal vista es tener un mal nombre,
me daba a Barrabás, reprochaba este vicio y llenaba de
maldiciones a los muchachos; más ya era tarde.
Sin embargo, no dejarán de aprovecharos estas
lecciones para que a vuestros hijos jamás les permitáis
poner nombres, advirtiéndoles que esta burda manía,
cuando menos, arguye un nacimiento ordinario y una
educación muy grosera; y digo cuando menos, porque si no
se hace por mera corruptela y chanzoneta, sino que estos
nombres son injuriosos de por sí, o se dicen con ánimo
de injuriar, entonces prueban en el que los pone o los
dice, una alma baja o corrompida, y será pecaminosa la
tal corruptela, de más o menos gravedad según el
espíritu con que se use.
Entre los romanos fue costumbre conocerse con
sobrenombres que denotaban los defectos corporales de
quien los tenía; así se distinguieron los Cocles,
los Manos largas, los Cicerones, los
Nasones y otros; pero lo que entonces fue
costumbre adoptada para inmortalizar la memoria de un
héroe, hoy es grosería entre nosotros. Las leyes de
Castilla imponen graves penas a los que injurian a otros
de palabra, y el mismo Cristo [21] dice que será reo
del fuego eterno el que le dijere a su hermano tonto o
fatuo.
Y si aun con los iguales debemos abstenernos de
este vicio, ¿qué será respecto a nuestros mayores en
edad, saber y gobierno? Y a pesar de esto ¿cuál es el
superior, sea de la clase o carácter que sea, que no
tenga su mal nombre en la comunidad o en el pueblo que
gobierna? Pues éste es un osado atrevimiento, porque
debemos respetarlos en lo público y en lo privado.
Sólo el ser viejo ya es un motivo que debe
ejercitar nuestro respeto. Las canas revisten a sus
dueños de cierta autoridad sobre los mozos. Tan conocida
ha sido esta verdad y tan antigua, que ya en el Levítico
se lee: reverencia la persona del anciano, y
levántate a la presencia de los que tienen canas.
Aun a los mismos paganos no se ocultó la justicia de
este respeto. Juvenal nos dice que hubo tiempo en
que se tenía por un crimen digno de muerte, que no se
levantara un joven a la presencia de un viejo, o un niño
a la de un hombre barbado
(19). Entre los Lacedemonios se mandaba
que los niños reverenciaran públicamente a los
ancianos, y les cedieran el lugar en todas ocasiones.
¿Qué dijeran estos antiguos si vieran hoy a los
muchachos burlarse de los pobres viejos a merced de su
cansada edad? Cuarenta y dos muchachos perecieron en los
brazos y dientes de dos osos; ¿y por qué? Porque se
burlaron del profeta Eliseo gritándole calvo.
¡Oh, qué bueno fuera que siempre hubiera un par de osos
a la mano para que castigaran la insolencia de tanto
muchacho atrevido y mal criado que crecen entre
nosotros!
No digo a los viejos, pero ni a los asimplados o
dementes [22] se debe burlar por ningún caso. El defecto
espiritual de estos infelices debe servir para dar
gracias al Criador de que nos ha librado de igual
fatalidad; debe contener nuestra soberbia, haciéndonos
reflexionar que mañana u otro día podemos padecer igual
trastorno como que somos de la misma masa; y por último,
debe excitar nuestra compasión hacia ellos, porque el
miserable trae en su misma miseria una carta de
recomendación de Dios para sus semejantes. Ved, pues, y
qué crueldad no será el burlarse de cualquiera de estos
pobrecillos, en vez de compadecerlos y socorrerlos como
debía ser. Aprended todo esto para inspirarlo a vuestros
hijos, y no tengáis por importunas mis digresiones.
Volviendo a mis adelantamientos en la escuela,
digo que fueron ningunos, y así hubieran sido siempre,
si un impensado accidente no me hubiera librado de mi
maestro. Fue el caso que un día entró un padre clérigo
con un niño a encomendarlo a su dirección; después que
hubo contestado con él, al despedirse observó el versito
que os he dicho, lo miró atentamente, sacó un anteojito,
lo volvió a leer con él, procuró limpiar las
interrogaciones y la coma que tenía el no,
creyendo fuesen suciedades de moscas; y cuando se hubo
satisfecho de que eran caracteres muy bien pintados,
preguntó: ¿quién escribió esto? A lo que mi buen maestro
respondió diciendo que él mismo lo había escrito y que
aquélla era su letra. Indignose el eclesiástico, y le
dijo: y usted ¿qué quiso decir en esto que ha escrito?
Yo, padre, respondió mi maestro tartamudeando, lo que
quise decir, es que María Santísima, fue concebida en
gracia original, porque fue la hija querida de Dios
Padre. Pues amigo, repuso el clérigo, usted eso querría
decir; mas aquí lo que se lee es un disparate
escandaloso; pero pues sólo es efecto de su mala
ortografía, tome usted el palo del tintero o todos sus
algodones juntos, y borre ahora mismo y antes que me
vaya este verso perversamente escrito, y si no sabe usar
de los [23] caracteres ortográficos, no los pinte jamás;
pues menos malo será que sus cartas y todo lo que
escriba lo fíe a la discreción de los lectores, sin gota
de puntuación, que no que por hacer lo que no sabe,
escriba injurias o blasfemias como la presente.
El pobre de mi maestro todo corrido y lleno de
vergüenza borró el verso fatal, delante del padre y de
nosotros. Luego que concluyó su tácita retractación,
prosiguió el eclesiástico: me llevo a mi sobrino porque
él es un ciego por su edad; y usted otro ciego por su
ignorancia; y si un ciego es el lazarillo de otro ciego,
ya usted habrá oído decir que los dos van a dar al
precipicio. Usted tiene buen corazón y buena conducta;
mas estas cualidades de por sí no bastan para ser buenos
padres, buenos ayos ni buenos maestros de la juventud.
Son necesarios requisitos para desempeñar estos títulos,
ciencia, prudencia, virtud y
disposición. Usted no tiene más que virtud, y
esta sola lo hará bueno para mandadero de monjas o
sacristán, no para director de niños. Con que procure
usted solicitar otro destino, pues si vuelvo a ver esta
escuela abierta, avisaré al maestro mayor para que le
recoja a usted las licencias, si las tiene. A Dios.
Consideren ustedes, ¿cómo quedaría mi maestro con
semejante panegírico? Luego que se fue el padre clérigo,
se sentó y reclinó la cabeza sobre sus brazos, lleno de
confusión y guardando un profundo silencio.
Ese día no hubo planas, ni lección, ni rezo, ni
doctrina, ni cosa que lo valiera. Nosotros participamos
de su pesadumbre e hicimos el duelo a su tristeza en el
modo que pudimos, pues arrinconamos las planas y los
libros, y no osamos levantar la voz para nada. Bien es,
que por no perder la costumbre, retozamos y charlamos en
secreto hasta que dieron las doce, a cuya primera
campanada volvió mi maestro en sí; rezó con nosotros, y
luego que nos echó su bendición, nos dijo con un tono
bastante tierno: «Hijos míos, yo no trato de proseguir
[24] en un destino que lejos de darme que comer, me da
disgusto. Ya habéis visto el lance que me acaba de pasar
con ese padre; Dios le perdone el mal rato que me ha
dado; pero yo no me expondré a otro igual, y así no
vengáis a la tarde; avisad a vuestros padres que estoy
enfermo y ya no abro la escuela. Con que hijos, vayan
norabuena y encomiéndenme a Dios.»
No dejamos de afligirnos algún tanto, ni dejaron
nuestros ojos de manifestar nuestro pesar, porque en
efecto, sentíamos a mi maestro como que maguer tontos,
conocíamos que no podíamos encontrar maestro más suave
si lo mandábamos hacer de mantequilla o mazapán; pero en
fin, nos fuimos.
Cada muchacho haría en su casa lo que yo en la
mía, que fue contar al pie de la letra todo el pasaje; y
la resolución de mi maestro de no volver a abrir la
escuela.
Con esta noticia tuvo mi padre que solicitarme
nuevo maestro, y lo halló al cabo de cinco días. Llevome
a su escuela y entregome bajo su terrible férula.
¡Qué instable es la fortuna en esta vida! Apenas
nos muestra un día su rostro favorable para mirarnos con
ceño muchos meses. ¡Válgame Dios, y cómo conocí esta
verdad en la mudanza de mi escuela! En un instante me vi
pasar de un paraíso a un infierno, y del poder de un
ángel al de un diablo atormentador. El mundo se me
volvió de arriba abajo.
Este mi nuevo maestro era alto, seco, entrecano,
bastante bilioso e hipocondriaco, hombre de bien a toda
prueba, arrogante lector, famoso pendolista, aritmético
diestro y muy regular estudiante; pero todas estas
prendas las deslucía su genio tétrico y duro.
Era demasiado eficaz y escrupuloso. Tenía muy
pocos discípulos, y a cada uno consideraba como el único
objeto de su instituto. ¡Bello pensamiento si lo hubiera
sabido dirigir con prudencia! Pero unos pecan por uno y
otros por otro extremo [25] donde falta aquella virtud.
Mi primer maestro era nimiamente compasivo y
condescendiente; el segundo era nimiamente severo y
escrupuloso. El uno nos consentía mucho; y el otro no
nos disimulaba lo más mínimo. Aquél nos acariciaba sin
recato; y éste nos martirizaba sin caridad.
Tal era mi nuevo preceptor, de cuya boca se
había desterrado la risa para siempre, y en cuyo cetrino
semblante se leía toda la gravedad de un Areopagita. Era
de aquellos que llevan como infalible el cruel y vulgar
axioma de que la letra con sangre entra, y bajo
este sistema era muy raro el día que no nos atormentaba.
La disciplina, la palmeta, las orejas de burro y todos
los instrumentos punitorios, estaban en continuo
movimiento sobre nosotros; y yo, que iba lleno de
vicios, sufría más que ninguno de mis condiscípulos los
rigores del castigo.
Si mi primer maestro no era para el caso por
indulgente, éste lo era menos por tirano; si aquél era
bueno para mandadero de monjas, éste era mejor para
cochero o mandarín de obrajes.
Es un error muy grosero pensar que el temor
puede hacernos adelantar en la niñez si es excesivo. Con
razón decía Plinio que el miedo es un maestro muy
infiel. Por milagro acertará en alguna cosa el que
la emprenda prevenido del miedo y del terror; el ánimo
conturbado, decía Cicerón, no es a propósito para
desempeñar sus funciones. Así me sucedía, que cuando iba
o me llevaban a la escuela, ya entraba ocupado de un
temor imponderable, con esto mi mano trémula y mi lengua
balbuciente ni podía formar un renglón bueno, ni
articular una palabra en su lugar. Todo lo erraba, no
por falta de aplicación, sino por sobra de miedo. A mis
yerros seguían los azotes, a los azotes más miedo, y a
más miedo más torpeza en mi mano y en mi lengua, la que
me granjeaba más castigo.
En este círculo horroroso de yerros y castigo
viví dos meses [26] bajo la dominación de aquel sátrapa
infernal. En este tiempo ¡qué diligencias no hizo mi
madre, obligada de mis quejas, para que mi padre me
mudara de escuela! ¡Qué disgustos no tuvo! ¡Y qué
lágrimas no le costó! Pero mi padre estaba inexorable,
persuadido a que todo era efecto de su consentimiento, y
no quería en esto condescender con ella, hasta que por
fortuna fue un día a casa de visita un religioso que ya
tenía noticia del pan que amasaba el señor maestro
susodicho, y ofreciéndose hablar de sus crueldades,
peroró mi madre con tanto ahínco, y atestiguó el
religioso con tanta solidez a mi favor que, convencido
mi padre, se resolvió a ponerme en otra parte, como
veréis en el capítulo que sigue.
Capítulo III
En el que
Periquillo describe su tercera escuela, y la disputa de
sus padres sobre ponerlo a oficio
Llegó el aplazado día en que mi padre acompañado
del buen religioso determinó ponerme en la tercera
escuela. Iba yo cabizbajo, lloroso y lleno de temor,
creyendo encontrarme con el segundo tomo del viejo
cruel, de cuyo poder me acababan de sacar; sin embargo
de que mi padre y el reverendo me ensanchaban el ánimo a
cada paso.
Entramos por fin a la nueva escuela; pero ¡cuál
fue mi sorpresa cuando vi lo que no esperaba ni estaba
acostumbrado a ver! Era una sala muy espaciosa y aseada,
llena de luz y ventilación, que no embarazaban sus
hermosas vidrieras; las pautas y muestras colocadas a
trechos, eran sostenidas por unos genios muy graciosos
que en la siniestra mano tenían un festón de rosas de la
más halagüeña y exquisita pintura. No parece sino que mi
maestro había leído, al sabio Blanchard en su
escuela de las costumbres, y que pretendió realizar
los proyectos [27] que apunta dicho sabio en esta parte,
porque la sala de la enseñanza rebozaba luz, limpieza,
curiosidad y alegría.
Al primer golpe de vista, que recibí con el
agradable exterior de la escuela, se rebajó notablemente
el pavor con que había entrado, y me serené del todo
cuando vi pintada la alegría en los semblantes de los
otros niños, de quienes iba a ser compañero.
Mi nuevo maestro no era un viejo adusto y
saturnino, según yo me lo había figurado; todo lo
contrario; era un semijoven como de treinta y dos a
treinta y tres años, de un cuerpo delgado y de regular
estatura; vestía decente, al uso del día y con mucha
limpieza; su cara manifestaba la dulzura de su corazón;
su boca era el depósito de una prudente sonrisa; sus
ojos vivos y penetrantes inspiraban la confianza y el
respeto; en una palabra, este hombre amable parece que
había nacido para dirigir la juventud en sus primeros
años.
Luego que mi padre y el religioso se retiraron,
me llevó mi maestro al corredor; comenzó a enseñarme las
macetas, a preguntarme por las flores que conocía, a
hacerme reflexionar sobre la varia hermosura de sus
colores, la suavidad de sus aromas, y el artificioso
mecanismo con que la naturaleza repartía los jugos de la
tierra por las ramificaciones de las plantas.
Después me hizo escuchar el dulce canto de
varios pintados pajarillos que estaban pendientes en sus
jaulitas como los de la sala, y me decía: ¿ves hijo, qué
primores encierra la naturaleza, aun en cuatro
yerbecitas y unos animalitos que aquí tenemos? Pues esta
naturaleza es la ministra del Dios que creemos y
adoramos. La mayor maravilla de la naturaleza que te
sorprenda, la hizo el Criador con un acto simple de su
suprema voluntad. Ese globo de fuego que está sobre
nuestras cabezas, que arde sin consumirse muchos miles
de años hace, que mantiene sus llamas sin saberse con
qué pábulo, que no sólo alegra, sino que da vida al
hombre, al bruto, a la [28] planta y a la piedra; ese
sol, hijo mío, esa antorcha del día, ese ojo del cielo,
esa alma de la naturaleza que con sus benéficos
resplandores ha deslumbrado a muchos pueblos,
granjeándose adoraciones de deidad, no es otra cosa,
para que me entiendas, que un juguete de la soberana
Omnipotencia. Considera ahora cuál será el poder, la
sabiduría y el amor de este tu gran Dios, pues ese sol
que te admira, esos cielos que te alegran, estos
pajarillos que te divierten, estas flores que te
halagan, este hombre que te enseña, y todo cuanto te
rodea en la naturaleza, salió de sus divinas manos sin
el menor trabajo, con toda perfección y destinado a tu
servicio. Y qué, ¿tú serás tan para poco que no lo
conozcas? O ya que lo conozcas, ¿serás tan indigno que
no agradezcas tantos favores al Dios que te los ha hecho
sin merecerlos? Yo no lo puedo creer de ti. Pues mira,
el mejor modo de mostrarse agradecida una persona a su
bienhechor, es servirlo en cuanto pueda, no darle ningún
disgusto y hacer cuanto le mande. Esto debes practicar
con tu Dios, pues es tan bueno. Él te manda que lo ames
y que observes sus mandamientos. En el cuarto de ellos
te ordena que obedezcas y respetes a tus padres, y
después de ellos a tus superiores, entre los que tienen
un lugar muy distinguido tus maestros. Ahora me toca
serlo tuyo, y a ti te toca obedecerme como buen
discípulo. Yo te debo amar como hijo y enseñarte con
dulzura, y tú debes amarme, respetarme y obedecerme lo
mismo que a tu padre.
No me tengas miedo, que no soy tu verdugo;
trátame con miramiento, pero al mismo tiempo con
confianza, considerándome como padre y como amigo.
Acá hay disciplinas, y de alambre, que arrancan
los pedazos; hay palmetas, orejas de burro, cormas,
grillos y mil cosas feas; pero no las verás muy
fácilmente, porque están encerradas en una covacha. Esos
instrumentos horrorosos que anuncian el dolor y la
infamia, no se hicieron para ti ni esos niños [29] que
has visto, pues estáis criados en cunas no ordinarias,
tenéis buenos padres, que os han dado muy bella
educación, y os han inspirado los mejores sentimientos
de virtud, honor y vergüenza, y no creo ni espero que
jamás me pongáis en el duro caso de usar de tan
repugnantes castigos.
El azote, hijo mío, se inventó para castigar
afrentando al racional, y para avivar la pereza del
bruto que carece de razón; pero no para el niño decente
y de vergüenza que sabe lo que le importa hacer, y lo
que nunca debe ejecutar, no amedrentado por el rigor del
castigo, sino obligado por la persuasión de la doctrina
y el convencimiento de su propio interés.
Aun los irracionales se docilitan y aprenden con
sólo la continuación de la enseñanza, sin necesidad de
castigo. ¿Cuántos azotes te parece que les habré dado a
estos inocentes pajaritos para hacerlos trinar como los
oyes? Ya supondrás que ni uno; porque ni soy capaz de
usar tal tiranía, ni los animalitos son bastantes a
resistirla. Mi empeño en enseñarlos y su aplicación en
aprender los han acostumbrado a gorjear en el orden que
los oyes.
Con que si unas avecitas no necesitan azote para
aprender, un niño como tú, ¿cómo lo habrá menester?...
¡Jesús!... ni pensarlo. ¿Qué dices? ¿Me engaño? ¿Me
amarás? ¿Harás lo que te mande? Sí señor, le dije, todo
enternecido, y le besé la mano, enamorado de su dulce
genio. Él entonces me abrazó, me llevó a su recámara, me
dio unos bizcochitos, me sentó en la cama, y me dijo que
me estuviera allí.
Es increíble lo que domina el corazón humano un
carácter dulce y afable, y más en un superior. El de mi
maestro me docilitó tanto con su primera lección, que
siempre lo quise y veneré entrañablemente, y por lo
mismo lo obedecía con gusto.
Dieron las doce, me llamó mi maestro a la
escuela para que las rezara con los niños; acabamos y
luego nos permitió estar saltando y enredando todos en
buena compañía; pero a su vista, [30] con cuyo respeto
eran nuestros juegos inocentes. Entre tanto fueron
llegando los criados y criadas por sus respectivos
niños, hasta que llegó la de mi casa y me llevó; pero
advertí que mi maestro le volvió el libro que yo tenía
para leer, y le dio una esquelita para mi padre, la que
se reducía a decirle que llevara yo primeramente los
compendios de Fleuri o Pinton, y cuando ya estuviera
bien instruido en aquellos principios, sería útil
ponerme en las manos el Hombre feliz, los
Niños célebres, las Recreaciones del hombre
sensible, u otras obritas semejantes; pero que
nunca convenía que yo leyera Soledades de la vida,
las novelas de Sayas, Guerras civiles de
Granada, la historia de Carlo Magno y doce
pares, ni otras boberas de éstas, que lejos de
formar, cooperan a corromper el espíritu de los niños, o
disponiendo su corazón a la lubricidad, o llenando su
cabeza de fábulas, valentías y patrañas ridículas.
Mi padre lo hizo según quería mi maestro, y con
tanto más gusto cuanto que conocía que no era nada
vulgar.
Dos años estuve en compañía de este hombre
amable, y al cabo de ellos salí medianamente aprovechado
en los rudimentos de leer, escribir y contar. Mi padre
me hizo un vestidito decente el día que tuve mi examen
público. Se esforzó para darle una buena gala a mi
maestro, y en efecto la merecía demasiado. Le dio las
debidas gracias, y yo también con muchos abrazos, y nos
despedimos.
Acaso os habrá hecho fuerza, hijos míos, que
habiendo yo sido de tan mal natural por mi educación,
física y moral sin culpa, sino por un excesivo amor de
mi madre, y habiéndome corrompido más con el perverso
ejemplo de los muchachos de mi primera escuela, hubiera
transformádome en un instante de malo en regular,
(porque bueno jamás lo he sido) bajo la dirección de mi
verdadero maestro; pero no lo extrañéis porque tanto así
puede la buena educación reglada por un talento superior
y una prudencia vigilante, y lo que es más, por el buen
[31] ejemplo que es la pauta sobre que los niños dirigen
sus acciones casi siempre.
Así que, cuando tengáis hijos, cuidad no sólo de
instruírlos con buenos consejos, sino de animarlos con
buenos ejemplos. Los niños son los monos de los viejos;
pero unos monos muy vivos: cuanto ven hacer a sus
mayores, lo imitan al momento, y por desgracia imitan
mejor y más pronto lo malo que lo bueno. Si el niño os
ve rezar, él también rezará; pero las más veces con
tedio y durmiéndose. No así si os oye hablar palabras
torpes e injuriosas; si os advierte iracundos,
vengativos, lascivos, ebrios o jugadores; porque esto lo
aprenderá vivamente, advertirá en ello cierta
complacencia, y el deseo de satisfacer enteramente sus
pasiones, lo hará imitar con la mayor prolijidad
vuestros desarreglos; y entonces vosotros no tendréis
cara para reprenderlos; pues ellos os podrán decir: esto
nos habéis enseñado, vosotros habéis sido nuestros
maestros, y nada hacemos que no hayamos aprendido de
vosotros mismos.
Los cangrejos son unos animalitos que andan de
lado; pues como advirtiesen esta deformidad algunos
cangrejos civilizados, trataron de que se corrigiera
este defecto; pero un cangrejo machucho dijo: señores,
es una torpeza pretender que en nosotros se corrija un
vicio que ha crecido con la edad. Lo seguro es instruir
a nuestra juventud en el modo de andar derechos, para
que enmendando ellos este despilfarro, enseñen después a
sus hijos y se logre desterrar para siempre de nuestra
posteridad este maldito modo de andar. Todos los
cangrejos nemine discrepante
(20) celebraron el arbitrio. Encargose
su ejecución a los cangrejos padres, y éstos con muy
buenas razones persuadían a sus hijos a andar derechos;
pero los cangrejitos decían, ¿a ver cómo, padres?
Aquí era ello. Se ponían a andar [32] los cangrejos y
andaban de lado, contra todos los preceptos que les
acababan de dar con la boca. Los cangrejillos, como que
es natural, hacían lo que veían y no lo que oían, y de
este modo se quedaron andando como siempre. Ésta es una
fábula respecto a los cangrejos; mas respecto a los
hombres es una verdad evidente; porque como dice Séneca,
se hace largo y difícil el camino que conduce a la
virtud por los preceptos; breve y eficaz por el ejemplo.
Así, hijos míos, debéis manejaros delante de los
vuestros con la mayor circunspección, de modo que jamás
vean el mal, aunque lo cometáis alguna vez por vuestra
miseria. Yo, a la verdad, si habéis de ser malos (lo que
Dios no permita) mas os quisiera hipócritas que
escandalosos delante de mis nietos, pues menos daño
recibirán de ver virtudes fingidas, que de aprender
vicios descarados. No digo que la hipocresía sea buena
ni perdonable; pero del mal el menos.
No sólo los cristianos sabemos que nos obliga
este buen ejemplo que se debe dar a los hijos. Los
mismos paganos conocieron esta verdad. Entre otros es
digno de notarse Juvenal cuando dice en la Sátira XIV lo
que os traduciré al castellano de este modo.
|
Nada indigno del
oído o de la vista |
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el niño observe
en vuestra propia casa. |
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De la doncella
tierna esté muy lejos |
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la seducción que
la haga no ser casta, |
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Y no escuche
jamás la voz melosa |
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de aquel que se
desvela en arruinarla. |
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Gran reverencia
al niño se lo debe, |
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y si a hacer un
delito te preparas, |
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no desprecies
sus años por ser pocos, |
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que la malicia
en muchos se adelanta; |
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antes si quieres
delinquir, tu niño [33] |
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te debe contener
aun cuando no habla, |
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pues tú eres su
censor, y tus enojos, |
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por tus ejemplos
moverá mañana. |
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(Y has de
advertir que tu hijo en las costumbres |
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se te ha de
parecer como en la cara.) |
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Cuando él cometa
crímenes horribles |
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no perdiendo de
vista tus pisadas, |
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tú querrás
corregirlo y castigarlo, |
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y llenarás el
barrio de alharacas. |
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Aún más harás,
si tienes facultades, |
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lo desheredarás
lleno de saña; |
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¿pero con qué
justicia en ese caso |
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la libertad de
padre le alegaras |
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cuando tú que
eres viejo a su presencia |
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tus mayores
maldades no recatas? |
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|
Después que pasaron unos cuantos días que me
dieron en mi casa de asueto y como de gala, se trató de
darme destino. Mi padre, que como os he dicho, era un
hombre prudente y miraba las cosas más allá de la
cáscara, considerando que ya era viejo y pobre, quería
ponerme a oficio; porque decía que en todo caso más
valía que fuera yo mal oficial que buen vagamundo; mas
apenas comunicó su intención con mi madre, cuando...
¡Jesús de mi alma! ¡Qué aspavientos y qué extremos no
hizo la santa señora? Me quería mucho, es verdad; pero
su amor estaba mal ordenado. Era muy buena y arreglada;
mas estaba llena de vulgaridades. Decía a mi padre: ¿mi
hijo a oficio? No lo permita Dios. ¿Qué dijera la gente
al ver al hijo de don Manuel Sarmiento aprendiendo a
sastre, pintor, platero u otra cosa? Qué ha de decir,
respondía mi padre; que don Manuel Sarmiento es un
hombre decente, pero pobre, y muy hombre de bien, y no
teniendo caudal que dejarle a su hijo, quiere
proporcionarle algún arbitrio útil y honesto, para que
solicite [34] su subsistencia sin sobrecargar a la
república de un ocioso más, y este arbitrio no es otro
que un oficio. Esto pueden decir y no otra cosa. No
señor, replicaba mi madre toda electrizada, si usted
quiere dar a Pedro algún oficio mecánico, atropellando
con su nacimiento, yo no, pues aunque pobre, me acuerdo
que por mis venas y por las de mi hijo corre la ilustre
sangre de los Ponces, Tagles, Pintos, Velascos,
Zumalacárreguis y Bundibaris. Pero hija, decía mi padre,
¿qué tiene que ver la sangre ilustre de los Ponces,
Tagles, Pintos, ni de cuantos colores y alcurnias hay en
el mundo, con que tu hijo aprenda un oficio para que se
mantenga honradamente, puesto que no tiene ningún
vínculo que afiance su subsistencia? ¿Pues qué, instaba
mi madre, le parece a usted bueno que un niño noble sea
sastre, pintor, platero, tejedor o cosa semejante? Sí,
mi alma, respondía mi padre con mucha flema; me parece
bueno y muy bueno, que el niño noble, si es pobre y no
tiene protección, aprenda cualquier oficio, por mecánico
que sea, para que no ande mendigando su alimento. Lo que
me parece malo es que el niño noble ande sin blanca,
roto o muerto de hambre por no tener oficio ni
beneficio. Me parece malo que para buscar qué comer,
ande de juego en juego, mirando dónde se arrastra un
muerto
(21), dónde dibuja una apuesta, o logra
por favor una gurupiada
(22). Me parece más malo que el niño noble
ande al medio día espiando dónde van a comer para
echarse, como dicen, de apóstol, y yo digo de gorrón o
sinvergüenza, porque los apóstoles solían ir a comer a
las casas ajenas después de convidados y rogados, y
éstos tunos van sin que los conviden ni les rueguen;
antes a trueque de llenar el estómago son el hazme reír
de todos, sufren mil desaires, y después de tanto,
[35] permanecen más pegados que unas
sanguijuelas, de suerte que a veces es necesario
echarlos noramala con toda claridad. Esto sí me parece
malo en un noble; y me parece peor que todo lo dicho y
malísimo en extremo de la maldad imaginable, que el
joven ocioso, vicioso y pobre ande estafando a éste,
petardeando a aquél y haciendo a todos las trácalas que
puede, hasta quitarse la máscara, dar en ladrón público,
y parar en un suplicio ignominioso o en un presidio. Tú
has oído decir varias de estas pillerías, y aun has
visto algunos cadáveres de estos nobles, muertos a manos
de verdugos en esta plaza de México. Tú conociste a otro
caballerito noble y muy noble, hijo de una casa
solariega, sobrino nada menos que de un primer ministro
y secretario de estado; pero era un hombre vicioso,
abandonado y sin destino; (por calavera) consumó sus
iniquidades matando a un pobre maromero en la cuesta del
Platanillo, camino de Acapulco, por robarle una friolera
que había adquirido a costa de mil trabajos. Cayó en
manos de la Acordada, se sentenció a muerte, estuvo en
la capilla, lo sacó de ella un virrey por respeto del
tío, y permanece preso en aquella cárcel ya hace una
porción de años
(23). He aquí el triste cuadro que
presenta un hombre noble, vicioso y sin destino. Nada
perdió el lustre de su casa por el villano proceder de
un deudo pícaro. Si lo hubieran ahorcado, el tío hubiera
quedado como quedó en el candelero; porque así como
nadie es sabio por lo que supo su padre, ni valiente por
las hazañas que hizo; así tampoco nadie se infama ni se
envilece por los pésimos procederes de sus hijos.
He traído a la memoria este caso horrendo, y
¡ojalá no sucedieran otros semejantes!, para que veas a
lo que está expuesto el noble que fiado en su nobleza no
quiere trabajar, aunque sea pobre. [36]
Pero ¿luego ha de dar en un ojo?, decía mi
madre, ¿luego ha de ser Pedrito tan atroz y malvado como
D. N. R.? Sí, hijita, respondía mi padre, estando en el
mismo predicamento, lo propio tiene Juan que Pedro; es
una cosa muy natural, y el milagro fuera que no
sucediera del mismo modo, mediando las propias
circunstancias. ¿Qué privilegio goza Pedro para que,
supuesta su pobreza e inutilidad, no sea también un
vicioso y un ladrón, como Juan, y como tantos Juanes que
hay en el mundo? ¿Ni qué firma tenemos del Padre Eterno,
que nos asegure que nuestro hijo ni se empapará en los
vicios, ni correrá la desgraciada suerte de otros sus
iguales, mayormente mirándose oprimido de la necesidad,
que casi siempre ciega a los hombres y los hace
prostituirse a los crímenes más vergonzosos?
Todo esto está muy bueno, decía mi madre; ¿pero
qué dirán sus parientes al verlo con oficio? Nada, ¿qué
han de decir? Respondía mi padre; lo más que dirán es:
mi primo el sastre, mi sobrino el platero o lo que sea;
o tal vez dirán: no tenemos parientes sastres, etc.; y
acaso no le volverán a hablar; pero ahora, dime tú: ¿qué
le darán sus parientes el día que lo vean sin oficio,
muerto de hambre y hecho pedazos? Vamos, ya yo te dije
lo que dirían en un caso, dime tú lo que lo dirán en el
contrario. Puede, decía mi buena madre, puede que lo
socorran siquiera porque no los desdore. Ríete de eso,
hija, respondía mi padre; como él no los desplatee, poca
fuerza les hará que los desdore. Los parientes ricos,
por lo común, tienen un expediente muy ensayado para
librarse de un golpe de la vergüencilla que les causan
los andrajos de sus parientes pobres, y éste es negarlos
por tales redondamente. Desengáñate; si Pedro tuviere
alguna buena suerte o hiciere algún viso en el mundo, no
sólo lo reconocerán sus verdaderos parientes, sino que
se le aparecerán otros mil nuevos, que lo serán lo mismo
que el Gran turco, y tendrá continuamente a su lado un
enjambre de amigos que no lo dejarán mover; pero si [37]
fuere un pobre, como es regular, no contará más que con
el peso que adquiera. Ésta es una verdad, pero muy
antigua y muy experimentada en el mundo, por eso
nuestros viejos dijeron sabiamente, que no hay más
amigo que Dios, ni más pariente que un peso. ¿Tú
ves ahora que nos visitan y nos hacen mil expresiones tu
tío el capitán, mi sobrino el cura, las primas Delgados,
la tía Rivera, mamá Manuela y otros? Pues es porque ven,
que aunque pobres, a Dios gracias, no nos falta qué
comer, y los sirvo en lo que puedo. Por eso nos visitan,
por eso y nada más, créelo. Unos vienen a pedirme
prestado, otros a que les saque de este o aquel empeño,
quien a pasar el rato, quien a inquirir los centros de
mi casa, y quien a almorzar o tomar chocolate; pero si
yo me muero, como que quedas pobre, verás, verás como se
disipan los amigos y los deudos, lo mismo que los
mosquitos con la incomodidad del humo. Por estos
conocimientos deseara que mi Pedro aprendiera oficio, ya
que es pobre, para que no hubiera menester a los suyos
ni a los extraños después de mis días. Y te advierto,
que muchas veces suelen los hombres hallar más abrigo
entre los segundos que entre los primeros; mas con todo
eso, bueno es atenerse cada uno a su trabajo y a sus
arbitrios, y no ser gravoso a nadie.
Tú, medio me aturdes con tantas cosas, decía mi
madre; pero lo que veo es que un hidalgo sin oficio es
mejor recibido y tratado con más distinción en
cualquiera parte decente, que otro hidalgo sastre,
bateoja, pintor, etc. Ahí está la preocupación y la
vulgaridad, respondía mi padre. Sin oficio puede ser;
pero no sin destino u arbitrio honesto. A un empleado en
una oficina, a un militar o cosa semejante, le harán
mejor tratamiento que a un sastre o a cualquier otro
oficial mecánico, y muy bien hecho; razón es que las
gentes se distingan; pero al sastre y aun al zapatero,
lo estimarán más en todas partes, que no al hidalgo
tuno, ocioso, trapiento y petardista, [38] que es lo que
quiero que no sea mi hijo. A más de esto, ¿quién te ha
dicha que los oficios envilecen a nadie? Lo que envilece
son las malas acciones, la mala conducta y la mala
educación. ¿Se dará destino más vil que guardar puercos?
Pues esto no embarazó para que un Sixto V fuera
pontífice de la iglesia católica...
Pero esta disputa paró en lo que leeréis en el
capítulo cuarto.
Capítulo IV
En el que
Periquillo da razón en qué paró la conversación de sus
padres, y del resultado que tuvo, y fue que lo pusieron
a estudiar, y los progresos que hizo
Mi madre, sin embargo de lo dicho, se opuso de
pie firme a que se me diera oficio, insistiendo en que
me pusiera mi padre en el colegio. Su merced le decía:
no seas cándida, y si a Pedro no le inclinan los
estudios, o no tiene disposición para ellos, ¿no será
una barbaridad dirigirlo por donde no le gusta? Es la
mayor simpleza de muchos padres pretender tener a pura
fuerza un hijo letrado o eclesiástico, aun cuando no sea
de su vocación tal carrera, ni tenga talento a propósito
para las letras; causa funesta, cuyos perniciosos
efectos se lloran diariamente en tantos abogados
firmones
(24), médicos asesinos, y eclesiásticos
ignorantes y relajados, como advertimos.
Todavía para dar oficio a los niños es menester
consultar su genio y constitución física, porque el que
es bueno para sastre o pintor, no lo será para herrero o
carpintero, oficios que piden, a más de inclinación,
disposición de cuerpo y unas robustas fuerzas. [39]
No todos los hombres han nacido útiles para
todo. Unos son buenos para las letras, y no
generalmente, pues el que es bueno para teólogo, no lo
será para médico; y el que será un excelente físico,
acaso será un abogado de a docena, si no se le examina
el genio; y así de todos los letrados. Otros son buenos
para las armas e ineptos para el comercio. Otros
excelentes para el comercio y topos para las letras.
Otros, por último, aptísimos para las artes liberales, y
negados para las mecánicas, y así de cuantos hombres
hay.
En efecto, hombres generales y a propósito para
todas las ciencias y artes se consideran, o como
fenómenos de la naturaleza, o como testimonios de la
Omnipotencia divina, que puede hacer cuanto quiera.
Sin embargo, yo creo firmemente que estos
omniscios, que una que otra vez ha celebrado el
mundo, han sido sólo unos monstruos (si puede decirse
así) de entendimiento, de aplicación y de memoria, y han
admirado a las generaciones por cuanto han adquirido el
conocimiento de muchas más ciencias que el común de los
sabios sus coetáneos, y las han poseído, tal vez, en un
grado más superior; pero, en mi concepto, no han pasado
de unos fenómenos de talento, rarísimos en verdad, mas
limitados todavía infinitamente, y no han merecido ni
merecerán jamás el sagrado renombre de omniscios, pues
si omniscio quiere decir el que todo lo sabe, digo que
no hay más que un omniscio dentro y fuera de la
naturaleza, que es Dios. Este Ente Supremo es, sí, el
único y verdadero omniscio, porque es el que única y
verdaderamente sabe todo cuanto se puede saber; y en
este sentido, conceder un hombre omniscio, fuera
conceder otro Dios, de cuyo absurdo están muy lejos aun
los que honraron al profundo Leibniz con tan pomposo
título.
Acaso este grande hombre no sería capaz de
ensuelar un zapato, de bordar una sardineta, ni de hacer
otras mil cosas que todos vemos como meras frioleras y
efectos de un puro [40] mecanismo; y sin acaso, este
ingenio célebre, si resucitara, tendría que abjurar
muchos de sus preceptos y axiomas, desengañado con los
nuevos descubrimientos que se han hecho.
Todo esto te digo, hija mía, para que
reflexiones que todos los hombres somos finitos y
limitados, que apenas podemos acertar en una u otra
cosa; que los ingenios más célebres no han pasado de
grandes; pero ni remotamente han sido universales, pues
ésta es prerrogativa del Criador, y que según esto
debemos examinar la inclinación y talento de nuestros
hijos para dirigirlos.
No me acuerdo donde he leído que los
lacedemonios, para destinar a los suyos con acierto, se
valían de esta estratagema. Prevenían en una gran sala
diferentes instrumentos pertenecientes a las ciencias y
artes que conocían; supón tú, que en aquella sala ponían
instrumentos de música, de pintura, de escultura, de
arquitectura, de astronomía, de geografía, etc., sin
faltar tampoco armas y libros; hecho esto disponían con
disimulo que varios niños se juntasen allí solos, y que
jugasen a su arbitrio con los instrumentos que
quisiesen, y entre tanto, sus padres estaban ocultos y
en observación de las acciones de sus hijos, y notando a
qué cosa se inclinaba cada uno de por sí; y cuando
advertían que un niño se inclinaba con constancia a las
armas, a los libros, o a cualquiera ciencia o arte, de
aquellas cuyos instrumentos tenían a la vista, no
dudaban aplicarlos a ellos, y casi siempre correspondía
el éxito a su prudente examen.
Siempre me ha gustado esta bella industria para
rastrear la inclinación de los niños; así como he
reprobado la general corruptela de muchos padres que a
tontas y a locas encajan a los muchachos en los
colegios, sin indagar ni aun ligeramente si tienen
disposición para las letras.
Hija mía, éste es un error tan arraigado como
grosero. El niño que tenga un entendimiento somero y
tardo, jamás hará [41] progresos en ciencia alguna, por
más que curse las aulas y manosee los libros. Ni éstos
ni los colegios dan talento a quien nació sin él. Los
burritos entran todos los días a los colegios y
universidades cargados de carbón o de piedra, y vuelven
a salir tan burros como entraron; porque así como las
ciencias no están aisladas en los recintos de las
universidades o gimnasios, así tampoco éstos son capaces
de comunicar un adarme de ciencia al que carezca de
talento para aprenderla.
Fuera de esto, hay otra razón harto poderosa
para que yo no me resuelva a poner a mi hijo en el
colegio, aun cuando supiera que tenía una bella
disposición para estudiante, y ésta es mi pobreza.
Apenas alcanzo para comer con mi corto destino, ¿de
dónde voy a coger diez pesos para la pensión mensual, y
toda aquella ropa decente que necesita un colegial? Y ya
ves tú aquí un embarazo insuperable. No, dijo mi madre,
que hasta entonces sólo había escuchado sin despegar sus
labios para nada; no, ésa no es razón ni menos embarazo;
porque con ponerlo de capense ya se remedió todo. Muy
bien, dijo mi padre, me has quinado; pero vamos a ver
qué salida me das a esta otra dificultad. Yo ya estoy
viejo, soy pobre, no tengo qué dejarte; mañana me muero,
te hallas viuda, sola, sin abrigo ni qué comer, con un
mocetón a tu lado que cuando mucho sabrá hablar tal cual
latinajo y aturdir al mundo entero con cuatro ergos
y pedanterías que el mismo que las dice no las entiende;
pero que en realidad de nada vale todo eso; porque el
muchacho como no tiene quien lo siga fomentando, se
queda varado en la mitad de la carrera, sin poder ser ni
clérigo, ni abogado, ni médico, ni cosa alguna que le
facilite su subsistencia ni tus socorros por las letras;
siendo lo peor que en ese caso tampoco es útil ya para
las artes; pues no se dedicará a aprender un oficio por
tres fortísimas razones. La primera, por ciertos
humorcillos de vanidad que se pegan en el colegio a los
muchachos, de modo que cualquiera [42] de ellos sólo con
haber entrado al colegio (y más si vistió la beca) y
saber mascar el Cicerón o el Breviario, ya cree que se
envilecería si se colocara tras de un mostrador, o si se
pusiera a aprender un oficio en un taller. Esto es aún
siendo un triste gramatiquillo, ¿qué será si ha logrado
el altisonante y colorado título de bachiller? ¡Oh!,
entonces se persuade que la tierra no lo merece. ¡Pobres
muchachos!
Ésta es la primera razón que lo inutiliza para
las artes. La segunda es, que como ya son grandes, se
les hace pesado el trabajo material, al paso que
vergonzoso el ponerse de aprendices en una edad en que
los demás son oficiales, y aun se dificultaría bastante
que hubiera maestro que quisiera encargarse de la
enseñanza y mantención de tales jayanes.
La tercera razón es, que como en tal caso ya los
muchachos tienen el colmillo duro, esto es, ya han
probado a lo que sabe la libertad, de manera ninguna se
quieren sujetar a lo que tan fácilmente se hubieran
sujetado de más niños; y cátate ahí el estado de tu
Pedro si lo ponemos a estudiar y muero dejándolo, como
es factible, en la mitad de la carrera; pues se queda en
el aire sin poder seguir adelante ni volver atrás. Y
cuando tú veas que en vez de contar con un báculo en que
apoyarte en la vejez, sólo tienes a tu lado un haragán
inútil que de nada te sirve (pues en las tiendas no fían
sobre silogismos ni latines), entonces darás a Judas los
estudios y las bachillerías de tu hijo. Con que, hija
mía, hagamos ahora lo que quisieras haber hecho después
de mis días. Pongamos a oficio a Pedro. ¿Qué dices? ¿Qué
he de decir?, respondió mi madre; sino que tú te empeñas
en mortificarme y en hacer infeliz a esa pobre criatura,
tratando de ordinariarlo poniéndolo de artesano, y por
eso hablas y ponderas tanto. Pues qué, ¿ya sabes que es
un tonto? ¿Ya sabes que te vas a morir en la mitad de
sus estudios? ¿Y ya sabes, por fin, que porque tú te
mueras se cierran todos los recursos? Dios no se muere;
parientes tiene [43] y padrinos que lo socorran; ricos
hay en México harto piadosos que lo protejan, y yo que
soy su madre pediré limosna para mantenerlo hasta que se
logre. No, sino que tú no quieres al pobre muchacho;
pero ni a mí tampoco, y por eso tratas de darme esta
pesadumbre. ¿Qué he de hacer? Soy infeliz y también mi
hijo... Aquí comenzó a llorar la alma mía de mi madre, y
con sus cuatro lágrimas dio en tierra con toda la
constancia y solidez de mi buen padre, pues éste, luego
que la vio llorar la abrazó como que la amaba
tiernamente, y la dijo: no llores, hijita, no es para
tanto. Yo lo que te he dicho es lo que me enseña la
razón y la experiencia; pero si es de tu gusto que
estudie Pedro, que estudie norabuena; ya no me opongo;
quizá querrá Dios prestarme vida para verlo logrado, o
cuando no, su Majestad te abrirá camino, como que conoce
tus buenas intenciones.
Consolose mi madre con esta receta, y desde
entonces sólo se trató de ponerme a estudiar, y me
empezaron a habilitar de ropa negra, arte de la lengua
latina y demás necesarias menudencias.
No parece sino que hablaba mi padre en profecía,
según que todo sucedió como lo dijo. En efecto, tenía
mucho conocimiento de mundo y un juicio perspicaz; pero
estas cualidades se perdían, las más veces, por
condescender nimiamente con los caprichos de mi madre.
Muy bueno y muy justo es que los hombres amen a
sus mujeres y que les den gusto en todo cuanto no se
oponga a la razón; pero no que las contemplen tanto que
por no disgustarlas, atropellen con la justicia,
exponiéndose ellos, y exponiendo a sus hijos a recoger
los frutos de su imprudente cariño como me sucedió a mí.
Por eso os provengo para que viváis sobre aviso, de
manera que améis a vuestras esposas tiernamente según
Dios os lo manda y la naturaleza arreglada os lo
inspira; mas no os afeminéis como aquel valientísimo
Hércules, [44] que después que venció leones, jabalíes,
hidras y cuanto se le puso por delante, se dejó
avasallar tanto del amor de Omfale que ésta lo desnudó
de la piel del león Nemeo, lo vistió de mujer, lo puso a
hilar, y aun le reñía y castigaba cuando quebraba algún
huso, o no cumplía la tarea que le daba. ¡Qué vergonzosa
es semejante afeminación aun en la fábula!
Las mujeres saben muy bien aprovecharse de esta
loca pasión, y tratan de dominar a semejantes maridos de
mantequilla.
Cólera da ver a muchos de estos que no
conociendo ni sabiendo sostener su carácter y
superioridad, se abaten hasta ser los criados de sus
mujeres. No tienen, secreto por importante que sea, que
no les revelan, no hacen cosa sin tomarles parecer, ni
dan un paso sin su permiso. Las mujeres no han menester
tanto para querer salirse de su esfera, y si conocen que
este rendimiento del hombre se lo han granjeado con su
hermosura, entonces desenrollan de una vez todo su
espíritu dominante, y ya tenéis en cada una de éstas una
Omfale, y en cada hombre abatido un Hércules marica y
sinvergüenza. En este caso, cuando las mujeres hacen lo
que se les antoja a su arbitrio, cuando tienen a los
hombres en nada, cuando los encuernan, cuando los
mandan, los injurian y aun les ponen las manos, como lo
he visto muchas veces, no hacen más sino cumplir con su
inclinación natural, y castigar la vileza de sus maridos
o amantes sin prevenirlo.
Dios nos libre de un hombre que tiene miedo a su
mujer, que es preciso que le tome su parecer para ir a
hacer esto o aquello, que sabe que le ha de dar razón de
adonde fue y de donde viene, y que si su mujer grita y
se altera, él no tiene más recurso que apelar a los
mimos y caricias para contentarla. Estos hombres,
indignos de nombre tan superior, están siempre
dispuestos a ser unos descendientes del cabrío, y unos
padres de familia ineptísimos; porque ellos no dirigen a
sus hijos, sino ellas. Los mismos muchachos advierten
temprano [45] la superioridad de las madres, y no tienen
a sus padres el menor miramiento; y más cuando notan que
si cometen alguna picardía por la que el padre los
quiere castigar, con acogerse a la madre, ésta los
defiende, y si se ofrece, arma una pendencia al padre, y
se queda cometida la culpa y eludida la pena.
No sin razón dijo Terencio que las madres ayudan
a sus hijos en las iniquidades, y estorban el que sus
padres los corrijan. Lo que os pondré en una estrofita
para que la tengáis en la memoria.
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Suelen ayudar
las madres |
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a la maldad de
sus hijos, |
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impidiendo que
los padres |
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les den el justo
castigo. |
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Es verdad que ni mi padre ni mi madre eran de
los hombres afeminados, ni de las mujeres altivas que he
dicho. Mi padre algunas veces se sostenía, y mi madre
jamás se alteraba ni se alzaba, como dicen, con el santo
y la limosna; lo que sucedía era que cuando no le valían
sus insinuaciones y sus ruegos para hacer a mi padre
desistir de su intento, apelaba a las lágrimas, y
entonces era como milagro que no se saliera con la suya;
porque las lágrimas de una mujer hermosa y amada son
armas eficacísimas para vencer al hombre más
circunspecto.
Sin embargo, algunas ocasiones se sostenía con
el mayor vigor. Era bueno que siempre hubiera conservado
igual carácter; mas los hombres no somos dueños de
nuestro corazón a todas horas, aunque siempre debiéramos
serlo.
Finalmente, llegó el día en que me pusieron al
estudio, y éste fue el de don Manuel Enríquez, sujeto
bien conocido en México, así por su buena conducta, como
por su genial disposición y asentada habilidad para la
enseñanza de la gramática latina, pues en su tiempo
nadie le disputó la primacía entre [46] cuantos
preceptores particulares había en esta ciudad; mas por
una tenaz y general preocupación que hasta ahora domina,
nos enseñaba mucha gramática y poca latinidad.
Ordinariamente se contentan los maestros con enseñar a
sus discípulos una multitud de reglas que llaman
palitos, con que hagan unas cuantas oracioncillas,
y con que traduzcan el Breviario, el Concilio de Trento,
el catecismo de San Pío V, y por fortuna algunos
pedacillos de la Eneida y Cicerón. Con
semejante método salen los muchachos habladores y no
latinos, como dice el padre Calasanz en su
Discernimiento de ingenios. Tal salí yo, y no podía
salir mejor. Saqué la cabeza llena de reglitas,
adivinanzas, frases y equivoquillos latinos; pero en
esto de inteligencia en la pureza y propiedad del
idioma, ni palabra. Traducía no muy mal y con alguna
facilidad las homilías del Breviario, y los párrafos del
Catecismo de los curas; pero Virgilio, Horacio, Juvenal,
Persio, Lucano, Tácito y otros semejantes, hubieran
salido vírgenes de mi inteligencia si hubiera tenido la
fortuna de conocerlos, a excepción del primer poeta que
he nombrado, pues de éste sabía alguna cosita que le
había oído traducir a mi sabio maestro. También supe
medir mis versos, y lo que era hexámetro, pentámetro,
etc.; pero jamás supe hacer un dístico.
A pesar de esto, y al cabo de tres años acabé
mis primeros estudios a satisfacción, pues me aseguraban
que era yo un buen gramático, y yo lo creía más que si
lo viese. ¡Válgate Dios por amor propio y cómo nos
engañas a ojos vistas! Ello es que yo hice mi Oposición
a toda gramática, y quedé sobre las espumas, mi maestro
y convidados muy contentos, y mis amados padres más
huecos que si me hubiera opuesto a la magistral de
México y la hubiera obtenido.
Siguiéronse a esta función,
las galas, los abrazos, los agradecimientos a mi
maestro, y mi salida del estudio; aunque yo no debo
salirme sin deciros otras cositas que aprendí y repasé
[47] en aquellos tres años. Como allí no había un corto
número de niños, como en mi buena escuela, sino que
había infinidad de muchachos entre pupilos y capenses,
todos hijos de sus madres, y de tan diferentes genios y
educaciones, y yo siempre fui un maleta de primera, tuve
la maldita atingencia de escoger para mis amigos a los
peores; y me correspondieron fielmente y con la mayor
facilidad; ya se ve, que cada oveja ama su pareja, y
esto es corriente, el asno no se asocia con el lobo, ni
la paloma con el cuervo, cada uno ama su semejante. Así
yo no me juntaba con los niños sensatos, pundonorosos y
de juicio, sino con los maliciosos y extraviados, con
cuyas amistades y compañías cada día me remataba más,
como os sucederá a vosotros y a vuestros hijos, si
despreciando mis lecciones no procuráis o hacerlos que
tengan buenos amigos, o que no tengan ninguno, pues es
infalible el axioma divino que nos dice: con el
santo serás santo; y te pervertirás con el perverso.
Así me sucedió puntualmente, bien que yo ya estaba
pervertido; pero con la compañía de los malos
estudiantes me acabé de perder enteramente.
Paréceme que al leer estos renglones exclamáis:
¿cómo se mudó tan presto nuestro padre? Pues en la
última escuela en que estuvo, ¿no había olvidado las
malas propiedades que había adquirido en la primera?
¿Cómo fue esta metamorfosis tan violenta? Hijos míos,
las buenas o malas costumbres que se imprimen en la
niñez, echan muy profundas raíces, por eso importa tanto
el dirigir bien a las criaturas en sus primeros años.
Los vicios que yo adquirí en los míos, ya por el chiqueo
de mi madre, las adulaciones de las viejas mis
parientas, el indolente método de mi maestro, el pésimo
ejemplo y compañía de tanto muchacho desreglado, y sobre
todo esto, por mi natural perverso y mal inclinado,
profundizaron mucho en mi espíritu, me costó demasiado
trabajo irme deshaciendo de ellos a costa de no pocas
reprensiones y caricias de mi buen maestro, y del [48]
continuo buen ejemplo que me daban los otros niños. Me
parece que si nunca me hubieran faltado semejantes
preceptos y condiscípulos, no me hubiera vuelto a
extraviar, sino que hubiera asentado una conducta
acendrada y religiosa, pero ¡ah! que no hay que fiar en
enmiendas forzadas o pasajeras, porque en faltando el
respeto o el fervor, se lleva el diablo esta clase de
enmiendas, y quedamos con nuestro vestido antiguo o tal
vez peores.
Así lo experimenté yo, bien a mi costa. Estaban
mis pasiones sofocadas, no muertas; mi perversa
inclinación estaba como retirada, pero aún permanecía en
mi corazón como siempre; mi mal genio no se había
extinguido, estaba oculto solamente como las brasas
debajo de la ceniza que las cubre; en una palabra, yo no
obraba tan mal y con el descaro que antes, por el amor y
respeto que tenía a mi prudente maestro, y por la
vergüencilla que me imponían los demás niños con sus
buenas acciones; pero no porque me faltaban ganas ni
disposición.
En efecto, luego que me separé de estos
testigos, a quienes respetaba, y me uní otra vez a otros
compañeros tan disipados como yo, volví a soltar la
rienda a mis pasiones; corrieron éstas con el desenfreno
propio de la edad, y se salieron del círculo de la
razón, así como un río se sale de madre cuando le faltan
los diques que lo contienen.
Sin duda era el muchacho más maldito entre los
más relajados estudiantes; porque yo era el Non plus
ultra
(25) de los bufones y chocarreros. Esta
sola cualidad prueba que no era mi carácter de los
buenos, pues en sentir del sabio Pascal, hombre
chistoso, ruin carácter. Ya sabéis que en los
colegios estas frases, parar la bola,
pandorguear, cantaletear, y otras, quieren
decir: mofar, insultar, provocar,
zaherir, injuriar, incomodar
[49] y agraviar por todos los modos posibles a
otro pobre; y lo más injusto y opuesto a las leyes de la
virtud, buena crianza y hospitalidad es que estos
graciosos hacen lucir su habilidad infame sobre los
pobres niños nuevos que entran al colegio. He aquí cuán
recomendables son estos truhanes majaderos para que
atados a un pilar del colegio sufrieran cien azotes por
cada pandorga de éstas; pero lo sensible es que
los catedráticos, pasantes,
sotaministros y demás personas de autoridad en
tales comunidades, se desentienden del todo de esta
clase de delito, que lo es sin duda grave, y pasa por
muchachada, aun cuando se quejan los
agraviados, sin advertir que esta su condescendencia
autoriza esta depravada corruptela, y ella ayuda a
acabar deformar los espíritus crueles de los
estragadores como yo, que veía llorar a un niño de estos
desgraciados, a quienes afligía sumamente con las
injurias y befa que les hacía, y su llanto, que me debía
enternecer y refrenar, como que era el fruto del
sentimiento de unas criaturas inocentes, me servía de
entremés y motivo de risa, y de redoblar mis befas con
más empeño.
Considerad por aquí cuál sería mi bella índole,
cuando tenía la fama de ser el mejor pandorguista
de todo el colegio, y decían mis compañeros que yo le
paraba la bola a cualquiera; que era lo mismo que decir
que yo era el más indigno de todos ellos, y que ninguno,
bueno o malo, dejaría de incomodarse si escuchaba en su
contra mi maldita lengua. ¿Os parece, hijos míos, esta
circunstancia algo favorable? ¿Con ella sola no advertís
mi depravado espíritu y condición? Porque el hombre que
se complace en afligir a otro su semejante, no puede
menos que tener un alma ruin y un corazón protervo. Ni
valga decir que lo hacen unos muchachos, pues esto lo
que prueba es que si aun desde muchachos son malos, de
grandes serán peores, si Dios y la razón no los modera,
lo que no es muy común. Yo tuve una multitud de
condiscípulos, y por observación he [50] visto que es
raro el que ha salido bueno de entre estos genios
burlones con exceso; y lo peor es que hay mucho de esto
en nuestros colegios.
Por estos principios conoceréis que era perverso
en todo. En fin, entré a estudiar filosofía.
Capítulo V
Escribe
Periquillo su entrada al curso de artes, lo que
aprendió, su acto general, su grado, y otras
curiosidades que sabrá el que las quisiere saber
Acabé mi gramática, como os dije, y entré al
máximo y más antiguo colegio de San Ildefonso a estudiar
filosofía, bajo la dirección del doctor don Manuel
Sánchez y Gómez, que hoy vive para ejemplar de sus
discípulos. Aún no se acostumbraba en aquel ilustre
colegio, seminario de doctos y ornamento en ciencias de
su metrópoli, aún no se acostumbraba, digo, enseñar la
filosofía moderna en todas sus partes; todavía resonaban
en sus aulas los ergos de Aristóteles. Aún se
oía discutir sobre el ente de razón, las
cualidades ocultas y la materia prima, y
esta misma se definía con la explicación de la nada,
nec est quid, etc. Aún la física experimental no se
mentaba en aquellos recintos, y los grandes nombres de
Carlesio, Newton, Muschembreck
y otros, eran poco conocidos en aquellas paredes que han
depositado tantos ingenios célebres y únicos, como el de
un Portillo. En fin, aún no se abandonaba enteramente el
sistema peripatético que por tantos siglos enseñoreó los
entendimientos más sublimes de la Europa, cuando mi
sabio maestro se atrevió el primero a manifestarnos el
camino de la verdad sin querer parecer singular, pues
escogió lo mejor de la lógica de Aristóteles y lo que le
pareció más probable de los autores modernos en los
rudimentos de física que nos enseñó; y de este modo
fuimos unos verdaderos eclécticos, sin adherir
caprichosamente a ninguna opinión, ni deferir sistema
alguno, sólo por inclinación al autor. [51]
A pesar de este prudente método, todavía
aprendimos bastantes despropósitos de aquellos que se
han enseñado por costumbre, y los que convenía quitar,
según la razón y hace ver el ilustrísimo Feijoo, en los
discursos X, XI y XII, del tomo 7 de su teatro crítico.
Así como en el estudio de la gramática aprendí
varios equivoquillos impertinentes, según os dije, como
Caracoles comes; pastorcito come adoves;
non est pecatum mortale occidere patrem sum, y
otras simplezas de éstas; así también en el estudio de
las súmulas aprendí luego mil sofismas ridículos, de los
que hacía mucho alarde con los condiscípulos más
cándidos como por ejemplo: besar la tierra es acto
de humildad; la mujer es tierra, luego etc.;
los apóstoles son doce, San Pedro es apóstol ergo
etc.; y cuidado, que echaba yo un ergo con
más garbo que el mejor doctor de la academia de París, y
le empataba una negada a la verdad más evidente, ello
es, que yo argüía y disputaba sin cesar, aun lo que no
podía comprender, pero sabía fiar mi razón de mis
pulmones, en frase del padre Isla. De suerte que por más
quinadas que me dieran mis compañeros, yo no cedía.
Podía haberles dicho: a entendimiento me ganarán, pero a
gritón no, cumpliéndose en mí, cada rato, el común
refrán de que quien mal pleito tiene, a voces lo
mete.
¿Pues qué tal sería yo de tenaz y tonto después
que aprendí las reducciones, reduplicaciones,
equipolencias y otras baratijas, especialmente ciertos
desatinados versos, que os he de escribir solamente
porque veáis a lo que llegan los hombres por las letras.
Leed, y admirad.
|
Barbara,
Celarent, Darii, Ferio, Baralipton, |
|
|
|
Celantes,
Dabitis, Fapesmo, Frisesonorum, |
|
|
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Cesare,
Camestres, Festino, Baroco, Darapti, |
|
|
|
Felapton,
Dísamis, Datisi, Bocardo, Ferison. |
|
|
¡Qué tal! ¿No son estos versos estupendos? ¿No
están más propios para adornar redomas de botica que
para enseñar reglas [52] sólidas y provechosas? Pues
hijos míos, yo percibí inmediatamente el fruto de su
invención; porque desatinaba con igual libertad por
Bárbara que por Ferison, pues no producía
más que barbaridades a cada palabra. Primero aprendí a
hacer sofismas que a conocerlos y desvanecerlos; antes
supe obscurecer la verdad que indagarla; efecto natural
de las preocupaciones de las escuelas y de la pedantería
de los muchachos.
Enmedio de tanta barahúnda de voces y terminajos
exóticos, supe qué cosa eran silogismo, entimema sorites
y dilemma. Este último es argumento terrible
para muchos señores casados, porque lastima con dos
cuernos, y por eso se llama bicornuto.
Para no cansaros, yo pasé mi curso de lógica con
la misma velocidad que pasa un rayo por la atmósfera sin
dejarnos señal de su carrera, y así después de disputar
harto y seguido sobre las operaciones del entendimiento,
sobre la lógica natural, artificial y utente, sobre su
objeto formal y material, sobre los modos de saber,
sobre si Adán perdió o no la ciencia por el pecado (cosa
que no se le ha disputado al demonio), sobre si la
lógica es ciencia o arte, y sobre treinta mil cosicosas
de éstas, yo quedé tan lógico como sastre; pero eso sí,
muy contento y satisfecho de que sería capaz de concluir
con el ergo al mismo Estagirita; ignoraba yo
que por los frutos se conoce el árbol, y que según esto,
lo mismo sería meterme a disputar en cualquiera materia,
que dar a conocer a todo el mundo mi insuficiencia. Con
todo eso, yo estaba más hueco que un calabazo, y decía a
boca llena que era lógico como casi todos mis
condiscípulos.
No corrí mejor suerte en la física. Poco me
entretuve en distinguir la particular de la universal;
en saber si ésta trataba de todas las propiedades de los
cuerpos, y si aquélla se contraía a ciertas especies
determinadas. Tampoco averigüé qué cosa era física
experimental, o teórica; ni en distinguir el experimento
[53] constante del fenómeno raro, cuya causa es
incógnita; ni me detuve en saber qué cosa era
mecánica, cuáles las leyes del movimiento y la
quietud, qué significaban las voces fuerza,
virtud, y cómo se componían o descomponían estas
cosas; menos supe qué era fuerza centrípeta,
centrífuga, tangente, atracción,
gravedad, peso, potencia,
resistencia, y otras friolerillas de esta clase; y
ya se debe suponer que si esto ignoré, mucho menos supe
qué cosa era estática, hidrostática,
hidráulica, aerometría, óptica
y trescientos palitroques de éstos; pero en cambio,
disputé fervorosamente sobre si la esencia de la materia
estaba conocida, o no; sobre si la trina dimensión
determinada era su esencia, o el agua; sobre si
repugnaba el vacío en la naturaleza; sobre la
divisibilidad en infinito, y sobre otras alharacas de
este tamaño, de cuya ciencia o ignorancia maldito el
daño o provecho que nos resulta. Es cierto que mi buen
preceptor nos enseñó algunos principios de geometría, de
cálculo y de física moderna; mas fuérase por la cortedad
del tiempo, por la superficialidad de las pocas reglas
que en él cabían, o por mi poca aplicación, que sería lo
más cierto, yo no entendí palabra de esto; y sin embargo
decía al concluir este curso, que era físico, y
no era más que un ignorante patarato; pues después que
sustenté un actillo de física, de memoria, y después que
hablaba de esta enorme ciencia con tanta satisfacción en
cualquiera concurrencia, tomo que me mochen si hubiera
sabido explicar en qué consiste que el chocolate dé
espuma, mediante el movimiento del molinillo; por qué la
llama hace figura cónica, y no de otro modo; por qué se
enfría una taza de caldo u otro licor soplándola, ni
otras cosillas de estas que traemos todos los días entre
manos.
Lo mismo, y no de mejor modo, decía yo que sabía
metafísica y ética, y por poco aseguraba que era un
nuevo Salomón después que concluí, o concluyó conmigo,
el curso de artes.
En esto se pasaron dos años y medio, tiempo que
se aprovechara [54] mejor con menos reglitas de súmulas,
algún ejercicio en cuestiones útiles de lógica, en la
enseñanza de lo muy principal de metafísica, y cuanto se
pudiera de física, teórica y experimental.
Mi maestro creo que así lo hubiera hecho si no
hubiera temido singularizarse, y tal vez hacerse objeto
de la crítica de algunos zoylos, si se apartaba de la
rutina antigua enteramente.
Es verdad, y esto ceda siempre en honor de mi
maestro; es verdad que, como dejo dicho, ya nosotros no
disputábamos sobre el ente de razón,
cualidades ocultas, formalidades,
hecceidades, quididades, intenciones,
y todo aquel enjambre de voces insignificantes con que
los aristotélicos pretendían explicar todo aquello que
se escapaba a su penetración. «Es verdad (diremos con
Juan Buchardo Mecknio) que no se oyen ya en nuestras
escuelas estas cuestiones con la frecuencia que en los
tiempos pasados; pero ¿se han aniquilado del todo?
¿Están enteramente limpias las universidades de las
heces de la barbarie? Me temo que dura todavía en
algunas la tenacidad de las antiguas preocupaciones, si
no del todo, quizá arraigada en cosas que bastan para
detener los progresos de la verdadera sabiduría.»
Ciertamente que la declamación de este crítico tiene
mucho lugar en nuestra México.
Llegó por fin el día de recibir el grado de
bachiller en artes. Sostuve mi acto a satisfacción, y
quedé grandemente, así como en mi oposición a toda
gramática; porque como los réplicas no pretendían lucir,
sino hacer lucir a los muchachos, no se empeñaban en sus
argumentos, sino que a dos por tres se daban por muy
satisfechos con la solución menos nerviosa, y nosotros
quedábamos más anchos que verdolaga en huerta de indio,
creyendo que no tenían instancia que oponernos. ¡Qué
ciego es el amor propio!
Ello es que así que asado, yo
quedé perfectamente, o a lo menos así me lo persuadí, y
me dieron el sonoroso [55] y retumbante título de
baccalaureo, y quedé aprobado ad omnia
(26). ¡Santo Dios! ¡Qué día fue aquél
para mí tan plausible, y qué hora la de la ceremonia tan
dichosa! Cuando yo hice el juramento de instituto,
cuando colocado frente de la cátedra en medio de dos
señores bedeles con mazas al hombro, me oí llamar
bachiller en concurso pleno, dentro de aquel soberbio
general, y nada menos que por un señor doctor, con su
capelo y borla de limpia y vistosa seda en la cabeza,
pensé morirme, o a lo menos volverme loco de gusto. Tan
alto concepto tenía entonces formado de la bachillería,
que aseguro a ustedes que en aquel momento no hubiera
trocado mi título por el de un brigadier o mariscal de
campo. Y no creáis que es hiperbólica esta proposición,
pues cuando me dieron mi título en latín y autorizado
formalmente, creció mi entusiasmo de manera que si no
hubiera sido por el respeto de mi padre y convidados que
me contenía, corro las calles, como las corrió el
Ariosto cuando lo coronó por poeta Maximiliano I. ¡Tanto
puede en nosotros la violenta y excesiva excitación de
las pasiones, sean las que fueren, que nos engaña y nos
saca fuera de nosotros mismos como febricitantes o
dementes!
Llegamos a mi casa, la que estaba llena de
viejas y mozas, parientas y dependientes de los
convidados, los cuales, luego que entré, me hicieron mil
zalemas y cumplidos. Yo correspondí más esponjado que un
guajolote; ya se ve, tal era mi vanidad. La inocente de
mi madre estaba demasiado placentera, el regocijo le
brotaba por los ojos.
Desnudeme de mis hábitos clericales y nos
entramos a la sala donde se había de servir el almuerzo,
que era el centro a que [56] se dirigían los parabienes
y ceremonias de aquellos comedidísimos comedores.
Creedme, hijos míos, los casamientos, los bautismos, las
cantamisas y toda fiesta en que veáis concurrencia, no
tienen otro mayor atractivo que la mamuncia.
Sí, la coca, la coca es la campana que
convoca tantas visitas, y la bandera que recluta tantos
amigos en momentos. Si estas fiestas fueran a secas,
seguramente no se vieran tan acompañadas.
Y no penséis que sólo en México es esta pública
gorronería. En todas partes se cuecen habas, y en prueba
de ello, en España es tan corriente, que allá saben un
versito que alude a esto. Así dice:
|
A la raspa
venimos, |
|
|
|
Virgen de
Illescas, |
|
|
|
a la raspa
venimos; |
|
|
|
que no a la
fiesta. |
|
|
Así es, hijos, a la raspa va todo el mundo y por
la raspa; que no por dar días ni parabienes. Pero ¿qué
mas? Si yo he visto que aun en los pésames no falta la
raspa, antes suelen comenzar con suspiros y lamentos y
concluir con bizcochos, queso, aguardiente, chocolate o
almuerzo, según la hora; ya se ve, que habrán oído decir
que los duelos con pan son menos, y que a barriga llena,
corazón contento.
No os disgustéis con estas digresiones, pues a
más de que os pueden ser útiles, si os sabéis aprovechar
de su doctrina, os tengo dicho desde el principio, que
serán muy frecuentes en el discurso de mi obra, y que
ésta es fruto de la inacción en que estoy en esta cama;
y no de un estudio serio y meditado; y así es que voy
escribiendo mi vida según me acuerdo, y adornándola con
los consejos, crítica y erudición que puedo en este
triste estado, asegurándoos sinceramente que estoy muy
lejos de pretender ostentarme sabio, así como deseo
seros útil como padre, y quisiera que la lectura de mi
vida os fuera provechosa [57] y entretenida, y bebierais
el saludable amargo de la verdad en la dorada copa del
chiste y de la erudición. Entonces sí estaría contento y
habría cumplido cabalmente con los deberes de un sólido
escritor, según Horacio, y conforme mi libre traducción:
|
De escritor el
oficio desempeña, |
|
|
|
quien divierte
al lector y quien lo enseña. |
|
|
Mas en fin, yo hago lo que puedo; aunque no como
lo deseo.
Sentámonos a la mesa, comenzamos a almorzar
alegremente, y como yo era el santo de la fiesta, todos
dirigían hacia mí su conversación. No se hablaba sino
del niño bachiller, y conociendo cuán contentos estaban
mis padres, y yo cuán envanecido con el tal título,
todos nos daban no por donde nos dolía, sino por donde
nos agradaba. Con esto no se oía sino: tenga usted
bachiller, beba usted bachiller, mire usted bachiller, y
torna bachiller, y vuelve bachiller, a cada instante.
Se acabó el almuerzo; después siguió la comida y
a la noche el bailecito, y todo ese tiempo fue un
continuo bachilleramiento. ¡Válgame Dios y lo
que me bachillerearon ese día! Hasta las viejas
y las criadas de casa me daban mis bachillereadas
de cuando en cuando. Finalmente, quiso la Majestad
divina que concluyera la frasca, y con ella tanta
bachillería. Fuéronse todos a sus casas. Mi padre quedó
con sesenta o setenta pesos menos, que le costó la
función; yo con una presunción más, y nos retiramos a
dormir que era lo que faltaba.
A otro día nos levantamos a buena hora; y yo que
pocas antes había estado tan ufano con mi título, y tan
satisfecho con que me estuvieran regalando las orejas
con su repetición, ya entonces no le percibía ningún
gusto. ¡Qué cierto es que el corazón del hombre es
infinito en sus deseos, y que únicamente la sólida
virtud puede llenarlo!
No entendáis que ahora me hago el santucho y os
escribo estas [58] cosas por haceros creer que he sido
bueno. No, lejos de mí la vil hipocresía. Siempre he
sido perverso, ya os lo he dicho, y aun postrado en esta
cama, no soy lo que debía; mas esta confesión os ha de
asegurar mejor mi verdad, porque no sale empujada por la
virtud que hay en mí, sino por el conocimiento que tengo
de ella, y conocimiento que no puede esconder el mismo
vicio; de suerte, que si yo me levanto de esta
enfermedad y vuelvo a mis antiguos extravíos (lo que
Dios no permita) no me desdeciré de lo que ahora os
escribo, antes os confesaré que hago mal; pero conozco
el bien, según se expresaba Ovidio.
Volviendo a mí, digo, que a los dos o tres días
de mi grado, determinaron mis padres enviarme a divertir
a unos herraderos que se hacían en una hacienda de un su
amigo, que estaba inmediata a esta ciudad. Fuime en
efecto...
Capítulo VI
En el que
nuestro bachiller da razón de lo que le pasó en la
hacienda, que es algo curioso y entretenido
Llegué a la hacienda en compañía del amigo de mi
padre, que era no menos que el amo o dueño de ella.
Apeámonos y todos me hicieron una acogida favorable.
Con ocasión del divertimiento que había de los
herraderos, estaba la casa llena de gente lucida, así de
México como de los demás pueblos vecinos.
Entramos a la sala, me senté en buen lugar en el
estrado, porque jamás me gustó retirarme a largo trecho
de las faldas, y después que hablaron de varias cosas de
campo, que yo no entendía, la señora grande, que era
esposa del dueño de la dicha hacienda, trabó
conversación conmigo y me dijo: conque señorito, ¿qué le
han parecido a usted esos campos por donde ha pasado? Le
habrán causado su novedad, porque es la primera vez [59]
que sale de México, según noticias. Así es, señora, la
dije, y los campos me gustan demasiado. Pero no como la
ciudad, ¿es verdad?, me dijo. Yo por política le
respondí: sí señora, me han gustado, aunque ciertamente
no me desagrada la ciudad. Todo me parece bueno en su
línea; y así estoy contento en el campo como en el
campo; y divertido en la ciudad como en la ciudad.
Celebraron bastante mi respuesta, como si hubiera dicho
alguna sentencia catoniana, y la señora prosiguió el
elogio diciendo: sí, sí, el colegial tiene talento,
aunque luciera mejor si no fuera tan travieso, según nos
ha dicho Januario.
Este Januario era un joven de diez y ocho a diez
y nuevo años, sobrino de la señora, condiscípulo siempre
y grande amigo mío. Tal salí yo, porque era demasiado
burlón y gran bellaco, y no le perdí pisada ni dejé de
aprovecharme de sus lecciones. Él se hizo mi íntimo
amigo desde aquella primera escuela en que estuve, y fue
mi eterno ahuizote
(27) y mi sombra inseparable [60] en
todas partes, porque fue a la segunda y tercera escuela
en que me pusieron mis padres; salió conmigo, y conmigo
entró y estudió gramática en la casa de mi maestro
Enríquez; salí de allí, salió él; entré a San Ildefonso,
entró él también; me gradué, y se graduó en el mismo
día.
Era de un cuerpo gallardo, alto y bien formado;
pero como en mi consabida escuela era constitución que
nadie se quedara sin su mal nombre, se lo cascábamos a
cualquiera aunque fuera un Narciso o un Adonis; y según
esta regla le pusimos a don Januario Juan Largo,
combinando de este modo el sonido de su nombre y la
perfección que más se distinguía en su cuerpo. Pero
después de todo, él fue mi maestro y mi más constante
amigo; y cumpliendo con estos deberes tan sagrados, no
se olvidó de dos cosas que me interesaron demasiado y me
hicieron muy buen provecho en el discurso de mi vida, y
fueron: inspirarme sus malas mañas, y publicar mis
prendas, y mi sobrenombre de PERIQUILLO SARNIENTO por
todas partes; de manera que por su amorosa y activa
diligencia lo conservé en gramática, en filosofía y en
el público cuando se pudo. Ved, hijos míos, si no sería
yo un ingrato si dejara de nombrar en la historia de mi
vida con la mayor efusión de gratitud a un amigo tan
útil, a un maestro tan eficaz, y al pregonero de mis
glorias; pues todos estos títulos desempeñó a
satisfacción el grande y benemérito Juan Largo.
No sabía, con todo eso, si aquellas señoras
tenían tan larga relación de mí, ni si sabían mi
retumbante nombrecillo. Estaba muy ufano en el estrado
dando taba, como dicen, con la señora y una porción de
niñas, entre las cuales no era la menos viva y
platiconcilla la hija de la señora mi panegirista, que
no me pareció tercio de paja, porque sobre no haber
quince años [61] feos y estar ella en sus quince, era
demasiado bonita, e interesante su figura, motivo
poderoso para que yo procurara manejarme con cierta
afabilidad y circunspección lo mejor que podía para
agradarla; y ya había notado que cuando decía yo alguna
facetada colegialuna, ella se reía la primera y
celebraba mi genialidad de buena gana.
Estaba yo, pues, quedando bien y en lo mejor de
mi gusto, cuando en esto que escuché ruido de caballos
en el patio de la hacienda, y antes de preguntar quién
era, se fue presentando en medio de la sala, con su
buena manga, paño de sol, botas de campana, y demás
aderezos de un campista decente... ¿Quién piensan
ustedes que sería? ¡Quién había de ser, por mis negros
pecados, sino el demonio de Juan Largo, mi caro amigo y
favorecedor! Al instante que entró, me vio, y saludando
a todos los concurrentes en común y sobre la marcha, se
dirigió a mí con los brazos abiertos y me halagó las
orejas de esta suerte: ¡oh, mi querido Periquillo
Sarniento! ¿Tanto bueno por acá? ¿Cómo te va, hermano?
¿Qué haces? Siéntate...
No puedo ponderar la enojada que me di al ver
como aquel maldito en un instante había descubierto mi
sarna y mi periquería delante de tantos señores
decentes, y lo que yo más sentía, delante de tantas
viejas y muchachas burlonas, las que luego que oyeron
mis dictados comenzaron a reírse a carcajadas con la
mayor impudencia y sin el menor miramiento de mi
personita. Yo no sé si me puse amarillo, verde, azul o
colorado, lo que sí me acuerdo es que la sala se me
oscureció de la cólera, y los carrillos y orejas me
ardían más que si los hubiese estregado con chile. Miré
al condenado Juan Largo, y le respondí no sé qué, con
mucho desdén y gravedad, creyendo con este entono
corregir la burla de las muchachas y la insolencia de mi
amigo; pero nada menos que eso conseguí, pues mientras
yo me ponía más serio, las muchachas reían de mejor
gana, de modo que parecía que les hacían cosquillas a
las muy puercas, [62] y el pícaro de Juan Largo añadía
nuevas facetadas con que redoblaban sus caquinos.
Viéndome yo en tal apuro, hube de ceder a la violencia
de mi estrella y disimular la bola que tenía, riéndome
con todos; aunque si va a decir verdad, mi risa no era
muy natural, sino algo más que forzada.
En fin, después que me periquearon bastante y
disecaron el hediondo cadáver de su sarnosa etimología,
ya que no tenían baso para reír, ni aquel bribón
bufonada con que insultarme, cesó la escena, y calmó,
gracias a Dios, la tempestad.
Entonces fue la primera vez que conocí cuán
odioso era tener un mal nombre, y qué carácter tan vil
es el de los truhanes y graciosos, que no tienen lealtad
ni con su camisa; porque son capaces de perder el mejor
amigo por no perder la facetada que les viene a la boca
en la mejor ocasión; pues tienen el arte de herir y
avergonzar a cualquiera con sus chocarrerías, y tan a
mala hora para el agraviado, que parece que les pagan,
como me sucedió a mí con mi buen condiscípulo, que me
fue a hacer quedar mal, justamente cuando estaba yo
queriendo quedar bien con su prima. Detestad, hijos
míos, las amistades de semejante clase de sujetos.
Llegó la hora de comer, pusieron la mesa, y nos
sentamos todos según la clase y carácter de cada uno. A
mí me tocó sentarme frente a un sacerdote vicario de
Tlalnepantla, a cuyo lado estaba el cura de Cuautitlán,
(lugar a siete leguas de México) que era un viejo gordo
y harto serio.
Comieron todos alegremente, y yo también, que
como muchacho al fin, no era rencoroso, y más cuando
trataban de complacerme con abundancia de guisados
exquisitos y sabrosos dulces; porque don Martín, que así
se llamaba el amo, era bastante liberal y rico.
Durante la comida hablaron de muchas cosas que
yo no entendí; pero después que alzaron los manteles,
preguntó una señora ¿si habíamos visto la cometa?
El cometa dirá usted, señorita, dijo el padre vicario.
Eso es, respondió la madama. Sí, lo hemos visto estas
noches en la azotea del curato y nos hemos divertido
bastante. ¡Ay!, qué diversión tan fea, dijo la madama.
¿Por qué señorita? ¿Por qué? Porque ese cometa es señal
de algún daño grande que quiere suceder aquí. Ríase
usted de eso, decía el cleriguito; los cometas son unos
astros como todos; lo que sucede es que se ven de cuando
en cuando porque tienen mucho que andar, y así son
tardones, pero no maliciosos. Si no, ahí está nuestro
amigo don Januario, que sabe bien qué cosa son los
cometas, y por qué se dan tanto a desear de nuestros
ojos, y él nos hará favor de explicarlo con claridad
para que ustedes se satisfagan. Sí, Januarito, anda,
dinos como está eso, dijo la prima; mas el demonio de
Juan Largo sabía tanto de cometas como de pirocthenia,
pero no era muy tonto; y así sin cortarse respondió:
prima, ese encargo se lo puedes hacer a mi amigo Perico
por dos razones, la una porque es muchacho muy hábil, y
la dos, porque siendo esta súplica tuya, propia para
hacer lucir una buena explicación cometal, por regla de
política debemos obsequiar con estos lucimientos a los
huéspedes. Conque vamos, suplícale al Sarnientito
que te lo explique, verán ustedes qué pico de muchacho.
Así que él no esté con nosotros yo te explicaré, no digo
qué cosa son cometas, y por dónde caminan, que es lo que
ha apuntado el padrecito, sino que te diré cuántos son
todos los luceros, cómo se llama cada uno, por dónde
andan, qué hacen, en qué se entretienen, con todas las
menudencias que tú quieras saber, satisfecho que tengo
de contentar tu curiosidad por prolija que sea, sin que
haya miedo que no me creas, pues como dijo tío Quevedo:
|
El mentir de las
estrellas |
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es un seguro
mentir, |
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porque ninguno
ha de ir |
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a preguntárselo
a ellas. [64] |
|
|
Conque ya quedamos, Poncianita, que te explicará
el cometa al derecho y al revés mi amigo Perucho,
mientras yo con licencia de estos señores voy a ensillar
mi caballo; y diciendo y haciendo se disparó fuera de la
sala sin atender a que yo decía, que estando allí los
señores padres, ellos satisfarían el gusto de la
señorita mejor que yo. No valió la excusa; el vicario de
Tlalnepantla me había conocido el juego, y porfiaba en
que fuera yo el explicador. Yo, decía, no señores; fuera
una grosería que yo quisiera lucir donde están mis
mayores. El cura, que era tan socarrón como serio, al
oír esta mi urbanidad, se sonrió al modo de conejo y
dijo: sabrán ustedes para bien saber, que en tiempo de
marras, había en mi parroquia un cura muy tonto y vano,
entre los que eran más tontos; él, pues, un día estaba
predicando lleno de satisfacción cuantas majaderías se
le venían a la cabeza, a unos pobres indios que eran los
que únicamente podían tener paciencia de escucharlo.
Estaba en lo más fervoroso del sermón, cuando fue
entrando en la iglesia el arzobispo mi señor, que iba a
la santa visita. Al instante que entró alborotose el
auditorio y turbose el predicador; siendo su sorpresa
mayor que si hubiese visto al diablo. Callose la boca,
quitose el bonete, y diciendo su ilustrísima que
continuara, exclamó: ¡cómo era capaz, señor ilustrísimo,
que estando presente mi prelado, fuera yo tan grosero
que me atreviera a seguir mi sermón! Eso no, suba usía
ilustrísima, y acábelo, mientras acabo yo la misa
pro populo. El arzobispo no pudo contener la risa
de ver la grande urbanidad de este cura ignorante, y lo
bajó del púlpito y del curato; apliquen ustedes. Calló
el padre gordo diciendo esto. Sonriose el vicario y las
mujeres, y yo no dejé de correrme, aunque me cabía
cierta duda en si lo diría por mi política, o por la de
Juan Largo; mas no duré mucho en esta suspensión, porque
el zaragate del padre vicario probó de una vez todo su
arbitrio diciendo a la Poncianita: usted, niña, elija
quién ha de explicar lo que es cometa, el colegial o
[65] yo; y si la elección recae en mí, lo haré con mucho
gusto, porque no me agrada que me rueguen, ni sé hacer
desaire a las señoras. Sin duda la guiñó del ojo, porque
al instante me dijo la prima de Largo: usted, señor,
quisiera me hiciera ese favor. No me pude escapar, me
determiné a darle gusto; mas no sabía ni por dónde
comenzar, porque maldito si yo sabía palabra de cometas,
ni cometos; sin embargo, con algún orgullo (prenda
esencialísima de todo ignorante) dije: pues, señores,
los cometas, o las cometas, como otros dicen, son unas
estrellas más grandes que todas las demás; y después que
son tan grandes, tienen una cola muy larguísima... ¿Muy
larguísima?, dijo el vicario; y yo que no conocía que se
admiraba de que ni castellano sabía hablar, le respondí
lleno de vanidad: sí, padre, muy larguísima, ¿pues qué
no la ha visto usted? Vaya, sea por Dios, me contestó.
Yo proseguí: estas colas son de dos colores, o blancas o
encarnadas; si son blancas, anuncian paz o alguna
felicidad al pueblo; y si son coloradas como teñidas de
sangre, anuncian guerras o desastres; por eso la
cometa que vieron los reyes magos tenía su cola blanca,
porque anunció el nacimiento del Señor y la paz general
del mundo, que hizo por esta razón el rey Octaviano, y
esto no se puede negar, pues no hay nacimiento alguno en
la noche buena que no tenga su cometita con la cola
blanca. El que no los veamos muy seguido es porque Dios
los tiene allá retirados, y sólo los deja acercarse a
nuestra vista cuando han de anunciar la muerte de algún
rey, el nacimiento de algún santo, o la paz o la guerra
en alguna ciudad, y por eso no los vemos todos los días;
porque Dios no hace milagros sin necesidad. El cometa de
este tiempo tiene la cola blanca, y seguramente anuncia
la paz. Esto es, dije yo muy satisfecho, esto es lo que
hay acerca de los cometas. Está usted servida, señorita.
Muchas gracias, dijo ella. No, no muchas, dijo el
vicario; porque el señorito, aunque me dispense, no ha
dicho palabra en su lugar, sino un atajo de disparates
[66] endiablados. Se conoce que no ha estudiado palabra
de astronomía, y por lo propio ignora qué cosas son
estrellas fijas, qué son planetas, cometas,
constelaciones, dígitos, eclipses, etc., etc. Yo tampoco
soy astrónomo, amiguito, pero tengo alguna tintura de
una que otra cosilla de éstas; y aunque es muy
superficial, me basta para conocer que usted tiene
menos, y así habla tantas barbaridades; y lo peor es que
las habla con vanidad, y creyendo que entiende lo que
dice y que es como lo entiende; pero para otra vez no
sea usted cándido. Sepa usted que los cometas no son
estrellas, ni se ven por milagro, ni anuncian guerras,
ni paces, ni la estrella que vieron los reyes del
Oriente cuando nació el Salvador era cometa, ni
Octaviano fue rey, sino césar o emperador de Roma, ni
éste hizo la paz general con el mundo por aquel divino
natalicio; sino que el príncipe de la paz Jesucristo,
quiso nacer cuando reinaba en el universo una paz
general, que fue en tiempo de Augusto César Octaviano,
ni crea usted finalmente, ninguna de las demás
vulgaridades que se dicen de los cometas; y porque no
piense usted que esto lo digo a tintín de boca, le
explicaré en breve lo que es cometa. Oiga usted. Los
cometas son planetas como todos los demás, esto es: lo
mismo que la Luna, Mercurio, Venus,
la Tierra, Marte, Júpiter,
Saturno y Herschel, los cuales son
unos cuerpos esféricos (esto es, perfectamente redondos,
o como vulgarmente decimos, unas bolas), son opacos, no
tienen ninguna luz de por sí, así como no la tiene la
Tierra, pues la que reflectan o nos envían, se la
comunica el Sol. La causa de que los veamos de tarde en
tarde, es porque su curso es irregular respecto a los
demás planetas, quiero decir: aquéllos hacen sus giros
sobre el sol esférica, y éstos elípticamente, pues, unos
dan su vuelta redonda, y otros (los cometas) larga; y
ésta es la causa porque teniendo más camino que andar,
nos tardamos nosotros más en verlos; así como más pronto
verá usted al que haya de ir y venir de aquí a México,
que al que haya de ir y venir de aquí a Guatemala; [67]
porque el primero tiene menos que andar que el segundo.
Esas colas que se les advierten, no son, según los que
entienden, otra cosa más que unos vapores que el sol les
extrae e ilumina, así como ilumina la ráfaga de átomos
cuando entra por una ventana; y este mismo sol, conforme
la disposición en que comunica su luz a este vapor, hace
que estas colas de los cometas nos presten un color
blanco o rojo, para cuya persuasión no necesitamos
atormentar el entendimiento, pues todos los días
advertimos las nubes iluminadas con una luz blanca o
roja según su posición respecto al sol
(28). En virtud de esto, nada tenemos
que esperar favorable del color blanco de las colas de
los cometas, ni que temer adverso por su color rojo.
Esto es lo más fundado y probable por los físicos en
esta materia; lo demás son vulgaridades que ya todo el
mundo desprecia. Si usted quisiere imponerse a fondo de
estas cosas, lea al padre Almeida, al Brison, y a otros
autores traducidos al castellano que tratan de la
materia pro famotiori, esto es, con extensión.
La que yo he tenido para explicar este asunto, ha sido
demasiada, y verdaderamente tiene visos de pedantería,
pues estas materias son ajenas y tal vez ininteligibles
a las personas que nos escuchan, exceptuando al señor
cura; pero la ignorancia y vanidad de usted me han
comprometido a tocar una materia singular entre
semejantes sujetos, y que por lo mismo conozco habré
quebrantado las leyes de la buena crianza; mas la
prudencia de estos señores me dispensará, y usted me
agradecerá o no, mis buenas intenciones, que se reducen
a hacerle ver, no se meta jamás a hablar en cosas que no
entiende.
Contemplen ustedes ¿cómo quedaría yo con
semejante responsorio? Al instante conocí que aquel
padre decía muy bien, por más que yo sintiera su
claridad, pues aunque he sido ignorante, no he sido
tonto, ni he tenido cabeza de lepeguaje;
fácilmente [68] me he docilitado a la razón; porque en
la realidad, hay verdades tan demostradas y penetrantes
que se nos meten por los ojos a pesar de nuestro amor
propio. ¡Infelices de aquellos cuyos entendimientos son
tan obtusos que no les entran las verdades más
evidentes! Y más infelices aquellos cuya obstinación es
tal que los hace cerrar los ojos para no ver la luz.
¡Qué pocas esperanzas dan unos y otros de prestarse
dóciles a la razón en ningún tiempo! Quedeme confuso,
como iba diciendo, y creo que mi vergüenza se conocía
por sobre de mi ropa, porque no me atreví a hablar una
palabra, ni tenía qué. Las señoras, el cura y demás
sujetos de la mesa, sólo se miraban y me miraban de hito
en hito, y esto me corría más y más.
Pero el mismo padre vicario, que era un hombre
muy prudente, me quitó de aquella media naranja con el
mejor disimulo, diciendo: señores, hemos parlado
bastante; yo voy a rezar vísperas, y es regular que las
señoritas quieran reposar un poco para divertirnos esta
tarde con los toritos.
Levantose luego de la mesa y todos hicieron lo
mismo. Las señoras se retiraron a lo interior de la
casa, y los hombres, unos se tiraron sobre los canapés,
otros cogieron un libro, otros se pusieron a divertir a
juegos de naipes, y otros por fin, tomaron sus escopetas
y se fueron a pasar el rato a la huerta.
Sólo yo me quedé de non, aunque muchos señores
me brindaron con su compañía; pero yo les di las
gracias, y me excusé con el pretexto de que estaba
cansado del camino, y que acostumbraba dormir un rato de
siesta.
Cuando vi que todos estaban o procurando dormir,
o divertidos, me salí al corredor, me recosté en una
banca, y comencé a hacer las más serias reflexiones
entre mí acerca del chasco que me acababa de pasar.
Ciertamente, decía yo, ciertamente que este
padre me ha avergonzado; pero después de todo, yo he
tenido la culpa en meterme a dar voto en lo que no
entiendo. No hay duda, yo soy un necio, un bárbaro y un
presumido. ¿Qué he leído yo de [69] planetas, de astros,
cometas, eclipses, ni nada de cuanto el padre me dijo?
¿Cuándo he visto ni por el forro, los autores que me
nombró, ni he oído siquiera hablar de esto antes que
ahora? ¿Pues quién diablos me metió en la cabeza ser
explicador de cosa que no entiendo, y luego explicador
tan sandio y orgulloso? ¿En qué estaría yo pensando? Ya
se ve, soy bachiller en filosofía, soy físico. Reniego
de mi física y de cuantos físicos hay en el mundo si
todos son tan pelotas como yo. ¡Voto a mis pecados! ¿Qué
dirá este padre? ¿Qué dirá el señor cura? ¿Y qué dirán
todos? Pero ¿qué han de decir, sino que soy un burro?
Para más fue que yo, el tuno de Juan Largo, que no se
atrevió a manifestar su ignorancia. No hay remedio,
saber callar es un principio de aprender, y el silencio
es una buena tapadera de la poca instrucción; Juan
Largo, no hablando, dejó a todos en duda de si sabe o no
sabe lo que son cometas; y yo con hablar tanto no
conseguí sino manifestar mi necedad y ponerme a una
vergüenza pública. Pero ya sucedió, ya no hay remedio.
Ahora para que no se pierda todo, es preciso satisfacer
al mismo padre, que es quien entiende mi tontera mejor
que los demás, y suplicarle me dé un apunte de los
autores físicos que yo pueda estudiar; porque
ciertamente la física no puede menos que ser una
ciencia, a más de utilísima, entretenida, y yo deseo
saber algo de ella.
Con esta resolución me levanté de la banca y me
fui a buscar al vicario que ya había acabado de rezar, y
redondamente le canté la palinodia. Padrecito, le dije,
¿qué habrá usted dicho de la nueva explicación del
cometa que me ha oído? Vamos, que usted no se esperaba
tan repentino entremés sobre mesa; pero la verdad, yo
soy un majadero y lo conozco. Como cuando aprendí en el
colegio unos cuantos preliminares de física y algunas
propiedades de los cuerpos en general, me acostumbré a
decir que era físico, lo creí firmísimamente, y pensé
que no había ya más que saber en esa facultad. A esta
preocupación se [70] siguió el ver que había quedado
bien en mis actillos, que me alabaron los convidados y
me dieron mis galas; y después de esto, no habrá ocho
días que me he graduado de bachiller en filosofía, y me
dijeron que estaba yo aprobado para todo; pensé
que era yo filósofo de verdad, que el tal título probaba
mi sabiduría, y que aquel pasaporte que me dieron
para todo, me facultaba para disputar de todo
cuanto hay, aunque fuera con el mismo Salomón; pero
usted me ha dado ahora una lección de que deseo
aprovecharme; porque me gusta la física, y quisiera
saber los libros donde pueda aprender algo de ella; pero
que la enseñen con la claridad que usted.
Ésa es una buena señal de que usted tiene un
talento no vulgar, me dijo el padre, porque cuando un
hombre conoce su error, lo confiesa y desea salir de él,
da las mejores esperanzas, pues esto no es propio de
entendimientos arrastrados que yerran y lo conocen, pero
su soberbia no les permite confesarlos; y así ellos
mismos se privan de la luz de la enseñanza, semejantes
al enfermo imprudente que por no descubrir su llaga al
médico, se priva de la medicina y se empeora.
Pero ¿dónde aprendió usted ese montón de
vulgaridades que nos contó de los cometas? Porque en el
colegio seguramente no se las enseñaron. Ya se ve que
no, le respondí. Esa copia de lucidísima erudición que
he vaciado se la debo a las viejas y cocineras de mi
casa. No es usted el primero, dijo el padre, que mama
con la primera leche semejantes absurdos. Verdaderamente
que todas ésas son patrañas y cuentos de viejas. Usted
lo que debe hacer es aplicarse, que aún es muchacho y
puede aprovechar. Yo le daré el apuntito que me pide de
los autores en que puede leer a gusto estas materias, y
le daré también algunas leccioncitas mientras estemos
aquí.
Le di las gracias, quedando prendado de su bello
carácter; iba a pedirle un favor de muchacho, cuando nos
llamaron para que nos fuéramos a divertir al corral del
herradero. [71]
Capítulo VII
Prosigue nuestro autor contando los sucesos que le
pasaron en la hacienda
Sin embargo de que nos llamaron, el padre
vicario continuó diciéndome: por lo que toca a lo que
usted me pide acerca de que le instruya de los mejores
autores físicos, le digo que no es menester apuntito,
porque son muy pocos los que he de aconsejar a usted que
lea, y fácilmente los puede encomendar a la memoria.
Procure usted leer la Física experimental de
los Abates Para y Nollet, las Recreaciones
filosóficas del padre don Teodoro de Almeida, el
Diccionario de física, y el Tratado de
física de Brisson. Con esto que usted lea con
cuidado, tendrá bastante para hablar con acierto de esta
ciencia en donde se le ofrezca, y si a este estudio
quisiere añadir el de la historia natural como que es
tan análogo al anterior, podrá leer con utilidad el
Espectáculo de la naturaleza por Pluche, y con más
gusto y fruto la Historia natural del célebre
conde de Buffon, llamado por antonomasia el Plinio
de Francia.
Estos estudios, amiguito, son útiles, amenos y
divertidos; porque el entendimiento no encuentra en
ellos lo abstracto de la teología, la incertidumbre de
la medicina, lo intrincado de las leyes, ni lo escabroso
de las matemáticas. Todo llena, todo deleita, todo
embelesa y todo enseña, así en la física como en la
historia natural. Es estudio que no fatiga y ocupación
que no cansa. La doctrina que ministra es dulce, y el
vaso en que se brinda es de oro.
Los que miran el Universo por la parte de
afuera, se sorprenden con su primorosa perspectiva; pero
no hacen más que sorprenderse como los niños cuando ven
la primera vez una cosa bonita que les divierte. El
filósofo, como ve el Universo con otros ojos, pasa más
allá de la simple sorpresa; conoce, observa, escudriña y
admira cuanto hay en la naturaleza. [72]
Si eleva su entendimiento a los cielos, se
pierde en la inmensidad de esos espacios llenos de la
Majestad más soberana; si detiene su consideración en el
sol, mira una mole crecidísima de un fuego vivísimo,
penetrante e inextinguible, al paso que benéfico e
interesante a toda la naturaleza; si observa la luna,
sabe que es un globo que tiene montes, mares, valles,
ríos, como el globo que pisa; y que es un espejo que
refleja la brillante luz del sol para comunicárnosla con
sus influencias; si atiende a los planetas como Venus,
Mercurio y Marte, y la restante multitud de astros, ya
fijos, ya errantes, no contempla sino una prodigiosa
infinidad de mundos ya luminosos, ya iluminados, ya
soles, ya lunas que observan constantemente los
movimientos y giros que la sabia Omnipotencia les
prescribió desde el principio; si su consideración
desciende a este planeta que habitamos, admira la
economía de su hechura; mira el agua pendiente sobre la
tierra, contenida sólo con un débil polvillo de arena;
los montes elevados, las cascadas estrepitosas, las
risueñas fuentes, los arroyos mansos, los caudalosos
ríos, los árboles, las plantas, las flores, las frutas,
las selvas, los valles, los collados, las aves, las
fieras, los peces, el hombre, y hasta los despreciables
insectillos que se arrastran; y todo, todo le franquea
teatro a su curiosidad e investigación. La atmósfera,
las nubes, las lluvias, el rocío, el granizo, los fuegos
fatuos, las auroras boreales, los truenos, los
relámpagos, los rayos, y cuantos meteoros tiene la
naturaleza, presentan un vastísimo campo a su prolijo y
estudioso examen, y después que admira, contempla,
examina, discurre, pondera y acicala su entendimiento
sobre un caos tan prodigioso de entes heterogéneos, tan
admirables como incomprensibles, reflexiona que el
conocimiento o ignorancia que tiene de estos mismos
seres, lo llevan como por la mano hasta la peana del
trono del Criador. Entonces el filósofo verdadero no
puede menos que anonadarse y postrarse ante el solio de
la Deidad Suprema, confesar su poder, [73] alabar su
providencia, reconocer en silencio lo sublime de su
sabiduría, y darle infinitas gracias por el diluvio de
beneficios que ha derramado sobre sus criaturas, siendo
entre las terrestres la más noble, la más excelsa, la
más privilegiada, y la más ingrata el hombre, «bajo
cuyos pies (nos dice la voz de la verdad) que sujetó
todo lo criado»: Omnia subjecisti sub pedibus ejus;
y lo mismo será llegar el filósofo a estos sublimes y
necesarios conocimientos, que comenzar a ser teólogo
contemplativo; pues así como todos los rayos de la rueda
de un coche descansan sobre la maza que es su centro,
así las criaturas reconocen su punto céntrico en el
Criador; por manera que los impíos ateístas que niegan
la existencia de un Dios criador y conservador del
Universo, proceden contra el testimonio común de las
naciones, pues las más bárbaras y salvajes han
reconocido este soberano principio; porque los mismos
cielos proclaman la gloria de Dios, el firmamento
anuncia sus obras maravillosas, y las criaturas todas
que se nos manifiestan a la vista, son las conductoras
que nos llevan a adorar las maravillas que no vemos.
Pero, ya se ve, los ateístas son unos brutos que parecen
hombres, o unos hombres que voluntariamente quieren ser
menos que los brutos. Ello es evidente... En esto,
viendo que nos tardábamos, salieron a llamarnos otra vez
las niñas y señores de la hacienda, para que fuéramos a
ver las travesuras de los payos y caporales, y tuvimos
que suspender, o por mejor decir, cortar enteramente una
conversación tan dulce para mí, porque en la realidad me
entretenía más que todos los herraderos.
Admiráronse de vernos tan unidos al padre y a
mí, creyendo que yo conservara algún resentimiento por
el sonrojillo que me había hecho pasar sobre mesa; y aun
entre chanzas nos descubrieron su pensamiento; pero yo,
en medio de mis desbaratos, he debido a Dios dos prendas
que no merezco. La una un entendimiento dócil a la
razón, y la otra, un corazón noble y sensible, que no me
ha dejado prostituir fácilmente a mis pasiones. [74] Lo
digo así porque cuando he cometido algunos excesos, me
ha costado dificultad sujetar el espíritu a la carne.
Esto es, he cometido el mal conociéndolo y atropellando
los gritos de mi conciencia y con plena advertencia de
la justicia, lo que acaece a todo hombre cuando se
desliza al crimen. Por estas buenas cualidades que digo
he visto brillar en mi alma, jamás he sido rencoroso ni
aun con mis enemigos; mucho menos con quien he conocido
que me ha aconsejado bien tal vez con alguna aspereza,
lo que no es común, porque nuestro amor propio se
resiente de ordinario de la más cariñosa corrección,
siempre que tiene visos de regaño; y por eso los de la
hacienda se admiraban de la amistosa armonía que
observaban entre mí y el padre.
Fuímonos, por fin, al circo de la diversión, que
era un gran corral, en el que estaban formados unos
cómodos tabladitos. Sentámonos el padre vicario y yo
juntos, y entretuvimos la tarde mirando herrar los
becerros, y ganado caballar y mular que había. Mas
advertí que los espectadores no manifestaban tanta
complacencia cuando señalaban a los animales con el
fuego, como cuando se toreaban los becerrillos o se
jineteaban los potros, y mucho más cuando un torete
tiraba a un muchacho de aquéllos, o un muleto desprendía
a otro de sobre sí; porque entonces eran desmedidas las
risadas, por más que el golpeado inspirara la compasión
con la aflicción que se pintaba en su semblante.
Yo, como hasta entonces no había presenciado
semejante escena, no podía menos que conmoverme al ver a
un pobre que se levantaba rengueando de entre las patas
de una mula o las astas de un novillo. En aquel momento
sólo consideraba el dolor que sentiría aquel infeliz, y
esta genial compasión no me permitía reír cuando todos
reventaban a caquinos. El juicioso vicario, que ¡ojalá
hubiera sido mi mentor toda la vida!, advirtió mi
seriedad y silencio, y leyéndome el corazón me dijo:
¿usted ha visto toros en México alguna vez? No, señor,
le contesté, [75] ahora es la primera ocasión que veo
esta clase de diversiones, que consisten en hacer daño a
los pobres animales, y exponerse los hombres a recibir
los golpes de la venganza de aquéllos, la que juzgo se
merecen bien por su maldita inclinación y barbarie. Así
es, amiguito, me dijo el vicario; y se conoce que usted
no ha visto cosas peores. ¿Qué dijera usted si viera las
corridas de toros que se hacen en las capitales,
especialmente en las fiestas que llaman Reales?
Todo lo que usted ve en éstas son frutas y pan pintado;
lo más que aquí sucede es que los toretes suelen dar sus
revolcadillas a estos muchachos, y los potros y mulas
sus caídas, en las que ordinariamente quedan molidos y
estropeados los jinetes; mas no heridos o muertos como
sucede en aquellas fiestas públicas de las ciudades que
dije; porque allí, como se torean toros escogidos por
feroces, y están puntales, es muy frecuente ver los
intestinos de los caballos enredados en sus astas,
hombres gravemente lastimados y algunos muertos. Padre,
le dije yo, ¿y así exponen los racionales sus vidas para
sacrificarlas en las armas enojadas de una fiera? ¿Y así
concurren todos de tropel a divertirse con ver derramar
la sangre de los brutos, y tal vez de sus semejantes?
Así sucede, me contestó el vicario, y sucederá siempre
en los dominios de España, hasta que no se olvide esta
costumbre tan repugnante a la naturaleza, como a la
ilustración del siglo en que vivimos.
Conversamos largo rato sobre esto, como que es
materia muy fértil, y cuando mi amigo el vicario hubo
concluido, le dije: padre, estoy pensando que ese
demontre de Januario o Juan Largo, mi condiscípulo,
luego que sepa los disparates que yo dije del cometa, y
la justa reprehensión de usted, me ha de burlar
altamente y en la mesa delante de todos, porque es muy
pandorguista, y tiene su gusto en pararle la
bola, como dicen, a cualquiera en la mejor concurrencia;
y yo ciertamente no quisiera pasar otro bochorno como el
de a medio día, o ya que él sea tan mal amigo [76] y tan
imprudente, que padeciera el mismo tártago que yo,
haciéndolo usted quedar mal con alguna preguntita de
física, pues estoy seguro que entiende tanto de esto
como de hacer un par de zapatos; y así le encargo a
usted que me haga este favor y le saque los colores a la
cara por faceto.
Mire usted, me dijo el padre, a mí me es fácil
desempeñar a usted, pero ésa es una venganza cuya vil
pasión debe usted refrenar toda la vida; la venganza
denota una alma baja que no sabe ni es capaz de
disimular el más mínimo agravio. El perdonar las
injurias no sólo es señal característica de un buen
cristiano, sino también de una alma noble y grande.
Cualquiera por pobre, por débil y cobarde que sea, es
capaz de vengar una ofensa; para esto no se necesita
religión, ni talento, ni prudencia, ni nobleza, cuna,
educación ni nada bueno; sobra con tener una alma vil, y
dejar que la ira corra por donde se le antoje para
suscribir fácilmente a los sanguinarios sentimientos que
inspira. Pero para olvidar un agravio, para perdonar al
que nos lo infiere, y para remunerar la maldad con
acciones benéficas, es menester no solamente saber el
evangelio, aunque esto debía ser suficiente, sino tener
una alma heroica, un corazón sensible, y esto no es
común; tampoco lo es ver unos héroes como Trajano, de
quien se cuenta que dando audiencia pública llegó al
trono un zapatero fingiendo iba a pedir justicia;
acercose al emperador, y aprovechando un descuido, le
dio una bofetada. Alborotose el pueblo, y los centinelas
querían matarlo en el acto; pero Trajano lo impidió para
castigarlo por sí mismo. Ya asegurado el alevoso, le
preguntó: ¿qué injuria te he hecho, o qué motivo has
tenido para insultarme? El zapatero, tan necio como
vano, le contestó: señor, el pueblo bendice vuestro
amable carácter; nada tengo que sentir de vos; mas he
cometido este sacrílego delito, sabiendo que he de
morir, sólo porque las generaciones futuras digan que un
zapatero tuvo valor para dar una bofetada al emperador
Trajano. Pues bien, dijo éste, si [77] ése ha sido el
motivo, tú no me has de exceder en valor. Yo también
quiero que diga la posteridad que, si un zapatero se
atrevió a dar una bofetada al emperador Trajano, Trajano
tuvo valor para perdonar al zapatero. Anda libre.
Esta acción no necesita ponderarse; ella sola se
recomienda, y usted puede deducir de ella y de miles de
iguales que hay en su línea, que para vengarse es
menester ser vil y cobarde, y para no vengarse es
preciso ser noble y valiente; porque el saber vencerse a
sí mismo y sujetar las pasiones, es el más difícil
vencimiento, y por eso es la victoria más recomendable,
y la prueba más inequívoca de un corazón magnánimo y
generoso.
Por todo esto, me parece que será bueno que
usted olvide y desprecie la injuria del señor Januario.
Pues padrecito, le dije, si más valor se necesita para
perdonar una injuria que para hacerla, yo desde ahora
protesto no vengarme ni de Juan Largo, ni de cuantos me
agravien en esta vida. ¡Oh, don Pedrito, me contestó el
vicario, cuán apreciable fuera esta clase de protestas
en el mundo si todas se llevasen al cabo! Pero no hay
que protestar en esta vida con tanta arrogancia, porque
somos muy débiles y frágiles, y no podemos confiar en
nuestra propia virtud, ni asegurarnos en nuestra sola
palabra. A la hora de la tempestad hacen los marineros
mil promesas, pero llegando al puerto se olvidan como si
no se hubieran hecho. Cuando la tierra tiembla no se
oyen sino plegarias, actos de contrición y propósitos de
enmienda; mas luego que se aquieta, el ebrio se dirige
al vaso, el lascivo a la dama, el tahúr a la baraja, el
usurero a sus lucros, y todos a sus antiguos vicios. Una
de las cosas que más perjudican al hombre, es la
confianza que tiene de sí mismo. Ésta pone en ocasión de
prostituirse a los jóvenes, de extraviar a las almas
timoratas, de abandonarse a los que ministran la
justicia, y de ser delincuentes a los más sabios y
santos. Salomón prevaricó, y San Pedro, que se tenía por
el más valiente de los Apóstoles, fue el primero y aun
el único que negó a su divino [78] Maestro. Conque no
hay que fiar mucho en nuestras fuerzas, ni que charlar
sobre nuestra palabra, porque mientras no llega la
ocasión, todos somos rocas; pero puestos en ella somos
unas pajitas miserables que nos inclinamos al primer
vientecillo que nos impele.
Poco más duró nuestra conversación, cuando se
acabó la tarde y con ella aquella diversión, siéndonos
preciso trasladarnos a la sala de la hacienda.
Como en aquella época no se trataba sino de
pasar el rato, todos fueron entreteniéndose con lo que
más les gustaba, y así fueron tomando sus naipes y
bandolones, y comenzaron a divertirse unos con otros. Yo
entonces ni sabía jugar, (o no tenía qué, que es lo más
cierto) ni tocar, y así me fui por una cabecera del
estrado para oír cantar a las muchachas, las que me
molieron la paciencia a su gusto, porque se acercaban
hacia mí dos o tres, y una decía: niña, cuéntame un
cuento, pero que no sea el de Periquillo Sarniento. Otra
me decía: señor, usted ha estudiado, díganos ¿por qué
hablan los pericos como la gente? Otra decía: ¡ay, niña,
qué comezón tengo en el brazo! ¿Si tendré sarna? Así me
estuvieron chuleando estas madamas toda la noche hasta
que fue hora de cenar.
Púsose la mesa, sentámonos todos y con todos mi
amiguísimo Juan Largo que hasta entonces se había estado
jugando malilla, o no sé qué.
Mientras duró la cena se trataron diversos
asuntos. Yo en uno que otro metía mi cucharada; pero
después de provocado, y siempre con las salvas de:
según me parece; yo no tengo inteligencia;
dicen; he oído asegurar, etc.; pero ya
no hablé con arrogancia como al medio día; ya se ve, tal
me tenía de acobardado el sermón que me espetó el
vicario en mis bigotes. ¡Oh, cuánto aprovecha una
lección a tiempo!
Se alzó la mesa, y mi buen amigo Juan Largo,
dirigiendo a mí la palabra, comenzó a desahogar su genio
bufón, lo mismo [79] que yo me había pensado. Conque,
Periquillo, me dijo, ¿las cometas son una cosa a modo de
trompetas? ¡Vamos, que tú has quedado lucido en el acto
del medio día! Sí, ya sé tus gracias; no sabía yo que
tenía por condiscípulo un tan buen físico como tú y a
más de físico, astrónomo. Seguramente que con el tiempo
serás el mejor almanaquero del reino. A hombre que sabe
tanto de cometas, ¿qué cosa se le podrá ocultar de todos
los astros habidos y por haber? Las mujeres, como casi
siempre obran según lo que primero advierten, y en esta
rechifla no veían otra cosa que una burleta, comenzaron
a reír y a verme más de lo que yo quería; pero el padre
vicario que ya me amaba y conocía mi vergüenza, procuró
libertarme de aquel chasco, y dijo a don Martín (que ya
dije era dueño de la hacienda), ¿conque pasado mañana
tiene usted eclipse de sol? Sí señor, dijo don Martín, y
estoy tamañito. ¿Por qué?, preguntó el vicario. ¿Cómo
por qué? (dijo el amo); porque los eclises son
el diablo. Ahora dos años, me acordaré, que estaba ya
viniéndose mi trigo, y por el maldito eclís
nació todo chupado y ruincísimo, y no sólo,
sino que toda la cría del ganado que nació en aquellos
días se maleó y se murió la mayor parte. Vea usted si
con razón les tengo tanto miedo a los eclises.
Amigo don Martín, dijo el vicario, yo creo que no es tan
bravo el león como lo pintan; quiero decir, que no son
los pobres eclipses tan perversos como usted los supone.
¿Cómo no, padre? dijo don Martín. Usted sabrá mucho,
pero tengo mucha esperencia, y ya ve que la
esperencia es madre de la cencia. No hay
duda, los eclises son muy dañinos a las
sementeras, a los ganados, a la salú y hasta
las mujeres preñadas. Ora cinco años me acordaré que
estaba en cinta mi mujer, y no lo ha de creer; pues hubo
eclís y nació mi hijo Polinario tencuitas.
¿Pero por qué fue esa desgracia?, preguntó el cura.
¿Cómo por qué, señor?, dijo don Martín, porque se lo
comió el eclís. No se engañe usted, dijo el
vicario; el eclipse es muy hombre de bien, a nadie se
come ni perjudica, y si [80] no, que lo diga don
Januario. ¿Qué dice usted señor bachiller? No hay
remedio, contestó lleno de satisfacción, porque le
habían tomado su parecer; no, no hay remedio, decía; el
eclipse no puede comer la carne de las criaturas
encerradas en el vientre de sus madres, pero sí puede
dañarlas por su maligna influencia, y hacer que nazcan
tencuas o corcovadas, y mucho mejor puede con
la misma malignidad matar las crías y chuparse el trigo,
según ha dicho mi tío, atestiguando con la experiencia,
y ya ve usted, padre mío, que quod ab experientia
patet non indiget probatione. Esto es, no necesita
de prueba lo que ya ha manifestado la experiencia.
No me admiro, dijo el padre, que su tío de usted
piense de esa manera, porque no tiene motivo para otra
cosa; pero me hace mucha fuerza oír producirse de igual
modo a un señor colegial. Según eso, dígame usted, ¿qué
son los eclipses? Yo creo, dijo Januario, que son
aquéllos choques que tiene el sol y luna, en los que uno
u otro salen perdiendo siempre conforme es la fuerza del
que vence; si vence el sol, el eclipse es de la luna, y
si vence ésta, se eclipsa el sol. Hasta aquí no tiene
duda, porque mirando el eclipse en una bandeja de agua,
materialmente se ve cómo pelea el sol con la luna; y se
advierte lo que uno u otro se comen en la lucha; y si
tienen virtud estos dos cuerpos para hacerse tanto daño
siendo solidísimos, ¿cómo no podrán dañar a las tiernas
semillas y a las débiles criaturas del mundo? Eso es lo
que yo digo, repuso el bueno de don Martín, vea usted
padre si digo bien o mal. No hay qué hacer, mi sobrino
es muy sabido; ansí mesmo según y como
él explica el eclís, lo explicaba su padre mi
difunto hermano, que era hombre de muchas letras, y allá
en la Huasteca, nuestra tierra, decían todos que era un
pozo de cencia. ¡Ah, mi hermano!, si él viviera
¡qué gusto tuviera de ver a su hijo Januarito tan
adelantado! No mucho, aunque me perdone, dijo el
vicario, porque el señor no entiende de cuanto ha dicho;
antes es un blasfemo filosófico. ¿Qué [81] pleitos, qué
choques, influencias fatales ni malditas quiere usted
que produzcan los eclipses? Sepa usted, señor don
Martín, que el mayor eclipse no le puede hacer a usted,
ni a sus siembras, ni ganado, más daño que quitarles una
poca de luz por un rato. No hay tal pleito del sol y la
luna, ni tales faramallas. ¿Se pudiera usted pelear de
manos desde aquí con uno que estuviera en México? Ya se
ve que no, dijo don Martín. Pues lo propio sucede al sol
respecto de la luna, prosiguió el vicario, porque dista
un astro de otro muchísimas leguas. Pues en resumidas
cuentas, preguntó don Martín, ¿qué es eclís? No
es otra cosa, respondió el padre vicario, que la
interposición de la luna entre nuestra vista y el sol, y
entonces se llama eclipse de sol, o la interposición de
la tierra entre la luna y el sol, y entonces se dice
eclipse de luna.
¿Ya ve usted todo eso?, dijo el payo, pues no lo
entiendo. Pues yo haré que lo perciba usted
clarísimamente, dijo el padre; sepa usted que siempre
que un cuerpo opaco se opone entre nuestra vista y un
cuerpo luminoso, el opaco nos embaraza ver aquella
porción de luz que cubre con su disco. Agora lo entiendo
menos, decía don Martín. Pues me ha de entender usted,
replicó el padre. Si usted pone su mano enfrente de sus
ojos y la luz de la vela, claro es que no verá la llama.
Eso sí entiendo. Pues ya entendió usted el eclipse. ¿Es
posible, padre, decía don Martín muy admirado, es
posible que tan poco tienen que entender los eclises?
Sí, amigo mío, decía el vicario. Lo que sucede es que
como su mano de usted es mayor que la llama de la vela,
siempre que la ponga frente de ella, la tapará toda y
hará un eclipse total; pero si la pone frente de una
luminaria de leña, seguramente no la tapará toda sino un
pedazo, porque la luminaria es más grande que la mano de
usted, y entonces puede usted decir que hizo un eclipse
parcial, esto es, que tapó una parte de la llama de la
luminaria. ¿Lo entiende usted? Y muy bien, respondió el
payo. Pero ¿qué tan fácilmente ansí se
entienden los [82] eclises del sol y de la
luna? Sí señor, dijo el padre. Ya dije a usted que el
sol está muchas leguas distante de la luna, es mucho
mayor que ella, lo mismo que la luminaria es mucho más
grande que su mano de usted, y así cuando la luna pasa
por entre el sol y nuestros ojos, tapa un pedazo de
éste, que es lo que no vemos, y lo que al señor
Januario, a usted y a otros les parece comido, no es
otra cosa que la mano que pasa frente de la luminaria.
¿Lo entiende usted? Completamente, dijo don Martín, y
según eso nunca habrá eclises totales de sol,
porque es la luna mucho más chica, y no lo puede tapar
todo. Así debía ser, dijo el vicario, si siempre la luna
pasara a una misma distancia, respecto del sol y nuestra
vista; pero como algunas veces pasa quedando muy cerca
de nosotros
(29), nos lo cubre totalmente, así como
siempre que usted se ponga la mano junto de los ojos no
verá nada de la luminaria, sin embargo de que su mano de
usted es mucho más chica que la luminaria; y ahora sí
creo que me ha entendido usted. ¿Y los de la luna cómo
son?, preguntó el payo. Del mismo modo, dijo el padre;
así como la luna tapa u obscurece un pedazo del sol
(30) cuando se pone entre él y nosotros, así
la tierra tapa u obscurece un pedazo de luna o toda,
cuando se pone entre ella y el sol.
Ansí debe ser, dijo don Martín, y
ora reflejo que he visto algunos eclises
del sol y luna totales, como usted les llama, o que se
ha tapado toda, de modo que hemos estado oscuras
totalísimamente. Sobre que no le hace que la luminaria
sea más grande que la mano. ¿Y es posible que no son
otra cosa los eclises? Sí señor, dijo el padre,
no son otra cosa, y teniendo el año trescientos sesenta
y cinco o sesenta y seis días, si es bisiesto, tenemos
[83] nosotros otros tantos eclipses del sol, y totales,
que es más gracia. ¡Cómo Padre!, decía don Martín. Ya se
ve que sí, dijo el vicario; ¿ve usted de noche el sol?
No señor, ni una pizca, respondió don Martín. Pues ahí
tiene usted que se le eclipsa el sol todo entero, y para
que usted no me vea, tanto tiene que yo me meta a la
recámara, como que usted cierre los ojos. Es verdad,
decía don Martín; pero según que usted me ha dicho, y
según lo que agora me dice, creo que el mundo es mucho
más grandísimo que el sol, que no puede menos, sobre que
lo estamos mirando. Pues sí puede menos, amigo, dijo el
vicario; y en efecto, es tan pequeño respecto al sol,
como lo es una avellana respecto a un coco. Pues
entonces, replicó don Martín, salimos con lo que usted
me dijo, pues aunque mi mano sea más chica que la
luminaria, me la puede tapar toda en estando muy cerca
de mis ojos. Así es, dijo el vicario, puede o no puede
taparla toda, según la distancia en que usted la pusiere
respecto a sus ojos. Si la pone lejos de ellos, no
tapará toda la luminaria, algo verá usted de ella; pero
si se la pone en las narices, no verá nada. Ya se ve que
así ha de ser, decía don Martín, y no solamente no veré
la luminaria, pero ni la puerta de la hacienda que es
más grande, ni cosa alguna, y eso será porque casi me
tapo los ojos con la mano poniéndola tan cerca. Pues vea
usted la razón, dijo el padre, porque se suelen ver
algunos eclipses totales de sol causados por la luna,
porque ésta, aunque mucho más pequeña que él, si se pasa
muy cerca de nosotros, como en realidad pasa algunas
veces, hace el efecto de la mano frente de la luminaria,
y lo mismo hace la tierra, sin embargo de su pequeñez,
eclipsándonos el sol todas las noches por estar pegada a
nosotros
(31).
Perfectamente entendí todo el asunto de los
eclipses, padre [84] vicario, dijo don Martín, y
creo que cualquiera lo entenderá, por negado que sea.
¿Lo entiendes, hija? ¿Lo han entendido, muchachas? Todas
a una voz respondieron que sí, y que muy bien, que ya
sabían que podían hacer eclipses de sol, de luna, o de
luminarias, cada vez que se les antojara; pero el buen
don Martín volvió a preguntar: dígame usted, padre, ya
que los eclises no son más que eso, ¿por qué
son tan dañinos que nos pierden las siembras, los
ganados, y hasta nos enferman y sacan imperfectos los
muchachos? Ésa es la vulgaridad, respondió el vicario.
Los eclipses en nada se meten, ni tienen la
culpa de esas desgracias. Las siembras se pierden, o
porque les ha faltado cultivo a su tiempo, o han
escaseado las aguas, o la semilla estaba dañada, o era
ruin, o la tierra carece de jugos, o está cansada, etc.
Los ganados malparen, o las crías nacen enfermas, ya
porque se lastiman las hembras, o padecen alguna
enfermedad particular que no conocemos, o han comido
alguna yerba que las perjudica, etc.; últimamente,
nosotros nos enfermamos o por el excesivo trabajo, o por
algún desorden en la comida o bebida, o por exponernos
al aire sin recato estando el cuerpo muy caliente, o por
otros mil achaques que no faltan; y las criaturas nacen
tencuas, raquíticas, defectuosas o muertas, por
la imprudencia de sus madres en comer cosas nocivas, por
travesear, corretear, alzar cosas pesadas, trabajar
mucho, tener cóleras vehementes, o recibir golpes en el
vientre. Conque vea usted como no tienen los pobres
eclipses la culpa de nada de esto. Bien, dijo don
Martín; pero ¿cómo suceden estas desgracias puntualmente
cuando hay eclís? La desgracia de los eclipses,
dijo el vicario, consiste en que suceda algo de esto en
su tiempo, porque los pobres que no entienden de nada,
luego echan la culpa a los eclipses de cuantas averías
hay en el mundo. Así como cuando uno se enferma, lo
primero que hace es buscar achaque a su enfermedad, y
tal vez cree que se la ocasionó lo más inocente. Conque
amigo, no hay que ser [85] vulgares, ni que quitar el
crédito a los pobres eclipses, que es pecado de
restitución.
Celebraron todos al padre vicario, y le pegaron
un buen tabardillo al amigo Juan Largo, de modo que se
levantó de allí chillándole las orejas. A poco rato nos
fuimos a acostar.
Capítulo VIII
En el que
escribe Periquillo algunas aventuras que le pasaron en
la hacienda y la vuelta a su casa
A otro día nos levantamos muy contentos; el
señor cura hizo poner su coche, y el padre vicario mandó
ensillar su caballo para irse a sus respectivos
destinos. El padre vicario se despidió de mi con mucho
cariño, y yo le correspondí con el mismo, porque era un
hombre amable, benéfico, y no soberbio ni necio.
Fuéronse, por fin, y yo quedé sin tan útil
compañía. El hermano Juan Largo, tan tonto y
sinvergüenza como siempre (porque es propiedad del necio
no dársele nada de cosa alguna de esta vida), a la hora
del almuerzo me comenzó a burlar con la cometa; pero yo
le rebatí defendiéndome con los disparates que él había
hablado acerca del eclipse, con cuya diligencia lo dejé
corrido, y él debía de haber advertido que es una
majadería ponerse a apedrear el tejado del vecino el que
tiene el suyo de vidrio.
Fuérase porque yo era nuevo en la casa, o porque
tenía un genio más prudente y jovial, las señoras, las
muchachas y todos me querían más que a Juan Largo, que
era naturalmente tosco y engreído. Con esto, cuando yo
decía alguna facetada, la celebraban infinito, y de esto
mondaba mi rival Januario, y trataba de vengarse siempre
que hallaba ocasión, sin poder yo librarme de sus
maldades, porque las tramaba con la capa de la amistad.
[86] ¡Abominable carácter de almas viles, que fabrican
la traición a la sombra de la misma virtud!
Como yo por una parte lo amaba, y él por otra
tenía un genio intrigante, me disimulaba sus malas
intenciones, y yo me entregaba sin recelo a sus
dictámenes.
Todas las tardes salíamos a pasear a caballo. Ya
se deja entender qué buen jinete sería yo, que no había
montado sino los caballos de alquiler barato de México,
animales flacos, trabajados, y de una zoncería y
mansedumbre imponderable. No eran así los de la
hacienda, porque casi todos estaban lozanos y eran
briosos, motivo bastante para que yo les tuviera harto
miedo; por esto me ensillaban los de la señora y de la
niña su hija, y todas las tardes, como dije, salíamos a
pasear Januario, yo y dos hijos del administrador que
eran muy buenas maulas.
De todos los cuatro yo era el menos jinete, o
como dicen, el más colegial, con esto, me hacían mil
travesuras en el campo, como colearme los caballos,
maneármelos, espantármelos, y cuanto podían para que, a
pesar de ser mansos, se alborotasen y me echaran al
suelo, como lo hacían sin mucha dificultad a cada
instante; de suerte que aunque los golpes que yo llevaba
eran ligeros y de poco riesgo por ser en las yerbas, o
en la arena, sin embargo, fueron tantos que no sé cómo
no bastaron a acobardarme. Bien que mis buenos amigos,
después que reían a mi costa cuanto querían, me
consolaban contándome las caídas que habían llevado para
aprender, y añadían: «no te apures, hombre, esto no es
nada; pero aunque en cada caída te quebraras una pierna,
o se te sumiera una costilla, lo debías tener a mucha
dicha, cuando vieras lo que aprovechan estas lecciones
de los caballos para tenerse bien en ellos; porque,
amigo, no hay remedio, los golpes hacen jinete; y tú
mismo advertirás que ya no estás tan lerdo como antes;
no, ya te tienes más y te sientas mejor, y si duras otro
poco en la hacienda, nos has de dar a todos ancas
vueltas.»
¿Quién creerá que estas frívolas lisonjas eran
las bilmas medicinales que aquellos tunantes aplicaban a
mis golpes y magullones? ¿Y quién creerá que yo me daba
por muy bien servido con ellas, y se me olvidaba la
jácara que me hacían al caer, y los pujidos que me
costaba levantarme algunas veces? ¿Mas, quién lo ha de
creer, sino aquel que sepa que la adulación se hace
tanto lugar en el corazón humano, que nos agrada aun
cuando viene dirigida por nuestros propios enemigos?
El picarón de Januario no se saciaba de hacerme
mal por cuantos medios podía, y siempre fingiéndome una
amistad sincera. Una tarde de un día domingo en que se
toreaban unos becerros, me metió en la cabeza que
entrara yo a torear con él al corral; que eran los
becerros chicos, que estaban despuntados, que él me
enseñaría, que era una cosa muy divertida, que los
hombres debían saber de todo, especialmente de cosas de
campo, que el tener miedo se quedaba para las mujeres, y
qué sé yo que otros desatinos, con los que echó por
tierra todo aquel escándalo que yo manifesté al vicario
la vez primera que vi la tal zambra de hombres y brutos.
Se me disipó el horror que me inspiraron al principio
estos juegos, falté a mi antigua circunspección en este
punto, y atropellando con todo, me entré al corral a
pie, porque me juzgué más seguro.
A los principios llamaba al becerro a distancia
de diez o doce varas, con cuya ventaja me escapaba
fácilmente de su enojo subiéndome a las trancas del
corral; mas como en esta vida no hay cosa a que no se le
pierda el miedo con la repetición de actos, poco a poco
se lo fui perdiendo a los becerros, viendo que me
libraba de ellos sin dificultad, y ayudado con los
estímulos de mis buenos amigos y camaradas, que a cada
momento me gritaban, «arrímese, colegial; arrímate
hombre, no seas collón; anda Coquita
(32)», y otras incitaciones de esta
clase, me fui acercando [88] más y más a sus testas
respetables, hasta que en una de ésas se me puso por
detrás de puntillas el señor Juan Largo, y cuando yo
quise huir, no pude, porque él me embarazó la carrera
haciendo que tropezaba conmigo, con cuyo auxilio tan a
tiempo me alcanzó el becerro, y levantándome en el aire
con su mollera, me hizo caer en tierra como un zapote
mal de mi grado, y a la distancia de cuatro a cinco
varas. Yo quedé todo desguarnido del susto y del
porrazo; pero con todo esto, como el miedo es
ligerísimo, y yo temía la repetición del lance, pues el
becerro aún esperaba concluir su triunfo, me levanté al
momento sin advertir que al golpe se me habían reventado
los botones y las cintas de los calzones, y así
habiéndoseme bajado a los talones quedé engrillado, sin
poder dar un paso y en la más vergonzosa figura; pero el
maldito novillo, aprovechando mi ineptitud para correr,
repitió sobre mí un segundo golpe, mas con tal furia que
a mí me pareció que me habían quebrado las costillas con
una de las torres de Catedral, y que había volado más
allá de la órbita de la luna; pero al dar en el suelo
tan furioso costalazo como el que di, no volví a saber
de cosa alguna de esta vida.
Quedé privado; subiéronme cubierto con unas
mangas, y se acabó la diversión con el susto,
creyendo todas las señoras que me había dado algún golpe
mortal en el cerebro.
Quiso Dios que no pasó de una ligera suspensión
del uso de los sentidos, pues con los auxilios de la
lana prieta
(33), el álcali, ligaduras y otras
cosas, volví en mí al cabo de media hora, sin más
novedad que un dolorcillo en el hueso cóccix
que no dejaba de molestarme más de lo que yo quería.
Pero cuando estuve en mi entero acuerdo y me vi
rodeado de todos los señores que estaban en la hacienda,
tendido en una [89] cama, muy abrigado, y llenos todos
de sobresalto, preguntándome unos: ¿cómo se siente
usted?; otros, ¿qué tiene usted?; y todos, ¿qué le
duele? Y en medio de esta concurrencia advertí mis
calzones sueltos, por haberse reventado la pretina, y me
acordé de las faldas de mi camisa y del lance que me
acababa de pasar, me llené de vergüenza (pasión que no
me ha faltado del todo), y hubiera querido haber caído
honestamente como César cuando lo asesinó Bruto.
Les di gracias por su cuidado, contestándoles
que no me había hecho mayor mal; mas con todo eso, la
señora de la hacienda me hizo tomar un vaso de vinagre
aguado, y a poco rato una porción de calahuala, con lo
que a otro día estaba enteramente restablecido.
Mi buen amigo Januario, en aquel primer rato de
mi mal, y cuando todos estaban temiendo no fuera cosa
grave, se manifestó bien apesadumbrado con toda aquella
hipocresía que sabía usar; mas al siguiente día que me
vio fuera de riesgo, me cogió a cargo y comenzó a
desahogar todas sus bufonadas, haciéndome poner colorado
a cada momento delante de las muchachas con el
vergonzoso recuerdo de mi pasada aventura, insistiendo
en mi desnudez, en la posición de mi camisa y en el
indecente modo de mi caída.
Como él con sus truhanadas excitaba la risa de
las niñas, y yo no podía negarlo, me avergonzaba
terriblemente, y no hallaba más recurso que suplicarle
no me sonrojara en aquellos términos, pero mi súplica
sólo servía de espuelas a su maldita verbosidad, y esto
me añadía más vergüenza y más enojo.
Para serenarme me decía: no seas tonto, hermano,
si esto es chanza. Esta tarde nos iremos a pasear a
Cuamatla, verás qué hacienda tan bonita. ¿Qué caballo
quieres que te ensillen? ¿El almendrillo o el grullo de
tía? Yo le contesté la primera vez que me lo dijo:
amigo, yo te agradezco tu cariño, pero excúsate de que
me ensillen ningún caballo, porque yo no pienso volver
[90] a montar en mi vida grullos ni grullas, ni pararme
delante de una vaca, cuanto menos delante de los toros o
becerros. Anda, hombre, decía él, no seas tan cobarde;
no es jinete el que no cae, y el buen toreador muere en
las astas del toro. Pues muere tú, norabuena, le
respondía yo, y cae cuantas veces quisieres, que yo no
he reñido con mi vida. ¿Qué necesidad tengo de volver a
mi casa con una costilla menos o una pierna rota? No,
Juan Largo, yo no he nacido para caporal ni vaquero. En
dos palabras: yo no volví a montar a caballo en su
compañía, ni a ver torear siquiera, y desde aquel día
comencé a desconfiar un poco de mi amigo. ¡Feliz quien
escarmienta en los primeros peligros!, pero más «feliz
el que escarmienta en los peligros ajenos», como dijo un
antiguo: Felix quem faciunt aliena pericula cautum.
Esto se llama saber sacar fruto de las mismas
adversidades.
A los tres días de este suceso se acabaron las
diversiones, y cada huésped se fue para su casa. El
malvado Januario había advertido que yo veía con cariño
a su prima y que ella no se incomodaba por esto, y trató
de pegarme otro chasco que estuvo peor que el del
becerro.
Un día que no estaba en casa don Martín porque
se había ido a otra hacienda inmediata, me dijo
Januario: yo he notado que te gusta Ponciana, y que ella
te quiere a ti. Vamos, dime la verdad, ya sabes que soy
tu amigo y que jamás me has reservado secreto. Ella es
bonita, tú tienes buen gusto, y yo te lo pregunto,
porque sé que puedo servir a tus deseos. La muchacha es
mi prima y no me puedo yo casar con ella; y así me
alegrara que disfrutara de su amor un amigo a quien yo
quisiera tanto como a ti. ¿Quién había de pensar que
ésta era la red que me tendía este maldito para burlarse
de mí a costa de mi honor? Pues así fue, porque yo tan
fácil como siempre, lo creí, y le dije: que tu prima es
de mérito, es evidente; que yo la quiero, no te lo puedo
negar; pero tampoco [91] puedo saber si ella me quiere o
no, pues no tengo por dónde saberlo. ¿Cómo no?, dijo
Januario, ¿pues que nunca le has dicho tu sentimiento?
Jamás la he hablado de eso, le respondí. Y ¿por qué?,
instó él. ¡Cómo por qué!, le dije yo, porque le tengo
vergüenza; dirá que soy un atrevido, lo avisará a su
madre, o me echará noramala. A más de eso tu tía es muy
celosa, jamás nos da lugar de hablar, ni la deja sola un
momento; ¿conque cómo quieres que yo tenga lugar para
tratar con esa niña unas conversaciones de esta clase?
Riose Januario grandemente, burlose de mi temor y
recato, y me dijo: eres un pazguato; no te juzgaba yo
tan zonzo y para nada; ¡miren qué dificultades tan
grandes tienes que vencer! Quita allá, collón. Todas las
mujeres se pagan de que las quieran, y aunque no
correspondan, agradecen el que se los digan. Ahora, ¿no
has oído decir que al que no habla nadie le oye? Pues
habla, salvaje, y verás como alcanzas. Si temes a la
vieja de mi tía, yo te haré juego, yo te proporcionaré
que le hables a solas, espacio y a tu satisfacción. ¿Qué
dices? ¿Quieres? Habla, verás que yo solo soy tu
verdadero amigo.
Con semejantes consejos, viendo que la ocasión
me brindaba con lo mismo que yo apetecía, no tardé mucho
en admitir su obsequiosa oferta, y le di más
agradecimientos que si me hubiera hecho un verdadero
favor.
El bribón se apartó de mí por un corto rato, al
cabo del cual volvió muy contento y me dijo: todo está
hecho. He dado un vomitorio a Poncianita, y me ha
desembuchado todo; ha cantado redondamente, y me ha
confesado que te quiere bien. Yo le dije que tú mueres
por ella y que deseas hablarla a solas. Ella quisiera lo
mismo, pero me puso el embarazo de su madre que la trae
todo el día como un llavero. La dificultad al parecer es
grande; mas yo he discurrido el arbitrio mejor para que
ustedes logren sus deseos sin zozobra, y es éste: el tío
no ha de venir hasta mañana; ya tú sabes la recámara
donde ella duerme [92] con su madre, y sabes que su cama
está a la derecha luego que se entra; y así esta misma
noche puedes entre las once y doce ir a hablarla todo
cuanto quieras, en la inteligencia de que la vieja a esa
hora está en lo más pesado de su sueño. Poncianita está
corriente, sólo me encargó que entraras con cuidado y
sin hacer ruido, y que si no está despierta, le toques
la almohada, que ella tiene un sueño muy ligero. Conque
mire usted, señor Periquillo, y qué pronto se han
vencido todas las dificultades que te acobardan; y así
no hay que ser zonzo, logra la ocasión antes que se
pase, ya yo hice por ti cuanto he podido.
Repetí las gracias a mi grande amigo por sus
buenos oficios, y me quedé haciendo mi composición de
lugar, pensando qué le diría yo a esa niña (pues a la
verdad mi malicia no se extendía a más que a hablar) y
deseando que corrieran las horas para hacer mi visita de
lechuza.
Entre tanto el traidor Juan Largo, que ni
palabra había hablado a su prima acerca de mis
amorcillos, fue a ver a su tía y le dijo que tuviera
cuidado con su hija, porque yo era un completo zaragate;
que él ya había notado que yo le hacía mil señas en la
mesa, y que ella me las correspondía; que algunas noches
me había buscado en mi cama, y no estaba yo en ella; y
así que mudara a Poncianita a otra recámara con una
criada, y que ella se acostara en la misma cama que su
prima aquella noche, y estuviera con cuidado a ver si él
se engañaba. Todo le pareció muy bien a la señora, lo
creyó como si lo viera, agradeció a Januario el celo que
manifestaba por el honor de su casa, prometió tomar el
consejo que le acababa de dar, y sin más averiguación,
se encerró en un cuarto con la inocente muchacha y le
dio una vuelta del demonio, según me contó a los dos
meses una criada suya que se fue a acomodar a mi casa, y
oyó el chisme del pícaro primo, y advirtió el injusto
castigo de Ponciana. [93]
Dos lecciones os da este suceso, hijos míos, de
que os deberéis aprovechar en el discurso de vuestra
vida. La primera es para no ser fáciles en descubrir
vuestros secretos a cualquiera que se os venda por
amigo; lo uno porque puede no serlo, sino un traidor,
como Januario, que trate de valerse de vuestra
simplicidad para perderos; y lo otro, porque aun cuando
sea un amigo, quizá llegará el caso de no serlo, y
entonces, si es un vil como muchos, descubrirá vuestros
defectos que le hayáis comunicado en secreto, para
vengarse. En todo caso, mejor es no manifestar el
secreto que aventurarlo: si quieres que tu secreto
esté oculto, decía Séneca, no lo digas a nadie;
pues si tú mismo no lo callas, ¿cómo quieres que los
demás lo tengan en silencio?
La otra lección que os proporciona este pasaje
es que no os llevéis de las primeras ideas que os
inspire cualquiera. El creer lo primero que nos cuentan
sin examinar su posibilidad, ni si es veraz, o no, el
mensajero que nos trae la noticia, arguye una ligereza
imperdonable, que debe graduarse de necedad, y necedad
que puede ser y ha sido muchas veces causa de unos daños
irreparables. Por un chisme del perverso Amán iban a
perecer todos los judíos en poder del engañado Asuero; y
por otro chisme y calumnia del maldito Juan Largo,
sufrió la niña su prima un castigo y un descrédito
injusto.
En el discurso de aquel día la señora me mostró
bastante ceño o mal modo; pero como muchacho, no presumí
que yo era la causa de él, atribuyéndolo a alguna
enfermedad o indisposición con la familia sirviente. Sí
extrañé que la niña no asistió a la mesa; pero no pasó
de echarla menos.
Llegó la noche; cenamos, me acosté, y me quedé
dormido sin acordarme de la consabida cita; cuando a las
horas prevenidas, el perro de Januario, que se desvelaba
por mi daño, viendo que yo roncaba alegremente, se
levantó y fue a despertarme diciéndome: flojo,
condenado, ¿qué haces? Anda, que son las [94] once, y te
estará esperando Poncianita. Era mi sueño mayor que mi
malicia, y así más de fuerza que de gana me levanté en
paños menores; descalzo y temblando de frío y de miedo
me fui para la recámara de mi amada, ignorante de la
trama que me tenía urdida mi grande y generoso amigo.
Entré muy quedito; me acerqué a la cama, donde yo
pensaba que dormía la inocente niña; toqué la almohada,
y cuando menos lo pensé, me plantó la vieja madre tan
furioso zapatazo en la cara, que me hizo ver el sol a
media noche. El susto de no saber quién me había dado,
me decía que callara; pero el dolor del golpe me hizo
dar un grito más recio que el mismo zapatazo. Entonces
la buena vieja me afianzó de la camisa, y sentándome
junto a sí me dijo: cállese usted, mocoso atrevido, ¿qué
venía a buscar aquí? Ya sé sus gracias. ¿Así se honra a
sus padres? ¿Así se pagan los favores que le hemos
hecho? ¿Éste es el modo de portarse un niño bien nacido
y bien criado?¿Qué deja usted para los payos ordinarios
y sin educación? Pícaro, indecente, osado, que se atreve
a arrojarse a la cama de una niña doncella, hija de unos
señores que lo han favorecido. Agradezca que, por
respeto de sus buenos padres, no hago que lo majen a
palos mis criados; pero mañana vendrá mi marido, y en el
día haré que se lleve a usted a México, que yo no quiero
pícaros en mi casa.
Yo lleno de temor y confusión me le hinqué,
lloré y supliqué tanto que no le avisara a don Martín,
que al fin me lo prometió. Fuime a mi cama, y observé
que reía bastante el indigno Januario debajo de la
sábana; pero no me di por entendido.
Al día siguiente vino don Martín, y la señora,
pretextando no sé qué diligencia precisa en la capital,
hizo poner el coche, y sin volver a ver a la pobre
muchacha, me condujeron a la casa de mis padres, sin
darse la señora por entendida con su marido según me lo
prometió.
Capítulo IX
Llega
Periquillo a su casa y tiene una larga conversación con
su padre sobre materias curiosas e interesantes
Llegamos a mi casa donde fui muy bien recibido
de mis padres, especialmente de mi madre, que no se
hartaba de abrazarme, como si acabara de llegar de
luengas tierras y de alguna expedición muy arriesgada.
El señor don Martín estuvo en casa dos o tres días
mientras concluyó su negocio, al cabo de los cuales se
retiró a su hacienda, dejándome muy contento porque se
había quedado en silencio mi desorden.
El señor mi padre un día me llamó a solas y me
dijo: «Pedro, ya has entrado en la juventud sin saber en
dónde dejaste la niñez, y mañana te hallarás en la
virilidad o en la edad consistente sin saber cómo se te
acabó la juventud. Esto quiere decir que hoy eres
muchacho y mañana serás un hombre; tienes en tu padre
quien te dirija, quien te aconseje y cuide de tu
subsistencia; pero mañana, muerto yo, tú habrás de
dirigirte y mantenerte a costa de tu sudor o tus
arbitrios, so pena de perecer, si no lo haces así;
porque ya ves que yo soy un pobre y no tengo más
herencia que dejarte que la buena educación que te he
dado, aunque tú no la has aprovechado como yo quisiera.
En virtud de esto, pensemos hoy lo que ha de ser
mañana. Ya has estudiado gramática y filosofía, estás en
disposición de continuar la carrera de las letras, ya
sea estudiando teología, o cánones, ya leyes o medicina.
Las dos primeras facultades dan honor y aseguran la
subsistencia a los que se dedican a ellas con talento y
aplicación, mas es como preciso que sean eclesiásticos
para que logren el fruto de su trabajo y sean útiles en
su carrera; pues un secular, por buen teólogo o
canonista [96] que sea, ni podrá orar en un púlpito, ni
resolver un caso de conciencia en un confesonario; y así
es que estas facultades son estériles para los
seculares, y sólo se pueden estudiar por ilustrarse, en
caso de no necesitar los libros para comer.
La medicina y la abogacía son facultades útiles
para los seculares. Todas son buenas en sí y
provechosas, como el que las profese sea bueno en ellas,
esto es, como salga aprovechado en su estudio; y así
sería una necedad muy torpe que el teólogo adocenado, el
médico ignorante, el leguleyo, o rábula acusaran a estas
ciencias del poco crédito que ellos tienen, o les
echaran la culpa de que nadie los ocupe, porque nadie
los juzga útiles, ni quieren fiar su alma, su salud ni
sus haberes en unas manos trémulas o insuficientes.
Esto es decirte, hijo mío, que tienes cuatro
caminos que te ofrecen la entrada a las ciencias más
oportunas para subsistir en nuestra patria; pues aunque
hay otras, no te las aconsejo, porque son estériles en
este reino, y cuando te sirvan de ilustración, quizá no
te aprovecharán como arbitrio. Tales son la física, la
astronomía, la química, la botánica, etc., que son parte
de la primera ciencia que te dije.
Tampoco te persuado que te dediques a otros
estudios que se llaman bellas letras, porque son más
deleitables al entendimiento que útiles a la bolsa.
Supongamos que eres un gran retórico y más elocuente que
Demóstenes: ¿de qué te servirá si no puedes lucir tu
oratoria en una cátedra o en unos estrados?, que es como
decirte, si no eres sacerdote o abogado. Supón también
que te dedicas al estudio de las lenguas, ya vivas, ya
muertas, y que sabes con primor el idioma griego, el
hebreo, el francés, el inglés, el italiano y otros, esto
solo no te proporcionará subsistir.
Pero con más eficacia te apartara yo de la
poesía, si la quisieras emprender como arbitrio; porque
el trato con las musas es tan encantador como
infructuoso. Comúnmente cuando [97] alguno está muy
pobre dice que está haciendo versos. Parece que
estas voces poeta y pobre son
sinónimas, o que el tener la habilidad de poetizar es un
anatema para perecer. Algunos familiares del Pindo han
logrado labrar su fortuna por su numen, pero han sido
pocos en realidad. Virgilio fue uno de ellos, que fue
protegido de Augusto; pero no se hallan fácilmente
Augustos ni Mecenas que patrocinen Virgilios; antes
muchos otros que han tenido las dos circunstancias que
Horacio requiere para la poesía, que son numen
y arte, han pedido limosna cuando se han
atenido a esta habilidad, y otros más prudentes se han
apartado de ella, mirándola como un comercio pernicioso
a su mejor colocación; tal fue don Esteban Manuel
Villegas, cuyas Eróticas tenemos. Por esto te
aconsejo en esta parte con las mismas palabras de
Bocángel.
|
Si hicieres
versos, haz pocos, |
|
|
|
por más que te
asista el genio, |
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|
|
que aunque te lo
aplauda el gusto |
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|
|
ha de reñirlo el
talento. |
|
|
Que es como decirte: aunque tengas gusto de
hacer versos, aunque éstos sean buenos y te los
celebren, haz pocos, no te embeleses ni te distraigas en
este ejercicio, de suerte que no hagas otra cosa; porque
entonces, si no eres rico, ha de reñirlo el talento,
pues la bolsa lo ha de sentir, y la moneda andará reñida
contigo como con casi todos los poetas. El padre del
gran Ovidio le decía que no se dedicara a las Musas,
poniéndole por causal la pobreza que se podía esperar de
ellas, pues le acordaba que Homero siendo tan celebrado
poeta murió pobre. Nullas reliquit opes.
No es esto decirte que son inútiles la poesía y
las demás ciencias que te he dicho; antes muchas de
ellas son no sólo útiles, sino necesarias a ciertos
profesores. Por ejemplo, la dialéctica, [98] la retórica
y la historia eclesiástica, son necesariasísimas al
teólogo; la química, botánica y toda la física es
también precisa para el médico; la lógica, la oratoria y
la erudición en la historia profana, son también no sólo
adornos, sino báculos forzosos para el que quiera ser
buen abogado. Últimamente, el estudio de las lenguas
ministra a los literatos una exquisita y copiosa
erudición en sus respectivas facultades, que no se logra
sino bebiéndose en las fuentes originales, y la dulce
poesía les sirve como de sainete o refrigerio que les
endulza y alegra el espíritu fatigado con la prolija
atención con que se dedican a los asuntos serios y
fastidiosos; pero estos estudios considerados con
separación de las principales facultades, (si se deben
separar) sólo serán un mero adorno, podrán dar de comer
alguna vez, pero no siempre, a la menos en América,
donde faltan proporción, estímulos y premios para
dedicarse a las ciencias.
Con que de todo esto sacamos en conclusión, que
un pobre como tú que sigue la carrera de las letras para
tener con qué subsistir, se ve en necesidad de ser o
sacerdote teólogo o canonista; o siendo secular, médico
o abogado; y así, ya puedes elegir el género de estudio
que te agrade, advirtiendo antes que en el acierto de la
elección consistirá la buena fortuna que te hará feliz
en el discurso de tu vida.
Yo no exijo de ti una resolución violenta ni
despremeditada. No, hijo mío, ésta no es puñalada de
cobarde. Ocho días te doy de plazo para que lo pienses
bien. Si tienes algunos amigos sabios y virtuosos,
comunícales las dudas que te ocurran, aconséjate con
ellos, aprovéchate de sus lecciones, y sobre todo,
consúltate a ti mismo, examina tu talento e inclinación,
y después que hagas estas diligencias, resolverás con
prudencia la carrera literaria que pienses abrazar. En
inteligencia, que si de tus consultas y examen deduces
que no serás buen letrado ni sacerdote, ni secular, no
te apures ni te [99] avergüences de decírmelo, que por
la gracia de Dios, yo no soy un padre ridículo, que he
de incomodarme porque me participes el desengaño que
saques por fruto de tus reflexiones. No, Pedro mío,
dime, dime con toda franqueza tu nuevo modo de pensar;
yo te puse el arte de Nebrija en la mano, por
contemporizar con tu madre, mas ahora que ya eres
grande, quiero contemporizar contigo, porque tú eres el
héroe de esta escena, tú eres el más interesado en tu
logro, y así tu inclinación y tu aptitud para esto o
para aquello, se debe consultar, y no la de tu madre ni
la mía.
No soy yo de los padres que quieren que sus
hijos sean clérigos, frailes, doctores o licenciados,
aun cuando son ineptos para ello o les repugna tal
profesión. No, yo bien sé que lo que importa es que los
hijos no se queden flojos y haraganes, que se dediquen a
ser útiles a sí y al estado, sin sobrecargar la sociedad
contándose entre los vagos, y que esto no solamente las
ciencias lo facilitan, también hay artes liberales y
ejercicios mecánicos con que adquirir el pan
honradamente.
Y así, hijo mío, si no te agradan las letras, si
te parece muy escabroso el camino para llegar a ellas, o
si penetras que por más que te apliques has de avanzar
muy poco, viniendo a serte infructuoso el trabajo que
impendas en instruirte, no te aflijas, te repito. En ese
caso tiende la vista por la pintura, o por la música; o
bien por el oficio que te acomode. Sobran en el mundo
sastres, plateros, tejedores, herreros, carpinteros,
bateojas, carroceros, canteros y aun zurradores y
zapateros que se mantienen con el trabajo de sus manos.
Dime, pues, qué cosa quieres ser, a qué oficio tienes
inclinación, y en qué giro te parece que lograrás una
honrada subsistencia; y créeme que con mucho gusto haré
por que lo aprendas, y te fomentaré mientras Dios me
diere vida; entendido que no hay oficio vil en las manos
de un hombre de bien, ni arte más ruin, oficio u
ejercicio más abominable que no tener arte, oficio ni
[100] ejercicio alguno en el mundo. Sí, Pedro, el ser
ocioso e inútil es el peor destino que puede tener el
hombre; porque la necesidad de subsistir y el no saber
cómo ni de qué, lo ponen como con la mano en la puerta
de los vicios más vergonzosos, y por eso vemos tantos
drogueros, tantos rufianes de sus mismas hijas y
mujeres, y tantos ladrones; y por esta causa también se
han visto y se ven tan pobladas las cárceles, los
presidios, las galeras y las horcas.
Así pues, hijo mío, consulta tu genio e
inclinación con espacio, para abrazar éste o el otro
modo con que juzgues prudentemente que subsistirás los
días que el cielo te conceda, sin hacerte odioso ni
gravoso a los demás hombres tus hermanos, a quienes
debes ser benéfico en cuanto puedas, que esto exige la
legítima sociedad en que vivimos.
Pero también debes advertir que aunque tú has de
ser el juez que te examine, por la misma razón has de
ser muy recto sin dejarte gobernar por la lisonja, pues
entonces perderás el tiempo, tus especulaciones serán
vanas, y te engañarás a ti mismo, si no pruebas tu
capacidad y analizas tu genio como si fuera el de un
extraño, y sin hacerte el más mínimo favor. El gran
Horacio aconseja en su Arte Poética a los
escritores que para escribir elijan aquella materia
que sea más conforme a sus fuerzas, y vean el peso que
puedan tolerar sus hombros, y el que resistan.
Pues es cierto que si las fuerzas exceden a la
carga, ésta se sobrellevará; mas si la carga es mayor
que las fuerzas, rendirá al hombre, quien
vergonzosamente caerá bajo su peso.
Es una verdad que se introduce sin violencia
dentro de nuestros corazones, que no todos lo
podemos todo; pero la lástima es que aunque
conocemos su evidencia, la conocemos respecto de los
demás; mas no respecto de nosotros mismos. Cuando alguno
emprende hacer esto o aquello y le sale mal, luego
decimos: ¡Oh!, pues si se mete a lo que no entiende, ¿no
es preciso [101] que yerre? Pero cuando nosotros
emprendemos, creemos que somos capaces de salirnos con
la nuestra, ¿y si erramos? ¡Oh!, entonces nos sobran mil
disculpas a nuestro favor para cubrirnos de las notas de
imperitos o atolondrados.
Por esto no me cansaré de repetirte, hijo mío,
que antes de abrazar esta o la otra facultad literaria,
esta o aquella profesión mecánica, etc., lo pienses
bien, veas si eres o no a propósito para ello; pues aun
cuando te sobre inclinación, si te falta talento,
errarás lo que emprendas sin ambas cosas, y te expondrás
a ser objeto de la más severa crítica.
Cicerón fue el depósito de la elocuencia romana;
tenía inclinación a la poesía, pero no aquel talento
propio para ella que llaman estro, lo que fue
causa de que cometiese una ridícula cacofonía, o mal
sonido de palabras en aquel verso que censuró con otros
Quintiliano.
|
O fortunatam
natam me consule Romam. |
|
|
Y Juvenal dijo que si las Filípicas con
que irritó el ánimo de Antonio las hubiera dicho con tan
mala poesía, nunca hubiera muerto degollado.
El célebre Cervantes fue un grande ingenio, pero
desgraciado poeta; sus escritos en prosa le granjearon
una fama inmortal (aunque en esto de pesetas, murió
pidiendo limosna. Al fin fue de nuestros escritores);
pero de sus versos, especialmente de sus comedias, no
hay quien se acuerde. Su grande obra del Quijote
no le sirvió de parco para que no lo acribillaran por
mal poeta, a lo menos Villegas en su séptima elegía dice
hablando con su amigo:
|
Irás del Helicón
a la conquista |
|
|
|
mejor que el mal
poeta de Cervantes, |
|
|
|
donde no le
valdrá ser Quijotista. |
|
|
Este par de ejemplitos te asegurará de las
verdades que te [102] he dicho. Conque anda, hijo,
piénsalas bien, y resuelve que es lo que has de ser en
el mundo; porque el fin es que no te quedes vago y sin
arbitrio.»
Fuese mi padre y yo me quedé como tonto en
vísperas; porque no percibía entonces toda la solidez de
su doctrina. Sin embargo, conocí bien que su merced
quería que yo eligiera un oficio o profesión que me
diera de comer toda la vida; mas no me aproveché de este
conocimiento.
En los siete días de los ocho concedidos de
plazo para que resolviera, no me acordé sino de visitar
a los amigos y pasear, como lo tenía de costumbre,
apadrinado del consentimiento de mi cándida madre; pero
en el octavo me dio mi padre un recordoncito,
diciéndome: «Pedrillo, ya sabrás bien lo que has de
decir esta noche acerca de lo que te pregunté hoy hace
ocho días.» Al momento me acordé de la cita, y fui a
buscar un amigo con quien consultar mi negocio.
En efecto lo hallé; pero ¡qué amigo!, como todos
los que yo tenía, y los que regularmente tienen los
muchachos desbaratados, como yo era entonces. Llamábase
este amigo Martín Pelayo, y era un bicho punto menos
maleta, que Juan Largo. Su edad sería de diez y nueve a
veinte años, jugadorcillo más que Birjan, enamorado más
que Cupido, más bailador que Batilo; más tonto que yo, y
más zángano que el mayor de la mejor colmena. A pesar de
estas nulidades, estaba estudiando para padre,
según decía, con tanta vocación en aquel tiempo para ser
sacerdote como la que yo tenía para verdugo; sin
embargo, ya estaba tonsurado y vestía los hábitos
clericales, porque sus padres lo habían encajado al
estado eclesiástico a fuerza, lo mismo que se encaja un
clavo en la pared a martillazos, y esto lo hicieron por
no perder el rédito de un par de capellanías gruesas que
había heredado. ¡Qué mal estoy, y estaré toda mi vida
con los mayorazgos y las capellanías heredadas!
Pero de cualquier modo, éste fue el eximio
doctor, el hombre [103] proyecto, y el sabio virtuoso
que yo elegí para consultar mi negocio, y ya ustedes
verán que bien cumpliría, con las buenas intenciones de
mi padre. Así salió ello.
Luego que yo le informé de mis dudas y le dije
algo de lo que mi padre me predicó, se echó a reír y me
dijo: eso no se pregunta. Estudia para clérigo como yo,
que es la mejor carrera, y cierra los ojos. Mira: un
clérigo es bien visto en todas partes, todos lo veneran
y respetan aunque sea un tonto, y le disimulan sus
defectos; nadie se atreve a motejarlos ni contradecirlos
en nada; tiene lugar en el mejor baile, en el mejor
juego, y hasta en los estrados de las señoras no parece
despreciable; y por último, jamás le falta un peso,
aunque sea de una misa mal dicha en una carrera. Conque
así estudia para clérigo y no seas bobo. Mira tú: el
otro día, en cierta casa de juego se me antojó no perder
un albur, a pesar de que vino el as contrario delante de
mi carta, y me afiancé con la apuesta, esto es, con el
dinero mío y con el ajeno. El dueño reclamaba y porfiaba
con razón que era suyo; pero yo grité, me encolericé,
juré, me cogí el dinero y me salí a la calle, sin que
hubiera uno que me dijera esta boca es mía,
porque el que menos, me juzgaba diácono, y ya tú ves que
si este lance me hubiera sucedido siendo médico o
abogado secular, o me salgo sin blanca, o se arma una
campaña de que tal vez no hubiera sacado las costillas
en su lugar. Conque otra vez te digo, que estudies para
clérigo y no pienses en otra cosa.
Yo le respondí: todo eso me gusta y me convence
demasiado; pero mi padre me ha dicho que es preciso que
estudie teología, cánones, leyes o medicina; y yo, la
verdad, no me juzgo con talentos suficientes para eso.
No seas majadero, me respondió Pelayo. No es menester
tanto estudio ni tanto trabajo para ser clérigo, ¿tienes
capellanía? No tengo, le respondí. Pues no le hace,
prosiguió él, ordénate a título de idioma; ello es malo,
porque los pobres vicarios son unos criados de los
curas, [104] y tales hay que les hacen hasta la cama;
pero esto es poco, respecto a las ventajas que se
logran, y por lo que toca a lo que dice tu padre de que
es necesario que estudies teología o cánones para ser
clérigo, no lo creas. Con que estudies unas cuantas
definiciones del Ferrer o de Lárraga, te sobra; y si
estudiares algo de Cliquet, o del curso Salmaticense,
¡oh!, entonces ya serás un teólogo moralista consumado,
y serás un Séneca para el confesonario, y un Cicerón
para el púlpito, pues podrás resolver los casos de
conciencia más arduos que hayan ocurrido y puedan
ocurrir, y predicarás con más séquito que los Masillones
y Burdalúes, que fueron unos grandes oradores, según me
dice mi catedrático, que yo no los conozco ni por el
forro.
Pero hombre, la verdad, le dije, yo creo que no
soy bueno para sacerdote, porque me gustan mucho las
mujeres, y según eso, pienso que soy mejor para casado.
Perico, ¡qué tonto eres!, me contestó Pelayo. ¿No ves
que ésas son tentaciones del demonio para apartarte de
un estado tan santo? ¿Tú crees que sólo siendo
eclesiástico podrás pecar por este rumbo? No amigo,
también los seculares y aun los casados pecan por el
mismo. A más de que ¿qué cosa...? Pero no quiero abrirte
los ojos en esta materia. Ordénate, hombre, ordénate y
quítate de ruidos, que después, tú me darás las gracias
por el buen consejo.
Despedime de mi amigo, y me fui para casa,
resuelto a ser clérigo, topara en lo que topara; porque
me hallaba muy bien con la lisonjera pintura que me
había hecho Martín del estado.
Llegó la noche, y mi buen padre, que no se
descuidaba en mi provecho, me llamó a su gabinete y me
dijo: Hoy se cumple el plazo, hijo mío, que te di para
que consultaras y resolvieras sobre la carrera de las
ciencias o de las artes que te acomode, para dedicarte a
ellas desde luego; porque no quiero [105] que estés
perdiendo tanto tiempo. Dime, pues, ¿qué has pensado y
qué has resuelto? Yo, señor, le respondí, he pensado ser
clérigo. Muy bien me parece, me dijo mi padre; pero no
tienes capellanía, y en este caso, es menester que
estudies algún idioma de los indios, como mexicano,
otomí, tarasco, matzagua u otro para que te destines de
vicario y administres a aquellos pobres los santos
sacramentos en los pueblos. ¿Estás entendido en esto? Sí
señor, le respondí, porque me costaba poco trabajo decir
que sí; no porque sabía yo cuáles eran las obligaciones
de un vicario.
Pues ahora es menester que también sepas, añadió
mi padre, que debes ir sin réplica a donde te mandare tu
prelado, aunque sea al peor pueblo de tierra caliente,
aunque no te guste o sea perjudicial a tu salud; pues
mientras más trabajos pases en la carrera de vicario,
tantos mayores méritos contraerás para ser cura algún
día.
En los pueblos que te digo hay mucho calor y
poca o ninguna sociedad, si no es con indios mazorrales.
Allí tendrás que sufrir a caballo y a todas horas en las
confesiones, soles ardientes, fuertes aguaceros, y
continuas desveladas o vigilias. Batallarás sin cesar
con los alacranes, turicatas, tlalages, pinolillo,
garrapatas, gegenes, zancudos, y otros insectos
venenosos de esta clase, que te beberán la sangre en
poco tiempo. Será un milagro que no pases tu trinquetada
de tercianas que llaman fríos, a los que sigue
después ordinariamente una tiricia consumidora; y en
medio de estos trabajos, si encuentras con un cura
tétrico, necio y regañón, tendrás un vasto campo donde
ejercitar la paciencia; y si topas con uno flojo y
regalón, cargará sobre ti todo el trabajo, siendo para
él lo pingüe de los emolumentos. Conque esto es ser
sacerdote y ordenarse a título de idioma o
administración. ¿Te gusta? Sí señor, le respondí de
cumplimiento, pues a la verdad no dejó de resfriar mi
ánimo el detall que me había hecho de los trabajos y
mala [106] vida que suelen pasar los vicarios; pero yo
decía entre mí ¿qué luego ha de dar en un ojo? ¿Luego he
de ir a tener a tierra caliente, a un pueblo ruin?
¿Luego ha de haber alacranes, moscas, ni esos otros
salvajes que me dice mi padre? ¿Luego me han de dar
los fríos, o los curas a quienes sirva han de ser todos
flojos o regañones? Quizá no será así, sino que hallaré
un buen pueblo y cura, y entonces pasearé bien, tendré
dinero, y dentro de un par de años lograré un curato
riquillo, y descansando yo en mis vicarios, ya me podré
tender boca arriba, y raparme una videta de ángeles.
Estas cuentas estuve yo haciendo a mis solas,
mientras mi padre fue a la puerta para enviar una criada
a traer tabaco. Volvió su merced, se sentó y continuó su
conversación de este modo.
Conque, Pedrillo, supuesta la resolución que
tienes de ordenarte, ¿qué quieres estudiar? ¿Cánones o
teología? Yo me sorprendí, porque cuanto me agradaba
tener dinero rascándome la barriga hecho un flojo, tanto
así me repugnaba el estudio y todo género de trabajo.
Quedeme callado un corto rato, y mi padre
advirtiendo mi turbación, me dijo: cuando resolviste
dedicarte a la iglesia, ya previniste la clase de
estudios que habías de abrazar, y así no debes detener
la respuesta. ¿Qué, pues, estudias? ¿Cánones o teología?
Yo muy fruncido le respondí: señor, la verdad, ninguna
de esas dos facultades me gusta, porque yo creo que no
las he de poder aprender, porque son muy difíciles; lo
que quiero estudiar es moral, pues me dicen que para ser
vicario, o cuando más un triste cura, con eso sobra.
Levantose mi padre al oír esto algo amohinado, y
paseándose en la sala decía: ¡Vea usted! Estas opiniones
erróneas son las que pervierten a los muchachos. Así
pierden el amor a las ciencias, así se extravían y se
abandonan, así se empapan en unas ideas las más
mezquinas, y abrazan la carrera eclesiástica [107]
porque les parece la más fácil de aprender, la más
socorrida y la que necesita menos ciencia. De facto,
estudian cuatro definiciones y cuatro casos los más
comunes del moral, se encajan a un sínodo, y si en él
aciertan por casual, se hacen presbíteros en un
instante, y aumentan el número de los idiotas con
descrédito de todo el estado. Y encarándose a mí, me
dijo: en efecto, hijo, yo conozco varios vicarios
imbuidos en la detestable máxima que te han inspirado de
que no es menester saber mucho para ser sacerdotes, y he
visto por desgracia, que algunos han soltado el
acocote para tomar el cáliz, o se han desnudado la
pechera de arrieros para vestirse la casulla, se han
echado con las petacas y se han metido a lo que no eran
llamados; pero no creas tú, Pedro, que una mal mascada
gramática y un mal digerido moral bastan, como piensas,
para ser buenos sacerdotes y ejercer dignamente el
terrible cargo de cura de las almas.
Muy bien sé que hubo tiempos en que (como nos
refiere el abate Andrés en su historia de la literatura)
decayeron las ciencias en la Europa en tanto grado, que
el que sabía leer y escribir tenía cuanto necesitaba
para ser sacerdote, y si por fortuna sabía algo del
canto llano, entonces pasaba plaza de doctor; pero
¿quién duda que la Santa Iglesia no se afligiría por
esta tan general ignorancia, y que condescendería con la
ineptitud de estos ministros por la oscuridad del siglo,
por la inopia de sujetos idóneos, y porque el pueblo no
careciera del pasto espiritual; y así a trueque de que
sus hijos no perecieran de hambre, teniendo por la
gracia de Jesucristo el pan tan abundante, tenía que
fiar con dolor su repartimiento a unas manos groseras, y
que encomendar, a más no poder, la administración de la
Viña del Señor a unos operarios imperitos?
Pero así como en aquel tiempo hubiera sido un
error grosero decir que sobra con saber leer para
hacerse alguno digno de los sagrados órdenes, por más
que así sucediera; de la misma [108] manera lo es hoy
asegurar que para obtener tan alta dignidad sobra
con una poca de gramática y otro poco de moral, por más
que muchos no tengan más ciencias cuando se ordenan;
pues tenemos evidentes testimonios de que la iglesia lo
tolera, mas no lo quiere.
Todo lo contrario, siempre ha deseado que los
ministros del altar estén plenamente dotados de ciencia
y virtud. El sagrado Concilio de Trento manda: «que los
ordenados sepan la lengua latina, que estén instruidos
en las letras; desea que crezca en ellos con la edad el
mérito y la mayor instrucción; manda que sean idóneos
para administrar los sacramentos y enseñar al pueblo, y
por último, mandó establecer los seminarios donde
siempre haya un número de jóvenes que se instruyan en la
disciplina, eclesiástica, los que quiere que aprendan
gramática, canto, cómputo eclesiástico, y otras
facultades útiles y honestas; que tomen de memoria la
sagrada escritura, los libros eclesiásticos, homilías de
los santos, y las fórmulas de administrar los
sacramentos, en especial lo que conduce a oír las
confesiones, y las de los demás ritos y ceremonias. De
suerte que estos colegios sean unos perennes planteles
de ministros de Dios.» Ses. 23 cap. 11, 13, 14 y 18.
Conque ya ves, hijo mío, como la Santa Iglesia
quiere, y siempre ha querido, que sus ministros estén
dotados de la mayor sabiduría, y justamente; porque ¿tú
sabes qué cosa es y debe ser un sacerdote? Seguramente
que no. Pues oye: un sacerdote es un sabio de la ley, un
doctor de la fe, la sal de la tierra y la luz del mundo.
Mira ahora si desempeñará estos títulos, o los merecerá
siquiera, el que se contenta con saber gramática y la
moral a medias, y mira si para obtener dignamente una
dignidad, que pide tanta ciencia, bastará o sobrará con
tan poco, y esto suponiendo que se sepa bien. ¿Qué será
ordenándose con una gramática mal mascada y una moral
mal aprendida? [109]
Por otra parte, cuando vemos tantos sacerdotes
sabios y virtuosos que ya viejos, enfermos y cansados,
con las cabezas trémulas y blancas, en fuerza de la edad
y del estudio, aún no dejan los libros de las manos, aún
no comprehenden bastante los arcanos de la teología, aún
se oscurecen a su penetración muchos lugares de la
sagrada Biblia, aún se confiesan siempre discípulos de
los santos padres y doctores de la iglesia, y se conocen
indignos del sagrado carácter que los condecora, ¿qué
juicio haremos de la alta dignidad del sacerdocio? ¿Y
cómo no nos convenceremos del gran fondo de santidad y
sabiduría que requiere un estado tan sublime en los que
sean sus individuos?
Y si después de estas serias consideraciones,
tendemos la vista por el oriente opuesto, y vemos cuán
tranquilos y satisfechos se introducen al Sancta
Sanctorum muchos jovencitos con cuatro manotadas
que le han dado a Nebrija y otras tantas al padre
Lárraga. Si vemos que algunos, apenas se ordenan de
presbíteros, cuando se despiden no sólo de estos dos
pobres libros, sino quizá y sin quizá hasta del
breviario. Y por último, si damos un paso fuera de la
capital, y ciudades donde residen los diocesanos y
cabildos, y vemos por esos pueblos de Dios, lances de
ignorancia escandalosos y aun increíbles
(34), y [110] si escuchamos en esos
púlpitos sandeces y majaderías que no están escritas,
¿qué juicios nos hemos de formar de estos ministros?
¿Cuál de su virtud? ¿Y cuál de lo recto de la
administración espiritual de los infelices pueblos
encargados a su custodia? ¡Oh!, que para referir los
daños de que son causa, sería preciso decir lo que Eneas
a Dido al contarle las desgracias de Troya. ¿Quién
reprimirá las lágrimas al referir tales cosas?
Aquí sacó mi padre su reloj y me dijo: ha sido
larga la conferencia de esta noche; mas aún no te he
dicho todo cuanto necesitas sobre un asunto tan
interesante; sin embargo, lo dejaremos pendiente para
mañana, porque ya son las diez, y tu madre nos espera
para cenar. Vámonos.
Capítulo X
Concluye el
padre de Periquillo su instrucción. Resuelve éste
estudiar teología. La abandona. Quiere su padre ponerlo
a oficio; él se resiste, y se refieren otras cosillas
Cenamos muy contentos como siempre, y nos fuimos
a acostar como todas las noches. Yo no pude menos que
estar rumiando lo que acababa de decir mi padre, y no
dejaba de conocer que me decía el credo, porque hay
verdades que se meten por los ojos, aunque uno no
quiera; pero por más que me convencían las razones que
había oído, no me podía resolver a estudiar cánones o
teología, que era el intento de mi buen padre; pues así
como me agradaba la vida libre y holgazana [111] así me
fastidiaba el trabajo. Finalmente, yo me quedé dormido,
haciendo mis cuentas de cómo conseguiría ser clérigo
para tener dinero sin trabajar, y de cómo eludiría las
buenas intenciones de mi padre. En esto se desvelan
muchos niños sin advertir que se desvelan en su ruina.
Al otro día después que vino mi padre de misa,
me llamó a su cuarto y me dijo: no quiero que se nos
vaya a olvidar la contestación de anoche. Te decía,
Pedro, que los pueblos padecen mucho cuando sus curas y
vicarios son ignorantes o inmorales, porque jamás las
ovejas estarán seguras ni bien cuidadas en poder de unos
pastores necios o desidiosos; y todo esto te lo he dicho
para probarte que la sabiduría nunca sobra en un
sacerdote, y más si está encargado del cuidado de los
pueblos; y para mayor confirmación de mi doctrina, oye.
En los pueblos puede haber, y en efecto habrá en
muchos, algunas almas místicas y que aspiren a la
perfección por el camino ordinario, que es el de la
oración mental. ¿Y qué dirección podrá dar un padre
vicario semi lego a una de estas almas, cuando por
desidia o ineptitud no sólo no ha estudiado la
respectiva teología, pero ni siquiera ha visto por el
forro las obras de Santa Teresa, la Lucerna mística del
padre Esquerra, los desengaños místicos del padre Arbiol,
y quizá ni aun el Kempis ni el Villacastín? ¿Cómo podrá
dirigir a una alma virtuosa y abstracta el que ignora
los caminos? ¿Cómo podrá sondear su espíritu ni
distinguir si es una alma ilusa, o verdaderamente
favorecida, cuando no sabe qué cosa son las vías
purgativa, iluminativa, contemplativa y unitiva? ¿Cuando
ignora qué cosa ron revelaciones, éxtasis, raptos y
deliquios? ¿Cuando le coge de nuevo lo que son
consolaciones y sequedades? ¿Cuando se sorprende al oír
las voces de ósculo santo, abrazo divino y desposorio
espiritual? ¿Y cuando (por no cansarte con lo que no
entiendes) ignora del todo los primores con que obra la
divina gracia en las almas espirituales y devotas? [112]
¿No es verdad? ¿No conoces tú que si te pusieras a
llevar un navío a Cádiz, a Cavite o a otro puerto, con
las luces que tienes de pilotaje (que son ningunas)
seguramente darías con la embarcación infeliz que se te
confiara en un banco, en un arrecife, o en un golfo sin
llegar jamás por jamás al puerto de su destino? Esto lo
debes comprender porque la comparación es muy sencilla.
Pues lo mismo sucede a estos infelices vicarios
Lárragos a secas, que apenas saben absolver a un
pecador común (como los indios que no saben más que
llevar una canoa a Ixtacalco). Ellos los pobres son
ciegos, y las almas que aspiran a entrar por la vía de
la perfección, también son ciegas, y necesitan una buena
guía que las dirija. No la hallan en los directores
modorros, y sucede que (a no ser por un favor especial
de la gracia) ellas o se entibian o se pierden; y las
guías o se confunden, o se precipitan en los errores de
la ilusión que ellas les comunican.
Ésta es una verdad terrible, pero es una verdad
que no negará ningún sacerdote sabio. Yo lo que veo (y
que confirma mi opinión en el particular) es que los
sacerdotes virtuosos, santos y doctos, son muy
escrupulosos para confesar y dirigir monjas y otras
almas espirituales, y cuando las dirigen son muy
eficaces para no dejar de la mano la sonda de la
doctrina y la prudencia. A más de esto, consultan con el
teólogo por esencia, con Dios digo, en los ratos de
oración que tienen, y como saben que deben hacer cuantas
diligencias humanas estén en su arbitrio para conseguir
el acierto, consultan las dudas que tienen con otros
varones sabios y espirituales. Esto veo, y esto me hace
creer lo contingente que será el acierto de la dirección
espiritual de unas almas místicas fiado a unos pobres
clérigos casi legos, que apenas saben lo muy preciso
para decir misa y absolver al penitente en virtud de la
promesa de Jesucristo.
De manera, hijo mío, que estoy firmemente
persuadido que [113] si la Iglesia santa pudiera hacer
que todos sus ministros fueran teólogos y santos, no
omitiría sacrificio alguno para conseguirlo; pero la
escasez de varones y talentos tales como los necesarios,
hace que provea a los fieles de aquellos que se
encuentran tal cual útiles para la simple administración
de los Sacramentos.
Aún hay más. Ya te dije que los sacerdotes son
los maestros de la ley. A ellos toca privativamente la
explicación del dogma y la interpretación de las
Sagradas Escrituras. Ellos deben estar muy bien
instruidos en la revelación y tradición en que se funda
nuestra fe, y ellos en fin, deben saber sostener a la
faz del mundo lo sólido e incontrastable de nuestra
tanta religión y creencia.
Pues ahora, supongamos un caso remoto, pero no
imposible. Supongamos, digo, que un pobrecito vicario de
éstos de que hablamos, o un religioso hebdomadario, o
que llaman de misa y olla, tiene con un hereje
una disputa acerca de la certeza de nuestra religión, de
la justicia de su dogma, de lo divino de sus misterios,
de la realidad del cumplimiento de las profecías, de lo
evidente de la venida del Mesías, del cómputo de las
semanas de Daniel o cosa semejante (advirtiendo que los
herejes que promueven o entran en estas disputas, aunque
son ciegos para la fe, no lo son para las ciencias. He
vivido en puerto de mar, y he conocido y tratado
algunos), ¿cómo conocerán sus sofismas? ¿Cómo eludirán
sus argumentos? ¿Cómo distinguirán su malicia de la
fuerza intrínseca de la razón? ¿Y cómo podrá salir de
sus labios la verdad triunfante y con el brillo que le
es tan natural? Ello es cierto que si sólo el Ferrer,
el Cliquet, el Lárraga u otro sumista
de moral semejante fueran bastantes para contrarrestar a
los herejes, no sé cómo hubiera salido San Agustín con
los maniqueos, San Gerónimo con los donatistas, ni otros
santos padres con otras chusmas [114] de herejes y
heresiarcas a quienes combatieron y confundieron con
brillantez y solidez de argumentos.
De todo lo dicho debes concluir, Pedro mío, que
para ser un digno sacerdote no sobra con saber lo muy
preciso; es necesario imbuirse y empaparse en la sólida
teología, y en las reglas o leyes eclesiásticas que son
los cánones de la Iglesia.
«Agrega a esto, que es tan peculiar al
sacerdocio la literatura, que a mediados del siglo XIII
no eran promovidos al clericato sino los literatos,
según la novela de Justiniano 6, cap. 4 y 123, cap. 12.
De modo que Juliano el antecesor escribía: El que no
es literato no puede ser clérigo. Sucedió que para
significar un hombre docto y literato, empezó a usarse
el nombre de clérigo, y el de lego
para denotar un ignorante o que no sabía las letras, de
donde provino también que a los legos doctos se les daba
el título de clérigos; y por el contrario, los
eclesiásticos no literatos eran llamados también
legos. Se le llama clérigo (son palabras
de Oderico Vital en el lib. 3) porque está imbuido
en el conocimiento de las letras y de las demás artes.
En la Crónica Andrense leemos también las siguientes
palabras: Con la anuencia de algunos romanos, hizo
que se le subordinase cierto español muy clérigo llamado
Burdino. Y en la historia de los obispos de Eistet:
Este obispo Juan fue gran clérigo en el Derecho
Canónico, esto es, gran letrado. El mismo
significado se observa que tuvo antiguamente en la
lengua francesa, pues clerc quería decir lo
mismo que docto, como también clergie
lo mismo que ciencia y doctrina.»
Toda esta erudición y alguna más, la recogió el
señor Muratori en su opúsculo titulado: Reflexiones
sobre el buen gusto, cap. 7, fol. 70, 71 y 72,
donde lo podrás ver, confirmando que para merecer el
nombre de clérigo, es menester ser literato; y de lo
contrario, el que no lo sea, no será un padre
clérigo, sino un padre lego. [115]
Harto te he dicho, y así si quieres ser
eclesiástico, dime ¿qué te resuelves a estudiar?
Viéndome yo tan atacado, no hubo remedio,
respondí a mi padre que estudiaría teología, y a los dos
días ya era yo cursante teólogo, y vestía los hábitos
clericales.
No tardé mucho en ver en la universidad a mi
amigo Pelayo, a quien di parte de todo lo que me había
ocurrido con mi padre, y cómo yo, no pudiendo escaparme
de sus insinuaciones, elegí estudiar teología. Ello será
un perdedero de tiempo, supuesto que no te gusta el
estudio, me dijo mi amigo; pero si no hay otro remedio,
¿qué se ha de hacer? A veces es preciso contemporizar
con los viejos ideáticos, aunque uno no quiera, aunque
sea para engañarlos, mientras se realizan nuestros
proyectos. Mi padre también es del tenor siguiente: ha
dado en que estudie cánones a fortiori, esto
es, quieras que no quieras, y aun me habla de
licenciaturas y borlas; pero yo que no soy vanidoso, no
pienso en eso; lo que quiero es acabar mis cánones bien
o mal, alcanzar el gradillo, ordenarme y quitarme de
libros ni quebraderos de cabeza. Tú puedes hacer lo
mismo: aguanta tus cursos de universidad con la
paciencia que un purgado, y cuando menos lo pienses te
hallarás hecho un bachiller teólogo, que para el caso de
que digan que lo eres, con eso basta.
Ni es menester que te des mala vida ni te
derritas los sesos sobre los libros. Estudia de carrera
lo que te señale tu catedrático, enséñate a manejar el
ergo por imitación, y frecuenta la universidad,
porque los cursos importan, hijo; los cursos son más
precisos que la ciencia misma, para lograr el grado.
Bien saben y sabemos que a lo que vamos los más
estudiantes a la universidad no es a aprender nada, sino
a cuajar un rato unos con otros; pero lo cierto
es que el que no tiene su certificación de haber cursado
el tiempo prefinido por estatuto, no se graduará, aunque
sea más teólogo que Santo Tomás; [116] y si la tiene, él
será bachiller, aunque no sepa quién es Dios por el
padre Ripalda; pero ello es que así la vamos pasando, y
así la pasaremos tú y yo con más descanso.
Yo apenas falto de la universidad tal cual vez;
pero del colegio sí me deserto con frecuencia. Los
domingos, jueves y fiestas de guardar, no tenemos clase
por el colegio, y yo salo
(35) uno o dos días a la semana, ya
verás qué poco me mortifico.
Esto es lo que harás tú, si quieres que no se te
haga pesado el estudio de la teología. Acompáñate
conmigo, arráncale a tu padre los realitos que puedas, y
confía de mí en que no sólo te pasarás buena vida, sino
que te civilizarás, porque advierto que eres un mexicano
payo, y yo te quiero sacar de barreras. Sí, yo te
llevaré a varias casas de señoritas finas que tengo de
tertulias, aprenderás a danzar, a bailar, a contestar
con las gentes decentes. Fuera de esto, te sentaré en
los estrados y haré que te comuniques con las damas,
porque el trato con las señoras ilustra demasiado.
Últimamente, te enseñaré a jugar al billar, malilla de
campo, tresillo, báciga y albures, que todas estas
habilidades son partes de un mozo fino e ilustrado, y de
este modo nos la pasaremos buena. Al cabo de un año tú
no te conocerás, y me darás las gracias por los buenos
oficios de mi amistad.
El cielo vi abierto con el plan de vida que me
propuso Pelayo, porque yo no aspiraba a otra cosa que a
holgar y divertirme; y así le di las gracias por el
interés que tomaba en mis adelantos, y desde aquel día
me puse bajo su dirección y tutela.
Él inmediatamente trató de cumplir con sus
deberes, llevándome a varias tertulias que frecuentaba
en algunas casas [117] medianamente decentes, y en las
que vivían señoritas de título, como la Cucaracha,
la Pisa-bonito, la Quebrantahuesos y
otras de igual calaña.
Ya se deja entender que los tertulios y
tertulias debajo de capas, casacas y enaguas, eran
muchachas y jóvenes de primera tijera, esto es, mozos y
mozas estragados, libertinos y tunos de profesión.
Con tan buenas compañías y la dirección de mi
sapientísimo Mentor, dentro de pocos meses salí un buen
bandolonista, bailador incansable, saltador eterno,
decidor, refranero, atrevido y lépero
(36) a toda prueba.
Como mi maestro se había propuesto civilizarme e
ilustrarme en todos los ramos de la caballería de la
moda, me enseñó a jugar al billar, tresillo, tute y
juegos carteados; no se olvidó de instruirme en las
cábulas del bisbís
(37), ni en los ardides para jugar
albures según arte, y no así, así, a la buena de Dios,
ni a lo que la suerte diera; pues me decía: que el
que limpio jugaba limpio se iba a su casa, sino
siempre con su pedazo de diligencia.
Un año gasté en aprender todas estas
maturrangas; pero eso sí, salí maestro y capaz de poner
cátedra de fullería y leperaje a lo decente;
porque hay dos clases de tunantismo: una soez y
arrastrada como la de los enfrazadados y borrachos que
juegan a la rayuela o a la taba en una esquina, que se
trompean en las calles, que profieren unas obscenidades
escandalosas, que llevan a otras leperuzcas
descalzas y hechas pedazos, y se emborrachan
públicamente en las pulquerías y tabernas, y éstos se
llaman pillos y léperos ordinarios.
La otra clase de tunantismo decente, es aquella
que se compone [118] de mozos decentes y extraviados que
con sus capas, casaquitas y aun perfumes, son unos
ociosos de por vida, cofrades perpetuos de todas las
tertulias, cortejos de cuanta coqueta se presenta,
seductores de cuanta casada se proporciona, jugadores,
tramposos y fulleros siempre que pueden; cócoras
(38) de los bailes, sustos de los
convites, gorrones intrusos, sinvergüenzas, descarados,
necios a nativitate, tarabillas perdurables y
máquinas vestidas, escandalosas y perjudiciales a la
desdichada sociedad en que viven; y estos tales son
pillos y léperos decentes, y de esta clase de
pillería digo que pude haber puesto cátedra
pública, según lo que aproveché con las lecciones de mi
maestro y el ejemplo de mis concursantes en el corto
espacio de un año.
El pobre de mi padre estaba muy ajeno de mis
indignos adelantamientos, y muy pagado de Martín Pelayo,
que visitaba mi casa con frecuencia, porque ya os he
dicho que vuestro abuelo era de tan buen entendimiento
como corazón. En efecto, era hombre de bien y virtuoso,
y como tales personas son fáciles de engañarse por las
astucias de los malvados, entre yo y mi amigo teníamos
alucinado a mi buen padre; porque yo era un gran pícaro,
y Pelayo era otro pícaro más que yo; y así entre los dos
hacíamos cera y pabilo de las creederas de mi padre, que
tenía por un mozo muy fino, arreglado y buen estudiante
al tal tuno de Martín, y éste a mis excusas hacía
delante de mis padres unos elogios encarecidísimos de mi
talento y aplicación, con lo que les clavaba más la
espina, esto es, a mi padre, que a mi madre no era
menester nada de eso, porque como me amaba sin
prudencia, mis mayores maldades las disculpaba [119] con
la edad, y mis menores me las pasaba por gracias y
travesuras.
Pero así como la moneda falsa no puede correr
mucho tiempo sin descubrir o su mal trojel o su liga,
así la maldad no puede pasar muchos días con la capa de
la hipocresía sin manifestar su sordidez. Puntualmente
sucedió lo mismo conmigo, pues mi padre, un día que yo
no lo pensaba, me preguntó que ¿cuándo era mi acto? ¿O
que si estaba en disposición de tenerlo? Ciertamente,
que si como me preguntó eso, me hubiera preguntado ¿que
si estaba apto para bailar una contradanza? ¿Para
pervertir una joven? ¿O para amarrar un alburito? No me
tardo mucho en responder afirmativamente, pero me hizo
una pregunta difícil, porque yo, con mis quehaceres, no
pude dedicarme a otro estudio, de suerte que mi Biluart
estaba limpio y casi intacto.
Sin embargo, era preciso responder alguna cosa,
y fue que mi catedrático no me había dicho nada, que se
lo preguntaría. No, me dijo mi padre, no le preguntes
nada, que yo lo haré. En mala hora se encargó mi padre
de semejante comisión, porque fue al segundo día al
colegio, y le preguntó a mi maestro que ¿en qué estado
estaba yo de estudio? Y que si estaba capaz de sustentar
un acto, lo hiciese favor de avisárselo para hacer sus
diligencias para los gastos.
Mi maestro, tan veraz como serio, le contestó:
amigo, yo deseaba que usted me viera para decirle que su
niño no promete las más leves esperanzas de aprovechar,
no porque carezca de talento, sino por falta de
aplicación. Es muy abandonado, rara semana deja de
faltar uno o dos días a la clase, y cuando viene, es a
enredar y a hacer que pierdan el tiempo los otros
colegiales. En virtud de esto, ya usted verá cuál será
su aptitud, y cuáles sus adelantos. A más de esto, yo le
he advertido ciertas amistades y malas inclinaciones que
me hacen temer la ruina próxima de esto mozo, y así
usted como buen padre vele sobre su conducta, y vea en
qué le ocupa con sujeción; [120] porque si no, el
muchacho se le pierde, y usted ha de dar a Dios cuenta
de él.
Mi padre se despidió de mi maestro bastante
avergonzado (según después me dijo) y lleno de una justa
cólera contra mí. ¡Pobres padres! ¡Y qué ratos tan
pesados les dan los malos hijos! Fue a casa al medio
día, me saludó con mucha desazón, se entró a la recámara
con mi madre, y ésta como a las dos horas salió con los
ojos llorosos a mandar poner la mesa.
Mi padre apenas comió, mi madre tampoco; yo,
como sinvergüenza y que ignoraba que era el eje sobre
que se movía aquel disgusto, no dejé de hacer cuanto
pude por agotar los platos, porque al fin no hay
sinvergüenza que no sea glotón. Durante la comida no
habló mi padre una palabra, y así que se concluyó se
levantaron los manteles, y se dieron gracias a Dios; se
retiró mi padre a dormir siesta y me dijo con mucha
seriedad: esta tarde no vaya usted al colegio, que lo he
menester.
Como la culpa siempre acusa, yo me quedé con
bastante miedo, temiendo no hubiera sabido mi padre
algunas de mis gracias extraordinarias, y me quisiese
dar con un garrote el premio que merecían.
Luego concebí que yo había sido la causa de la
cólera, de la parsimonia de la mesa, y de las lágrimas
de mi madre; pero como estaba satisfecho en que ésta no
me quería, sino me adoraba, no tuve empacho para
decirla: señora, ¿qué novedad será ésta de mi padre? A
lo que la pobrecita me contestó con sus lágrimas, y me
refirió todo lo que había acaecido a mi padre con mi
maestro, y cómo estaba resuelto a ponerme a oficio... ¿A
oficio, (dije yo) a oficio? No lo permita Dios, señora.
¿Qué pareciera un bachiller en artes, y un cursante
teólogo convertido de la noche a la mañana en sastre o
carpintero? ¿Qué burla me hicieran mis condiscípulos?
¿Qué dijeran mis parientes? ¿Qué se hablará? Pues hijo,
me contestó mi madre, [121] ¿qué quieres que haga? Ya yo
he rogado a tu padre bastante, ya se lo he dicho, ya le
he llorado; pero está renuente, no hay forma de
convencerse; dice que no quiere que se lo lleve el
diablo juntamente contigo por darme gusto. Yo no sé qué
hacer... No llore usted, señora, la dije, yo sí sé lo
que se ha de hacer. Seguro está que mi padre tenga el
gusto de verme de hojalatero ni de sastre. Pues ¿que ya
se cerraron los cuarteles? ¿Ya se acabaron las casacas y
el pan de munición? ¿Qué quieres decir con eso,
Pedrito?, me decía mi madre. Nada, señora, le contesté,
sino que antes que aprender oficio, me meteré a soldado,
a bien que tengo buen cuerpo, y me recibirán en
cualquiera parte con mil manos.
Aquí redobló mi madre su llanto, y me dijo: ¡ay
hijo de mi alma! ¿Qué es lo que dices? ¿Soldado?
¿Soldado? ¡No lo permita Dios! No te preocupes ni te
desesperes; yo volveré a rogarle a tu padre esta tarde,
y ya que dice que no eres para los estudios, y que es
fuerza darte destino, veremos si te coloca en una
tienda... Calle usted madre, le dije. Eso es peor. ¿Qué
bien pareciera un bachiller tiznado, y lleno de manteca,
y un teólogo despachando tlaco de chilitos en vinagre?
No, no; soldado y nada más; pues una vez que a mi padre
ya se le hace pesado el mantenerme, el rey es padre de
todos, y tiene muchos miles para vestirme y darme de
comer. Esta tarde me voy a vender en la bandera de
China, y mañana vengo a ver a usted vestido de recluta.
Cada vez que yo me acuerdo de este y otros malos
ratos que di a la pobre de mi madre, y de las lágrimas
que derramó por mí, quisiera sacarme el corazón a
pedazos de dolor; pero ya es tarde el arrepentimiento, y
sólo sirven estas lecciones, hijos míos, para encargaros
que miréis a vuestra madre siempre con amor y respeto
verdadero, sin imitar a los malos hijos como yo fui;
antes rogad a Dios no castigue los extravíos de mi
juventud como merecen, y acordaos que por boca del Sabio
os [122] dice: honra a tu padre, y no olvides los
gemidos de tu madre. Acuérdate que a ellos les debes la
vida, y págales lo que te han dado.
Finalmente, esta escena paró en que mi madre me
rogó, me instó, me lloró porque no fuera soldado,
jurándome que se volvería a empeñar con mi padre para
que desistiera de su intento y no me pusiera a oficio,
con cuya promesa me serené, como que eso era lo que yo
deseaba, y por lo que afligí tanto a su merced, no
porque a mí me agradaba la carrera militar, y más en
clase de soldado, como que veía con horror todo género
de trabajo.
¡Qué bueno hubiera sido que mi madre me hubiera
quebrado en la cabeza cuanta silla había en la sala, y
bien amarrado me hubiera despachado al primer cuartel, y
allí me hubiesen encajado luego la gala de recluta! Con
eso se hubieran acabado mis bachillerías y sus cuidados;
pero no lo hizo así, y tuvo después que sufrir lo que
Dios sabe.
Al cabo de un rato salió mi padre ya con
sombrero y bastón, y me dijo: tome usted la capa y
vamos. Yo la tomé y salí con su merced con temor, y mi
madre se quedó con cuidado.
A poco haber andado, se paró mi padre en un
zaguán, y me dijo: amigo, ya estoy desengañado de que es
usted un gran perdido, y yo no quiero que se acabe de
perder. Su maestro me ha dicho que es un flojo, vago, y
vicioso, y que no es para los estudios. En virtud de
esto, yo tampoco quiero que sea para la ganzúa ni para
la horca. Ahora mismo elige usted oficio que aprender, o
de aquí llevo a usted a presentarlo al rey en la bandera
de China.
Todos los retobos que usé con mi madre, con mi
padre se volvieron sumisiones, como que sabía yo que no
acostumbraba mentir y era resuelto; y así no pude hacer
más que humillarme y pedirle por favor que me diese un
plazo para informarme del oficio que me pareciera mejor.
Concediome mi padre [123] tres días a modo de ahorcado,
y volvimos para casa, donde hallamos a mi pobre madre
enferma de un gran flujo de sangre que le había venido
por la pesadumbre que le di, y el susto con que se
quedó.
Ya se ha dicho que mi padre la amaba con
extremo; y así lleno de sentimiento acudió a que la
medicina la auxiliara. En efecto, al segundo día ya
estuvo mejor; pero sin dejar de llorar de cuando en
cuando, porque ya yo le había dicho la resolución de mi
padre, y ella en medio de su dolencia no se había
descuidado en suplicarle no me pusiera a oficio, a lo
que mi padre le contestó que se restableciera de su
achaque, y que ahí se vería lo que por fin se había de
hacer.
Esta respuesta desconsoló a mi madre, y fue
causa de que yo no las tuviera todas conmigo, porque no
habiendo visto jamás a mi padre tan tenaz en su
propósito y tan esquivo con mi madre al parecer, me hizo
entender que de aquella vez no me escaparía yo de
cualquier aprendizaje.
No sabiendo qué hacer para librarme de la férula
de los maestros mecánicos, que me amenazaba por
momentos, discurrí la traza más diabólica que podía en
lance tan apurado, y fue ir a ver a mi caritativo
preceptor y sabio amigo, el ínclito Martín Pelayo. Con
la confianza que tenía, me entré de rondón hasta su
cuarto, donde lo hallé columpiándose de un lazo que
pendía del techo, tarareando unas boleras y dando saltos
en el suelo.
Tan embebecido estaba en su escoleta, que no
sintió cuando yo entré, y prosiguió brincando como un
gamo, hasta que yo le dije: ¿qué es esto, Martín? ¿Te
has vuelto loco o estás aprendiendo a maromero? Entonces
él me vio y me contestó: ni estoy loco, ni quiero ser
volatín; sino que estoy trabajando por aprender a hacer
la octava que piden estas boleras, y diciendo esto
continuó sus cabriolas.
Yo, mirando lo espacio que estaba, le dije:
suspende un poco [124] tus lecciones, que traigo un
asunto de mucha importancia que comunicarte, y del que
sólo tu amistad puede sacarme con bien. Él entonces muy
cortés se quitó el lazo, se sentó conmigo en su cama, y
me dijo: no sabía yo que traías asunto, pero di lo que
se ofrezca, que ya sabes cuánto te estimo.
Le conté punto por punto todas mis cuitas,
rematando con decirle que para libertarme del deshonor
que me esperaba en el aprendizaje, había pensado meterme
a fraile. Él me oyó con bastante gravedad, y me dijo:
Perico, yo siento los infortunios que te amenazan por el
genio ridículo y escrupuloso de tu padre; pero supuesto
que no hay medio entre ser oficial mecánico o soldado, y
que el único arbitrio de evadirte de ambas cosas de ésas
es meterte a fraile, yo soy de tu mismo parecer; porque
más vale tuerta que ciega, peor es ser el sastre Perico,
o el soldado Perico, que no el padre fray Pedro. Ello es
verdadero que la vida de fraile trae sus incomodidades
inaguantables, como el estudio, la asistencia de
comunidad, la observancia de las reglas, la
subordinación a los prelados y la sujeción o privación
de la libertad que tanto te acomoda a ti y a mí, pero
todo es hacerse. A más de que en cambio de esas
molestias, tiene el estado sus ventajas considerables,
como el honor de la religión que se extiende por todos
sus individuos, aunque sean legos; el respeto que
infunde el santo hábito, y sobre todo, hijo, el afianzar
la torta para siempre. Ya verás tú, que estas
conveniencias no las encuentra un artesano ni un
soldado; y así me parece que lleves adelante tu
pensamiento.
Pues yo he venido, le dije, a consultarte mis
designios, y a suplicarte te empeñes con tu padre para
que me dé una esquela de recomendación para que me
admita tu tío el provincial de San Diego; porque esto
urge, y en la tardanza está el peligro; pues como yo
consiga la patente de admitido, ya a mi padre se le
quitará el enojo, y me verá de distinto modo.
Pues eso es lo de menos, me dijo Pelayo, ven
mañana temprano [125] que yo haré que mi padre ponga la
esquela esta noche. Con este consuelo me despedí de
Martín muy contento, y me volví a mi casa.
Entré en ella, y encontré de visitas a don
Martín el de la hacienda, a la señora su esposa la que
me cascó el zapatazo, a su niña y al famoso Juan Largo o
Januario, que toda la familia había venido a México a
pasear; porque como todo fastidia en este mundo, los que
viven en las ciudades buscan su diversión en el campo, y
los que viven en el campo anhelan por la ciudad para
divertirse, y ni unos ni otros logran por largo tiempo
satisfacer sus deseos, porque como la tristeza no está
en el campo ni en la ciudad sino en el corazón, nos
siguen los fastidios y cuidados donde quiera que
llevamos nuestro corazón.
Luego que hube saludado a las visitas y que
cesaron los cumplimientos de moda, me aparté al corredor
con Januario y hablamos largo sobre diversos asuntos,
ocupando el mejor lugar de la conversación los míos,
entre los que le conté mis aventuras, y la última
resolución que tenía de volverme fraile, a lo que Juan
Largo me contestó muy aprisa: sí, sí, Periquillo,
vuélvete fraile, hijo, vuélvete fraile, no harás cosa
mejor. No todos los hombres hacen lo que deben, sino lo
que les está más a cuento para sus fines particulares,
quien hay que se ordene porque es inútil para otra cosa,
o por no perder una capellanía; quien que se casa con la
primera que encuentra mas que no le tenga amor, ni con
qué mantenerla, sólo por escaparse de una leva; quien
que se meta a soldado porque no lo persiga la justicia
ordinaria, por tramposo o por alguna fechoría que ha
cometido; y quien, en fin, que hace mil cosas contra su
gusto, sólo por evitar éste o el otro lance que
considera serle peor; conque ¿qué nuevo ni raro será que
tú te metas a fraile por no emprender oficio, ni ser
soldado?
Sí, Perico, haces bien, alabo tu determinación;
pero hermano, aviva, aviva el negocio, porque al mal
paso darle prisa. [126]
Así concluyó su arenga este grande hombre. Él,
es claro que me dijo muchas verdades, pero truncas. Si
me hubiera dicho después de ellas, que aunque así lo
hacen, en ello nada justo hacen ni digno de un hombre de
bien, y que por lo común estas trampas y artificios de
que se valen para eludir el castigo, excusar el trabajo,
engañar al superior o evitar por el camino más breve la
desgracia inminente o que parece tal, no son sino unos
remedios paliativos o aparentes, que después de tomados
se convierten en unos venenos terribles, cuyas funestas
resultas se lloran toda la vida; si me hubiera dicho
esto, repito, quizá me hubiera hecho abrir los ojos y
cejar de mi intento de ser religioso, para el que no
tenía ni natural ni vocación; pero por mi desgracia los
primeros amigos que tuve fueron malos, y de consiguiente
pésimos sus consejos.
A otro día marché para la casa de Pelayo, quien
puso en mis manos la esquela de su padre, el que no
contento con darla, pensando que yo era un joven muy
virtuoso, prometió ir a hablar por mí a su hermano el
provincial, para que me dispensara todas aquellas
pruebas y dilaciones que sufren los que pretenden el
hábito en semejantes religiones austeras.
No parece sino que me ayudaba en todo aquella
fortuna que llaman de pícaro, porque todo se facilitaba
a medida de mi deseo.
Yo recibí mi esquela con mucho gusto, di las
gracias a mi amigo por su empeño, y me volví para casa.
Capítulo XI
Toma
Periquillo el hábito de religioso, y se arrepiente en el
mismo día. Cuéntanse algunos intermedios relativos a
esto
Todo aquel día lo pasé contentísimo esperando
que llegara el siguiente para ir a ver al provincial. No
quise ir en esa [127] tarde, por dar lugar a que el
padre de Pelayo hiciese por mí el empeño que había
ofrecido.
Nada ocurrió particular en este día; y al
siguiente a buena hora me fui para el convento de San
Diego, y al pasar por la alameda, que estaba sola, me
puse frente a un árbol, haciéndolo pasar en mi
imaginación la plaza de provincial, y allí me comencé a
ensayar en el modo de hablarle en voz sumisa, con la
cabeza inclinada, los ojos bajos, y las dos manos
metidas dentro de la copa del sombrero.
Con éstas y cuantas exterioridades de humildad
me sugirió mi hipocresía, marché para el convento.
Llegué a él, anduve por los claustros
preguntando por la celda del prelado; me la enseñaron,
toqué, entré y hallé al padre provincial sentado junto a
su mesa, y en ella estaba un libro abierto, en el que
sin duda leía, a mi llegada.
Luego que lo saludé, le besé la mano con todas
aquellas ceremonias en que poco antes me había ensayado,
y le entregué la carta de recomendación de su hermano.
La leyó, y mirándome de arriba abajo, me preguntó que si
quería ser religioso de aquel convento. Sí, padre
nuestro, respondí. ¿Y usted sabe, prosiguió, qué cosa es
ser religioso, y de la estrecha observancia de Nuestro
Padre San Francisco? ¿Lo ha pensado usted bien? Sí
padre, respondí. ¿Y qué le mueve a usted el venir a
encerrarse en estos claustros, y a privarse del mundo,
estando como está en la flor de su edad? Padre, dije yo,
el deseo de servir a Dios. Muy bien me parece ese deseo,
dijo el provincial, pero ¿que no se puede servir a su
majestad en el mundo? No todos los justos ni todos los
santos lo han servido en los monasterios. Las mansiones
del Padre celestial son muchas, y muchos los caminos por
donde llama a sus escogidos. En correspondiendo a los
auxilios de la gracia, todos los estados y todos los
lugares de la tierra son a propósito para servir a Dios.
Santos ha habido casados, santos célibes, santos viudos,
santos anacoretas, [128] santos palaciegos, santos
idiotas, santos letrados, santos médicos, abogados,
artesanos, mendigos, soldados, ricos, y en una palabra,
santos en todas clases del estado. Conque, de aquí se
sigue que para servir a Dios no es condición precisa el
ser fraile, sino el guardar su santa ley, y ésta se
puede guardar en los palacios, en las oficinas, en las
calles, en los talleres, en las tiendas, en los campos,
en las ciudades, en los cuarteles, en los navíos, y aun
en medio de las sinagogas de los judíos y de las
mezquitas de los moros.
La profesión de la vida religiosa es la más
perfecta; pero si no se abraza con verdadera vocación,
no es la más segura. Muchos se han condenado en los
claustros, que quizá se hubieran salvado en el siglo. No
está el caso en empezar bien, es menester la constancia.
Nadie logra la corona del triunfo, sino el que pelea
varonilmente hasta el fin. En la edad de usted es
preciso desconfiar mucho de esos ímpetus o fervores
espirituales, que ordinariamente no pasan de unas
llamaradas de zacate, que tan pronto se
levantan como se apagan; y así sucede que muchos o no
profesan, o si profesan es por la vergüenza que les
causa el qué dirán; y estos tales profesos,
como que lo son sin su voluntad, son unos malos
religiosos, desobedientes y libertinos, que con sus
vicios y apostasías dan que hacer a los superiores,
escandalizan a los seculares, y de camino quitan el
crédito a las religiones; porque como dice Santa Teresa,
y es constante: el mundo quiere que los que siguen la
virtud, sean muy perfectos; nada les dispensa, todo les
nota, los advierte y moteja con el mayor escrúpulo, y de
aquí es que los mundanos fácilmente disculpan los vicios
más groseros de los otros mundanos, pero se escandalizan
grandemente si advierten algunos en este o el otro
religioso o alma dedicada a la virtud. Levantan el grito
hasta el cielo, y hablan no sólo contra aquel fraile que
los escandaliza, sino contra el honor de toda la
religión, sin pesar en la balanza de la justicia los
[129] muchos varones justos y arreglados que ven en la
misma religión, y aun en el mismo convento.
Para evitar que los jóvenes se pierdan abrazando
sin vocación un estado que ciertamente no debe ser de
holgura, sino de un trabajo continuo, para cumplir los
prelados con nuestra obligación, y no dar lugar a que
las religiones se descrediten por sus malos hijos,
debemos examinar con mucha prudencia y eficacia el
espíritu de los pretendientes, aun antes de que entren
de novicios, pues el noviciado es para que ellos
experimenten la religión; pero el prelado debe
examinarles el espíritu aun antes de ser novicios.
En virtud de esto, usted que desea servir a Dios
en la religión, ¿ya sabe que aquí de lo primero que ha
de renunciar es de la voluntad, porque no ha de tener
más voluntad que la de los superiores, a quienes ha de
obedecer ciegamente? Sí padre, dije yo. ¿Sabe que ha de
renunciar para siempre al mundo, sus pompas y vanidades,
así como lo prometió en el bautismo? Sí, padre. ¿Sabe
que aquí no ha de venir a holgar ni a divertirse, sino a
trabajar y a estar ocupado todo el día? Sí, padre; y sí
padre, y sí padre, respondí a setenta sabes que
me preguntó, que ya pensaba yo que era llegada mi hora y
me estaban sacramentando; y todo este examen paró en que
me dio mi patente allí mismo, advirtiéndome que fuera mi
padre a verse con su Reverencia.
Tales fueron mis palabras estudiadas y mis
hipocresías, que la llevó entre oreja y oreja aquel buen
prelado, y formó de mí un concepto ventajoso. Ya se ve,
él era bueno; yo era un pícaro, y ya se ha dicho lo
fácil que es que los pícaros engañen a los hombres de
bien, y más si los cogen desprevenidos.
El bendito provincial, al despedirme, me abrazó
y me dijo: Pues hijo mío, vaya con Dios, y pídale a su
Majestad que le conserve en sus buenos propósitos, si
así conviene a su mayor gloria y bien de su alma. Dígale
todos los días con el mayor [130] fervor: confirma
hoc Deus, quod operatus es in nobis
(39), y disponga su corazón cada día
más y más para que fecundice en él la gracia del
Espíritu Santo, y produzca frutos opimos de virtud. Con
esto le besé la mano, y me retiré para casa.
¿Quién creerá que cuando salí del convento sentí
no sé qué de bueno en mí, que me parecía que de veras
tenía yo vocación de ser religioso? No se me olvidaba
aquel aspecto venerable del anciano prelado, aquellas
palabras tan llenas de unción y penetrantes que tanto
eco hicieron en mi corazón, aquella su prudencia, aquel
su carácter amable, y aquel todo hechicero de la
verdadera virtud, capaz de enamorar al mismo vicio.
En efecto, yo decía entre mí: ¿qué mano que
hubiera nacido para fraile, que no lo hubiera advertido,
y Dios quisiera haberse valido de este accidente para
reducirme, y meterme en el camino que me conviene? No
hay duda, así debe ser. Yo me acuerdo haber oído decir
que Dios hace renglones derechos con pautas torcidas, y
éste ha de ser uno de ellos, sin remedio. Estos y
semejantes discursos ocupaban mi imaginación en el
camino del convento a mi casa.
Luego que llegué a ella, me entré a ver a mi
madre, y le conté cuanto me había pasado manifestándole
la patente de admitido en el convento de San Diego. De
que mi madre la vio, no sé cómo no se volvió loca de
gusto, creyendo que yo era un joven muy bueno, y que
cuando menos sería yo otro San Felipe de Jesús.
No hay que dudar ni que admirarse de esta
sorpresa de mi madre, pues si mis maldades le parecían
gracias, mi virtud tan al vivo ¿qué le parecería?
Vino mi padre de la calle, y mi madre llena de
júbilo le impuso de todas mis intenciones, enseñándole
al propio tiempo la patente del padre provincial. [131]
¿Ves, hijo, le decía, ves como no es tan bravo
el león como lo pintan? ¿Ves como Pedrito no era tan
malo como tú decías? Él como muchacho ha sido
traviesillo, ¿pero qué muchacho no lo es? Tú querías que
fuera un santo desde criatura, querías bien; pero hijo,
es una imprudencia, ¿cómo han de comenzar los niños por
donde nosotros acabamos? Es necesario dar tiempo al
tiempo. Ya ves qué mutación tan repentina. ¿Cuándo la
esperabas? Ayer decías que Pedro era un pícaro, y hoy ya
lo ves hecho un santo; ayer pensabas que había de ser el
lunar de su linaje, y hoy ya ves que él será el lustre
de su familia, porque familia que cuenta un deudo
fraile, no puede ser de oscuro principio; yo a lo menos
así lo entiendo, y en esta fe y creencia he de vivir,
aunque me digan, como ya me lo han dicho, que esto es
una preocupación de las que han echado más raíces en
América que en otras partes del mundo; pero yo no lo
creo, sino que en teniendo una familia un pariente
fraile, ya puede apostárselas en nobleza con el Preste
Juan de las Indias sin haber menester ejecutorias,
genealogías, ni esotras zarandajas de que tanto
blasonamos los nobles, porque esas cosas sólo las saben
los parientes y amigos de las casas, pero los extraños
que no las ven, no pueden saber si son nobles o no. Lo
que no sucede teniendo un deudo fraile, porque todo el
mundo lo ve, y nadie puede dudar de que es noble él, sus
padres, sus abuelos, sus bisabuelos y sus tatarabuelos;
y si el dicho fraile se casara, fueran nobles y muy
nobles sus hijos, nietos, biznietos, tataranietos y
choznos, porque un fraile es una ejecutoria andando.
Conque mira si tengo razón de estar contenta, y si tú
también debes estarlo con la nueva resolución de
Pedrito.
Yo por un agujerito de la puerta había estado
oyendo y fisgando toda esta escena, y vi que mi padre
leyó, releyó, y remiró una, dos y tres veces la patente;
y aun advertí que más de una vez estuvo por limpiarse
los ojos, a pesar de que no tenía [132] lagañas. ¡Tal
era la duda que tenía de mi verdad que apenas creía lo
que estaba leyendo!
Sin embargo de esta su sorpresa, oyó muy bien
toda la arenga de mi madre, a la que luego que concluyó
le dijo: ¡Válgate Dios, hija, qué cándida eres! ¡Cuántas
boberías me has dicho en un instante! Si alguno nos
hubiera escuchado, yo me avergonzara, pues las familias
que en realidad son nobles, como la tuya, no aspiran a
parecerlo con el empeño de tener un hijo religioso, ni
hacen vanidad de ello cuando lo tienen; antes ese empeño
y esa vanidad, es una prueba clara de una no conocida
nobleza, o que a lo menos no puede manifestarse de otro
modo; modo ciertamente muy aventurado, y que puede estar
sujeto a mil trácalas; pero esto no es lo que importa
por ahora, a más que la nobleza verdadera consiste en la
virtud. Ésta es su piedra de toque y su prueba legítima,
y no los puestos brillantes, eclesiásticos o seculares,
pues éstos muchas veces se pueden hallar en personas
indignas de tenerlos por su mala moral, etc. Lo que
importa por ahora es esta patente. Yo me hago cruces y
no acabo de entender cómo es esto. Ayer era Pedro tan
libertino y descarriado, que hacía continuas faltas en
el colegio por irse a tunantear con sus amigos, ¿y hoy
tan sujeto y virtuoso que pretende ser religioso, y de
una religión estrecha y observante? Ayer tan flojo que
aun para estudiar teología, ponía mil cortapisas, ¿y hoy
tan decidido por el trabajo de una comunidad? Ayer tan
disipado, ¿hoy tan recoleto? Ayer tan uno, ¿y hoy tan
otro? No sé cómo será esto.
Yo no ignoro que Dios es poderoso y puede hacer
cuanto quiera; sé muy bien que de una Magdalena hizo una
santa, de un Dimas un confesor, de un Saulo un Pablo, de
un Aurelio un Agustino, y de otros pecadores otros
tantos siervos suyos que han edificado su iglesia; pero
estos casos no son comunes, porque no es común que el
pecador corresponda a los auxilios de la gracia; lo
corriente es despreciarlos cada instante, [133] y por
eso está el mundo tan perdido. No sé por qué me parece
que éstas son picardías de Pedro... Cállate, dijo mi
madre, como tú no quieres al pobre muchacho, aunque haga
milagros te han de parecer mal. Sus defectos sí, los
crees, aunque no los veas; pero de su virtud dudas, aun
mirándola con los ojos. Bien dicen, en dando en que un
perro tiene rabia, hasta que lo matan.
¿Qué estás hablando, hija?, decía mi padre, ¿qué
virtud estoy mirando yo, ni jamás he visto en Pedro?
¿Qué más prueba de virtud que esa patente?, decía mi
madre. No, esta patente no prueba virtud, replicaba mi
padre, lo que prueba es que tuvo habilidad para engañar
al provincial hasta arrancársela por sus fines
particulares. Tú harás y dirás todo eso por no gastar en
el hábito y en la profesión; pero para eso no es
menester que quites de las piedras para poner en mi
hijo. Aún tiene tíos, y cuando no, yo pediré los gastos
de limosna. Así se explicó mi madre, a quien mi padre,
con mucha prudencia contestó: no seas tonta, mujer. No
son los gastos, sino la experiencia que tengo la que me
hace desconfiar de Pedro. Conozco su genio, y tengo
examinado su carácter, por eso dudo que sea cierta su
vocación. Él es mi hijo, lo amo, y lo amo mucho; pero
este amor no me quita el conocimiento que tengo de él.
Sé que no le gusta el trabajo, que le agrada la
libertad, los amigos y el lujo demasiado, y que es muy
variable en su modo de pensar. A más de esto, es muy
joven, le falta mucho para saber distinguir bien las
cosas, y todo ello me hace creer que apenas estará en el
convento dos o tres meses, verá el trabajo de la
religión y se saldrá. Esto es lo que deseo excusar, no
los gastos, pues siempre he erogado gustoso cuantos he
considerado concernientes a su bien.
No obstante, yo de buena gana y con la misma
voluntad que otras veces gastaré en esta ocasión cuanto
sea necesario, y me daré los plácemes de que sea con
provecho suyo. [134]
Aquí paró la sesión, y salieron los dos buenos
viejos a comer.
A la noche me llamó mi padre a solas, me hizo
mil preguntas, a las que yo contesté amén, amén,
con la misma hipocresía que al provincial, me echó su
merced mi buen sermón explicándome qué cosa era la vida
de un religioso, cuál la perfección de su estado, cuáles
sus cargos, cuán temibles son las resultas que se debe
prometer el que abraza sin vocación un estado semejante,
y qué sé yo que otras cosas, todas ciertas, justas, muy
bien dichas y para mi bien; pero esto es lo que los
muchachos oyen con menos atención, y así no es mucho se
les olvide pronto. Ello es que yo estuve en el sermón
con los ojos bajos y con una modestia tal, que ya
parecía un novicio. Tan bien hice el papel, que mi padre
creyó que era la pura verdad, y me ofreció ir por la
mañana a ver al padre provincial; me dio su bendición,
le besé la mano y nos fuimos a acostar.
Yo dormí muy contento y satisfecho, porque los
había engañado a todos, y me había escapado de ser
aprendiz o soldado.
A otro día cuando me levanté, ya mi padre había
salido de casa, y cuando volvió a ella al medio día, me
dijo delante de mi madre: señor Pedrito, ya vi al
provincial, ya está todo en corriente, y de aquí a ocho
días, dándonos Dios vida, tomarás el hábito.
Mi madre se alegró, y yo fingí alegrarme más con
la noticia.
Comimos, y a la tarde fui a ver a Pelayo y le di
cuenta del buen estado de mi negocio. Él me dio los
plácemes de este modo: me alegro, hermano, de que todo
se haya facilitado. El caso es que aguantes las
singularidades de los frailes, y más en el año del
noviciado, porque te aseguro que las tienen y de marca,
pues esto de levantarse a media noche, rezar todo el
[135] día, andar con los ojos bajos, hablar poco, ayunar
mucho, pelarse a azotes, barrer los claustros, estudiar
y sufrir por toda la vida a tanto fraile grave, es una
tarea inacabable, un subsidio eterno, una esclavitud
constante, y una serie no interrumpida de trabajos, de
que sólo la muerte podrá librarte; pero en fin, ya lo
hiciste, y es menester morderte un brazo, porque si no,
¿qué dirá tu padre? ¿Qué dirá tu madre? ¿Qué dirán tus
parientes? ¿Qué dirá el provincial? ¿Qué dirán los
conocidos de tu casa? ¿Qué dirá mi padre? Y ¿qué dirán
todos? Si ahora te arrepintieras, fuera un escándalo
para el público, un deshonor para ti, y una vergüenza
terrible para tus pobres padres; y así no hay remedio,
hermano, a lo hecho pecho, dice el refrán, ahora es
fuerza que seas fraile quieras o no quieras.
Hay hombres cuyo carácter es tan venenoso que
hacen mal, aun cuando ellos piensan que hacen bien. Son
como el gato que lastima al tiempo de hacer cariños. Así
era el de Pelayo, que después que decía que me estimaba,
parece que se empeñaba en enredarme o afligirme; pues
primero me pintó que la religión era una Jauja;
y ya que estuve comprometido, me la representó como una
mazmorra, desacreditándola por ambos lados.
Yo me despedí de él, bien contristado, y casi
casi ya estaba por retractarme de mis propósitos; pero
la vergüencilla y este qué dirán, este qué
dirán del mundo, que es causa de que atropellemos
casi siempre con las leyes divinas, me hizo forzar mi
inclinación, hacer a un lado mis temores, y llevar
adelante mi falsa intentona.
En aquellos ocho días se prepararon todas las
cosas necesarias para mi ingreso, se dio parte de él a
todos mis amigos, parientes, conocidos, bien y
malhechores, y de todos ellos recibió mi padre mil
parabienes y mi madre mil enhorabuenas, que hacían por
junto dos mil faramallas, que llaman políticas,
ceremonias y cumplimientos; pero que no dejan todas
ellas una onza de utilidad, por más que se multipliquen
en número. [136]
Mis padres se ocupaban en estos ocho días en
recibir visitas y en disponer lo necesario para la
entrada, y yo me ocupaba en andar con Pelayo
despidiéndome de mis tertulias no con poco dolor de mi
corazón, pues sentía demasiada violencia en la
separación de mis pecaminosas distracciones.
Mi gran Pelayo se había propuesto avisar en
cuantas partes íbamos de mis nuevos intentos, y lo
pronto que estaba mi noviciado. Yo le rogaba que los
callara, mas a él se le hacía escrúpulo y cargo de
conciencia el reservarlos, y como todas las casas que
visitábamos eran de aquellos y aquellas que llaman de la
hoja, me daban mis estregadas terribles,
especialmente las mujeres. Una me decía: ¡ay!, ¡qué
lástima!, tan niño y encerrarse. Otra: ¡qué gracia!, y
tan muchacho. Otra: ¿que no se acordará usted de mí?
Otra: ¿a que no profesa usted? Ésta: yo no creo que
usted sea bueno para fraile siendo tan muchacho, no feo,
y con tantas gracias. Aquélla: ¿bailador y fraile?,
vamos, yo no lo creo; y así todas, y cuando se ofrecía
proferir algunos cuentecillos y palabritas obscenas (que
se ofrecían a cada paso) saltaba alguna muchacha burlona
con la frialdad de ¡ay niña! ¿quién dice eso?
Cállate, no perturbes al siervo de Dios.
Sin embargo de todas estas bufonadas, yo me
divertía todo lo posible por despedida. Hacía orejas de
mercader y bailaba, tocaba el bandolón, platicaba,
seducía y hacía cosas que son mejores para calladas.
Tales fueron los ejercicios preparatorios en que me
entretuve en los ocho días precedentes a mi frailazgo.
Así salió ello.
No contento con la libertad que tenía en la
calle hasta las ocho de la noche (que hasta esa hora se
le extendió la licencia al religioso in fieri,
o por ser), ni satisfecho por las holguras que me
proporcionaba mi maestro Pelayo, mi genio festivo, y la
facilidad de las damas que visitábamos, todavía aspiraba
a seducir a Poncianita, la hija de don Martín el de la
hacienda, que frecuentaba [137] mi casa diariamente; mas
la muchacha era virtuosa, discreta y juguetona. Conocía
bien mi carácter, y me tenía por lo que era, esto es,
por un joven calavera y malicioso, pero tonto en la
realidad, y así a todos los mimos y zorroclocos que yo
le hacía, me contestaba con mucho agrado; pero también
con mucha variedad, y siempre haciéndome ver que me
quería. Con esto yo más bobo y malicioso que ella,
pensaba lograr alguna vez la conquista; pero ella más
honrada y viva que yo, pensaba que esta vez jamás
llegaría, como en efecto jamás llegó.
Un día le di yo mismo una esquelita que decía
una sarta de tonteras y requiebros, y remataba
asegurándole de mi buena voluntad, y que si yo no
hubiera de entrarme religioso, con nadie me casaría sino
con ella. Por aquí se puede conocer muy bien lo que yo
era, y cómo es compatible la ignorancia suma con la suma
malicia; pero lo más digno de celebrarse es la chusca
contestación de ella a mi papel, que decía:
Señorito: agradezco la buena voluntad de usted y si
pudiera la correspondería, pero estoy queriendo bien a
otro caballerito, que si esto no fuera, con nadie me
casaría yo mejor que con usted aunque sacara dispensa.
Dios lo haga buen religioso, y le dé ventura en lides.
La que usted sabe.
No puedo ponderar bien las agitaciones que sentí
con esta receta. Ella me enceló, me enamoró y me
enfureció en términos que esa noche que fue la víspera
de mi entrada, apenas pude dormir. ¿Qué tal sería el
alboroto de mis pasiones? Pero por fin amaneció, y con
la vista de otros objetos, fue calmando un poco aquel
tumulto.
Llegó la tarde; me despedí de mi madre, tías y
conocidas a quienes abracé muy compungido, sin
descuidarme de hacer la misma ceremonia con la dómina
Poncianita, la que correspondió mi abrazo con bastante
desdén, como que estaba presente su madre, y no me
quería como me significaba. [138]
Acabada la tanda de abrazos, lágrimas y
monerías, nos fuimos para el convento, mi padre, yo, mis
tíos, y una porción de convidados que iban a ser
testigos de mi hipocresía.
Luego la suerte (adversa para mí) presagió mi
desventura, en mi concepto, porque el silencio con que
íbamos, y la larga serie de coches que seguía el
nuestro, representaba bien un duelo, y cuantos nos
miraban en la calle no pensaban otra cosa. En efecto, a
mí y a mis padres se nos podía haber dado el pésame con
justicia.
Llegamos a San Diego, se avisó al padre
provincial, quien nos recibió con su acostumbrado buen
carácter, y montando en el coche en que yo iba con mi
padre, nos dirigimos a Tacubaya, donde está el noviciado
de San Diego.
Luego que nos apeamos a la puerta del convento,
se dispusieron todas las cosas, y fuimos al coro, donde
se celebró la función. Tomé el hábito, pero no me
desnudé de mis malas cualidades; yo me vi vestido de
religioso y mezclado con ellos, pero no sentí en mi
interior la más mínima mutación, me quedé tan malo como
siempre, y entonces experimenté por mí mismo que el
hábito no hace al monje.
Despidiose mi padre de mí y de aquella venerable
comunidad, hicieron lo mismo los demás, y Juan Largo me
dio un grande abrazo, a cuyo tiempo le dije: no dejes de
venir a verme. Él me lo prometió; se fueron todos, y me
quedé yo solo y curtido entre los frailes, y como suele
decirse, rabo entre piernas, y como perro en barrio
ajeno.
Inmediatamente comencé a extrañar lo áspero del
sayal. Llegó la hora de refectorio, y me disgustó
bastante lo parco de la cena. Fuime a acostar, y no
hallaba lugar que me acomodara; por todas partes me
lastimaba la cama de tablas, y como nunca me había dado
una ensayadita en estas mortificaciones ni de chanza, se
me asentaban demasiado.
Daba vueltas y más vueltas, y no podía dormir
pensando [139] en Poncianita, en la Zorra, en
la Cucaracha, y en otras iguales sabandijas, y
me arrepentía sinceramente de mi determinación, renegaba
del apoyo que hallé en Pelayo, y me daba al diablo
juntamente con la esquela de recomendación que tan breve
me había facilitado mi presidio, que así nombraba yo mi
nuevo estado; pero él no tenía la culpa, sino yo, que no
era para él.
¿No soy buen salvaje y majadero (me decía yo
mismo), en haberme condenado por mi propia voluntad a
esta cárcel tan espantosa, y a esta vida tan miserable?
¿Qué caudales me he robado? ¿Qué moneda falsa he
fabricado? ¿Qué herejías he dicho? ¿Qué casa he
incendiado? ¿Ni qué crimen atroz he cometido, para
padecer lo que padezco? ¿Quién diablos me metió en la
cabeza ser fraile sólo por librarme de ser aprendiz o
soldado? En cualquiera de estos dos ejercicios me la
pasara yo mejor seguramente, porque comiera cuando
pudiera hasta hartarme, y lo que se me diera la gana, me
pusiera camisa mas que fuera de manta, durmiera en
colchón si lo tenía, y hasta que se me antojara el día
que estuviera franco, y por último, gozaría de mi
libertad andando entre mis amigos y conocidas en los
bailes y jaranitas; y no aquí con esta jerga pegada al
pellejo, descalzo, comiendo mal, durmiendo peor y sobre
unas duras tablas, encerrado, trabajando, y sin ver una
muchacha ni cosa que lo parezca por todo esto. ¡Ah!,
reniego de mí, y maldita sea la hora en que yo pensé ser
fraile.
Así hablaba yo conmigo mismo, y así hablan todos
aquellos jóvenes de ambos sexos, y en especial las niñas
miserables, que sin una inspiración de Dios y sin una
vocación perfecta, abrazan el estado religioso; estado
santo, estado quieto, dulce y celestial para los que son
llamados a él por la gracia; pero estado duro, difícil e
infernal para los que se introducen a él sin vocación.
¡Cuántos, cuántos lo experimentan en sí mismos a la hora
de ésta, tal vez, y sin remedio! Cuidado, hijos míos,
[140] cuidado con errar la vocación, sea cual fuere,
cuidado con entrar en un estado sin consultar más que
con vuestro amor propio, y cuidado por fin, con echaros
cargas encima que no podéis tolerar, porque pereceréis
debajo de ellas.
Maldiciendo y renegando, como os digo, me quedé
dormido cerca de las once y media de la noche, y apenas
había pegado mis párpados, cuando entra en mi celda un
novicio despertador, y me dice: hermano, hermano,
levántese su caridad, vamos a maitines. Abrí los ojos,
advertí que era fuerza obedecer, y me levanté echando
sapos y culebras en mi interior.
Fui a coro, y medio durmiendo y rezongando lo
que entendía del oficio, concluí mi tarea y volví a mi
celda apeteciendo un pocillo de chocolate siquiera a
aquella hora, porque ciertamente tenía hambre; pero no
había ni a quién pedírselo.
Reinaba un profundo silencio en aquel
dormitorio, y en medio del pavor que me causaba, para
entretener mi hambre, mi vigilia y mi desesperación, me
volví a entregar a mis ideas libertinas y melancólicas,
y tanto me abstraje en ellas, que derramé hartas
lágrimas de cólera y de arrepentimiento; pero me venció
el sueño al cabo de las cuatro de la mañana, y me quedé
dormido; mas ¡oh desgracia de flojos!, no bien había
comenzado a roncar, cuando he aquí al hermano novicio
que me vino a despertar para ir a prima.
Me levanté otra vez lleno de rabia,
maldiciéndome a guisa de condenado, pero allá en mi
corazón y sin hablar una palabra, diciendo entre mí:
¿pues no es ésta una vida pesadísima? ¡Habrase visto
empeño como el que ha tomado este frailecillo en no
dejarme dormir! Él es mi ahuizote sin duda, es
otro doctor Pedro Recio, pues si el del Quijote quitaba
a Sancho Panza los platos de delante luego que empezaba
a comer, éste me quita a mí el sueño luego que comienzo
a dormir.
Pensando estos despropósitos me fui a coro, recé
más que un ciego, y al cantar abría tanta boca, pero de
hambre, porque [141] como la cena de la noche anterior
no me gustó mucho, apenas la probé; y así tenía el
estómago en un hilo, deseando se acabara la prima para
ir a desquitarme con el chocolate, que me lo prometía de
lo mucho y bueno, pues había oído decir en el siglo que
los frailes tomaban muy buen caracas, y cuando en casa
había algún pocillo muy grande, decían, este pozuelón es
frailero; con esto yo decía entre mí: a lo menos si la
cena fue mala, el desayuno será famoso. Sí, no hay duda,
ahora me soplaré un tazón de buen chocolate con sus
correspondientes bizcochos, o cuando no, con cuartilla
de pan enmantecado por lo menos.
En esta santa contemplación se acabó el rezo y
salimos de coro; ¡pero cuál fue mi tristeza y enojo
cuando dieron las seis, las seis y media, las siete, y
no parecía tal chocolate ni pareció en toda la mañana,
porque me dijeron que era día de ayuno! Entonces me
acabé de dar a Barrabás, renegando más y con doble
fervor de mi maldito pensamiento de ser fraile, y más
cuando fueron otros dos novicios, y presentándome dos
cubetas de cuero, me dijeron: hermano, venga su caridad;
tome esas cubetas, y vamos a barrer el convento mientras
es hora de ir a coro.
Ésta está peor, me decía yo, ¡conque no dormir,
no comer, y trabajar como un macho de noria! ¿Esto es
ser novicio? ¿Esto es ser fraile? ¡Ah, pese a mi maldita
ligereza, y a los infames consejos de Pelayo y de Juan
Largo! No hay remedio, yo no soy fraile, yo me salgo,
porque si duro aquí ocho días me acaba de llevar el
diablo de sueño, de hambre y de cansancio. Yo me salgo,
sí, yo me salgo... pero ¿tan breve? ¿Aún no caliento el
lugar, y ya quiero marcharme? No puede ser. ¿Qué dirán?
Es fuerza aguantar dos o tres meses, como quien bebe
agua de tabaco, y entonces disimularé mi salida
fingiéndome enfermo; aunque no habrá para qué afanarme
en fingir, pues mi enfermedad será real y verdadera con
[142] semejante vida, y plegue a Dios que de aquí allá
no haya yo estacado la zalea
(40) en estos santos paredones. ¡Qué
hemos de hacer!
Así discurría yo mientras subía agua y regaba
los tránsitos con la pichancha, siempre triste
y cabizbajo, pero admirándome de ver lo alegres que
barrían los otros dos frailecitos mis compañeros, que
eran tanto o más jóvenes que yo; ya se ve, eran unos
virtuosos, y habían entrado allí con verdadera,
vocación, y no por excusarse de trabajar, para holgarse
como yo.
El uno de ellos, que era el más muchacho, era
muy alegre, su color era blanco, su pelo bermejo, sus
ojillos azules y muy vivos, su boca llena de una modesta
sonrisa, y como estaba fatigado con el trabajo, estaba
coloradito y bonito que parecía un San Antonio; advirtió
mi semblante sombrío y triste, y creyendo el inocente
que era efecto de una suma austeridad y de los
escrúpulos que me agitaban, se llegó a mí y me dijo con
mucho agrado: hermanito, ¿qué tiene? ¿Por qué está tan
triste? Alégrese, la alegría no se opone al servicio de
Dios. Este Señor es todo bondad. Somos sus hijos, no sus
esclavos; quiere que lo amemos como a padre, y que lo
adoremos como al Señor Supremo; no que lo temamos con un
miedo servil, no, si no es nuestro tirano. Es un Dios
lleno de dulzura, no un Dios parricida como el Saturno
de los paganos. Su vista sola alegra a los santos y hace
toda la felicidad del cielo. Su servicio debe inspirar a
los suyos la mayor confianza y alegría.
El santo rey David nos dice expresamente:
servid al Señor con alegría, y el Eclesiástico:
«arroja lejos de ti la tristeza, porque es pasión que a
muchos quita la vida, y en ella no hay [143] utilidad.»
Pero ¿qué más? El mismo Jesucristo nos manda «que no
queramos hacernos tristes como los hipócritas.» Conque
hermanito, alegrarse, alegrarse, y desechar escrúpulos e
ideas funestas que ni hacen honor a la deidad, ni traen
provecho a las almas.
Yo agradecí sus consejos al buen religioso, y le
envidié su virtud, su serenidad y alegría, porque no sé
qué tiene la sólida virtud que se hace amable de los
mismos malos.
Llegó la hora de la misa conventual, y fuimos a
coro. Entonces advertí que no asistían algunos padres
que había visto por el convento. Pregunté el motivo, y
me dijeron que eran padres graves y jubilados, o exentos
de las asistencias de comunidad. Con esto me consolé un
poco, porque decía: en caso de profesar, que lo dudo,
como yo sea padre grave, ya estoy libre de estas cosas.
Fuimos a coro.
Capítulo XII
Trátase
sobre los malos y los buenos consejos; muerte del padre
de Periquillo, y salida de éste del convento
Estuve en el coro durante la tercia y la misa,
pero con la misma atención que el facistol. Todo se me
fue en cabecear, estirar los párpados y bostezar, como
quien no había cenado ni dormido.
El que presidía lo notó, y luego que salimos me
dijo: hermano, parece que su caridad es harto flojillo;
enmendarse, que aquí no es lugar de dormir.
Yo no dejé de incomodarme, como que no estaba
acostumbrado a que me regañaran mucho, pero no osé
replicar una palabra. Me calé la capilla, y marché a
continuar la limpieza de mi santo cuartel.
Llegó la hora bendita del refectorio, y aunque
la comida era [144] de comunidad, a mí pareció bajada
del cielo, como que a buena hambre no hay mal pan.
En fin, me fui acostumbrando poco a poco a
sufrir los trabajos de fraile y el encierro de novicio,
manteniendo el estómago debilitado, consolando a mis
ojos soñolientos, animando mis miembros fatigados con el
trabajo, y tolerando las demás penalidades de la
religión, con la esperanza de que en cumpliendo seis
meses fingiría una enfermedad, y me volvería a mis ajos
y coles, que había dejado en la calle.
Esta esperanza se avaloraba con la vista de mi
padre de cuando en cuando, pero más y más con los
siempre cristianos, prudentes y caritativos consejos de
mis dos mentores Januario y Pelayo, que solían visitarme
con licencia del padre maestro de novicios, a quien mi
padre los había recomendado.
Uno me decía: sí, Perico, no harás otra cosa
mejor que mudarte de aquí; mírate ahí como te has puesto
en dos días, flaco, triste, amarillo, que ya con la
mortaja encima no falta más sino que te entierren, lo
que no tardarán mucho en hacer estos benditos frailes,
pues con toda su santidad son bien pesados e
imprudentes. Luego, luego quisieran que un pobre novicio
fuera canonizable; todo le notan, todo le castigan, nada
le disimulan ni perdonan; ya se ve, ningún padre maestro
se acuerda que fue novicio. Esto me decía el menos malo
de mis amigos, que era Pelayo; que el Juan Largo
maldito, ése era peor: blasfemaba de cuantos frailes y
religiosos había en el mundo, y ¿en qué términos lo
haría, pues siendo yo algo peor que Barrabás, me
escandalizaba?
Ciertamente que no son para escritas las cosas
que me decía de todas, y en especial de aquella
venerable religión, que no tenía la culpa de que un
pícaro como yo se acogiera a ella sin vocación y sin
virtud, sólo para eludir los muy justos designios de su
padre; pero por sus consejos inferiréis el fondo de
maldad que abrigaba su corazón. No seas tonto, me decía,
[145] salte, salte a la calle; no te vayas a engreír
aquí y profeses, que será enterrarte en vida. Eres
muchacho, salvaje, goza del mundo. Las muchachas tus
conocidas siempre me preguntan por ti; mi prima ha
llorado mucho, te extraña, y dice que ojalá no fueras
fraile, que ella se casara contigo. Conque salte,
Periquillo, hijo, salte, y cásate con Poncianita, que es
la única hija de don Martín y tiene sus buenos pesos.
Ahora, ahora que te quiere has de lograr la ocasión,
pues si ella pierde la esperanza de tu salida y se
enamora de otro, lo pierdes todo. ¡Ojalá y yo no fuera
su primo! A buen seguro que te diera estos consejos,
pues yo los tomara para mí; pero no puedo casarme con
ella, al fin se ha de casar con cualquiera, y ese
cualquiera no ha de ser otro más que tú, que eres mi
amigo; pues lo que se ha de llevar el moro, mejor será
que se lo lleve el cristiano. ¿Qué dices? ¿Qué le digo?
¿Cuándo te sales?
Yo era maleta, y luego con las visitas y
persuasiones de este tuno me pervertía más y más; y
llegué a tanto grado de desidia que no hacía cosa a
derechas de cuantas me mandaba la obediencia. Si salía a
acolitar, estaba en el altar inquietísimo, mi cabeza
parecía molinillo, y no paraban mis ojos de revisar a
cuanta mujer había en la iglesia; si barría el convento
lo hacía muy mal; si servía el refectorio, quebraba los
platos y escudillas; si me tocaba algún oficio en el
coro, me dormía; finalmente, todo lo hacía mal, porque
todo lo hacía de mala gana; con esto, raro era el día en
que no entraba al refectorio con la almohada, la escoba
o los tepalcates colgados, con un tapaojos o
con otra señal de mis malas mañas y de las ridiculeces
de los frailes, como yo decía.
Los primeros días se me asentaba la silla un
poco
(41), esto es, se me hacían pesadas
semejantes burlas y mojigangas como [146] yo las
llamaba, siendo su propio nombre penitencias;
pero después me fui connaturalizando con ellas de modo
que se me daba tanto de entrar al coro o refectorio con
una sarta de guijarros pendiente del cuello, como si
llevara un rosario de Jerusalén.
Así cayendo y levantando, y haciendo desesperar
a los benditos religiosos, llegué a cumplir seis meses
de novicio, tiempo que desde el primer día me había
prefijado para salirme a la calle y volverme a mis
andanzas en el siglo. Ya estaba yo pensando de qué mal
sería bueno enfermarme, o fingir que me enfermaba, para
cohonestar mi veleidad, y habiendo por último elegido la
epilepsia, ya iba a descargar sobre el corazón sensible
de mi padre el golpe fatal, escribiéndole mi resolución
de salirme, cuando llegó Januario y me dio la triste
noticia de hallarse mi dicho padre gravemente enfermo y
desahuciado de los médicos.
Afligiome semejante nueva, y trataba de acelerar
mi salida, pero Januario me contuvo diciéndome que
tiempo había para ella, que por entonces suspendiera mi
resolución pues nada iba a medrar, y antes podría
suceder que mi padre con la pesadumbre se agravara y se
abreviaran sus días por mi precipitación; y así, que me
sosegara, que por muerte o por vida de mi padre se haría
la cosa después con más acierto y menos inconvenientes.
Hícelo así, y confieso que me convenció, porque
a pesar de ser tan malo, esta vez me aconsejó como
hombre de bien.
Los hombres, hijos míos, son como los libros. Ya
sabéis que no hay libro tan malo que no tenga algo
bueno; así los hombres, no hay uno tan perverso, que tal
cual vez no tenga algunos buenos sentimientos; y en esta
inteligencia, el mayor pecador, el más relajado y
libertino puede darnos un consejo sabio y edificante.
Cinco días pasaron después del que me habló
Januario, cuando [147] vino a verme don Martín, y
previniéndome el ánimo con los consuelos que le dictó su
caridad, me dio una carta cerrada de mi padre, y con
ella la noticia de su fallecimiento.
La naturaleza apretó mi corazón, y mis lágrimas
manifestaron en abundancia mis sentimientos. Don Martín
repitió sus consuelos, y se fue a dar algunas limosnas
al padre provincial para sufragios por el alma del
difunto. El padre Vicario, los coristas y mis
connovicios, entraron a mi celda y me daban todos
aquellos consuelos que se apoyan en la religión; y luego
que calmó un poco mi dolor, me dejaron solo y se
retiraron a sus destinos. Dos días pasaron sin que yo me
atreviese a abrir la carta, pues cada vez que la quería
abrir, leía el sobrescrito que decía: A mi querido
hijo Pedro Sarmiento. Dios lo guarde en su santa gracia
muchos años. Entonces se estremecía mi corazón
sobremanera, y no hacía más que besarla y humedecerla
con mis lágrimas, pues aquellos pocos caracteres me
acordaban el amor que siempre me había tenido, y su
constante virtud que me había inspirado.
¡Ay, hijos! ¡Qué cierto es que el buen padre, la
buena esposa y el buen amigo, sólo se conocen cuando la
muerte cierra sus ojos! Yo sabía que mi padre era bueno,
pero no lo conocí bien hasta que tuve la noticia de su
fallecimiento. Entonces a un golpe de vista vi su
prudencia, su amor, su juicio, su afabilidad y todas sus
virtudes, y al mismo tiempo eché de ver el maestro, el
hermano, el amigo y el padre que había perdido.
Al cabo de tres días abrí la carta, cuyo
contenido leí tantas veces que se me quedó en la
memoria, y por ser sus documentos digna herencia de
vuestro abuelo, os la quiero dejar aquí escrita.
Amado, hijo: al borde del sepulcro te
escribo ésta, que según mi orden, te entregarán luego
que esté mi cadáver sepultado.
No tengo más bienes que dejar a tu pobre
madre que cuatro reales y los pocos muebles de casa para
que pase sin ansias algunos [148] días de su
triste viudedad; y a ti, hijo mío, ¿qué te podré dejar,
sino escritas por mi mano trémula y moribunda aquellas
mismas máximas que he procurado inspirarte toda mi vida?
Hazles lugar en tu corazón y procura traerlas a la
memoria con frecuencia. Obsérvalas, que jamás te
arrepentirás de su observancia.
Ama a Dios, témelo y reconócelo por tu
padre, tu Señor y tu benefactor.
Sé fiel a tu patria, y respeta u las
autoridades establecidas.
Pórtate con todos como quisieras se portaran
contigo.
A nadie hagas daño, y jamás omitas el bien
que puedas hacer.
No aflijas a tu madre, ni excites su llanto,
porque las lágrimas que derraman las madres por los
malos hijos, claman ante Dios contra éstos por la
venganza.
Jamás desprecies los clamores del pobre, y
hallen sus miserias un abrigo en tu corazón.
No juzgues del mérito de los hombres por su
exterior, que éste es engañoso las más veces.
No te empeñes nunca en singularizarte en
nada.
Si profesares en esa santa religión, no
olvides en ningún tiempo los votos con que te has
consagrado a Dios.
No te afanes por alcanzar los puestos
honoríficos de la religión, ni te entristezcas si no los
alcanzares, que esto no es propio del verdadero
religioso que ha abandonado el mundo y sus pompas.
Si fueres padre maestro o prelado, no
olvides la observancia de tu regla; antes entonces debes
ser más modesto en el hábito, más puntual en el coro, y
más edificante en todo; pues no es razón que exijas de
tus súbditos el estrecho cumplimiento de su obligación,
si tú les enseñas otra cosa con el ejemplo.
No te mezcles en los negocios y asambleas de
los seglares, porque no los escandalice tu relajación;
pues también parece un religioso en el coro, en el
claustro, en el altar, púlpito o confesonario,
[149] como mal en el paseo, tertulia, juego, baile,
coliseo y estrados de visitas.
No uses copetes en el cerquillo a modo de
faisán o pavo, que esta sola divisa manifiesta el poco
espíritu religioso, y declara bien lo apegado que está
el que lo usa al mundo y a sus modas.
Finalmente, si no profesas, guarda los
preceptos del Decálogo en cualquiera que sea el estado
de tu vida. Ellos son pocos, fáciles, útiles, necesarios
y provechosos. Están fundados en el derecho natural y
divino. Lo que nos mandan es justo, lo que nos prohíben
es en beneficio nuestro y de nuestros semejantes, nada
tienen de violento sino para los abandonados y
libertinos; y por último, sin su observancia es
imposible lograr ni la paz interior en esta vida, ni la
felicidad eterna en la otra.
Acuérdate pues, de esto, y de que dentro de
pocos días seguirás el camino en que va a entrar tu
padre, cuya bendición con la de Dios te alcance por
siempre. Adiós, hijo amado. A las orillas de la
eternidad, tu amante padre -Manuel.
Esta carta no hizo más efecto que entristecerme
algunos ratos, pero sin profundizar sus verdades en mi
corazón, porque a éste le faltaba disposición para
recibir tan saludable semilla.
Pasaron quince días, en cuyo corto tiempo se me
olvidaron en gran parte los sentimientos de la muerte de
mi padre, los avisos de su carta (esto es, el primer
espíritu de compunción con que la leí) y sólo me
acordaba de mi apetecida libertad.
Al cabo de estos días vino Januario y me trajo
un recado de mi madre, diciéndome que estaba muy
apesarada y triste en su soledad, y que ya era tiempo
para que yo realizara mis proyectos, pues habiendo
muerto mi padre, ya no había cosa que embarazara mi
salida; antes ésta podría servir a mi madre de consuelo,
y otras cosas a este modo conque acabé yo de resolverme.
[150]
Le manifesté a Januario la carta de mi padre, y
él luego que la leyó se echó a reír, y me dijo: está
bueno el sermón, no hay que hacer. Tu padre, hermano,
erró la vocación de medio a medio. Era mejor para
misionero que para casado; pero consejos y bigotes,
dicen que ya no se usan. La herencia está muy buena,
aunque yo no daría por ella una peseta. Si como tu padre
te dejó advertencias, te hubiera dejado monedas, se las
deberías agradecer más; porque, amigo, un peso duro,
vale más que diez gruesas de consejos. Guarda esta
carta, y salte a ver qué haces con lo que ha dejado tu
padre, porque tu madre ¿qué ha de hacer? En cuatro días
lo gasta y se acaba, y ni tú ni ella lo disfrutan.
Yo le agradecí aquellos que me parecían buenos
consejos, y le dije que le propusiera a mi madre mi
salida, pretextándole mi enfermedad y lo útil que yo le
podía ser a su lado. Januario me ofreció desempeñar el
asunto y volver al otro día con la razón.
Inquietísimo me quedé yo esperando la resolución
de mi madre, no porque yo quería captar su venia, pues
no la juzgaba necesaria, sino para con esta hipocresía
atarle la voluntad de modo que me franqueara sin reserva
todos los mediecillos que mi padre había dejado, y se
fiara de mí, como si yo fuera un buen hijo.
Todo me salió según me lo propuse, pues al día
siguiente volvió Januario, y me dijo que todo estaba
corriente, que él había ponderado mucho mi falsa
enfermedad a mi madre, y díchole que yo lloraba mucho
por ella, que tanto por mi salud, como por servirla y
acompañarla, deseaba salirme; pero que esperaba su
parecer, porque era tan bueno su hijo, que sin su
licencia no daría un paso. A lo que mi madre le contestó
que saliera en horabuena, pues mi salud valía más que
todo, y en todas partes se podía servir a Dios. [151]
Oídos que tales orejas
(42), dije yo al escuchar estas
razones. Mañana comemos juntos, Januario... Y al
instante vamos a visitar a Poncianita, me dijo él, que
cada día está más chula el diantre de la muchacha.
En conversaciones tan edificantes como éstas
pasamos el rato que me permitió la campana, a cuyo toque
se despidió Januario, quedándome yo deseando llegara la
noche para avisarle mi determinación al padre maestro de
novicios.
Llegó en efecto, y a mi parecer más tarde que
otras veces. Luego que tuve lugar me entré en su celda,
y le dije que estaba enfermo, y a más de eso, que mi
madre había quedado viuda, pobre y sin más hijo que yo,
y que así pensaba volverme al siglo; que me hiciera
favor de facilitarme mi ropa.
El buen religioso me escuchó con santa
paciencia, y me dijo que viera lo que hacía, que ésas
eran tentaciones del demonio; si estaba enfermo, médicos
y botica tenía el convento, y que allí me curarían con
el mismo cuidado que en mi casa; que si mi madre había
quedado viuda y pobre, no había quedado sin Dios, que es
padre universal y no desampara a sus criaturas; y por
último, que lo pensara bien. Ya lo tengo bien pensado,
padre nuestro, le dije, y no hay remedio, yo me salgo,
porque ni la religión es para mí, ni yo para la
religión.
Enfadose su paternidad con estas razones, y me
dijo: la religión es para todos los que son para ella;
mas su caridad dice bien, que no es para la religión, y
así me lo ha parecido algunas veces. Vaya con Dios.
Mañana temprano mandaré avisar a nuestro padre
provincial, y se irá a su casa o a donde le parezca.
Me retiré de su vista, y esa noche ya no quise
ir a coro ni [152] a refectorio (ni me hicieron
instancia tampoco), y a otro día entre nueve y diez de
la mañana, me llamó el padre maestro de novicios, me
despojó solemnemente de los hábitos, me dio mi ropa, y
me marché para la calle, dirigiéndome inmediatamente
para México.
Después que descansé un rato en un asiento de la
alameda, y me sacudí el polvo del camino, que había
hecho desde Tacubaya, me dirigía a mi casa, e iba yo
envuelto en mi capa, con mi pañuelo amarrado en la
cabeza y lleno de confusión, pensando que estaba como
excomulgado y separado de aquellos siervos de Dios. No
sé qué pavor se apoderaba de mi corazón cada vez que
volvía la cara y veía las sagradas paredes de San Diego,
depósitos de la virtud y quietud, de donde yo me
retiraba.
No hay duda, decía yo entre mí, yo acabo de
dejar el asilo de la inocencia, yo he dejado la única
tabla a que podía asirme en el naufragio de esta vida
mortal. Dios me verá como un ingrato, y los hombres me
despreciarán como un inconstante... ¡Ah, si pudiera yo
volverme!
En estas serias meditaciones iba yo embebecido,
cuando me tiró de la capa uno de mis antiguos
contertulianos que me conoció y acompañaba a una de las
coquetillas más desenvueltas que yo había chuleado antes
de entrar en el convento.
Luego que nos saludamos y reconocimos los tres,
me preguntó él ¿cuándo me había salido y por qué? Le
respondí que aquel mismo día, y por la muerte de mi
padre y mi enfermedad. Me lo tuvieron a bien, y me
llevaron a almorzar a un figón, donde comí a lo loco y
bebí punto menos, con cuyos socorros se disiparon mis
tristezas.
Despidiéronse de mí, y me fui para mi casa.
Luego que mi madre me vio, comenzó a abrazarme y a
llorar amargamente, pero me manifestó su contento por
tenerme otra vez en su compañía. ¿Quién le había de
decir que sus trabajos comenzaban desde aquel día, y que
mi persona, lejos de proporcionarle [153] los consuelos
y alivios que se prometía, le había de ser funestamente
gravosa? Pero así fue, como veréis en el capítulo
siguiente.
Capítulo XIII
Trata
Periquillo de quitarse el luto, y se discute sobre los
abusos de los funerales, pésames, entierros, lutos, etc.
Entramos a la época más desarreglada de mi vida.
Todos mis extravíos referidos hasta aquí, son frutas y
pan pintado respecto a los delitos que se siguen.
Ciertamente me horrorizo yo mismo, y la pluma se me cae
de la mano al escribir mis escandalosos procederes, y al
acordarme de los riesgos y lances terribles que a cada
momento amenazaban mi honra, mi vida y mi alma, porque
es evidente que el hombre mientras es más vicioso está
más expuesto a mayores peligros. Ya se sabe que nuestra
vida es un tejido continuo de sustos, miserias, riesgos
y zozobras que por todas partes nos amagan; pero el
hombre de bien con su conducta arreglada se libra de
muchos de ellos, y se hace feliz en cuanto cabe en esta
vida miserable; cuando por el contrario, el hombre
vicioso y abandonado no sólo no se libra de los males
que naturalmente nos acometen, sino que con su misma
relajación se mete en nuevos empeños, y llama sobre sí
una espantosa multitud de peligros y lacerías, que ni
remotamente los experimentara si viviera como debía
vivir; y de este fácil principio se comprende por qué
los más viciosos son los más llenos de aventuras, y
acaso los que lo pasan peor aun en esta vida. Yo fui uno
de ellos.
Seis meses estuve en mi casa haciendo una vida
bien hipócrita, porque rezaba el rosario todas las
noches, según la costumbre de mi difunto padre, salía
muy poco a la calle, no asistía a ninguna diversión,
hablaba de la virtud y de cosas de [154] Dios con
frecuencia, y en una palabra, hice tan bien el papel de
hombre de bien, que la pobre de mi madre lo creyó y
estaba conmigo loca de contenta; ¡qué mucho!, si la
tragó Januario siendo tan veterano en picardías, y tanto
lo creyó que un día me dijo: Periquillo, me has
admirado; ciertamente que tú naciste para fraile, pues
cuando yo esperaba que salieras a coger las primicias de
tu libertad absoluta, y que nos daríamos los dos
nuestros verdes muy razonables, te veo encerrado y hecho
un anacoreta en tu casa. ¡Pobre de Januario! ¡Pobre de
mi madre! ¡Y pobres de cuantos se persuadieron a que era
virtud lo que sólo era en mí una malicia muy refinada!
Trataba yo de conceptuarme bien con mi madre
para que confiando en mí totalmente, no me escaseara los
mediecillos que mi padre le hubiera dejado, lo que no me
fue difícil conseguir con mis estratagemas maliciosas.
De facto, mi madre me descubrió y aun me hizo
administrador de los bienecillos que habían quedado, y
consistían en mil y seiscientos pesos en reales, como
quinientos en deudas cobrables, y cerca de otros mil en
alhajitas y muebles de casa. Cortos haberes para un
rico, mas un principalito muy razonable para sostenerse
cualquier pobre trabajador y hombre de bien; pero sólo
eso era lo que me faltaba, y así di al traste con todo
dentro de poco tiempo, como lo veréis.
Cualquier capitalito razonable florece en las
manos de un hombre de conducta y aplicado al trabajo;
pero ninguno es suficiente para medrar en las de un
joven como yo, que no sólo era disipado, sino disipador.
El dinero en poder de un mozo inmoral y relajado
es una espada en las manos de un loco furioso. Como no
sabe hacer de él el uso debido, constantemente sólo le
sirve de perjudicarse a sí mismo y perjudicar a otros,
abriendo sin reserva la puerta a todas las pasiones,
facilitando la ejecución de todos los [155] vicios, y
acarreándose por consecuencia necesaria un sin número de
enfermedades, miserias, peligros y desgracias.
Para precaver así la dilapidación de los
mayorazgos, como la total ruina de estos pródigos
viciosos, meten la mano los gobiernos, y quitándoles la
administración y manejo del capital, les señalan tutores
que los cuiden y adieten como a unos muchachos o
dementes; porque si no, en dos por tres tirarían los
bancos de Londres si los hubieran a las manos.
¡Es una vergüenza que a unos hombres
regularmente bien nacidos, y sin la desgracia de la
demencia, sea menester que las leyes los sujeten a la
tutela y los reduzcan al estado de pupilos, como si
fueran locos o muchachos! Pero así sucede, y yo he
conocido algunos de estos mayorazgos sin cabeza.
Si yo hubiera sido mayorazgo, no me hubiera
quedado por corto para tirar todo el caudal en dos
semanas, pues era flojo, vicioso y
desperdiciado, tres requisitos que con sólo ellos
sobra para no quedar caudal a vida por opulento y pingüe
que sea.
Atando el hilo de mi historia digo que ya me
cansaba yo de disimular la virtud que no tenía, y
deseando romper el nombre y quitarme la máscara de una
vez, le dije un día a mi madre: Señora, ya no tarda nada
el día, de San Pedro. ¿Y qué me quieres decir con eso?,
preguntó su merced. Lo que quiero decir, le respondí, es
que ese día es de mi Santo, y muy propio para quitarnos
el luto. ¡Ay!, no lo permita Dios, decía mi madre. ¿Yo
quitarme el luto tan breve? Ni por un pienso. Amé mucho
a tu padre, y agraviaría su memoria si me quitara el
luto tan presto.
¿Cómo tan presto, señora?, decía yo, ¿pues ya no
han pasado seis meses? ¿Y qué?, decía ella toda
escandalizada, ¿seis meses de luto te parecen mucho para
sentir a un padre y a un esposo? No hijo, un año se debe
guardar el luto riguroso por semejantes personas.
Ya ustedes verán que mi madre era de aquellas
señoras antiguas [156] que se persuaden a que el luto
prueba el sentimiento por el difunto, y gradúan éste por
la duración de aquél; pero ésta es una de las
innumerables vulgaridades que mamamos con la primera
leche de nuestras madres.
Es cierto que se debe sentir a los difuntos que
amamos, y tanto más, cuanto más estrechas sean los
relaciones de amistad o parentesco que nos unían con
ellos. Este sentimiento es natural, y tan antiguo, que
sabemos que las repúblicas más civilizadas que ha habido
en el mundo, Grecia y Roma, no sólo usaban luto, sino
que hacían aun demostraciones más tiernas que nosotros
por sus muertos. Tal vez no os disgustará saberlas.
En Grecia, a la hora de expirar un enfermo, sus
deudos y amigos que asistían, se cubrían la cabeza en
señal de su dolor para no verlo. Le cortaban la
extremidad de los cabellos, y le daban la mano en señal
de la pena que les causaba su separación.
Después de muerto cercaban el cadáver con velas
(43), lo ponían en la puerta de la
calle, y cerca de él ponían un vaso con agua lustral,
con la que rociaban a los que asistían a los funerales.
Los que concurrían al entierro y los deudos, llevaban
luto.
Los funerales duraban nueve días. Siete se
conservaba el cadáver en la casa, el octavo se quemaba,
y el noveno se enterraban sus cenizas. Con poca
diferencia hacían lo mismo los romanos.
Luego que expiraba el enfermo, daban tres o
cuatro alaridos para manifestar su sentimiento. Ponían
el cadáver en el suelo, [157] lo lavaban con agua
caliente, y lo ungían con aceite. Después lo vestían y
le ponían las insignias del mayor empleo que había
tenido.
Como aquellos gentiles creían que todas las
almas debían pasar un río del infierno que llamaban
Aqueronte, para llegar a los Elíseos, y en este río
había sólo una harca, cuyo amo era un tal Carón,
barquero interesable que a nadie pasaba si no le pagaban
el flete, le ponían los romanos a sus muertos una moneda
en la boca para el efecto.
A seguida de esto, exponían el cadáver al
público entre hachas y velas encendidas, sobre una cama
en la puerta de la casa.
Cuando se había de hacer el entierro, se llevaba
el cadáver al sepulcro o en hombros de gente o en
literas (como nosotros antes de hoy los llevábamos en
coches). Acompañaba al cadáver la música lúgubre, y unas
mujeres lloronas alquiladas, que llamaban por esta razón
Praeficae, y en castellano se llaman
plañideras, que con sus llantos forzados reglaban el
tono de la música y el punto que había de seguir en el
suyo el acompañamiento.
Los esclavos a quienes el difunto había dado
libertad en su testamento, iban con sombreros puestos y
hachas encendidas. Los hijos y parientes con los rostros
cubiertos y tendido el cabello. Las hijas con las
cabezas descubiertas, y todos los demás amigos con el
pelo suelto y vestidos de luto.
Si el difunto era ilustre, se conducía primero
el cadáver a la plaza, y desde una columna que llamaban
de las arengas, un hijo o pariente pronunciaba
una oración fúnebre en elogio de sus virtudes. Tan
antiguos así son los sermones de honras.
Después de esto, se conducía el cadáver al
sepulcro, sobre cuyo lugar hubo variación. Algún tiempo
se conservaban los cadáveres en las casas de los hijos.
Después viendo lo perjudicial de este uso, se estableció
por buen gobierno que se sepultasen en despoblado; y ya
desde entonces procuraba cada [158] uno labrar sepulcros
de piedra para sí y su familia
(44). Lo mismo observaron los griegos,
con excepción de los lacedemonios. Los pobres que no
podían costear este lujo, se enterraban como en todas
partes, en la tierra pelada.
Después se acostumbró quemar a los héroes
difuntos. Para esto ponían el cadáver sobre la Pira
(45), que era un montón bien elevado de
leña seca, la que rociaban con licores y aromas
olorosos, y los parientes le pegaban fuego con las
hachas que llevaban encendidas, volviendo en aquel acto
las caras a la parte opuesta.
Mientras ardía el cadáver, los parientes echaban
al fuego los adornos y armas del difunto, y algunos sus
cabellos en prueba de su dolor.
Consumido el cadáver, se apagaba el fuego con
agua y vino, y los parientes recogían las cenizas, y las
colocaban en una urna entre flores y aromas. Después el
sacerdote rociaba a todos con agua para purificarlos, y
al retirarse, decían todos en alta voz: Aeternum
vale, o que te vaya bien eternamente, cuyo
buen deseo explica mejor nuestro requiescat in pace.
En paz descanse. Hecho esto, se colocaba la
urna en el sepulcro, y grababan en él el epitafio, y
estas cuatro letras S. T. T. L. que querían decir:
Sit tibi terra levis. Séate la tierra leve,
para que los pasajeros deseasen su descanso. Entre
nosotros se ve una cruz en un camino, o un retablito de
algún matado en una calle, a fin de que se haga algún
sufragio por su alma. [159]
Concluida la función, se cerraba la casa del
difunto, y no se abría en nueve días, al fin de los
cuales se hacía una conmemoración.
Los griegos cerca de la hoguera o pira ponían
flores, miel, pan, armas y viandas... ¡Ay!, ofrendas,
ofrendas de los indios, ¡qué antiguo y supersticioso es
vuestro origen!
(46) Toda la función se concluía con
una comida que se daba en casa de algún pariente. Hasta
esto imitamos, acordándonos que los duelos con pan son
menos.
¿Y acaso sólo los griegos y romanos hacían estos
extremos de sentimiento en la muerte de sus deudos y
amigos? No, hijos míos. Todas las naciones, y en todos
tiempos han expresado su dolor por esta causa. Los
Hebreos, los Sirios, los Caldeos, y los hombres más
remotos de la antigüedad, manifestaban su sensibilidad
con sus finados, ya de uno, ya de otro modo. Las
naciones bárbaras sienten y expresan su sentimiento como
las civilizadas.
Justo es sentir a los difuntos, y en los libros
sagrados leemos estas palabras: Llora por el difunto,
porque ha faltado su luz o su vida. Supra mortum
plora, defecit enim, lux ejus. (Eccl., Cap. 22, V.
10.), Jesucristo lloró la muerte de su querido Lázaro; y
así sería un absurdo horroroso el llevar a mal unos
sentimientos que inspira la misma naturaleza, y
blasfemar contra las demostraciones exteriores que los
expresan.
Así es que yo estoy muy lejos de criticar ni el
sentimiento ni sus señales; pero en la misma distancia
me hallo para calificar por justos los abusos que
notamos en éstas, y creo que todo hombre sensato pensará
de la misma manera; porque ¿quién [160]
[161]
[162]
(47)
Ésta sí fuera asistencia honrosa, y los mayores
elogios que pudieran lisonjear el corazón de sus
parientes; porque las lágrimas de los pobres en la
muerte de los ricos, honran sus cenizas, perpetúan la
memoria de sus nombres, acreditan su caridad y
beneficencia, y aseguran con mucho fundamento la
felicidad de su suerte futura con más solidez, verdad y
energía que toda la pompa, vanidad y lucimiento del
entierro. ¡Infelices de los ricos cuya muerte ni es
precedida ni seguida de las lágrimas de los pobres!
Volvamos al entierro. Siguen metidos dentro de
unos sacos colorados unos cuantos viejos, que llaman
trinitarios; después van algunos eclesiásticos y con
ellos otros muchos monigotes al modo de clérigos; a esta
comitiva sigue el cadáver y tras él una porción de
coches.
La iglesia donde se hacen las exequias está
llena de blandones con cirios, y la tumba magnífica y
galana. La música es igualmente solemne aunque fúnebre.
Durante la vigilia y la misa, que para algunos
herederos no es de réquiem sino de gracias,
no cesan las campanas de aturdirnos con su cansado
clamoreo, repitiéndonos
|
Que ese doble de
campana |
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|
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no es por aquel
que murió, |
|
|
|
sino porque sepa
yo |
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|
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que me he de
morir mañana. |
|
|
Bien que de esta clase de recuerdos deben
aprovecharse especialmente los ricos, pues estos dobles
sólo por ellos se echan y les acuerdan que también son
mortales como los pobres, por los que no se doblan
campanas, o si acaso, es poco y de mala gana; y así los
pobres son en la realidad los muertos que no hacen
ruido.
Se concluye el entierro con todo el fausto que
se puede, o que se quiere, cuidándose de que el cadáver
se guarde en un [163] cajón bien claveteado, forrado y
aun dorado (como lo he visto), y tal vez que se deposite
en una bóveda particular, ya que los mausoleos son
privativos a los príncipes, como si la muerte no nos
hiciera a todos iguales, verdad que atestigua Séneca
diciendo en la ep. 102, que la ceniza iguala a todos.
¿Quién distinguirá las cenizas de César o Pompeyo de las
de los pobres villanos de su tiempo?
Toda esta bambolla cuesta un dineral, y a veces
en estos gastos tan vanos como inútiles se han notado
abusos tan reprensibles que obligaron a los gobernantes
a contenerlos por medio de las leyes, mandando éstas que
siendo los gastos de los funerales excesivos, atendidos
los haberes y calidad del difunto, los modifique el juez
del respectivo domicilio.
Entra aquí la grave dificultad para saber cuándo
no hay exceso en estos gastos. Confieso que será muy
rara la vez que el juez pueda decidir en este caso,
porque casi siempre le faltarán los conocimientos
interiores del estado de las cosas del finado; y así
sólo podrá determinar el exceso con atención a su
calidad. Supongamos: cuando un plebeyo conocido quiera
sepultarse con la pompa de un conde, y aun entonces si
tiene dinero con que pagarla, no sé si se burlará de las
leyes, pero Horacio sí lo sabía cuando dijo que todo, la
virtud... entiéndase, los elogios que a ella son
debidos, la fama y el esplendor obedecen a las hermosas
riquezas, y el que las sepa acopiar será ilustre,
valiente, justo, sabio, y lo que quiera.
Mas hablando a lo cristiano, yo no me detendré
en fijar la regla por donde se deba conocer cuándo hay
exceso en los funerales.
Ya sé que parecerá nimiamente escrupulosa, pero
aseguro que es infalible y muy sencilla. Se reduce a que
lo que se gaste de lujo en los funerales no haga falta a
los acreedores, ni a los pobres.
¿Y si los acreedores están pagados y a los
pobres se les han [164] dado algunas limosnas, no podrá
el finado disponer a su voluntad del quinto de sus
bienes? Sí podrá, se responde, pero luego, luego
pregunto: ¿lo que se gasta en lujo no estuviera mejor
empleado en los pobres que siempre sobran? Es inconcuso.
Pues en este caso ¿cuál es el lujo que se deberá usar
lícitamente entre cristianos? Ninguno a la verdad. Digo
esto si hablo con cristianos, que si hablara con paganos
que afectaran profesar el cristianismo, sería menos
escrupuloso en mis opiniones. Vamos a otra cosa.
A proporción de los abusos que se notan en los
entierros de los ricos, se advierten casi los mismos en
los de los pobres; porque como éstos tienen vanidad,
quieren remedar en cuanto pueden a los ricos. No
convidan a los del Hospicio, ni a los trinitarios, ni a
muchos monigotes, ni se entierran en conventos, ni en
cajón compuesto, ni hacen todo lo que aquéllos, no
porque les faltan ganas, sino reales. Sin embargo, hacen
de su parte lo que pueden. Se llama a otros viejos
contrahechos y despilfarrados que se dicen hermanos
del Santísimo, pagan sus siete acompañados, la cruz
alta, su cajoncito ordinario, etc., y esto a costa del
dinero que antes de los nueve días del funeral suele
hacer falta para pan a los dolientes.
Es costumbre amortajar a los difuntos con el
humilde sayal de San Francisco; pero si en su origen fue
piadosa, en el día ha venido a degenerar en corruptela.
Estoy muy lejos de murmurar la verdadera piedad
y devoción, y el objeto de mi presente crítica recae
únicamente sobre el simoniaco comercio
(48) que se hace con las mortajas, y
los perjuicios que resienten las gentes vulgares por
vestir a sus muertos de azul y a tanta costa. [165]
Las mortajas se venden a un precio excesivamente
caro, cual es el de doce pesos y medio, si es para
hombre, y seis pesos dos reales para mujer. Los pobres,
apenas muere el enfermo, tratan de solicitarle la
mortaja, ¿y si no tienen dinero? Se empeñan, se
endrogan, y aun piden limosna para ello, haciendo falta
para pan a las criaturas lo que gastan en un trapo
inútil y asqueroso, pues no pasa de ahí la mejor mortaja
cuando se pone a un muerto, quien está en el caso de no
poder ganar ninguna indulgencia; y como para gozar estas
gracias espirituales se necesita estar en el estado de
merecer, se sigue que en no vistiendo al enfermo la
mortaja en vida, después de muerto le valdrá tanto como
el capisallo del gran Chino.
Vosotros, si tenéis en el discurso de vuestra
vida algunos deudos, y sus fallecimientos acaecen en
medio de vuestra indigencia, no os aflijáis por el
entierro, ni por la mortaja. El entierro se facilita con
tres pesos cuatro reales, que distribuiréis en esta
forma. Doce reales de un cajón; un peso para los
cargadores, y otro para el sepulturero que les abre la
casa en el campo santo.
La mortaja será más barata si os conformáis con
vuestra pobreza. Los judíos acostumbraban liar a sus
muertos con unas vendas que llamaban Sudarios,
y después los envolvían en una sábana limpia. Así podéis
hacerlo y quedarán los vuestros tan amortajados como el
mejor. Por cierto que no fue otra la mortaja de
Jesucristo.
Acabados los entierros, siguen los pésames. Para
recibir éstos, se cierran las puertas, se colocan las
señoras mujeres en los estrados, y los señores hombres
en las sillas, todos enlutados y guardando un profundo
silencio durante esta ceremonia, o cuando más, hablando
en voz baja porque no les dé alferecía a los dolientes,
cuya moderación y respeto acaso no se observó tan
escrupulosamente en la enfermedad del finado. [166]
También he notado como abuso en estos lances,
que las conversaciones que se tienen con los dolientes
se dirigen a celebrar y ponderar las virtudes del
difunto, a traer a la memoria las causas que produjeron
su enfermedad, lo que padeció en ella, los remedios que
le ministraron, lo que tardó en la agonía, y otras
impertinencias semejantes, con cuya relación atormentan
más los afligidos espíritus de sus parientes.
Esta costumbre de dar pésames se contrae a dos
cosas. La primera, a manifestar que tomamos parte en el
sentimiento de aquellas personas a quienes los damos, ya
por razón de parentesco, o ya por la amistad que
teníamos con el difunto. La segunda, para consolar en lo
posible a sus dolientes, ofreciéndoles nuestros
arbitrios temporales, y asegurándoles que con los suyos
uniremos nuestros votos para que se aumenten los
sufragios de que consideramos a su alma necesitada.
Ya se ve que todo este ceremonial es casi
siempre un embuste solemne, un cumplimiento de rutina, y
una de las costumbres más bien recibidas.
No parecerá muy avanzada esta proposición a
quien advierta que, no digo los parientes remotos y los
amigos, pero los más inmediatos y aun los más
favorecidos del difunto, pasado poco tiempo, no se
vuelven a acordar de él; porque con el discurso de los
días el corazón se serena, las lágrimas se enjugan, la
falta se suple, los beneficios se olvidan y todo se
borra, a pesar de cuantos gritos, alharacas, lágrimas,
pataletas y faramallas se prodigaron en la escena triste
de su muerte.
Y si este olvido se nota en el hijo, en la
esposa, y en el hermano, ¿qué esperanza podrán tener los
pobres muertos en los sufragios tan prometidos por los
que sólo van al velorio por beber el chocolate, y a dar
el pésame porque les llevaron el convite, por más que al
despedirse digan que no los olvidarán en sus
oraciones, aunque malos?
Este asunto es muy serio. Lo suspenderemos
mientras acabamos [167] de refutar el abuso de hablar de
los difuntos al tiempo de dar los pésames, porque si
como hemos dicho, uno de los objetos de estos
pesamenteros es aliviar el sentimiento de los
dolientes, parece que es un error que puede calificarse
de impolítico el renovar los motivos de dolor a los
deudos al tiempo mismo que pretendemos consolarlos.
No puede menos que atormentarse el corazón de la
mujer o hijo del difunto al oír decir: ¡qué bueno
era don Fulano! ¡Qué atento! ¡Qué afable! ¡Ay, mi alma!,
dice otra, tiene usted mil razones de llorarlo; no
hallará otro marido como el que perdió; y otras
sandeces de éstas, que son otros tantos tornillos con
que están apretando el corazón que quieren consolar. De
modo que estas políticas lisonjas son unos indiscretos
torcedores de los espíritus afligidos.
¿Cuánto mejor no fuera sustituir a esta fórmula
imprudente de dar pésames, otra opuesta, en la que o se
trataran asuntos festivos e indiferentes, o más bien se
redujera sólo esta etiqueta a ofrecer con sinceridad sus
haberes y proporciones a la voluntad de los dolientes,
en caso de haberlos menester? Pues, pero con verdad, no
con faramalla, y cuando los dichos dolientes estuvieran
satisfechos de esta verdad, seguramente quedarían más
bien consolados que con todos los panegíricos que hoy
dedican los pesamenteros a sus muertos.
Pero volviendo a éstos, digo que pobre del que
se muere si no ha procurado en vida facilitarse el
camino de su salvación, ateniéndose a los hijos, a los
amigos y albaceas.
Vemos (y muy frecuentemente) que muchos, que tal
vez tienen proporciones, mientras viven, ni dan limosna,
ni se hacen decir una misa, ni pagan sus deudas, ni
restituyen lo mal habido, ni practican ninguna
obligación de aquellas que nos impone la religión y
nuestro mismo interés; pero llega la hora en que
nuestros oídos no pueden menos que escuchar la verdad.
Les intima el médico la sentencia de su muerte; conocen
ellos [168] que puede no errar el pronóstico, porque su
naturaleza se debilita por instantes más y más; se
apodera de sus corazones el temor de la eternidad que
los espera; se llama al confesor y al escribano; vienen
los dos casi juntos; se hace la confesión de prisa y
Dios sabe cómo; se sigue el testamento; se dispone todo;
se declaran las deudas; se manda pagar; se nombran
albaceas para el efecto; se ordena hacer las limosnas
que llaman mandas forzosas, algunas a los pobres; decir
algunas misas por su alma; y hecho todo esto, se recibe
el sagrado Viático, los santos Óleos, y muere el enfermo
muy consolado; pero ¡ah!... ¡Cuánto hay que desconfiar
de estas buenas disposiciones cuando se hacen a la
orilla misma del sepulcro!
Se dan limosnas y se mandan hacer restituciones
(si se mandan hacer) en aquella hora, porque no se
pueden llevar los caudales a la sepultura. Se mueren muy
confiados en que los albaceas cumplirán el testamento,
¿y cuántas veces se engañan los testadores? ¿Cuántas
veces se trasforman los albaceas en herederos, y los
curadores ad bona en tenedores de bienes?
Innumerables. No, no son raras las quejas que se oyen
todos los días a los pobres menores a quienes ha dejado
por puertas o la mala fe, o la mala administración de
aquéllos.
Todo lo dicho os enseña a no esperar, como
dicen, a la hora de los gestos para disponer de vuestras
cosas, porque entonces el susto y la precipitación
rebajan mucha parte del acierto.
Llegamos a los lutos en los que, como visteis
con mi madre, caben también los abusos. El luto no es
más que una costumbre de vestirse de negro para
manifestar nuestro sentimiento en la muerte de los
deudos o amigos; pero este color a merced de la dicha
costumbre, es sólo señal, mas no prueba del sentimiento.
¿Cuántos infelices no se visten luto en la muerte de las
personas que más aman, porque no lo tienen? Y su dolor
es innegable. Al contrario, ¿cuántas viuditas jóvenes,
cuántos hijos [169] y sobrinos malos e interesables, que
desearon la muerte del difunto por entrar en la posesión
de sus bienes, no se vestirán unos lutos muy rigurosos
así por seguir la costumbre, como por persuadirnos que
están penetrados del sentimiento que no conocen?
El color, dicen los físicos que es un accidente
que no altera la sustancia de las cosas; y así, el buen
hijo sentirá a su padre, la buena esposa a su marido y
los buenos amigos a sus amigos, ora se vistan de negro,
ora de azul, ora de verde, encarnado o cualquier color.
Y al contrario, el deudo que no amaba a su pariente, o
que quizá deseaba que expirara por heredarlo, no lo
sentirá mas que se eche encima cuantas bayetas negras
hay en todas las luterías del mundo.
En algunas provincias del Asia, el color blanco
es el que han adaptado para luto; y entre nosotros, que
se acostumbra vestirse de negro el Viernes Santo y el
día de Finados, se observa que no es por sentimiento,
sino por lujo.
Después de todo, no tengo por abuso el traje
negro en semejantes casos; pero sí califico por tal,
aquel determinado número de días que se traen los lutos
para denotar nuestro mayor o menor sentimiento, según
las graduaciones de parentesco que se tiene con los
difuntos.
Ya habéis visto que en el tiempo de mi madre, un
año era el prefijado para llevar el luto por los padres,
hijos y consortes
(49), seis meses por los hermanos, tres
por los sobrinos, etc. Ésta no puede menos que ser una
bobera, porque si se amaba a los difuntos
verdaderamente, y el luto es la prueba del sentimiento,
en ningún tiempo se debía quitar, porque en ningún
tiempo debía cesar el motivo; y si no se amaban, era
indiferente el [170] llevarlo pocos o muchos meses, pues
que no prueba sentimiento el traje negro.
Algunas de estas reflexiones hice a mi madre,
hasta que la desentusiasmé de su capricho, y me ofreció
que nos quitaríamos el luto para el día de San Pedro,
que era cuanto yo deseaba para quitarme también la
máscara de la virtud que había fingido, y correr a
rienda suelta por toda la carrera de los vicios,
disfrutando de mi libertad enteramente, y tirando con
mis amigos los pocos mediecillos que mi padre había
economizado para la subsistencia de mi pobre madre.
Según esta determinación, se me hizo un vestido
de petimetre para ese día, y se dispuso su almuerzo,
comida, y bailecito para la noche.
Llegó el tan deseado para mí 29 de Junio; me
quité los trapos negros, que hasta entonces habían sido
escolares, y me planté de gala a lo secular. Parece que
con campana llamaron a todos los parientes y conocidos
ese día, muchos que no habían vuelto a casa desde el
entierro de mi padre, y otros que ni aun el pésame
habían ido a dar a mi madre, se encajaron entonces con
la mayor confianza y poca vergüenza.
Ya se deja entender que en primer lugar fueron
mis íntimos amigos Januario, Pelayo, y otros como ellos,
que también llevaron al baile a sus madamas tituladas
que lo eran también mías. En una palabra, el olor del
guajolote y del pulque de piña, acarreó ese día a mi
casa una porción de amigos míos, parientes y conocidos
de mi madre, que fueron a cumplimentarme. Dios se los
pague.
Se lamieron el almuerzo, consumieron la comida,
y a su tiempo alegraron el baile grandemente, porque
cantaron, bailaron, retozaron, se embriagaron,
ensuciaron toda la casa, y al fin, al fin, salieron unos
murmurando el almuerzo, otros la comida, otros el baile,
y todos alguna cosa de lo mismo que habían disfrutado.
¡Qué necedad es tener una diversión pública! Se
gasta el dinero, se sufren mil incomodidades, se pierden
algunas cosas, y siempre se queda mal con los mismos a
quienes se pretende obsequiar; y se recibe en
murmuración y habladurías lo que se pretende recibir en
agradecimiento.
Sin embargo de todo esto, como entonces yo no
pensaba así, nada me daba cuidado, ni en nada pensé sino
en divertirme y holgarme a costa del dinero, aunque es
verdad que en aquella hora me adularon bastante,
especialmente las coquetas, con cuyos elogios di por
bien empleado el dinero que se gastó y las incomodidades
que sufrió mi madre.
Capítulo XIV
Critica
Periquillo los bailes, y hace una larga y útil digresión
hablando de la mala educación que dan muchos padres a
sus hijos, y de los malos hijos que apesadumbran a sus
padres
Cansados de bailar y de beber, se acabó el baile
como todos se acaban. A las doce poco más de la noche se
fueron yendo los más prudentes, o los menos tontos que
no trataban de desvelarse. Los demás que se quedaron,
fuérase porque extrañaban el bullicio de los que se
habían ido, o porque se habían cansado ya, apenas se
levantaban a bailar. Las velas estaban muy bajas y
pidiendo su relevo, y los músicos (que no descuidan en
empinar la copa en tales ocasiones) ya no atinaban a
tocar bien el son que le pedían, y aun había alguno de
ellos que rascaba su bandolón abajo de la puente.
Januario, como tan diestro en estas escuelas, me
dijo: hombre, ¡qué entristecida se ha dado el baile y
tan temprano! ¿Y qué hemos de hacer?, le dije yo. ¿Cómo
qué? Alegrarlo, me respondió. ¿Y con qué se alegra?, le
pregunté. Con una friolera. ¿Hay aguardiente? Sí, le
dije. ¿Y azúcar y limones? También. Pues manda que lo
pongan todo en la recámara. [172] Hice lo que me dijo
Januario, quien en un momento hizo una mezcla de
aguardiente, azúcar y limón, que llaman ponche; mandó
poner nuevas luces en las pantallas, y comenzó a dar a
los músicos y a los asistentes de aquel brebaje
condenado a pasto y sin medida, con cuya diligencia se
puso aquello de los demonios.
Al principio bailaban con algún orden, y sabían
algunos lo que tocaban y otros lo que saltaban, pero en
cuanto el aguardiente endulzado comenzó a hacer su
operación, se acabaron de trastornar las cabezas, se
hizo a un lado el tal cual respetillo y moderación que
había habido, las mujeres escondieron la vergüenza y los
hombres el miramiento.
Entró segunda y tercera tanda de ponche, y ya no
había gente con gente, porque ya aquello no era baile,
sino retozo y escándalo criminal.
Los que hacen bailes, y más si son de la clase
de éste (que pocos hay que no lo sean), son unos
alcahuetes y solapadores de mil indecencias
escandalosas. Tal vez no lo presumirán, no lo querrán y
aun se disgustarán con ellas, pero todo esto no salva el
que sean los consentidores y los motores principales de
estas lúbricas desenvolturas, pues en buena filosofía se
sabe que lo que es causa de la causa, es causa de lo
causado; y así los que hacen un baile deben tener
consideración de muchas cosas para evitar estos
desenfrenos escandalosos, porque si no pasarán la plaza
de alcahuetes declarados a los ojos del mundo, y a los
de Dios serán reos de cuantos pecados se cometan en sus
casas.
Las principales consideraciones que debe tener
presentes el que hace un baile, me parece que se pueden
reducir a las siguientes.
1.ª Que las mujeres concurrentes sean honestas,
de buena vida, y nunca solteras o mujeres libres, sino
hijas de familia o casadas, y que vayan con sus padres o
maridos, para [173] que el respeto de éstos las
contenga, y contenga a los jóvenes libertinos.
2.ª Que con conocimiento, jamás se convide a
ninguno de éstos por exquisita que sea su habilidad,
pues menos malo será que se baile mal, que no que se
seduzca bien. Ordinariamente estos mozos bailadores, o
como les dicen, útiles, son unos pícaros de
buen tamaño; no llevan a un baile más que dos objetos:
divertirse y chonguear (es su voz). Este
chongueo no es más que sus seducciones o llanezas.
Si pueden, pervierten a la doncella y hacen prevaricar a
la casada, y todo esto sin amor, sino por un mero vicio
o pasatiempo.
Algunas ocasiones (¡ojalá no fueran tantas!)
logran sus intentos, y apenas satisfacen su lujuria,
cuando abandonan por nuevo objeto a aquellas infelices
locas que prostituyeron su honor y su virtud a la
verbosidad y arterías de un mozo inmoral, lascivo, necio
y sólo buen bailarín.
Pero aun cuando encuentran con pedernal, quiero
decir, cuando por fortuna las muchachas todas de un
baile son juiciosas, honestas y recatadas, que saben
burlar sus intentonas y conservar su honor ileso en
medio de las llamas, como la zarza que vio arder Moisés
sin quemarse, lo que ciertamente es un milagro, aun en
este caso tan remoto hacen estos útiles su
negocio.
Ellos, a más no poder, y cuando se les cierran
los oídos de las jóvenes, no se dan por vencidos ni se
entristecen. Como sus adulaciones y diligencias en
cualquier seducción no son por amor sino por vicio, no
se les da cuidado de los desaires, ni se entibian por no
hallar correspondencia. Nada menos. Siguen brincando y
saltando muy serenos, contentándose con lo que ellos
llaman caldo.
Este caldo... alerta casados y padres
de familia que sabéis lo que es el honor, y lo queréis
conservar como es debido, este caldo es el
manoseo que tienen con vuestras hijas y mujeres
(50), [174] las licencias pasan mil
veces de las manos a las bocas, casi convirtiéndose los
manoseos claros en ósculos furtivos, que las menos
escrupulosas no llevan a mal, y las que se llaman
prudentes y honradas disimulan y sufren por evitar
pendencias.
De suerte que el marido o padre pundonoroso que
en su casa se espantaría de que su mujer o hija le diese
la mano a un hombre, en un baile de éstos tolera a su
vista que se las abracen, tienten, estrujen y manoseen
más que las ancas de un caballo gordo.
Lo peor es que estos manoseos y tentadas
acompañadas de las risas y dichitos que se acostumbran,
son para muchas mujeres como el pecado venial para las
almas, con la diferencia que el pecado venial
entibia y dispone a las almas para el pecado
mortal, y los manoseos o caldos de que
hablamos, encienden y disponen a algunas
jóvenes para dar al traste con su honor, el de sus
padres y maridos. Ningún escrúpulo está por demás para
evitar estos excesos.
La tercera consideración que podían tener los
que hacen o dan un baile, era que no hubiera en ellos
licor espirituoso. En caso de ser preciso, por costumbre
o cariño, obsequiar a los concurrentes, sería menos malo
hacerlo con zoletas y nieve de leche, limón, tamarindo,
etc., de esta clase, que no con merendatas y
vino, aguardiente, ponche y otros licores semejantes,
que ofuscando el cerebro facilitan el trastorno de la
razón, y alteran la constitución física de ambos sexos,
cuyas resultas, cuando menos, no escapan de ser deseos,
pensamientos consentidos, y delectaciones morosas, y en
tal y tal persona algo más, y más pecaminoso. [175]
Mucho de esto se evitaría con la reglita que os
dejo señalada, pues es cierto el dicho antiguo de que
sine Cerere et Baccho friget Venus, que
equivale a esta coplita:
|
Poco manjar y
ninguna |
|
|
|
espirituosa
bebida, |
|
|
|
si la lujuria no
apagan, |
|
|
|
a lo menos la
mitigan. |
|
|
La cuarta y última consideración que se debía
tener, era que los bailes durasen cuando más hasta las
doce de la noche. Ésta es una hora más que regular para
irse a recoger cada uno a su casa bastante divertido, si
es racional; porque lo que pasa de esa hora, ya no debe
llamarse diversión, sino vicio, incomodidad y tontería.
A solas estas cuatro reglillas quisiera yo que
se sujetaran los que dan un baile, y me parece (bien que
no lo aseguro) que no se arrepentirían de su
observancia.
Últimamente, yo no declamo contra los bailes,
sino contra los escándalos de los bailes. Quítese de
ellos todo lo que los hace pecaminosos y peligrosos, y
dejándolos en una clase de diversión indiferente, ellos
serán malos para quien quiera ser malo en ellos, y serán
honestos para el honesto; pero mientras así no se haga,
el baile, sea por sus abusos, sea por su ocasión, no
podrá librarse de la definición de un padre de la
Iglesia, que dice que el baile es un círculo, cuyo
centro es el demonio.
Bailar no es malo, lo malo es el modo con que se
baila, y el objeto por que se baila. David bailó delante
del Arca del Señor, y los israelitas delante del becerro
de Belial. Todos bailaron, pero ¡con qué diverso, modo,
y con qué diverso objeto! Por eso también fueron
diversas las retribuciones.
Hay moralistas tan austeros que no consideran
baile sin ocasión próxima voluntaria, y según esto, no
juzgan lícito ninguno. [176] Yo, después de respetar su
opinión, no me conformo con ella. Soy más indulgente y
digo que puede haber y de hecho habrá, no siendo como
los que se usan, algunos bailes donde falten estas
ocasiones, estos escándalos, cantares lascivos,
manoseos, embriagueces, y demás abusos que se notan en
los más de ellos. ¿Y cuáles serán éstos? Los que se
debieran usar entre gentes de buena conciencia.
Si todos los concurrentes lo son, el baile será
una diversión honesta. La dificultad estriba en que se
dé un baile con tanto arreglo.
Dejando a todos que hagan lo que quieran en sus
casas, volviendo a la mía, digo que ya fatigados de
saltar, beber y charlar, se fueron poniendo en quietud a
más no poder, porque los más no se podían tener en pie.
Los músicos arrumbaron sus instrumentos junto a
las sillas, y ellos se acostaron en ellas lo mejor que
pudieron; las mujeres se amontonaron en el estrado, y
los hombres se pusieron a contar cuentos y a hablar
ociosidades para no dormirse, pues no tardaba en
amanecer, como deseaban, para irse a tomar café.
Las disposiciones no eran muy malas, pero ellos
ni ellas eran dueños de sí, sino el aguardiente que los
narcotizaba más y más a cada minuto.
Con esto, unos hablando y otros oyendo
simplezas, se fueron quedando dormidos unos por un lado
y otros por otro, siendo de los primeros Januario.
La señora mi madre ya se había recogido bien
temprano, encargándome que cuidara la casa, como lo
hice, pues aunque tenía sueño como el mejor, no me
atreví a dormir temeroso de que no se fuera alguno a
llevar alguna cosa. Es un demonio el interés. En el
estado de la salud pocas cosas desvelan a los hombres
más que él.
Alerta estaba yo velando a todos y oyéndolos
roncar y variar el estómago cual más cual menos. No me
era muy grata [177] esta música ni estos olores; y a más
de eso, ya no podía sufrir el sueño.
Es verdad que el zaguán estaba cerrado y yo
tenía la llave, por lo que bien me podía haber acostado,
pero me detenía el considerar que en casa no había más
que mi madre, yo y una criada buena, pero vieja y
dormilona, que no madrugaba si el mundo se volcara de
arriba abajo. Mi madre no era justo que se levantara a
abrir a aquellos bribones a la hora que a cada uno se le
quitara la borrachera y quisiera marcharse para la
calle, y así no había otro centinela más que yo, que
para no dormirme me puse a divertir con los dormidos a
mi entera satisfacción, como que sabía que dormían, los
más, con dos sueños, el natural y el del aguardiente.
Uno de los perjuicios que la embriaguez acarrea
al que la tiene, es exponerlo a la irrisión de
cualquiera, como les sucedió a éstos conmigo, pues a
unos les tizné las caras, a otros les escondí varias
cosas, a otros los cosí unos con otros, y a todos les
hice mil maldades.
Amaneció el día, corrió el ambiente fresco, abrí
el balcón, y a vista de la luz, y al sonido de las
campanas y del ruido de la gente que andaba por las
calles, fueron despertando; y mirándose unos a otros las
caras llenas de jaspes y labores, no podían contener la
risa, especialmente las mujeres, las que lo mismo fue
levantarse que oír, con dolor de su corazón, tronar sus
vestidos y aun verlos hechos pedazos.
Unas disimulaban su pesar, mas otras renegaban
del pícaro ocioso que las había inferido tal daño, que
ciertamente lo era; pero los tunantes como yo, no
reparan en eso; el caso es divertirse a costa ajena, y
como esto se logre, nada les importa hacer una maldad
que perjudique el interés y aun la salud de los demás.
Pasado el primer fervor del enojo, limpias unas,
remendadas otras, y todos más serenos, se marcharon para
el café o sus [178] casas, menos Januario y tres o
cuatro amigos suyos y míos, que como más gorrones y
sinvergüenzas, se quedaron hasta apurar en el almuerzo
las reliquias del día anterior; pero por fin almorzaron,
y viendo que ya no quedaba más que repelar de la fiesta,
se fueron a la calle y yo a mi cama.
Dormí como un podenco hasta las doce del día, a
cuya hora me levanté y hallé a la pobre vieja cocinera
hecha un Bernardo contra los bailadores. Señora, decía a
mi madre, ¿no es brava sinrazón la de estos perdularios,
que después de haber tragado y divertídose todo el día,
pusieran la casa como la han puesto? Mire usted, señora,
todo el día se me ha ido en limpiar sus porquerías;
porque ¡Jesús! ¡Cómo estaba todo! Era un asco. Un vómito
por el corredor, una suciedad por la escalera, otra por
otro lado; hasta la sala, señora, hasta la sala estaba
hecha una zahúrda. ¡Ah fu! ¡Qué gente tan sucia y tan
grosera! Pero lo que yo más he sentido, señora, han sido
las macetas. Mire su merced cómo las han puesto. Todas
están destrozadas. ¡Ay, qué gentes van a los bailes de
tan mal natural, que no contentas con tragar,
divertirse, emborracharse y emporcar la casa, todavía
hacen mil maldades como ésta!
Mi madre consoló a la viejecita diciéndole: dice
usted bien, nana Felipa, son unos pícaros, indecentes,
groseros y malcriados los que hacen tanto mal en las
mismas casas en que se divierten; pero ya, por ahora, no
hay remedio. Ya usted sabe que mi marido no era amigo de
estas jaranas, y así yo no tenía experiencia de
semejantes groserías; pero le empeño a usted mi palabra
en que será la primera y la última.
No me gustó mucho esta sentencia, porque como ni
yo gastaba el dinero, ni trabajaba en nada de la
función, hubiera querido que siguieran los bailecitos en
mi casa, a lo menos tres veces a la semana.
Sin embargo, no me metí por entonces en otra
cosa más [179] que en reírme de la vieja, y a la tarde a
buena hora tomé mi sombrero y me salí para la calle.
Volví por la primera a las nueve de la noche, y
hallé a mi madre algo seria, pues me dijo que ¿dónde
había estado? Que extrañaba en mí tanta licencia, que yo
era su hijo, y que no pensara que porque había muerto mi
padre ya era yo dueño absoluto de mi libertad, y otras
cosas a este modo, a las que respondí que ya ese tiempo
se había acabado, que ya yo no era muchacho, que ya me
rasuraba, y que si salía y me detenía en la calle, era
para ver de qué cosa nos habíamos de mantener.
Semejantes respostadas entristecieron a mi madre
bastante, y desde luego conoció lo que iba a suceder,
que fue quitarme la máscara y perderla el respeto
enteramente como sucedió.
Quisiera pasar este poco tiempo de maldades en
silencio, y que siempre ignorarais, hijos míos, hasta
donde puede llegar la procacidad de un hijo insolente y
malcriado; pero como trato de presentaros un espejo fiel
en que veáis la virtud y el vicio según es, no debo
disimularos cosa alguna.
Hoy sois mis hijos, y no pasáis de unos
muchachos juguetones; pero mañana seréis hombres y
padres de familias, y entonces la lectura de mi vida os
enseñará cómo os debéis manejar con vuestros hijos, para
no tener que sufrirles lo que mi pobre madre tuvo que
sufrirme a mí.
Dos años sobrevivió mi madre a la muerte de mi
amado padre, y fue mucho, según las pesadumbres que le
di en ese tiempo, y de que me arrepiento cada vez que me
acuerdo.
Constantemente disipado, vago y mal entretenido,
no pensaba sino en el baile, en el juego, en las
mujeres, y en todo cuanto directamente propendía a
viciar mis costumbres más y más.
El dinerito que había en casa no bastaba a
cumplir mis deseos. Pronto concluyó. Nos vimos reducidos
a mudarnos a una viviendita de casa de vecindad; pero
como ni aun ésta [180] se pudo pagar, a pocos días puse
a mi madre en un cuarto bajo e indecente, lo que sintió
sobremanera, como que no estaba acostumbrada a semejante
trato.
La pobre de su merced me reprendía mis
extravíos, me hacía ver que ellos eran la causa del
triste estado a que nos veíamos reducidos, me daba mil
consejos persuadiéndome a que me dedicara a alguna cosa
útil, que me confesara, y que abandonara aquellos amigos
que me habían sido tan perjudiciales, y que quizá me
pondrían en los umbrales de mi última perdición. En fin,
la infeliz señora hacía todo lo que podía para que yo
reflexionara sobre mí, pero ya era tarde.
El vicio había hecho callos en mi corazón, sus
raíces estaban muy profundas, y no hacían mella en él ni
los consejos sólidos, ni las reprensiones suaves ni las
ásperas. Todo lo escuchaba violento y lo despreciaba
pertinaz. Si me exhortaba a la virtud, me reía; y si me
afeaba mis vicios me exasperaba; y no sólo, sino que
entonces le faltaba al respeto con unas respuestas
indignas de un hijo cristiano y bien nacido, haciendo
llorar sin consuelo a mi pobre madre en estas ocasiones.
¡Ah, lágrimas de mi madre, vertidas por su culpa
y por la mía! Si a los principios, si en mi infancia, si
cuando yo no era dueño absoluto de los resabios de mis
pasiones, me hubiera corregido los primeros ímpetus de
ellas, y no me hubiera lisonjeado con sus mimos,
consentimientos y cariños, seguramente yo me hubiera
acostumbrado a obedecerla y respetarla; pero fue todo lo
contrario, ella celebraba mis primeros deslices y aun
los disculpaba con la edad, sin acordarse que el vicio
también tiene su infancia en lo moral, su consistencia y
su senectud lo mismo que el hombre en lo físico. Él
comienza siendo niño o trivial, crece con la costumbre y
fenece con el hombre, o llega a su decrepitud cuando al
mismo hombre en fuerza de los años se le amortiguan las
pasiones.
¡Qué provecho no hubiera resultado a mi madre y
a mí, si [181] no se hubiera opuesto tantas veces a los
designios de mi padre, si no le hubiera embarazado
castigarme, y si no me hubiera chiqueado tanto con su
imprudente amor! ¡Ah!, yo me habría acostumbrado a
respetarla, me hubiera criado timorato y arreglado, y
bajo este sistema, no hubiera yo padecido tantos
trabajos en el mundo, ni mi madre hubiera sido víctima
de mis desobediencias y vilipendios.
Lo más sensible es que este funesto caso no
carece de ejemplares. Hijos de viudas consentidoras,
casi siempre son hijos perdidos y malcriados, y madres
de semejantes hijos ¿qué han de ser sino unas mujeres
desgraciadas?
Sucede por lo común que el padre es un hombre
regular que procura inspirar al niño unos sentimientos
cristianos, morales y políticos, y según ellos desviarlo
de todas aquellas bajezas a que el hombre se inclina
naturalmente. Esto hace llorar al niño, y la madre se
aflige y lo embaraza. Hace alguna travesura, se le
celebra; usa alguna malacrianza, se le disculpa; produce
algunas palabras indecentes, o porque las oyó a los
criados, o en la calle, y se festejan; el padre se
tuesta de estas cosas, y teme empeñarse en reprenderlas
y castigarlas al hijo, porque cuando lo hace, sabe que
salta la madre como una leona; y ya sea porque la ama
demasiado, ya porque no se vuelva aquel matrimonio un
infierno, condesciende con ella, no se castiga el delito
del muchacho, éste se queda riendo, y satisfecho en la
impunidad que le asegura su mamá, da rienda a sus
vicios, que entonces como dijimos son vicios niños,
puerilidades, frioleras, pero en la edad adulta son
crímenes y delitos escandalosos.
Sin embargo, rara vez deja de servir de cierto
freno la presencia del padre; pero si éste muere, todo
se acaba de perder. Roto el único dique que había,
aunque débil, se sale de caja el río de las pasiones,
atropellando con cuanto se pone por delante. [182]
Entonces la viuda reconoce lo feroz de un
corazón entregado a la libertad, quiere oponerse por la
primera vez, pero es tarde, el torrente es impetuoso, y
sus fuerzas incapaces de contenerlo. Prueba los
consejos, emplea las caricias, compila las reprensiones,
tienta las amenazas, agota las lágrimas, solicita
castigos, y acaso desesperada prorrumpe en maldiciones
contra su hijo
(51); mas nada basta. El joven
endurecido y obstinado, y acostumbrado a no obedecer ni
respetar a su madre, desprecia los consejos, se mofa de
las caricias, burla las reprensiones, se ríe de las
amenazas, se divierte con las lágrimas, elude los
castigos, y retorna las imprecaciones con otras tales,
si no se desacata, como se ha visto, a poner sus viles
manos en la persona de su madre
(52).
Toda esta lastimosa catástrofe se excusaría con
educar bien y escrupulosamente a los niños. ¿Y a cuántos
puntos se pueden reducir las principales obligaciones de
los padres acerca de la buena educación de sus hijos? A
tres, en sentir de un varón apostólico que floreció en
México
(53). A saber: a enseñarles lo que
deben saber, a corregirles lo mal que hacen, y a darles
buen ejemplo. Tres cosas muy fáciles al decirse, pero
muy difíciles al practicarse, atendiendo la multitud de
hijos mal criados y llenos de vicios que notamos; mas no
porque sean difíciles de observarse, porque el yugo del
Señor es suave; sino porque los tales padres y madres,
ni remotamente se aplican a practicar los tres preceptos
insinuados, antes parece que al propósito se desvían de
ellos cuanto pueden.
Si es en la instrucción, se contentan con darles
la muy superficial [183] por medio de unos maestros o
ayos mercenarios
(54), que acaso, viendo el chiqueo de
los padres, no tratan más que de lisonjear al pupilo con
harto daño de él y de sus conciencias.
Si es en la corrección, ya hemos dicho el
abandono de estos padres, y especialmente de las madres.
Últimamente, si es en el ejemplo, ¿cuál es el
ordinario que ven los hijos en sus casas? Lujo en las
personas, excesos en la mesa, orgullo con los criados,
altanería y desprecio con los pobres.
Esto es cuando menos, que cuando más, ya se sabe
lo que ven y oyen los niños en muchas casas. Y siendo el
ejemplo el aliciente más poderoso para formar bien o mal
el corazón del niño en aquella edad, ¿cómo será éste con
tales ejemplos? [184] Los resultados nos lo dicen: niño
engreído, grande soberbio; niño consentido, grande
necio; niño abandonado, grande perdido; y así de lo
demás.
Todo esto se remediaba con la buena educación, y
ésta desde temprano. El consejo es del Espíritu Santo,
que dice: si tienes hijos, instrúyelos desde su
niñez. (Eccl. cap. 7.) El árbol se ha de enderezar
cuando es vara, no cuando se robustece y es tronco. Los
médicos dicen que los remedios se deben aplicar al
principio de las enfermedades, antes que tomen cuerpo,
antes que se vicie toda la sangre y corrompa los
humores. Los diestros cirujanos componen el hueso luego
que se disloca, y lo entablan luego que advierten la
fractura, porque si no, cría babilla, y se
imposibilita la cura.
Así, ni más ni menos, debe ser la educación de
los niños, desde pequeños, antes que sean troncos. Se
han de corregir sus deslices luego que se les noten,
porque si no, crían babilla.
Estas verdades son más claras que el agua, más
repetidas que los días, no hay quien diga que las
ignora; y con todo eso no se ven sino muchachos
malcriados y necios, que después son unos hombres vagos,
viciosos y perdidos.
Esto no puede estar en otra cosa sino en que
obramos contra lo mismo que sabemos. Consentimos a los
muchachos, por serlo, y por tenerles demasiado amor;
ellos cuando jóvenes nos llenan de pesadumbres y
disgustos, y entonces son los ojalás y los malhayas,
pero sin fruto.
¿Cuánto mejor y más fácil no es domar al caballo
de potro que de viejo? Tienen los padres un freno y un
acicate muy oportunos para el caso, y que, sabiéndolos
manejar con prudencia, es casi imposible que deje de
producir buenos efectos. El freno es la ley evangélica
bien inspirada, y el acicate, el buen ejemplo practicado
constantemente.
Los campistas de nuestra tierra dicen que el
mejor caballo necesita las espuelas; así podemos decir,
que el niño más dócil [185] y el de mejor natural, ha
menester observar buenos ejemplos para formar su corazón
en la sana moral, y no corromperse. Ésta es la espuela
más eficaz para que los niños no se extravíen.
El buen ejemplo mueve más que los consejos, las
insinuaciones, los sermones, y los libros. Todo esto es
bueno, pero por fin, son palabras, que casi siempre se
las lleva el viento. La doctrina que entra por los ojos,
se imprime mejor que la que entra por los oídos. Los
brutos no hablan, y sin embargo, enseñan a sus hijos, y
aun a los racionales con su ejemplo. Tanta es su fuerza.
No hay que admirarse de que el hijo del borracho
sea borracho; el del jugador, tahúr; el del altivo,
altivo, etc., etc.; porque si eso aprendió de sus
padres, no es maravilla que haga lo que vio hacer.
El hijo del gato caza ratón, dice el refrán.
Lo que si es maravilla, o por mejor decir, cosa
de risa, es que, como apunté poco ha, cuando el hijo o
hija son grandes, y grandes pícaros, cuando cometen
grandes delitos y dan grandes disgustos, entonces los
padres y las madres se hacen de las nuevas y exclaman:
¡Quién lo pensara de mi hijo! ¡Quién lo creyera de
fulana! ¡Tontos! ¿Quién lo ha de creer, quién lo ha de
pensar? Todo el mundo, porque todo el mundo ha visto
cuál ha sido vuestro modo de criarlos. El milagro fuera
que educándolos bien y dándolos buenos ejemplos, ellos
salieran indóciles y perversos; pero que salgan malos
cuando la doctrina que han mamado ha sido ninguna, y los
ejemplos que han visto han sido pésimos, es una cosa muy
natural, porque todos los efectos corresponden a sus
causas. ¿Quién se ha admirado hasta hoy de que un poco
de algodón arda si se aplica al fuego? ¿Ni que se manche
un pliego de papel si se mete en una olla de tinta?
Nadie, porque todos saben que es propio del fuego [186]
quemar lo combustible, y de la tinta teñir lo
susceptible de su color. Pues tan natural así es que los
niños ardan con la mala educación, y se contaminen con
los malos ejemplos. Lo que importa es no darles una ni
otros.
Por esto entre los Lacedemonios se acostumbraba
castigar en los padres los delitos de los hijos,
disculpando en ellos la falta de advertencia, y
acriminando en aquéllos la malicia o la indolencia.
Wenceslao y Boleslao, príncipes de Bohemia,
fueron hermanos, hijos de una madre; el primero fue un
santo, a quien veneramos en los altares; y el segundo un
tirano cruel que quitó la vida a su mismo hermano.
Distintos naturales, distintas suertes; pero ¿a qué se
atribuirán sino a las distintas educaciones? Al primero
lo educó su abuela Ludmila, mujer piadosísima y santa, y
al segundo su madre Draomira, mujer loca, infame y
torpísima. ¡Tal es la fuerza de la buena o mala
educación en los primeros años!
Cuando ponderamos lo mal que hacen los padres
cuando faltan a las obligaciones que tienen contraídas
respecto de los hijos, no disculpamos a éstos de sus
desacatos e inobediencias. Unos y otros hacen mal, y
unos y otros trastornan el orden natural, infringen la
ley y perjudican las sociedades en que viven, y no
enmendándose, unos y otros se condenan, pues como se lee
en los sagrados libros: los hijos recogen la leña, y los
padres encienden el fuego
(55).
Es verdad que Dios dice que el hijo
malcriado será el oprobio y la confusión de sus padres;
pero también están llenas de anatemas las divinas letras
contra tales hijos. Oíd algunas que constan en los
Proverbios y el Eclesiástico. Se extinguirá la vida
del que maldice a su padre, y pronto quedará entre las
tinieblas del sepulcro. Mala será la fama, o se verá
deshonrado [187] el que menosprecia a su madre.
El que aflige a su padre o huye de su madre, será
ignominioso e infeliz. La maldición de ésta destruye
hasta los cimientos de la casa de los malos hijos;
y por último: Devoren los cuervos carniceros el
cadáver, y sáquenle los ojos al que se atreve a burlarse
de su padre.
Horrorizan estas maldiciones; pero y qué, ¿habrá
hijos tan inicuos, ingratos y desalmados que las
merezcan? Esto mismo dudó Solón, y por eso cuando dio
leyes a los atenienses y les señaló castigo a todos los
delitos, no lo señaló al hijo ingrato y parricida
(56), diciendo que no se persuadía
pudiera haber tales hijos. ¡Ah! Nosotros no podemos
fingirnos esta duda, porque vemos mil hijos que ni
merecen este nombre, según son de perversos o ingratos
con sus padres.
Por el contrario, prodiga Dios las bendiciones
de los hijos buenos, amantes y obedientes a sus
generadores. Dice que vivirán largo tiempo sobre la
tierra, que la bendición del padre afirma las casas de
los hijos, esto es, su felicidad temporal. Que
de la honra que tributaren al padre, resultará la gloria
del hijo o su buen nombre. Que el Señor se acordará del
buen hijo en el día de su tribulación, que atenderá sus
oraciones, que les perdonará su pecados, y en fin,
que les acompañará la bendición de Dios eternamente.
Es tan justo, debido y natural el amor, respeto
y gratitud que los hijos deben a los padres, que los
mismos paganos que no conocieron al verdadero Dios, ni
se impusieron en sus bendiciones y amenazas, nos lo
dejaron recomendado no sólo con sus plumas sino con sus
obras.
¡Qué amor el de aquella joven romana que estando
su padre preso y sentenciado a morir de hambre, se dio
arbitrio para alimentarlo por una rendija de la puerta
de la cárcel! Y [188] ¿con qué? Con la leche de sus
pechos. Acción tan tierna que, sabida por los jueces, le
granjeó el indulto al infeliz anciano.
¡Qué respeto el de aquellos dos nobles hijos
Cleoves y Vitón, que faltando los caballos, ellos
tiraron la carroza y condujeron hasta las puertas del
templo a su madre la sacerdotisa! Acción que elogió
Cicerón, y la aplaudieron tanto los romanos que
veneraron como a dioses a aquellos dos tan reverentes
hijos.
¡Qué piedad la de Eneas que ardiendo la ciudad
de Troya en la noche fatal de su exterminio, cuando todo
era espanto, terror y confusión, y no tratando todos
sino de librarse de la muerte, él corre donde estaba su
viejo padre Anchises, lo pone sobre sus hombros, vuela
con él por entre las llamas, y le asegura la vida
diciéndole:
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Ea, ven a mi
cerviz, que yo en mis hombros |
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te tengo de
librar, oh padre amado, |
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sin que tan
dulce carga en ningún tiempo |
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me agrave ni la
estime por trabajo. |
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Sea después lo
que fuere, que hora el riesgo |
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o la dicha será
común a entrambos. -Virg. En. 2. |
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Estos heroicos ejemplos ¿no embelesan, no
encantan, no enternecen a los buenos hijos? Y a los
malos ¿no los avergüenzan y confunden? Estas brillantes
acciones no fueron hechas por unos santos cristianos, ni
por unos anacoretas del Yermo, sino por unos gentiles,
por unos paganos, que no gozaron la luz del Evangelio,
ni tuvieron noticia de sus infalibles promesas, y sin
embargo amaban, veneraban y socorrían a sus padres hasta
el extremo que habéis visto, sin más guía que la
naturaleza, y sin más interés que la complacencia
interior que es uno de los frutos de la virtud. [189]
Pero los malos hijos no sólo no veneran a sus
padres, sino que los insultan, y lejos de socorrerlos y
alimentarlos, les disipan cuanto tienen, los abandonan y
los dejan perecer en la miseria. ¡Ay de tales hijos!, y
¡ay de mí!, que fui uno de ellos, y a fuerza de
disgustos y sinsabores di con mi pobre madre en la
sepultura, como lo veréis en el capítulo primero del
tomo que sigue.
FIN DEL TOMO PRIMERO
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